Taiko (23 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Al principio los samurais cabalgaban en pequeños grupos, vestidos con las ropas ligeras que podrían ponerse para dar un paseo. Pero cuando sonó la caracola y mientras tocaban los tambores, formaron en regimientos que chocaron en medio del río. Las aguas se agitaron, y entre la espuma de un blanco puro, los samurais se enfrentaron unos a otros, un contingente de soldados de infantería contra otro. Las lanzas de bambú se convirtieron en un torbellino, pero sus portadores golpeaban con las astas en vez de embestir con las puntas. Las lanzas que fallaban su objetivo rozaban el agua y producían arcoiris. Siete u ocho generales montados lucían sus colores y blandían lanzas.

—¡Estoy aquí, Daisuke! —gritó un joven samurai montado delante de las filas.

Llevaba armadura sobre una túnica de cáñamo blanco y una espléndida espada con la empuñadura de color bermejo. Galopó hasta el caballo de Ichikawa Daisuke, el maestro de arco y lanza, y sin previo aviso le golpeó en el costado con su lanza de bambú.

—¡Qué insolencia!

Daisuke lanzó un grito y arrebató la lanza a su atacante, la aferró bien y golpeó el pecho del adversario. El joven guerrero era un hombre de airosos movimientos. Con el rostro enrojecido, aferró la lanza de Daisuke con una mano y sostuvo la espada bermeja en la otra, mirándole con ceño, pero incapaz de resistir la fuerza de Daisuke, cayó hacia atrás desde lo alto del caballo a las aguas del río.

—¡Ése es Nobunaga! —gritó Hiyoshi sin querer.

¿Eran servidores quienes podían hacer una cosa tan tremenda a su señor? ¿No era el servidor incluso más violento de lo que decían que era el patrono? Hiyoshi así lo creía, pero desde aquella distancia no podía estar absolutamente seguro de que el hombre fuese Nobunaga. Olvidándose de sí mismo, Hiyoshi se irguió de puntillas. La fingida batalla en el vado proseguía con rapidez. Si Nobunaga había sido derribado de su caballo, los servidores deberían haberse apresurado a ayudarle, pero nadie le prestaba la menor atención.

Poco después un guerrero salió chapoteando a la orilla, a cierta distancia del lugar de la batalla. Era el mismo hombre que había sido derribado de su caballo, y tenía un enorme parecido con Nobunaga. Parecía una rata empapada, y dio una patada en el suelo al tiempo que gritaba:

—¡Jamás seré derrotado!

Daisuke le vio y señaló hacia él.

—¡Allí está el general del ejército oriental! ¡Rodeadle y traedle vivo!

Alzando una cortina de espuma, los soldados de infantería se dirigieron en línea recta hacia Nobunaga. Éste cogió una lanza de bambú y descargó un golpe sobre el casco de un soldado, derribándole. Entonces arrojó la lanza al siguiente.

—¡No les dejéis acercarse!

Llegó un grupo de sus hombres para protegerle de las fuerzas contrarias. Nobunaga echó a correr por la orilla, gritando a voz en cuello:

—¡Dadme un arco!

Dos pajes cruzaron la cortina de su choza provistos de arcos cortos y, casi tropezando, corrieron adonde estaba su señor.

—¡No permitáis que crucen el río!

Mientras daba órdenes a sus tropas, puso una flecha en el arco y tensó la cuerda, disparó y rápidamente preparó otra flecha. Eran flechas de prácticas, sin punta, pero varios soldados «enemigos» cayeron, alcanzados en plena frente. Disparó tantas flechas que resultaba difícil creer que era él sólo quien disparaba. La cuerda del arco se rompió en dos ocasiones, y en cada una de ellas Nobunaga cambió de arma sin tardanza y siguió disparando. Mientras él mantenía desesperadamente su firmeza, cedió la defensa situada río arriba. El ejército occidental invadió la orilla, rodeó el cuartel general de Nobunaga y lanzó gritos de victoria.

—¡Perdido!

Nobunaga arrojó el arco a un lado y se echó a reír. Se volvió, sonriendo al tiempo que apretaba los dientes, y miró al enemigo que entonaba un cántico de victoria. Daisuke y el maestro de estrategia, Hirata Sammi, desmontaron y corrieron hacia Nobunaga.

—¿No estáis lesionado, mi señor?

—Nada podría sucederme en el agua.

Nobunaga se sentía humillado.

—Mañana ganaré —le dijo a Daisuke—. Mañana vais a pasarlo mal.

Mientras hablaba alzó ligeramente el arco.

—Cuando estemos de regreso en el castillo —le dijo Sammi—, ¿me permitiréis que os haga una crítica de vuestra estrategia de hoy?

Nobunaga apenas le escuchó. Ya se había quitado la armadura y se zambulló en el río para refrescarse.

***

Las hermosas facciones de Nobunaga y la blancura de su piel indicaban que sus antepasados habían sido hombres y mujeres de belleza excepcional. Al volverse para mirar a alguien lo traspasaba con la intensa luz de sus ojos. Cuando por fin tuvo conciencia de ese rasgo, envolvía en risas la fiereza de su mirada y dejaba así perplejo al espectador. No sólo él, sino también sus doce hermanos y siete hermanas, todos ellos con sus maneras refinadas o su apostura, tenían la mundanería de los aristócratas.

—Puede que esto te parezca irritante o que te preguntes: «¿Qué? ¿Otra vez?». Pero, como una plegaria que uno debe decir día y noche, incluso cuando comes, tienes que recordar a tus antepasados. El fundador del clan Oda fue un sacerdote del santuario de Tsurugi. En el pasado remoto, uno de tus antepasados fue miembro del clan Taira, el cual afirmaba descender del emperador Kammu
[1]
. Así pues, recuerda que te ha sido transmitida la sangre de la Casa Imperial. Soy un viejo y no puedo decir más.

Nobunaga escuchaba estas palabras una y otra vez de labios de Hirate Nakatsukasa, uno de los cuatro hombres que su padre había designado como sus tutores cuando se trasladó desde su lugar de nacimiento, el castillo de Furuwatari, a Nagoya. Nakatsukasa era un servidor de gran lealtad, pero Nobunaga le tenía por molesto y pesado. «Bueno, viejo, lo comprendo, sí, lo comprendo», murmuraba, y le daba la espalda. No le prestaba atención, pero el anciano continuaba, como si repitiera una letanía:

—Recuerda a tu reverenciado padre, quien para defender Owari luchó por la mañana en sus fronteras del norte e hizo frente a la invasión desde el este por la noche. Los días del mes en los que podía quitarse la armadura y dedicarse a sus hijos eran pocos y muy espaciados. A pesar de la guerra continua, tenía un profundo sentido de lealtad hacia el trono, y me envió a la capital para reparar los muros de barro del palacio imperial. También dio cuatro mil
kan
a la corte. Además, no ahorró esfuerzos en la construcción del gran santuario de Ise. Tu padre era un hombre así. Y entre tus antepasados...

—¡Basta, anciano! ¡No sé cuántas veces he oído la misma historia!

Cuando Nobunaga estaba enojado, los bonitos lóbulos de sus orejas se volvían de un rojo brillante, pero ésa era la única manifestación de enfado que, desde su infancia, podía permitirse. Nakatsukasa entendía bien su temperamento, y también sabía que era más eficaz apelar a sus sentimientos que tratar de razonar con él. Cuando su pupilo se mostraba impaciente, él cambiaba rápidamente de táctica.

—¿Pedimos una brida?

—¿Para cabalgar?

—Si quieres.

—Cabalga tú también, viejo.

Cabalgar era su pasatiempo favorito. No se contentaba con quedarse en los terrenos de equitación, sino que se alejaba tres o cuatro leguas del castillo y luego regresaba al galope.

A los trece años, Nobunaga había participado en su primera batalla, y se había quedado sin padre a los quince. A medida que iba creciendo se volvía cada vez más arrogante. El día del funeral de su padre se vistió de una manera inapropiada para la formalidad de la ocasión.

Ante la mirada incrédula de los invitados, Nobunaga se dirigió al altar, cogió un puñado de incienso en polvo y lo arrojó contra la tablilla mortuoria de su padre. Entonces, para sorpresa de todos los presentes, regresó al castillo.

—¡Qué vergüenza! ¿Es éste realmente el heredero de la provincia?

—Un señor con la cabeza totalmente hueca.

—Quién habría dicho que llegaríamos a esto.

Tal era la opinión de quienes sólo tenían una comprensión superficial de las cosas, pero quienes consideraban la situación de una manera más profunda vertían lágrimas de pesar por el clan Oda.

—Su hermano menor, Kanjuro, tiene buenos modales y ha actuado respetuosamente desde el principio al final —señaló uno de los deudos.

Lamentaban que Kanjuro no fuese el heredero, pero un monje que estaba sentado al fondo de la estancia dijo en voz baja:

—No, no... Éste es un hombre con futuro. Da miedo.

Más tarde informaron de este comentario a los servidores veteranos, pero ninguno lo tomó en serio. Poco antes de su muerte, a los cuarenta y seis años, Nobuhide había dispuesto el matrimonio de Nobunaga con la hija de Saito Dosan de Mino, mediante los buenos oficios de Nakatsukasa. Las provincias de Mino y Owari eran enemigas desde hacía años, por lo que el matrimonio era político. Tales arreglos eran casi la regla en un país en guerra.

Dosan había visto perfectamente esta estrategia y, no obstante, había concedido la mano de su hija favorita al heredero del clan Oda, cuya reputación de idiota era bien conocida desde las provincias vecinas hasta la capital. Dio su consentimiento a la boda con la mirada puesta firmemente en Owari.

La necedad, la violencia y la conducta vergonzosa de Nobunaga parecían ir de mal en peor, pero eso era exactamente lo que él deseaba que vieran los demás. El cuarto mes del vigésimosegundo año de Temmon, Nobunaga cumplió diecinueve años.

Deseoso de conocer a su yerno, Saito Dosan propuso que tuvieran su primer encuentro en el templo Shotokuji de Tonda, en la frontera entre las dos provincias. Tonda era una propiedad de la secta budista Ikko, y el templo estaba un poco apartado de las aproximadamente setecientas casas del pueblo.

Al frente de una fuerza considerable, Nobunaga salió del castillo de Nagoya, cruzó los ríos Kiso y Hida y continuó hacia Tonda. Cerca de medio millar de sus nombres llevaban arcos largos o armas de fuego; otros cuatrocientos iban armados de lanzas carmesíes de dieciocho pies de longitud, y les seguían trescientos soldados de infantería. Avanzaron en un solemne silencio. Un cuerpo de jinetes en medio de la comitiva rodeaba a Nobunaga. Estaban preparados para cualquier emergencia.

El verano estaba en sus inicios. Las espigas de la cebada eran de un color amarillo pálido. Una brisa suave procedente del río Hida refrescaba a la columna de hombres, el mediodía era apacible, las ramas de los arbustos colgaban sobre las rústicas vallas. Las casas de Tonda estaban bien construidas y muchas disponían de graneros para el arroz.

—Ahí están.

Dos samurais de rango inferior pertenecientes al clan de Saito habían sido apostados en el límite del pueblo como vigías, y echaron a correr para informar. En la hilera de olmos que se extendía por el pueblo, los gorriones piaban tranquilamente. Los samurais se arrodillaron ante una humilde choza y dijeron en voz baja:

—La comitiva ha sido avistada. Pronto pasará por aquí.

Por extraño que pudiera parecer, las paredes sucias de hollín de la choza con suelo de tierra ocultaban a unos hombres de vistosas espadas, vestidos con kimonos formales.

—Muy bien. Vosotros dos ocultaos entre los matorrales de detrás.

Los dos samurais eran servidores personales del señor Saito Dosan de Mino, el cual estaba apoyado en el alféizar de la ventana de una pequeña habitación, observando lo que ocurría.

Eran numerosas las anécdotas que corrían sobre Nobunaga, y Dosan se preguntaba cómo era en realidad, qué clase de hombre. Antes de entrevistarse formalmente con él, quería verle bien. Era algo típico de la manera de pensar de Dosan, y por eso estaba allí, espiando desde una choza al lado del camino.

—Los hombres de Owari están aquí, mi señor.

Al recibir esta información, Dosan soltó un gruñido y dirigió su atención al camino que se extendía al otro lado de la ventana. Sus servidores atrancaron la puerta y miraron a través de las grietas y agujeros de la madera, guardando un estricto silencio.

También los pajarillos en la hilera de árboles habían dejado de piar. Con excepción de su aleteo cuando de improviso emprendieron el vuelo, el silencio era omnipresente. Ni siquiera la suave brisa producía sonido alguno. Las pisadas de la ordenada tropa se aproximaban resueltamente. Los mosqueteros, provistos de sus armas de fuego pulimentadas, marchaban en columna de diez en fondo, en destacamentos de cuarenta hombres. Las astas rojas de las lanzas parecían un bosque mientras avanzaban por delante de los hombres de Mino. Con aliento entrecortado, Dosan estudiaba el paso de los soldados y la disposición de sus filas. A la oleada de pies en movimiento siguió el sonido de los cascos de los caballos y las fuertes voces. Dosan no podía apartar la mirada de la escena.

En medio de los jinetes había un caballo de espléndido aspecto y hocico brillante. En la suntuosa silla, taraceada con madreperla, se sentaba Nobunaga, sujetando las riendas de color violeta entreverado de blanco. Charlaba alegremente con sus servidores.

—¿Qué es esto? —dijo lentamente Dosan.

Parecía estupefacto ante el deslumbrante aspecto de Nobunaga. Había oído decir que el señor de los Oda solía lucir un atuendo extravagante, pero aquello excedía con mucho lo que había imaginado.

Nobunaga se sentaba balanceándose en la silla del caballo purasangre, el cabello recogido en un moño de general atado con una trencilla verde claro. Vestía una casaca de algodón con un estampado de color brillante y sin una de las mangas. Sus dos espadas, la larga y la corta, estaban taraceadas con conchas de abalone y atadas con paja de arroz sagrada, trenzada en forma de amuleto de la buena suerte. Del cinto le pendían siete u ocho objetos: una bolsa que contenía yesca, una pequeña calabaza, un botiquín, un abanico plegable colgado de un cordel, una minúscula talla de un caballo y varias joyas. Bajo su falda de longitud mediana, hecha de piel de tigre y leopardo, llevaba una prenda de brillante brocado de oro.

Nobunaga se volvió en la silla.

—Daisuke —llamó—. ¿Es éste el lugar? ¿Es esto Tonda?

Había gritado tan fuerte que Dosan le oyó desde su escondrijo.

Daisuke, que actuaba como escolta, cabalgó hasta su patrono.

—Sí, y el templo Shotokuji, donde has de reunirte con tu estimado suegro, está allí. A partir de ahora deberíamos portarnos lo mejor posible.

—El templo pertenece a la secta Ikko, ¿no es cierto? Humm, está muy tranquilo, ¿verdad? Supongo que la guerra no llega aquí.

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