Taiko (21 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Hiyoshi había gozado con la contemplación del primoroso espectáculo. Su formalidad le hizo comprender hasta qué punto había aumentado el prestigio de los guerreros con la creciente importancia de los asuntos militares. Últimamente la expresión «artes marciales» estaba en boca de todo el mundo, junto con otras expresiones nuevas como «técnica de la espada» y «técnica de la lanza». Los nombres de los artistas marciales como Kamiizumi de Ogo y Tsukahara de Hitachi eran conocidísimos. Los viajes de algunos de aquellos hombres eran mucho menos rigurosos que los peregrinajes de los monjes budistas errantes. Pero los hombres como Tsukahara siempre iban acompañados por sesenta o setenta seguidores. Sus servidores llevaban halcones y viajaban con toda comodidad.

El número de los acompañantes de Shohaku no sorprendía a Hiyoshi, pero como iban a pasar allí seis meses, sospechaba acertadamente que le mandarían de acá para allá hasta que la cabeza le diese vueltas. No habían transcurrido más que cuatro o cinco días antes de que le hicieran trabajar tan duramente como si fuese uno de sus propios criados.

—¡Eh, Mono! Mi ropa interior está sucia. Lávala.

—¡Mono del señor Matsushita! Ve a comprarme un poco de ungüento.

Las noches de verano eran cortas y el trabajo adicional reducía sus horas de sueño. Cierta vez, a mediodía, se había dormido profundamente a la sombra de una paulonia. Estaba apoyado en el tronco, con la cabeza colgando a un lado y los brazos cruzados. Lo único que se movía sobre la seca tierra era una procesión de hormigas.

Una pareja de jóvenes samurais, que le tenían ojeriza, pasaron por su lado provistos de lanzas de práctica.

—Vaya, mira ahí. Si es el Mono.

—Durmiendo a pierna suelta, ¿eh?

—No es más que un inútil perezoso. ¿Cómo ha llegado a ser el niño mimado de los señores? No les gustaría nada verle así.

—Vamos a despertarle y le daremos una lección.

—¿Qué te propones?

—¿No es el Mono el único que no ha ido ni una sola vez a las prácticas de artes marciales?

—Eso se debe probablemente a que sabe que no agrada a los demás y teme que le golpeen.

—Pues eso está muy mal. Todos los sirvientes de una casa de guerreros tienen el deber de adiestrarse con ahínco en las artes marciales. Eso es lo que dicen las regulaciones domésticas.

—A mí no tienes que decírmelo. Díselo al Mono.

—Vamos a despertarle y le llevaremos al campo de prácticas.

—Sí, eso será interesante.

Uno de los hombres golpeó el hombro de Hiyoshi con la punta de su lanza.

—¡Eh, despierta!

Los ojos de Hiyoshi siguieron cerrados.

—¡Despierta!

El hombre alzó la cara de Hiyoshi con la lanza. El muchacho se deslizó a lo largo del tronco y se despertó con un sobresalto.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Eso te pregunto yo. ¿Qué haces aquí, roncando en el jardín en pleno día?

—¿Yo estaba durmiendo?

—¿Ah, no?

—Puede que me haya dormido sin querer, pero ahora estoy despierto.

—¡Borrico impertinente! Tengo entendido que no has pasado un solo día naciendo práctica de artes marciales.

—Porque no tengo habilidad para esas cosas.

—¿Cómo puedes saberlo si no practicas nunca? Aunque seas un sirviente, según las regulaciones domésticas tienes que practicar las artes marciales. A partir de hoy nos ocuparemos de que lo hagas.

—No, gracias.

—¿Te niegas a obedecer las regulaciones domésticas?

—No, pero...

—¡Vamos, en marcha!

Sin permitirle más protestas, arrastraron a Hiyoshi a la fuerza hasta el campo delante del almacén. Iban a darle una lección por desobedecer las regulaciones domésticas.

Los artistas marciales visitantes y los hombres de Matsushita se estaban adiestrando con ahínco bajo el cielo ardiente.

Los jóvenes samurais que habían llevado allí a Hiyoshi le obligaron a caminar dándole fuertes golpes en la espalda.

—¡Coge una espada de madera o una lanza y lucha!

Hiyoshi avanzó tambaleándose, apenas capaz de sostenerse en pie, pero no cogió un arma.

—¿A qué estás esperando? —Uno de los hombres le dio un fuerte golpe en el pecho con la lanza—. ¡Vas a practicar un poco con nosotros, así que coge un arma!

Hiyoshi volvió a avanzar tambaleándose, pero mantenía su negativa a luchar y se limitaba a morderse el labio obstinadamente.

Dos de los hombres de Shohaku, Jingo Gorokuro y Sasaki Ichinojo estaban haciendo una prueba de fuerza con lanzas reales, en respuesta a una solicitud de los hombres de Matsushita. Gorokuro, que llevaba una cinta alrededor de la cabeza, atravesaba con la lanza sacos de arroz de doscientas libras y los lanzaba al aire en una demostración de fuerza aparentemente sobrehumana.

—Con esa clase de habilidad, debe de ser fácil arremeter contra un hombre en el campo de batalla —comentó uno de los espectadores—. ¡Su fuerza es asombrosa!

Gorokuro le corrigió.

—Si creéis que esto es una técnica de fuerza, estáis muy equivocados. Si aplicáis fuerza en esta técnica, el asta de la lanza se romperá y los brazos se os cansarán en seguida. —Dejó su lanza a un lado y les explicó—: Los principios de la espada y de la lanza son los mismos. El secreto de todas las artes marciales está en la
ch'i
, la energía sutil de la
tan t'ien
, la zona a dos pulgadas por debajo del ombligo. Ésa es la fuerza sin fuerza. Uno ha de tener la potencia mental necesaria para trascender la necesidad de fuerza y regular el flujo de
ch'i
.

Les dio una entusiasta y larga explicación. Su público, hondamente impresionado, le escuchaba con toda su atención, hasta que les molestaron unos ruidos a sus espaldas.

—¡Mono obstinado!

El joven samurai hizo girar el asta de su lanza y alcanzó a Hiyoshi en la cadera.

—¡Ay! —gritó Hiyoshi, al borde de las lágrimas.

Era evidente que el golpe le había hecho daño. Hizo una mueca y se encogió, restregándose la cadera. El grupo se deshizo y volvió a formarse alrededor de Hiyoshi.

—¡Inútil perezoso! —gritó el hombre que había golpeado a Hiyoshi—. Dice que no tiene habilidad y no quiere venir a las prácticas. Hiyoshi se encontró en el centro de una muchedumbre que refunfuñaba y le acusaba de ser impenitente e insolente.

Shohaku se adelantó para serenarles.

—Bien, bien, a juzgar por su aspecto es todavía un chiquillo, tiene una edad en la que florece la impertinencia. No hacer caso de las regulaciones domésticas cuando está empleado en la casa de un guerrero y no tener inclinación por las artes marciales es la desdicha de este individuo. Yo me encargaré del interrogatorio. Los demás guardad silencio. Joven —le dijo a Hiyoshi.

—Sí.

Hiyoshi miró directamente a Shohaku al responderle, pero su tono de voz había cambiado, pues la expresión de los ojos de su interrogador le decía que Shohaku era la clase de hombre a quien podía hablar con libertad.

—Parece que te disgustan las artes marciales, aunque estás empleado en la casa de un guerrero. ¿Es cierto?

—No —respondió Hiyoshi, sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué motivo entonces, cuando estos servidores se ofrecen para adiestrarte en las artes marciales, no aceptas?

—Sí, bueno, hay una razón para eso. Si tuviera que disciplinarme en el camino de la espada o la lanza y llegar a ser un experto, probablemente tendría que dedicar mi vida entera a ello.

—Sí, debes tener esa clase de espíritu.

—No es que me disguste la espada ni la lanza, pero cuando considero que no podré disponer más que una duración de vida normal, creo que probablemente basta tan sólo con conocer el espíritu de estas cosas. El motivo es que hay muchas otras otras cosas que quisiera estudiar y hacer.

—¿Qué te gustaría estudiar?

—Me interesa aprender.

—¿Qué quieres aprender?

—Quiero saberlo todo del mundo.

—¿Cuáles son esas cosas que te gustaría hacer?

Hiyoshi sonrió.

—Eso no lo diré.

—¿Por qué no?

—Quiero hacer cosas, pero, a menos que las haga, hablar de ellas sólo parecería jactancia. Y si las expresara en voz alta, sólo os haría reír.

Shohaku se quedó mirando a Hiyoshi, diciéndose que era un muchacho fuera de lo corriente.

—Creo que entiendo un poco lo que dices, pero te equivocas si crees que las artes marciales son la práctica de unas técnicas menores.

—¿Qué son entonces?

—Según una escuela de pensamiento, cuando una persona ha aprendido una sola habilidad, habrá dominado todas las artes. Las artes marciales no son simplemente técnicas..., pertenecen a la mente. Si uno cultiva profundamente la mente, es capaz de penetrarlo todo, incluidas las artes del aprendizaje y el gobierno, de ver el mundo tal como es y de juzgar a la gente.

—Pero apuesto a que esta gente considera que golpear y atravesar a sus adversarios es la mejor de las artes. Eso sería útil para un soldado de infantería o para la tropa ordinaria, pero ¿sería esencial para un general que...?

—¡Cuidado con lo que dices! —le reconvino uno de los samurais, y golpeó con el puño la mejilla de Hiyoshi.

—¡Ay! —Hiyoshi se cubrió la boca con ambas manos, como si le hubieran roto la mandíbula.

—No podemos pasar por alto estas observaciones insultantes. Esto va a convertirse en un hábito. Señor Shohaku, haced el favor de retiraros. Nosotros nos ocuparemos de este asunto.

El resentimiento era general. Casi todos los que habían oído a Hiyoshi tenían algo que decir.

—¡Nos ha insultado!

—¡Es lo mismo que burlarse de las regulaciones domésticas!

—¡Asno imperdonable!

—¡Acabemos con él! El patrono no nos culpará por ello.

Tal era su enojo que parecían capaces de llevar a cabo su amenaza, de arrastrarle a la espesura y decapitarle sin más. Shohaku tuvo dificultades para detenerlos. Necesitó toda su energía para sosegarlos y salvar la vida de Hiyoshi.

Aquella noche, Nohachiro fue a los aposentos de la servidumbre y llamó en voz baja a Hiyoshi, el cual estaba sentado a solas en un rincón, con cara de tener dolor de muelas.

—Sí, ¿qué quieres?

El muchacho tenía la cara muy hinchada.

—¿Te duele?

—No, no mucho —mintió, y presionó la toalla húmeda contra la cara.

—El señor ha preguntado por ti. Ve por el jardín trasero para que no te vean.

—¿Qué? ¿El señor? Vaya, supongo que se ha enterado de lo ocurrido.

—Las cosas irrespetuosas que has dicho tenían que llegar a sus oídos. Y el señor Hitta ha ido a verle hace un rato, de modo que debe de saberlo. Es posible que él se encargue personalmente de la ejecución.

—¿Eso crees?

—El clan Matsushita tiene por norma irrevocable que los sirvientes no descuiden la práctica de las artes marciales, día y noche. Cuando el señor tiene que hacer un esfuerzo especial para mantener la dignidad de las regulaciones domésticas, debes considerar que ya has perdido la cabeza.

—En ese caso huiré de aquí. No quiero morir por una cosa así.

—¡Estás diciendo estupideces! —exclamó Nohachiro, cogiendo las muñecas de Hiyoshi—. Si huyes, tendré que hacerme el
seppuku
. Me ha ordenado que te lleve.

—¿Ni siquiera puedo huir? —preguntó ingenuamente Hiyoshi.

—Desde luego, tu desvergüenza es excesiva. Piensa un poco antes de abrir la boca. Al oír lo que hoy has dicho, incluso yo he pensado que no eres más que un mono jactancioso.

Nohachiro ordenó a Hiyoshi que caminara delante de él y sujetó con firmeza la empuñadura de su espada. Un enjambre de mosquitos blancos revoloteaban en la creciente oscuridad. La luz de los faroles en el interior de la casa llegaba a la terraza de la biblioteca, que acababa de ser rociada con agua.

—He traído al Mono —dijo Nohachiro, arrodillándose.

Kahei apareció en la terraza.

—¿Está aquí?

Al oír la voz por encima de su cabeza, Hiyoshi se inclinó tanto que su frente tocó el musgo del suelo.

—Mono.

—Sí, mi señor.

—Parece ser que están haciendo un nuevo tipo de armadura en Owari. Se llama domara. Ve y cómprame una. Es tu provincia natal, por lo que supongo que podrás moverte por ella sin dificultad.

—¿Mi señor?

—Vete esta noche.

—¿Adonde?

—Adonde puedas comprarme una armadura
domaru
.

Kahei sacó dinero de una caja, lo envolvió, y lo arrojó ante Hiyoshi. La mirada de éste osciló entre Kahei y el dinero. Sus ojos se llenaron de lágrimas que corrieron por sus mejillas y cayeron en los dorsos de sus manos.

—Sería mejor que te marcharas sin dilación, pero no tengas prisa por traerme la armadura. Aunque tardes varios años, me compras la mejor que encuentres. —Entonces se dirigió a Nohachiro—: Hazle salir discretamente por la puerta trasera, antes de que termine la noche.

¡Qué brusco giro en redondo! Hiyoshi sintió que le invadía un escalofrío. Había esperado que le mataran por no cumplir con las regulaciones domésticas y ahora... El escalofrío se debía a su reacción ante la simpatía de Kahei, su profundo agradecimiento, y le llegó hasta el tuétano de los huesos.

—Muchísimas gracias.

Aunque Kahei no había dicho claramente lo que pensaba, Hiyoshi ya le había entendido.

Kahei pensó que la agudeza de aquel muchacho asombraba a quienes le rodeaban, y era natural que aquello engendrase resentimiento y celos. Sonrió amargamente y le preguntó:

—¿Por qué me das las gracias?

—Por permitir que me vaya.

—Eso está bien, pero, Mono...

—¿Sí, mi señor?

—Si no ocultas esa inteligencia tuya, jamás triunfarás.

—Lo sé.

—Si lo sabes, ¿por qué hablas de un modo insultante, como hoy, enojando a todo el mundo?

—Soy inexperto... Después de haber dicho eso me golpeé la cabeza con el puño.

—No diré nada más. Voy a ayudarte porque tu inteligencia es valiosa. Puedes estar seguro de que quienes están resentidos contigo y tienen celos de ti te acusarían de robo con el menor pretexto. Si se perdiera un alfiler, o se pusiera fuera de su lugar una daga o una caja de píldoras, te señalarían con el dedo y dirían: «Ha sido el Mono». Sus malévolas acusaciones serían interminables. Provocas fácilmente el resentimiento de los demás, y eso es algo que tú mismo deberías comprender.

—Sí, mi señor.

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