Taiko (26 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—¡Tened cuidado, mi señor! —le gritó Goroza—. ¡Se le van a partir los cascos!

—¿Qué pasa? —replicó Nobunaga—. ¿Es que no puedes seguir corriendo?

Humillado, Goroza hincó los ángulos de los estribos en los flancos del bayo y corrió tras él. El caballo de Nobunaga era conocido en muchas leguas a la redonda como «Uzuki de los Oda», incluso entre los enemigos del clan. El bayo no podía compararse con él ni en valor ni en carácter, pero era un animal joven y Goroza mejor jinete que Nobunaga. Desde una ventaja de unos veinte cuerpos, la distancia se redujo a diez, a cinco, a uno, hasta que sólo hubo una cabeza de distancia entre ellos. Nobunaga ponía todo su empeño en no ser adelantado, pero él mismo empezó a quedarse sin aliento. Goroza pasó por su lado, dejando a su señor envuelto en una nube de polvo. Nobunaga saltó al suelo, molesto y, al parecer, humillado.

—Ese bayo tiene buenas patas —gruñó.

Era incapaz de admitir defecto alguno por su parte. Sus ayudantes tuvieron la impresión de que su señor había desmontado en vez de recorrer la distancia.

—Ser derrotado por Goroza no va a mejorar su estado de ánimo —observó uno de ellos.

Temiendo su inevitable malhumor, corrieron confusos hacia él. Uno de los hombres llegó antes que los demás al lado del aturdido Nobunaga y, arrodillándose ante él, le ofreció un cucharón laqueado.

—¿Un poco de agua, señor?

Era Tokichiro, recientemente ascendido a la categoría de porteador de sandalias. Aunque la función de «porteador de sandalias» no parecía gran cosa, que a uno le eligieran entre las filas del servicio para ser asistente personal era una señal de favor excepcional. Tokichiro había recorrido un largo camino en poco tiempo, al trabajar con ahínco y entregarse a sus deberes.

Sin embargo, su patrono no le veía. Ni le miraba ni se dignaba gruñirle una sola silaba. Tomó el cucharón sin decir palabra, apuró su contenido de un trago y lo devolvió.

—Llama a Goroza —le ordenó.

Goroza estaba atando su caballo a un sauce en el extremo de la explanada de equitación, y respondió de inmediato a la llamada, diciendo:

—Ahora mismo pensaba en ir a verle.

Se enjugó calmosamente el sudor de la cara, se arregló el cuello de la blusa y se alisó el cabello desordenado. Había resuelto lo que iba a hacer.

—Señor mío —dijo a Nobunaga—, me temo que acabo de mostrarme demasiado rudo.

Se había arrodillado y pronunció estas palabras con evidente calma.

Las facciones de Nobunaga se suavizaron.

—Me has perseguido la mar de bien. ¿De dónde has sacado un caballo tan espléndido? ¿Cómo le llamas?

Los asistentes se tranquilizaron. Goroza alzó el rostro y sonrió levemente.

—¿Os habéis fijado? Es mi orgullo y mi alegría. Un tratante de caballos norteño se dirigía a la capital para vendérselo a un noble. El precio era alto y yo no tenía el dinero que me pedía por él, por lo que tuve que vender una reliquia de familia, un cuenco de té antiguo que me dio mi padre. El cuenco se llamaba Nowake, y ése es el nombre que le he puesto al caballo.

—Bien, bien, entonces no es de extrañar que hoy haya visto un caballo excelente. Me gustaría poseerlo.

—¿Mi señor?

—Aceptaré cualquier precio que me pidas, pero véndemelo.

—Me temo que no puedo hacer tal cosa.

—¿Te he oído bien?

—Debo negarme.

—¿Por qué? Podrías conseguir otro buen caballo.

—Un buen caballo es tan difícil de encontrar como un buen amigo.

—Precisamente por eso deberías entregármelo. Es el caso que deseo un caballo rápido que no haya sido cabalgado hasta deslomarlo.

—Debo negarme muy a mi pesar. Quiero a ese caballo, y no sólo por mi orgullo y para mi diversión, sino porque en el campo de batalla me permite el máximo rendimiento al servicio de mi señor, lo cual debe ser la principal preocupación de un samurai. Mi señor desea expresamente este caballo, pero no existe en absoluto ninguna razón para que un samurai prescinda de algo tan importante para él.

Al recordarle el deber que tenía un samurai de servir a su señor, ni siquiera Nobunaga podía exigir rotundamente el caballo, pero tampoco era capaz de superar su egoísmo.

—Goroza, ¿rechazas en serio mi petición?

—En este caso, sí, señor.

—Sospecho que el bayo está por encima de tu posición social. Si llegaras a ser un hombre como tu padre, podrías cabalgar un caballo como Nowake, pero todavía eres joven y ese animal no es adecuado para alguien de tu categoría.

—Con todo mi respeto, señor, debo deciros esto. ¿No es acaso un despilfarro tener un caballo tan bueno e ir montado en él por la ciudad comiendo sandía y caquis? ¿No sería mejor que montara a Nowake un guerrero como yo?

Por fin lo había dicho. Las palabras que acababa de pronunciar no se debían tanto a su preocupación por el caballo como a la cólera que experimentaba cada día.

***

Hirate Nakatsukasa cerró la puerta y se quedó a solas en su mansión durante más de veinte días. Había servido al clan Oda sin descansar a lo largo de más de cuarenta años, y a Nobunaga desde el día en que Nobuhide, en su lecho de muerte, le confió la custodia del muchacho, nombrándole su tutor y el servidor principal de la provincia.

Un día, hacia el atardecer, se miró en el espejo y le sorprendió ver lo blanco que se había vuelto su cabello. Sus canas tenían un motivo, pues ya era sexagenario, pero no había tenido tiempo de pensar en su edad. Cerró la tapa del espejo y llamó a su mayordomo, Amemiya Kageyu.

—¿Se ha marchado el mensajero, Kageyu?

—Sí, le he despedido hace un rato.

—Es probable que vengan, ¿no te parece?

—Creo que vendrán juntos.

—¿Está preparado el sake?

—Sí, señor. También ordenaré que preparen la cena.

Era a finales del invierno, pero las flores de los ciruelos todavía estaban cerradas. Aquel año había hecho un frío terrible, y la gruesa capa de hielo en el estanque no se había fundido ni siquiera durante un día. Los hombres a los que había convocado eran sus tres hijos, cada uno de los cuales tenía su propia residencia. Era costumbre que el primogénito y sus hermanos menores vivieran con su padre como una gran familia, pero Nakatsukasa los había mantenido en residencias independientes. Aduciendo que si tenía que ocuparse de sus hijos y nietos podría descuidar sus deberes, vivía solo. Había criado a Nobunaga como si fuese su propio hijo, pero últimamente su pupilo le trataba con frialdad y parecía estar resentido con él. Nakatsukasa había interrogado a algunos asistentes de Nobunaga acerca del incidente en los terrenos de equitación. Desde entonces Nakatsukasa parecía desazonado.

Habiendo ofendido a Nobunaga, Goroza dejó de acudir al castillo y evitó los contactos con él. Shibata Katsuie y Hiyashi Mimasaka, servidores que siempre habían sido contrarios a Nakatsukasa, vieron su oportunidad y, halagando a Nobunaga, pudieron ahondar la brecha entre ellos. Su fuerza residía en el hecho de que eran más jóvenes y su poder e influencia estaban claramente en ascenso.

Veinte días de retiro habían despertado en Nakatsukasa la conciencia de su edad. Ahora estaba cansado y carecía del espíritu necesario para luchar con aquellos hombres. También era consciente del aislamiento de su señor y le preocupaba el futuro del clan. Estaba pasando a limpio un largo documento que había compuesto el día anterior.

El frío era tan intenso que casi congelaba el agua en la piedra de tinta.

Kageyu entró en la sala y anunció:

—Gorozaemon y Kemmotsu están aquí.

Todavía desconocían el objeto de la convocatoria y estaban sentados al lado de un brasero, esperando.

—Esta llamada tan inesperada me ha sobresaltado —dijo Kemmotsu—. Temía que hubiera caído enfermo.

—Sí, bueno, supongo que se ha enterado de lo ocurrido y creo que va a darme un buen rapapolvo.

—De ser así, habría actuado antes. Creo que se propone otra cosa.

Ya eran adultos, pero su padre todavía les asustaba un poco. Aguardaban inquietos. El tercero de los hijos, Jinzaemon, había viajado a otra provincia.

—Hace frío, ¿verdad? —observó su padre al abrir la puerta corredera.

Los dos hermanos repararon en lo blanco que se le había vuelto el cabello y en su delgadez.

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. Sólo quería veros. Supongo que se debe a la edad, pero hay ocasiones en las que me siento muy solo.

—¿No tienes que hablarnos de nada especial, ningún asunto urgente?

—No, no. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que cenamos juntos y nos pasamos la noche hablando... ¡Ja, ja! Poneos cómodos.

Era el mismo de siempre. Les llegaba un estrépito desde el exterior, un ruido intenso en los aleros, tal vez de granizo, y el frío parecía ir en aumento. Hallarse en presencia de su padre hacía que los jóvenes se olvidaran del frío. Nakatsukasa estaba de tan buen humor que Gorozaemon no pudo encontrar una oportunidad para disculparse por su conducta. Una vez retirados los platos, Nakatsukasa pidió un cuenco del té verde en polvo que tanto le gustaba.

De improviso, como si el cuenco de té que tenía en la mano le hubiera recordado algo, dijo:

—Goroza, tengo entendido que has permitido que el cuenco de té, Nowake, que te confié, cayera en las manos de otro hombre. ¿Es eso cierto?

Goroza le respondió francamente.

—Sí. Sé que era una reliquia familiar, pero había un caballo que me gustaba mucho y la vendí para conseguirlo.

—¿Ah, sí? Eso está bien. Si adoptas esa actitud, no tendrás dificultades en tu servicio a Su Señoría incluso cuando yo no esté aquí. —Su tono cambió con brusquedad—. Al vender el cuenco de té y comprar el caballo, tu actitud ha sido admirable. Pero si he oído correctamente, venciste a Uzuki en una carrera, y cuando su señoría te pidió tu bayo, se lo negaste. ¿Es eso cierto?

—Por eso está ofendido conmigo. Me temo que lo ocurrido te ha incomodado mucho.

—Espera un momento.

—¿Señor?

—No pienses en mí. ¿Por qué se lo negaste? Ha sido un gesto mezquino por tu parte. —Gorozaemon no encontraba palabras con que expresarse—. ¡Ignoble!

—¿De veras lo consideras así? Haces que me sienta terriblemente mal.

—¿Por qué entonces no le diste al señor Nobunaga lo que te pidió?

—Soy un samurai resuelto a entregar mi vida si mi señor así lo desea. ¿Por qué, pues, habría de ser tacaño con respecto a cualquier otra cosa? Pero no compré ese bayo para mi diversión, sino para poder servir a mi señor en el campo de batalla.

—Lo comprendo.

—Si le hubiera dado el caballo, mi señor probablemente habría estado satisfecho. Pero no puedo pasar por alto su egoísmo. Ve un caballo que es más rápido que Uzuki y hace caso omiso de los sentimientos de sus servidores. ¿No es así? No soy el único en decir que el clan Oda se encuentra en un momento peligroso. Imagino que vos, mi padre, comprendéis eso mejor que yo. Es cierto que en ocasiones puede ser un genio, pero su naturaleza egoísta y caprichosa, que no cambia aunque vaya haciéndose mayor, es lamentable, aunque sólo sea su naturaleza. Su carácter nos pone demasiado nerviosos a sus servidores. Dejar que se salga con la suya podría parecer lealtad, pero en realidad no es nada bueno. Por esa razón me he obstinado a propósito.

—En eso te has equivocado.

—¿Lo creéis así?

—Puede que te parezca lealtad, pero lo cierto es que empeora su mal carácter. Cuando era niño le tuve en brazos mucho más a menudo que a mis propios hijos, y conozco su temperamento. Puede que sea un genio, pero también tiene muchos defectos. Tu ofensa no equivale siquiera a un poco de polvo.

—Puede que sea así. Es una falta de respeto decirlo, pero Kemmotsu, yo y la mayoría de los servidores lamentamos servir a ese idiota. Sólo la gente como Shibata Katsuie y Hayashi Mimasaka se regocijan sirviendo a semejante señor.

—Eso no es cierto. Al margen de lo que diga la gente, no puedo creer tal cosa. Todos vosotros debéis seguir a Su Señoría hasta el final, cueste lo que cueste, aceptándole tal como es, tanto si yo vivo como si no.

—No os preocupéis por eso. No tengo intención de abandonar mis principios aunque haya perdido el favor de mi patrono.

—Entonces puedo estar en paz, pero me he convertido rápidamente en un árbol viejo. Vosotros, como ramas injertadas, tendréis que servir en mi lugar.

Más adelante, cuando pensaron en ello, Gorozaemon y Kemmotsu se dieron cuenta de que aquella noche hubo una serie de pistas en la conversación de Nakatsukasa, pero regresaron a sus hogares sin comprender que su padre estaba decidido a morir.

***

El suicidio de Hirate Nakatsukasa se descubrió a la mañana siguiente. Se había abierto el vientre de una manera espléndida. Los hermanos no distinguieron el menor rastro de pesar o de amargura en su rostro muerto. No dejó última voluntad ni testamento a su familia, sino tan sólo una carta dirigida a Nobunaga. Cada una de sus palabras estaba cargada con la profunda y perdurable lealtad de Nakatsukasa a su señor.

Cuando se enteró de la muerte de su servidor principal, una expresión de enorme asombro apareció en el semblante de Nobunaga. Con su muerte, Nakatsukasa amonestaba a su señor. Había conocido el genio natural y los defectos de Nobunaga, y mientras éste leía el documento, incluso antes de que sus ojos se llenaran de lágrimas, atravesó su pecho un dolor tan agudo como el de un latigazo.

—¡Perdóname, anciano! —sollozó.

Había afligido a Nakatsukasa, que era su servidor, pero que también estaba más cerca de él que su propio padre. Y con el incidente por el caballo había impuesto su voluntad a Nakatsukasa, como de costumbre.

—Llamad a Goroza.

Cuando el artillero jefe se postró ante él, Nobunaga se sentó en el suelo, mirándole.

—El mensaje dejado por tu padre me ha traspasado el corazón. Jamás lo olvidaré, no tengo más excusa que ésa.

Estaba a punto de postrarse a su vez ante Goroza, pero el joven le tomó confusamente las manos en un gesto de veneración. Señor y servidor se abrazaron llorosos.

Aquel año el señor de los Oda ordenó levantar un templo en la ciudad fortificada, dedicado a la salvación de su antiguo tutor. El magistrado le preguntó:

—¿Qué nombre pondremos al templo? Como fundador, tendréis que orientar al prior para seleccionar un nombre.

—El anciano sería más feliz con un hombre elegido por mí.

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