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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (34 page)

BOOK: Sueños del desierto
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—Es imposible que yo te asuste.

Arden rajó una brizna de hierba con la uña.

—¿Eso crees?

—Sí.

Arden rasgó la brizna a todo lo largo y se quedó mirando las dos tiras.

—A ti no te asustan ni los demonios —añadió Zenia—. Nunca he visto nada que te dé miedo.

Arden trató de anudar las dos tiras de hierba, pero se le rompieron entre los dedos.

—Quizá es que no has visto todo lo que hay que ver en mí.

—Incluso te quedaste atrás cuando vinieron en pos de nosotros al salir de Hajil. —Y lo dijo con tono acusador—. Te quedaste, aunque sabías que te capturarían.

—Y volvería a hacerlo. Yo… —Meneó la cabeza—. No hay nada que no fuera capaz de hacer por ti o por Beth.

—No te creo. No te quedarás aquí.

—Lo estoy intentando. Dame una oportunidad.

—No puedes hacerlo. Tú mismo lo dijiste. Y si te quedas te convertirás… —Profirió un gemido de desesperación—. Serás como mi madre o la tuya. Tu espíritu no podrá soportarlo.

—Entonces ven conmigo…

—¡Lo ves! —Se volvió hacia él, con los ojos oscuros llenos de apasionamiento y las mejillas encendidas—. ¡Eso es lo que pasará! ¡Ven conmigo! Ven conmigo, me dijiste, y me llevaste a las arenas rojas, a los wahabíes, al mismísimo infierno. No puedo ir contigo. No iré y no permitiré que te lleves a Elizabeth.

Arden vio cómo el cisne negro se deslizaba lentamente junto a la orilla, introduciendo el pico en el agua con movimientos elegantes.

—Quizá es imposible que tú y yo nos entendamos —dijo con desánimo.

Sabía que ella lo estaba mirando. Y lo hizo tan fijamente y durante tanto rato que tuvo miedo de volverse, porque no sabía lo que podía encontrar en su rostro.

—No sé cómo puedo amarte y odiarte al mismo tiempo —dijo Zenia.

Las briznas de hierba cayeron de sus manos.

—Vaya. Ahora estoy aterrado.

—¿Por qué? —preguntó ella alzando el mentón con gesto altivo e incrédulo.

—Por nada —comentó él con una falsa ligereza—. Recuerda que es imposible asustarme. Solo era una broma. Tiene gracia. —Empezó a hacer pedazos otra brizna de hierba—. Me has dejado muy claro por qué… te desagrado. No puedo menos que preguntarme… —Se encogió de hombros—. Sobre lo otro. ¿Por qué? Esa es la cuestión. Si es verdad, ¿por qué?

Ella miró al frente.

—¿Por qué te amo, te refieres a eso?

—Sí. —Deslizó la hierba entre los dedos y la aplastó—. A eso me refiero.

—Porque me diste a Elizabeth.

—Ah. —Arden miró con el ceño fruncido al cisne, que nadaba con calma hacia la orilla opuesta—. Qué maravillosa inventiva por mi parte. Una gesta difícilmente igualable en los anales de la historia. No se me pasaría jamás por la imaginación que unos doscientos o trescientos millones de tipos que viven en la actualidad puedan haber engendrado nunca un hijo. —Arrojó la bola de hierba—. Desde luego, parece una gran pérdida que no haya llegado a haber un bis. Puesto que anoche no regresaste.

Ella bajó los ojos. Él no la miró directamente; solo lo justo para ver su perfil, puro, familiar, su piel dorada por el ángulo bajo del sol de última hora. Su cofia había volado, y los cabellos le caían sobre los hombros en una maraña oscura y desgreñada.

La atmósfera despejada del invierno y la proximidad de la puesta de sol conferían a todo un matiz bermejo y púrpura, como el ocaso en las arenas rojas, y de pronto sintió que el desierto volvía con nitidez. Zenia, sentada igual que ahora, en silencio, con la vista algo gacha, cantando con suavidad al inmenso vacío que los rodeaba… Y extrañamente, como si la luz le acabara de revelar algún aspecto perdido de la realidad o el recuerdo, por primera vez la vio como el mismo compañero que había tenido sentado a su lado en el desierto. El mismo rostro, la misma persona, el mismo corazón.

Finalmente todos sus recuerdos se ajustaron: el muchacho de paso seguro no había desaparecido, no había muerto; simplemente había sido diferente desde el principio. No era un muchacho, nunca lo había sido; era la mujer que tenía a su lado quien había montado un camello saltando con gracilidad sobre su cuello, quien había dormido pegada a su espalda; era aquella joven seria, pensativa y hermosa quien le había racionado el agua y la comida, había trepado por las interminables dunas y había llorado cuando la subió a lomos de un camello, tan delgada y ligera como una pluma.

Arden no había dejado de lamentarse por lo que le había hecho al llevarla con él; sin embargo, sentía que en aquella lucha despiadada, en aquella amistad silenciosa y segura estaban los momentos más felices de su vida.

—Ojalá volviéramos a estar en el desierto —susurró.

Lo dijo sin pensar; por la luz rojiza, la atmósfera despejada, el momento de descubrimiento… Pero, en cuanto las palabras salieron de su boca, supo que había cometido un error fatal.

—No estoy diciendo que… —se apresuró a añadir.

—Por supuesto que sí —lo interrumpió ella con una voz anormalmente tranquila.

Se sujetó las faldas y se puso en pie. Y sin decir más le dio la espalda y se alejó pendiente abajo.

Arden se hallaba en enorme desventaja cuando su padre lo interceptó en el corredor poco después de salir el sol, delante de la habitación de juegos de Beth. Iba sin afeitar, y estaba hambriento, sucio y cansado. Había pasado la noche bajo su árbol, después de una breve cena en el Cisne Negro, donde quedó muy claro que su presencia no era bien recibida por el señor Harvey Herring, independientemente de lo que sintieran la señora Herring y su hija. El viejo olmo le había parecido a Arden un hogar tan acogedor como cualquier otro, y no era ni de lejos tan incómodo como muchos de los sitios donde había dormido… aunque seguía sin ser una cama.

—¿Dónde has estado? —preguntó el conde.

—Fuera.

—¿Estás borracho?

—No —dijo con sequedad y se volvió hacia la habitación—. Que tenga un buen día, señor.

—Lady Winter se ha ido a la ciudad.

La puerta de la habitación de juegos había quedado abierta. Arden veía el vacío desde donde estaba. Entró y se detuvo en medio. En el armario de los juguetes, también abierto de par en par, no había nada.

—No me extraña —dijo Arden—. Después de que la convencisteis de que su hija podía acabar cualquier día en el fondo del lago, habrá considerado que lo mejor era alejarla del peligro.

Su padre entró tras él y cerró la puerta.

—Ayer fue un día muy tenso para todos.

Arden sacó de un puntapié el sacabotas de debajo del catre y se quitó las botas.

—Quizá me he… —El conde vaciló—. Mis acciones han sido un tanto precipitadas. Tal vez te debo una disculpa.

Que Arden recordara, en toda su vida su padre solo le había pedido disculpas en tres ocasiones. Y las tres lo había dejado totalmente descolocado. Por lo general, cuando su padre se disculpaba le daban ganas de ahorcarse, y esta vez no fue distinto. Se puso en pie, sintiéndose desarmado y algo manipulado.

—No —dijo—, ha sido culpa mía. Tendría que haber vuelto antes. Cuando oí que llamabais.

—Aun así, considero que…

—Ha sido culpa mía —repitió Arden con tono agresivo.

El conde se puso las manos a la espalda.

—Bueno, lamento que haya ocurrido.

—¿Qué importa una esposa más o menos? —Arden se quitó el abrigo—. Son como el demonio. —Se desabotonó el chaleco manchado de barro y la camisa de franela de debajo.

—Tienen sus momentos —dijo el padre con un toque de mordacidad.

Con la camisa aún puesta, Arden volvió a sentarse en el catre. Se miró las manos.

—Arden —dijo el conde—, si es totalmente imposible que convivas con esa mujer le pagaremos y la enviaremos al continente. No tiene nada con que atraparte. No hay testigos, no hay papeles. Tu madre ha sugerido una casa para ella en Suiza.

—Quiero a Beth —repuso Arden sin alzar la vista.

—Eso sería parte del acuerdo. Diremos que nos engañó con su afirmación de que era lady Winter y que ahora que has vuelto hemos descubierto que no era cierto. A cambio de un generoso arreglo y de no demandarla por su engaño, te concederá el derecho a ver a la pequeña cuando lo desees, y habrá documentos que atestigüen que el matrimonio nunca se celebró y que no presentará ninguna reclamación al respecto. De veras, ella se lo ha buscado con este obstinado y absurdo retraso. —Se encogió de hombros—. Pero cualquier acto de repudio debe hacerse de inmediato. Evidentemente, habrá cierto escándalo, y quedaré como un necio por haberla acogido en casa. Pero, en cuanto la joven desaparezca, todo esto se calmará.

—Por el amor de Dios, lo último que había oído es que la estabas animando a casarse conmigo cuanto antes.

—Tenía la esperanza… Creí que quizá le tenías cierto afecto, dado vuestro… —Su padre parecía incómodo—. Dadas las circunstancias de vuestra unión. Pero, sean estas cuales fueren, actualmente ninguno de los dos parece apreciar mucho al otro. Y la relación ha estado siempre al margen de la sociedad. Un mal enlace. Los sórdidos orígenes de ella, su deplorable educación…, por no mencionar su pobreza. Jamás he deseado que buscaras una esposa rica. Pero pensaba que se trataba de un matrimonio por amor. Ya no soy tan orgulloso como fui. No me habría opuesto a un matrimonio por amor siempre y cuando la dama de tu elección fuera de buena cuna. Y la cuna de la muchacha es buena, aunque haya nacido en el lado equivocado de la familia. Pero no se trata de un matrimonio por amor. Y tu madre se siente profundamente desdichada con esto. Las mujeres padecen mucho más por estos trastornos sociales, ya lo sabes.

—Ah —dijo Arden—. Lo comprendo. ¡Trastornos sociales!

—Sabe Dios que no serías el primero que tiene una querida, pero casarse con ella… sería un golpe terrible a la dignidad de nuestro nombre.

—¿Ah, sí? —Arden se arrancó su alzacuello arrugado y lo estrujó entre las manos.

—Sabes bien que sí. —El conde dio unas vueltas por la habitación antes de proseguir—: Ahora que estás en casa y has decidido quedarte, tu madre ha mencionado que quizá desees conocer a lady Caroline Preston. La segunda hija de lord Lovat, que descanse en paz. La he conocido y es una mujer cultivada y animosa, que ha viajado mucho además; no es una de tus señoritas finas. Con un agudo ingenio y un moderado sentido del ridículo. Creo que te parecerá una agradable compañía en una comida.

Arden se rió.

—Sí, las mujeres son el mismo demonio, ¿verdad? —Miró al conde—. La tuya debe de haberte dado la noche para que me vengas con esto.

Lord Belmaine frunció los labios.

—Estás siendo irrespetuoso con tu madre —replicó; pero, bajo el tono irritado, había cierta sequedad.

Arden se sentó en silencio, mirando la pared de enfrente, y se pasó el alzacuello de una mano a la otra.

—Arden —dijo su padre con tono afable—, si te parece desalmado, piensa que le has ofrecido honorablemente todo cuanto podías ofrecerle. Sus motivos quedan fuera de mi comprensión, pero es evidente que te está rechazando.

Arden se puso en pie. Dio un tirón al cordón de la campanilla.

—Bueno —dijo el padre—, te dejaré para que pienses. —Abrió la puerta.

Arden le dedicó una brusca inclinación de cabeza.

—Señor, si le parece, puede decirle a mamá que no estaré aquí para la cena. Me voy a Londres.

El conde se detuvo, con la mandíbula apretada.

—¿Con qué propósito?

—Para regodearme en mi tozudez. —Se encogió de hombros—. Para ponerme en total evidencia.

Lord Belmaine se quedó con la mano en el pomo de la puerta, y entonces esbozó una leve sonrisa. Asintió con un gesto, salió y cerró la puerta.

Zenia se inclinó hacia delante y miró por la ventanilla, mientras el lacayo llamaba por tercera vez a la puerta de la casa de su padre. La casa parecía ominosamente cerrada, aunque Bentinck Street bullía de actividad bajo la lluvia a las ocho y media de la mañana, y su padre y Marianne tendrían que haber estado desayunando.

Al fin, la puerta se abrió una rendija. El lacayo habló a la persona que estaba dentro, pero la rendija no se abrió más. El hombre se dio la vuelta y bajó corriendo los escalones, sujetándose el ala del sombrero para resguardarse de la lluvia.

—Disculpe, milady —le dijo a Zenia—. Pero la doncella dice que la familia salió para Zurich la semana pasada.

—¡Zurich! —exclamó desolada la niñera, que tenía abrazada a la niña. Habían viajado toda la noche, y sus cabellos empezaban a soltarse de la cofia.

—Oh, han llevado a Marianne al doctor Lott —dijo Zenia, consternada—. Pensé que no se irían hasta la primavera. —Le temblaban los labios, por el cansancio y la larga noche. Solo quería ver a su padre…

El lacayo hizo una leve reverencia.

—Dice que cualquier pregunta debe dirigirse al señor Jocelyn, tres casas más allá. ¿Debo preguntar, milady?

Zenia lanzó una exclamación de alivio.

—El señor Jocelyn. —Se aferró al borde de la ventanilla con entusiasmo—. Sí, desde luego, por favor. Pero apresúrate, o se irá al despacho. —Se volvió hacia la niñera y Elizabeth, que miraba con los ojos muy abiertos al bullicio de la calle—. No pasa nada. No pasa nada. El señor Jocelyn nos dirá lo que hemos de hacer.

—Entonces espero que nos diga que volvamos a casa —dijo la niñera por lo bajo, pero lo bastante alto para que Zenia la oyera.

22

—Siendo totalmente sincero, querida, solo puedo aconsejarle que vuelva con él como su esposa. Es sin duda la mejor opción —dijo el señor Jocelyn dando unos toquecitos a la carta que el conde había enviado a su padre—. El señor Bruce me entregó esto, y dejó instrucciones para que la asesorara en aquello que pudiera necesitar, pero supuse que él habría contestado la carta personalmente o que le habría escrito. Me pregunto si habrá enviado una carta que se extravió. Se fueron con tanta prisa que lo han dejado todo en desorden, pero se rumoreaba que si el viento cambiaba no podrían embarcar en mucho tiempo.

—Espero que ella no estuviera demasiado desmejorada —dijo Zenia sintiéndose muy desdichada.

La casa de los Bruce parecía vacía y fría, con los muebles tapados, las cortinas echadas, las alfombras enrolladas. Había un postigo abierto, y una luz mortecina caía sobre el hombro del elegante abrigo marrón del señor Jocelyn. Estaban sentados a la mesa del estudio de su padre, con la carta abierta y una bandeja de té que Zenia había preparado en persona y llevado de la cocina, puesto que la cocinera de la casa se había ido con la familia.

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