Taiko (25 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Se puso en pie de un salto, vio a Nobunaga y echó a correr hacia él.

—¡He de pediros algo! ¡Por favor, tomadme a vuestro servicio! ¡Quiero serviros y sacrificar mi vida por vos!

Por lo menos esto era lo que había pretendido decir, pero estaba demasiado excitado y, cuando los guardianes le cerraron el paso con sus lanzas, la voz se le quebró y lo que salió de su garganta no fue más que una cháchara ininteligible.

Parecía más pobre que el más indigente de los plebeyos. Tenía el cabello sucio, cubierto de polvo y fragmentos de cascara de castaña. El sudor y la mugre le tiznaban el rostro de negro y rojo y parecía como si sólo sus ojos estuvieran vivos, aunque no veían las lanzas que le impedían el paso. Los guardianes intentaron hacerle la zancadilla con las astas de sus lanzas, pero Hiyoshi dio una voltereta, aterrizó a diez pasos del caballo de Nobunaga y se puso en pie.

—¡He de pediros algo, mi señor! —gritó, abalanzándose hacia los estribos del caballo.

—¡Puerco asqueroso! —le gritó Nobunaga.

Un soldado que estaba detrás de Hiyoshi le agarró por el cuello y le arrojó al suelo. Las espadas le habrían traspasado, pero Nobunaga gritó:

—¡No!

Le intrigaba que aquel sucio desconocido se le hubiera acercado, tal vez porque percibía la ferviente esperanza que ardía en el cuerpo de Hiyoshi.

—¡Habla!

Al oír aquella voz Hiyoshi casi se olvidó de su dolor y de los guardias.

—Mi padre sirvió al vuestro como soldado de infantería. Se llamaba Kinoshita Yaemon y yo soy su hijo, Hiyoshi. Tras la muerte de mi padre, viví con mi madre en Nakamura. Confiaba en encontrar una oportunidad de serviros y busqué un intermediario, pero al final no hubo ninguna manera excepto una apelación directa. Arriesgo mi vida en esto. Estoy resignado a ser abatido y muerto aquí mismo. Si me tomáis a vuestro servicio, no vacilaré en sacrificar mi vida por vos. Si queréis, os ruego que aceptéis la única vida que tengo. Así, tanto mi padre, que está bajo las hojas y la hierba, y yo, nacido en esta provincia, habremos satisfecho nuestros verdaderos deseos.

Había hablado rápidamente, casi como si estuviera en trance, pero la firmeza de su pasión llegó al corazón de Nobunaga, a quien persuadió, más que las palabras, la sinceridad de Hiyoshi.

Nobunaga soltó una risa tensa.

—Qué tipo tan extraño —dijo a uno de sus acompañantes. Entonces se volvió a Hiyoshi—: ¿Así pues te gustaría servirme?

—Sí, mi señor.

—¿Qué habilidades posees?

—Ninguna, mi señor.

—¿No tienes ninguna habilidad y, no obstante, quieres entrar a mi servicio?

—Aparte de mi determinación a morir por vos, no tengo ningún talento especial.

El interés de Nobunaga se había despertado y una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Te has dirigido a mí varias veces como «mi señor» aunque no se te ha concedido permiso alguno para ser mi servidor. ¿Por qué motivo me llamas así cuando no estás a mi servicio?

—Como soy natural de Owari, siempre he pensado que, si pudiera servir a alguien, tendría que ser a vos. Supongo que se me ha escapado sin querer.

Nobunaga asintió con una expresión aprobadora y se volvió a Daisuke.

—Este hombre me interesa —le dijo.

—¿De veras? —replicó el hombre, con una sonrisa forzada.

—Se te concede tu deseo. Te acepto. A partir de hoy estás a mi servicio.

Las lágrimas se agolparon en los ojos de Hiyoshi y no pudo expresar su felicidad. Muchos servidores estaban sorprendidos, pero también pensaban que su señor respondía a su naturaleza, actuando tan caprichosamente como siempre. Cuando Hiyoshi se les unió con la mayor naturalidad, los servidores fruncieron el ceño.

—Eh, tú, al final de la línea. Puedes sujetar la cola de un caballo de carga.

—Sí, sí.

Hiyoshi ocupó de buena gana su lugar al final de la comitiva, tan feliz como si se hallara en la tierra de los sueños.

Cuando la comitiva prosiguió su avance hacia Nagoya, los caminos se despejaron como si los barrieran con una escoba. Hombres y mujeres se postraban hasta tocar el suelo con la cabeza, ante sus casas y al lado del camino.

Nobunaga no practicaba el dominio de sí mismo ni siquiera en público. Se aclaraba la garganta mientras hablaba a sus servidores y se reía al mismo tiempo. Aduciendo que tenía sed, comía sandía en la silla de montar y escupía las semillas.

Era la primera vez que Hiyoshi recorría aquellos caminos. No apartaba la vista de la espalda de su patrono, diciéndose que por fin iba bien encaminado.

El castillo de Nagoya apareció ante ellos. El agua del foso se estaba volviendo verde. La comitiva cruzó el puente de Karabashi, serpenteó por los campos que se extendían delante del castillo y desapareció a través del portal. Era la primera de las muchas veces que Hiyoshi cruzaría aquel puente y entraría en aquel portal.

***

Corría el otoño. Un joven samurai de corta estatura avanzaba a pie hacia Nakamura, mirando al pasar por su lado a los segadores que trabajaban en los arrozales. Cuando llegó a la casa de Chikuami, llamó con una voz recia hasta entonces desconocida en él.

—¡Madre!

—¡Válgame! ¡Mi Hiyoshi!

Su madre había dado a luz una vez más. Sentada entre las judías rojas extendidas para que se secaran, mecía al niño en sus brazos, exponiendo su pálida piel a los rayos del sol. Al volverse y ver la transformación de su hijo, el rostro de la mujer reflejó la intensa emoción que sentía. ¿Era feliz o se apenaba? Sus ojos se llenaron de lágrimas y el labio inferior le temblaba.

—Soy yo, madre. ¿Estáis todos bien?

Dando un saltito, Hiyoshi se sentó en una estera de paja, a su lado. Los senos de su madre despedían un efluvio de leche. La mujer le abrazó de la misma manera que al niño que amamantaba.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nada. Hoy es mi día libre. Es la primera vez que salgo del castillo desde mi ingreso.

—No sabes cuánto me alegro. Al verte tan de repente, por un momento he pensado que las cosas iban mal de nuevo.

Exhaló un suspiro de alivio y, por primera vez desde su llegada, sonrió a Hiyoshi. La mujer miró de pies a cabeza a su hijo ya adulto y reparó en sus limpias ropas de seda, la pulcritud con que llevaba el cabello recogido y atado, sus espadas larga y corta. Las lágrimas se agolparon en sus ojos y se deslizaron por sus mejillas.

—Deberías sentirte feliz, madre. Por fin soy uno de los servidores del señor Nobunaga. Bueno, sólo estoy en el grupo de los criados, pero soy realmente un samurai en servicio.

—Estoy muy contenta de lo que has conseguido.

La mujer se llevó las raídas mangas de su kimono al rostro, incapaz de alzar la vista. Hiyoshi la rodeó con sus brazos.

—Tan sólo por complacerte esta mañana me he atado el cabello y me he puesto ropa limpia. Pero todavía han de llegar cosas mejores. Voy a demostrarte lo que puedo conseguir, te haré feliz de veras. ¡Espero que tengas una vida larga, madre!

—Cuando me enteré de lo que había sucedido este verano... Nunca imaginé que te vería así.

—Supongo que te lo dijo Otowaka.

—Sí, me dijo que su señoría se había fijado en ti y te había tomado como criado en el castillo. Me sentí tan feliz que podría haberme muerto.

—Si te sientes feliz por tan poca cosa, ¿qué será en el futuro? Lo primero que has de saber es que me han permitido tener apellido.

—¿Y cuál es?

—Kinoshita, como mi padre, pero me han cambiado el nombre y ahora me llamo Tokichiro.

—Kinoshita Tokichiro.

—Eso es. Un buen nombre, ¿no te parece? Aún habrás de seguir durante algún tiempo en esta casa destartalada y vistiendo estos harapos, pero alégrate. ¡Eres la madre de Kinoshita Tokichiro!

—Nunca he sido tan feliz.

Repitió el nombre varias veces, y sus lágrimas se renovaban a cada palabra que decía Tokichiro. Éste se sentía muy satisfecho al ver la felicidad de su madre. ¿Quién más en el mundo se alegraría tanto porque él había logrado algo tan trivial? Incluso imaginó que sus años de errabundeo, hambre y penalidades contribuían a la felicidad de aquel momento.

—Por cierto, ¿cómo está Otsumi?

—Está ayudando en la siega.

—¿Se encuentra bien? No estará enferma, ¿verdad?

—Es la misma de siempre —dijo Onaka, recordando la desdichada adolescencia de Otsumi.

—Cuando regrese, dile por favor que no tendrá que sufrir eternamente. Dentro de poco, cuando llegue a ser alguien, tendrá una faja de satén estampado, una cómoda con un blasón dorado y todo lo que necesite para su boda. ¡Ja, ja! Crees que divago como de costumbre, ¿no es cierto?

—¿Ya te marchas?

—El servicio en el castillo es estricto. Verás, madre —añadió bajando la voz—, es una falta de respeto repetir eso que dice la gente sobre su señoría, que es incapaz de gobernar la provincia, pero lo cierto es que el señor Nobunaga que ve el público y el señor Nobunaga que vive en el castillo de Nagoya son muy diferentes.

—Eso es probablemente cierto.

—Es una situación lamentable. Tiene muy pocos aliados verdaderos. Tanto sus servidores como sus propios familiares están en su mayor parte contra él. A los diecinueve años está completamente solo. Si crees que el sufrimiento de los campesinos hambrientos es lo más penoso que existe, estás lejos de la verdad. Si comprendes lo que quiero decir, podrás ser más paciente. No debemos ceder sólo porque somos humanos. Estamos en el camino de la dicha, mi señor y yo.

—Eso me hace feliz, pero no te apresures. Por mucho que progreses en el mundo, mi felicidad no puede ser mayor de lo que es ahora.

—Bien, entonces cuídate.

—¿No te quedarás un poco más?

—Tengo que regresar a mis obligaciones.

El joven se levantó en silencio y dejó algún dinero sobre la estera de paja de su madre. Entonces recorrió su entorno con una mirada cariñosa, abarcando el caqui y los crisantemos junto a la verja y el cobertizo de almacenamiento al fondo.

Aquel año no volvió a la casa de su madre, pero cuando el año terminaba Otowaka la visitó y le entregó un poco de dinero, medicinas y paño para hacerse un kimono.

—Todavía es un criado doméstico —le informó—. Cuando cumpla los dieciocho y su estipendio aumente un poco, dice que si puede conseguir una casa en la ciudad traerá a su madre para que viva con él. Es un poco alocado, pero también muy sociable, y gusta mucho. El temerario incidente en el río Shonai fue como librarse de la muerte. Debe de tener la misma suerte que el diablo.

Aquel Año Nueve Otsumi vistió prendas nuevas por primera vez.

—Mi hermano menor me las ha enviado. ¡Tokichiro, del castillo! —decía a todo el mundo.

Y adondequiera que fuese, la muchacha no podía abstenerse de repetir: «mi hermano menor ha hecho esto» y «mi hermano menor ha hecho aquello».

***

El estado de ánimo de Nobunaga cambiaba en ocasiones. Guardaba silencio y se pasaba el día entero abatido. Ese silencio y esa melancolía extraordinarios parecían ser intentos naturales de controlar su temperamento extremadamente vivo.

—¡Traedme a Uzuki! —gritó un día de súbito, y echó a correr hacia los terrenos de equitación.

Su padre, Nobuhide, se había pasado la vida entera guerreando, prácticamente sin tiempo para relajarse en el castillo. Durante más de la mitad de cada año había llevado a cabo su campaña en el este y el oeste. En general, por la mañana celebraba una ceremonia en memoria de sus antepasados, luego recibía los saludos de sus servidores, escuchaba lecturas de textos antiguos, practicaba las artes marciales y se ocupaba del gobierno de su provincia hasta el atardecer. Una vez finalizada la jornada, estudiaba tratados sobre estrategia militar, celebraba reuniones del consejo o intentaba ser un buen padre. Cuando Nobunaga le sucedió, este orden llegó a su final, pues no era propio de su carácter seguir una rutina diaria estricta. Era impulsivo en extremo, su mente era como las nubes de un chubasco nocturno, las ideas surgían de repente y con la misma celeridad las descartaba. Parecía como si su cuerpo y su espíritu estuvieran más allá de toda posible regulación.

Ni que decir tiene, eso obligaba a sus sirvientes a mantenerse en constante estado de vigilancia. Aquel día se había sentado a leer un libro, y más tarde había ido dócilmente a la capilla budista para ofrecer una plegaria a sus antepasados. En el silencio de la capilla, la petición de su caballo sobresaltó tanto a sus asistentes como si hubiera caído un rayo. No pudieron encontrarle en el lugar donde habían oído su voz. Corrieron a los establos y le siguieron a los terrenos de equitación. Aunque el señor no dijo nada, la expresión de su semblante les reprochaba claramente su lentitud.

Uzuki, su caballo favorito, era blanco. Cuando Nobunaga estaba insatisfecho y manejaba la fusta, el viejo caballo reaccionaba lánguidamente. Nobunaga tenía la costumbre de llevar a Uzuki de un lado a otro cogiéndole del hocico, quejándose de su lentitud. Entonces pedía que le dieran agua. Un caballerizo cogía un cucharón, abría la boca del caballo y vertía el agua. Nobunaga metía la mano en la boca del animal y le cogía la lengua. Aquel día le dijo:

—¡Uzuki! Hoy tienes mal la lengua, ¿eh? Por eso te pesan las patas.

—Parece estar un poco resfriado.

—¿También la vejez ha alcanzado a Uzuki?

—Estaba aquí en la época del señor anterior, por lo que debe de ser muy viejo.

—Supongo que Uzuki no es el único entre los muchos habitantes del castillo de Nagoya que se vuelve viejo y débil. Han pasado diez generaciones desde los días del primer shogun, y el mundo se entrega al ritual y el engaño. ¡Todo es viejo y decrépito!

Hablaba a medias consigo mismo, y tal vez estaba encolerizado con el cielo. Subió de un salto a la silla de montar y dio una vuelta por la explanada. Era un jinete innato. Tenía por maestro de equitación a Ichikawa Daisuke, pero recientemente había empezado a cabalgar a solas.

De repente, caballo y jinete fueron adelantados por un bayo oscuro que galopaba a toda velocidad. Al quedarse atrás, Nobunaga montó en cólera y emprendió el galope en pos del otro caballo.

—¡Goroza! —gritó.

Goroza, un brioso joven de unos veinticuatro años e hijo mayor de Hirate Nakatsukasa, era el artillero jefe del castillo. Su nombre completo era Gorozaemon, y tenía dos hermanos, Kemmotsu y Jinzaemon.

La irritación de Nobunaga fue en aumento. ¡Había sido superado! ¡Estaba tragando el polvo que levantaba otro! Fustigó con violencia a su caballo. Los cascos resonaron contra la tierra. Uzuki corrió a tal velocidad que un espectador apenas podría ver los cascos al golpear el suelo, y la cola plateada se extendía detrás en línea recta. Llegó a la altura del otro caballo.

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