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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (30 page)

BOOK: Sueños del desierto
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—Es bueno tenerte trabajando aquí. Me hace mucho bien ver esto.

—Sí, señor —repuso Arden.

Su padre miró por la ventana.

—¡Qué mañana tan agradable! —exclamó con voz alegre.

A Arden no se le permitió ver a Beth a mediodía. Estaba convenientemente dormida, según le informó la niñera apostada al pie de la escalera. Arden podía oír sus gritos, pero no quiso acorralar a la pobre mujer, pues se la veía tan abochornada que le dio pena. Él mismo se sentía bastante apabullado por la autoridad.

—Volveré más tarde —dijo—, señora…

Ella hizo una reverencia.

—Me llamo Sutton, milord.

—Todas mis niñeras se llamaban Sutton, y las amas de llaves —dijo con una mueca—. ¿Cuál es su verdadero nombre?

—Henrietta Lamb, señor.

—Volveré más tarde, señora Lamb. ¿Cuándo cree que sería mejor?

Ella alzó el rostro. Los cabellos lisos y castaños recogidos bajo la cofia enmarcaban una expresión preocupada.

—No sabría decirle, milord. Milady piensa que… que la salud de miss Elizabeth requiere una tranquilidad absoluta, sin visitas.

Arden sintió una oleada de furia.

—Me parece muy bien —dijo con voz neutra—. Pero dado que yo soy el padre y no una visita, puede informar a lady Winter que subiré a recoger a miss Elizabeth para su paseo diario a las cuatro. Espero que las dos estén listas para acompañarme.

—Sí, milord.

—Gracias, señora Lamb.

Lord Winter no dijo nada cuando se presentó puntualmente a las cuatro como había dicho. Encontró a Zenia lista. Estaba agotada, y Elizabeth también. Se habían pasado la mañana y el mediodía yendo de un berrinche a otro por todo, desde ponerse los calcetines a comer zanahorias o cambiar los pañales. Elizabeth lloraba cuando su madre la dejaba sola con la niñera y lloraba cuando se quedaba.

Zenia se había propuesto no ceder. Probó con palabras suaves y bromas, con palabras firmes, trató de jugar llevando a Elizabeth en su carrito… y hasta le dio una azotaina cuando le mordió la mano. Pero descubrió que la voluntad de su hija sobrepasaba en mucho la suya. Para cuando dieron las cuatro, por primera vez en su vida estaba deseando que alguien se la llevara.

Pero cuando vio cómo se le iluminaba el rostro al ver a su padre le dieron ganas de llorar. Zenia hizo ademán de cogerla de la cuna, pero Elizabeth la empujó y, chillando de felicidad, estiró los brazos hacia su padre.

Zenia se sentó de cara a la ventana y se mordió el labio con fuerza.

—Por favor, no la lleves afuera —dijo sin darse la vuelta.

—No hace mucho frío…

—No la saques. No va vestida para eso.

—Bien.

Hubo un silencio. Zenia esperaba oír el sonido de sus pasos cuando se marcharan.

—¿No vienes con nosotros?

—Ella no quiere que vaya, te lo aseguro.

Hubo otra pausa larga e incómoda. Zenia se sacó el pañuelo de la manga y se lo anudó en torno a los dedos, rezando para que se fuera antes de que acabara de perder la compostura.

—Bueno —dijo él—. Pero yo sí.

Cuando lo miró, vio que tenía el ceño fruncido. Zenia bajó la mirada al regazo, solo un momento, lo justo para controlar el temblor de los labios.

—Bueno, pues no —dijo Arden furioso.

Salió de la habitación, y Zenia perdió su oportunidad.

19

—Ha pasado una semana —dijo lord Winter; contra su costumbre, hablaba arrastrando un tanto la voz—. ¿Has tenido noticias del señor Bruce?

Iba elegantemente ataviado, y acababa de subir después de la comida de Navidad ofrecida para los arrendatarios. Había durado toda la tarde, hasta casi la noche. Se habían instalado largas mesas en el vestíbulo de mármol, y el bullicio de las conversaciones había llegado a los pisos de arriba. Elizabeth se había perdido su paseo diario con él; estaba de mal humor pero tranquila, y en aquellos momentos la presencia de su padre ni siquiera parecía alegrarle. Cuando se inclinó sobre la cuna, ella pataleó un poco y le dio la espalda.

Él se incorporó, mientras observaba cómo Zenia bregaba con los pequeños calcetines de lana y los lazos del camisón de Elizabeth. Arden despedía un fuerte olor a tabaco, y había otro olor, dulzón y potente, en su aliento, cosas ambas que Zenia no había notado en él antes. En momentos en los que normalmente se habría apartado para mantener la distancia entre los dos, ahora no lo hacía.

—No, no he tenido respuesta.

—Ha pasado una semana —volvió a repetir él.

Su voz tenía un ligero tono acusador. También a ella le preocupaba que su padre aún no hubiera contestado, pero se limitó a decir:

—Estamos en Navidad.

Arden seguía sin apartarse. Zenia sentía su mirada sobre ella. Si volvía el rostro, sus ojos quedarían al nivel de los hombros de él, con la pechera de satén negra y las solapas de terciopelo tan cerca que podría tocarlas con solo inclinarse.

—¿Ha sido agradable la comida? —preguntó Zenia con tono impersonal.

Arden profirió un sonido no muy agradable, que le salió de muy adentro de la garganta. Y, puesto que estaba borracho por primera vez desde hacía trece años, dijo:

—No, me siento terriblemente incómodo en compañía de otra gente.

Zenia lo miró sorprendida. Él apoyó la mano en el borde de la cuna. Sus ojos azules tenían un brillo peculiar; su boca esbozaba una mueca burlona. Pero, mientras permanecía allí observándola, algo parecido a la nostalgia apareció en su semblante.

—Soy porfiado —dijo—. Incorregiblemente porfiado. —Pronunció las palabras con cuidado, como si las tuviera pegadas a la lengua—. Me gustaría besarte. —La miró pestañeando de forma lenta y perezosa—. Sería un necio si lo hago, ¿verdad?

Zenia sintió que la sangre le subía a las mejillas. Miró a Elizabeth.

—Quizá no —respondió tan bajo que dudaba que él la hubiera oído.

Arden se apartó de la cuna y se alejó como si se hubiera olvidado de ella. Zenia se quedó quieta un instante y luego terminó de anudar los lazos del camisón de Elizabeth. Cogió a su hija en brazos. Y, por primera vez, la niña volvió la espalda a lord Winter y no quiso que la llevara a hombros.

—Mamá. —Acomodó la carita contra el hombro de Zenia, cerró los puños y se restregó los ojos.

Zenia lo dejó en medio de la habitación de juegos con cara de pretendiente rechazado y se llevó a Elizabeth a su dormitorio. La tendió entre las almohadas e inclinó la cabeza sobre el rostro soñoliento de su hija.

—Hoy no huele muy bien, ¿eh? —susurró al oído de Elizabeth.

—Ga —dijo la niña—. Na na na na.

—A mí no me importa —susurró.

—Pa.

—A lo mejor yo no soy tan buena como tú para desdeñar un beso —murmuró Zenia sintiendo que el corazón se le henchía de arrojo.

Elizabeth tendió los brazos y le tiró del pelo. Una horquilla se soltó y sus rizos oscuros cayeron en cascada sobre el rostro de la niña. Elizabeth apartó la cara y rió. A Zenia le encantaba verla reír.

Elizabeth se tumbó boca abajo y Zenia la arropó bien con la ropa de cama. La niña ya estaba medio dormida, de espaldas a la puerta, cuando Zenia apagó de un soplido la vela que había junto a la cama.

Durante una semana, la puerta había permanecido abierta. A las cuatro lord Winter se la llevaba para su paseo diario por la casa, y luego se la devolvía. Elizabeth cenaba en el cuarto de los niños, pasillo abajo, y así él tenía una hora para cambiarse. Luego, mientras Zenia se cambiaba, él desaparecía y la niñera se ocupaba de Elizabeth. Después de cenar, Zenia subía enseguida a su cuarto y se preparaba para acostarse, y fuera lo que fuese que lord Winter hacía, lo hacía en la oscuridad, después de apagar la luz de su lado. Conforme esta rutina se consolidaba, la niña se mostraba menos nerviosa. Pero seguía sin aceptar que cerraran la puerta. En aquellos momentos Zenia se volvió a mirar y se echó el pelo hacia atrás.

Podía cerrar. Elizabeth ya estaba profundamente dormida y, a juzgar por el ritmo regular de su respiración, no era probable que despertara.

Zenia fue hacia la puerta. Vio a lord Winter sentado en la silla de madera de la niñera, con la vista clavada en un rincón oscuro. Se había quitado la pechera y el alzacuello, que colgaban de su mano, en blanco y negro.

Zenia aferró el pomo. Se notaba el pulso en la garganta. La luz de la vela caía sobre la mejilla, la mandíbula y la boca de lord Winter y convertía su rostro en una seductora escultura. Los ojos azules y pensativos, fijos en la nada.

—Lamento que la comida no haya sido agradable —dijo ella.

Él volvió la cabeza. Se puso en pie. Por un momento la miró con aquel extraño y lánguido parpadeo.

—Llevas el pelo suelto —dijo.

Lo había olvidado. Pero la expresión de sus ojos hizo que de pronto fuera muy consciente. Los cabellos de una mujer son su gloria, y entre los musulmanes solo debe descubrirlos ante su esposo. Incluso en Inglaterra, todas las mujeres llevaban los cabellos recogidos bajo gorros y cofias.

Zenia se sonrojó, sintiéndose de nuevo como un joven beduino con los cabellos cayéndole desordenados sobre los hombros.

—Lo siento, Elizabeth me los ha soltado. Lo recogeré enseguida —dijo y se dio la vuelta.

—No —dijo él—. ¿Es necesario?

Ella vaciló.

—Siéntate —dijo él indicando la silla con un ligero gesto de la cabeza—. O… ¿Está dormida la niña? ¿Apago las velas?

Zenia entrecerró la puerta a su espalda.

—La luz no molesta. O quiere dormir o no quiere. Y creo que ya se ha dormido.

—Ah —dijo él.

Ella se quedó cerca de la puerta.

—Pero quizá estás cansado.

—No. En absoluto. Estoy muy descansado. —Curvó la boca en una mueca irónica—. Tampoco es que haga nada en todo el día.

Zenia se sentó en la silla de respaldo duro de la niñera.

—Tu padre dice que estás colaborando en la dirección de la propiedad.

—Oh, sí —dijo él—. Qué prodigioso granjero estoy hecho. —La cerveza le trabó la lengua y tuvo que repetir la palabra «prodigioso» con una sonrisa avergonzada—. Discúlpame, estoy un poco achispado.

—¿Achispado?

—Bueno —confesó—, estoy bastante borracho.

En alguna ocasión Zenia había visto borracho a alguno de los sirvientes de su madre, pero era algo poco habitual, y solo pasaba si conseguían birlar alguna botella de los regalos que lady Hester recibía de sus visitas navideñas. Evidentemente, en el desierto no había alcohol; estaba prohibido para los fieles, y entre los wahabíes podía costarle la vida a un hombre. Observó a lord Winter con curiosidad, porque nunca le había visto tomar más que una copa de vino en la cena.

Aparte del olor, las palabras arrastradas y la indolente caída de sus pestañas, que le daban cierto aire de pirata, no parecía afectado. Se mantenía en pie sin vacilar. No parecía que fuera a estrellarse contra la pared ni a pegar a nadie.

—He estado estudiando límites y lindes —dijo él ladeando la cabeza hacia la ventana—. Comprobando zanjas. E intentando evitar que un par de peligrosos bueyes me atropellaran.

—Oh —exclamó Zenia, desconcertada.

Él se sentó en el lecho.

—Veo que estás muy impresionada. No me extraña. Es duro. —Apoyó la frente en la palma de las manos y hundió los dedos entre el pelo—. Es condenadamente duro. —Meneó la cabeza—. No sé si podré hacerlo.

Ni en sus peores momentos en el desierto Zenia le había oído aquel tono desesperado en la voz.

Zenia juntó las manos.

—Siempre había pensado que tú podías hacerlo todo —dijo con voz queda.

Él levantó la cabeza.

—Ah, ¿sí? —La miró de soslayo.

—Sí.

Arden la observó durante un largo momento.

—Yo pensaba lo mismo de ti, Zenia. La flor que puede crecer en cualquier sitio. —Sonrió apenas—. Incluso aquí.

Ella se hizo un ovillo en la silla, pegando las rodillas contra el pecho.

—Aquí no es tan difícil.

—Oh, sí, lo es. ¿Sabes?, creo que debieron de cambiarnos en la cuna. Tú naciste aquí para ser una dama, yo nací en Dar Joon para ser un salvaje, pero las hadas nos cambiaron de sitio. —Meneó la cabeza—. Una broma cruel.

Ella lo miró con asombro.

—¿Desearías no haber nacido para esto? ¿Preferirías Dar Joon?

—Soy porfiado.

—Eres un loco —replicó ella, disgustada.

De pronto él sonrió.

—Ah, pequeño lobo. A veces descubro que estás ahí. Que sigues conmigo.

—Deseo olvidar eso —musitó ella.

—¿Por qué? —preguntó él con una voz muy baja que hizo que Zenia sintiera un súbito ardor de garganta—. ¿Por qué deseas olvidar?

Ella levantó la cabeza.

—No lo entenderías.

—¿Porque quieres ser una dama? —Sus pestañas bajaron lentamente mientras sus ojos la recorrían—. Si te sientas de un modo tan poco apropiado para una dama, te advierto que no respondo de mis actos.

Zenia se sentó correctamente y puso los pies en el suelo.

—Es mejor que me acueste.

Él la miró con un visible destello de deseo.

—No he tocado a ninguna mujer desde aquello. Y ahora tengo que dormir en este catre sabiendo que tú estás ahí, al otro lado de la puerta. —Se levantó y apartó con el pie un bloque suelto que fue a chocar con violencia contra la cómoda—. Si a eso se le puede llamar dormir.

Zenia se puso en pie y fue hacia la puerta, atenta por si oía quejarse a Elizabeth. Pero todo estaba en silencio y vaciló. Arden le había vuelto la espalda, había recogido la lazada y el alzacuello y los había arrojado sobre el galán de noche.

—Supongo que para ti es diferente —musitó, quitándose la chaqueta—. Supongo que las damas educadas no se acuestan en la cama y se consumen. ¡Una verdad de todos sabida, amigo mío! —Se desabrochó el chaleco, como si pensara que ella había salido, y lo arrojó hacia el galán. Pero falló el tiro y la prenda cayó al suelo—. Una verdad perfectamente sabida.

Mientras Zenia seguía mirando, lord Winter se sacó la camisa del pantalón. Con un gemido, se la quitó de los hombros.

La luz de la vela le iluminó la morena espalda desnuda arrojando densas sombras allá donde los músculos se movían. Pero los ojos de Zenia fueron enseguida a la enorme cicatriz que subía de la costilla más baja hasta debajo del brazo derecho, una herida rojiza e irregular que no había curado bien y que unas inconfundibles marcas de quemaduras extendían hasta el pecho, testimonio de los hierros candentes que le habían aplicado para cauterizar la piel lacerada, que era el modo en que los beduinos trataban todas las heridas.

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