Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
—Mañana, a la hora apropiada, ante una reunión de gentes de Dios, el hombre perderá su cabeza bajo la hoja de una espada —declaró el príncipe Jalid—. La mujer morirá lapidada. Esta es mi decisión, en el nombre del Profeta y de Alá, el misericordioso, el compasivo.
Estaban sentados en silencio, encerrados de nuevo en la habitación. Arden se puso un cojín detrás de la espalda y apoyó la cabeza contra la pared encalada. Estuvo un buen rato con los ojos cerrados, debatiéndose consigo mismo. Su mente se negaba a aceptar la realidad, e intentaba concentrarse en las sensaciones físicas: el contacto ligeramente áspero de la pared contra sus hombros, la alfombra, el sonido de la noria en el exterior. El aire seco e inodoro que llegaba susurrando del desierto.
Abrió los ojos. Ante él vio una figura menuda, apoyada contra una de las grandes columnas que soportaban la cámara.
Veía a un joven beduino, al joven imberbe, Selim, tímido y valeroso, un hermoso muchacho con rizos rebeldes y ojos enormes pintados con kohl, con manos y pies pequeños y callosos. Un muchacho de cuya sentencia de muerte era responsable, y eso le pesaba de forma indecible.
Pero la percepción era como un cuadro que había visto en una ocasión, una silueta en blanco y negro que a primera vista parecía un jarrón, pero si se observaba con detenimiento eran como dos caras enfrentadas. Y, al igual que le había pasado con la silueta, que por más que la contemplara solo distinguía un jarrón, ahora miraba y miraba y veía únicamente a Selim, hasta que en un momento de transformación su mente dio el salto y por fin se le apareció la otra imagen.
Una mujer hecha y derecha, delgada, con la piel de un dorado intenso por el sol, y los mismos ojos enormes y afligidos clavados en él; una mujer a la que no conocía y sin embargo sí conocía. Una inglesa. Digna hija de su madre, pero hermosa, tan hermosa e indómita que Arden sentía que su alma se sumía en la angustia, incapaz de soportar tanta intensidad.
Sabía que Selim estaba perdido, y se sentía furioso por haber entregado a un amigo; se lamentaba por aquel muchacho que nunca había existido, pero cuando lo analizaba desde esta nueva perspectiva sus sentimientos se le hacían insoportables. No podía. Se sentía entumecido.
—Lo siento —dijo ella, y Arden oyó una voz de mujer, con un timbre claro y diáfano como el aire del desierto.
Él meneó la cabeza. Una vez más, ella entreabrió los labios para hablar.
—No —ordenó él.
Tenía miedo de que dijera que la culpa era de ella, cuando lo cierto es que el culpable era él. Él, que había estado ciego, ciego, ciego. El arrepentimiento no le era un sentimiento familiar. Y, si era posible morir de sentimiento, era lo que le estaba pasando en aquellos momentos. Un sentimiento que lo aplastaba y lo aniquilaba, hasta el punto de que casi le impedía respirar.
Ella no dijo más. Se arrodilló, con los pies bajo el cuerpo y el hombro apoyado contra el pilar. Los mechones enredados le enmarcaban el rostro.
—Tendría que habértelo dicho —dijo al cabo de un buen rato.
¿Y qué podía decir Arden a eso? ¿Que sí, que tendría que habérselo dicho, que no la habría llevado con él, que la habría abandonado en el primer lugar que hubieran encontrado? Porque era una mujer, y él jamás habría creído que el corazón de una mujer pudiera albergar un heroísmo tan grande.
Ella lo miró con expresión apocada. La luz de media tarde brillaba sobre sus cabellos, resaltando las hebras sueltas, y daban un matiz rosado al intenso dorado de su piel. Era como si hubiera estado viajando con un modesto capullo, un secreto, y de pronto de su interior hubiera brotado algo mágico, frágil, breve.
Y pensó: mañana morirá. La apedrearán hasta matarla. Si el príncipe Rashid, quiera Dios que se pudra en el infierno, hubiera dado la cara por ella…
Pero no lo había hecho. Se había inclinado ante su emir y los jeques fanáticos y los oficiales egipcios y había renunciado a su pequeña tentativa de revuelta con una sonrisa tranquila.
En su interior Arden sentía un pánico tan hondo que no se atrevía ni a pensar en ello. La muerte habría sido un justo castigo para él por sus actos, por haberla llevado hasta allí. Ella quería ir a Inglaterra, y en vez de eso él la había conducido a la destrucción. Y había sido tan valiente… No había dejado de advertirle, de implorarle, y sin embargo había cabalgado a su lado y lo había seguido a donde él quiso llevarla.
E incluso en esos momentos lo miraba sin llorar, sin reproches. Lo miraba con confianza, como una criatura salvaje que va a parar al campamento del cazador.
—Dime —dijo Arden—, ¿quieres que se te conozca como miss Stanhope o como miss Bruce?
En cuanto lo dijo pensó que había sido una estupidez de su parte. Nunca sabía qué decir, no sabía mostrarse asequible, encantador, reconfortante. Pero ella contestó al instante alzando el rostro.
—Miss Bruce. Me gustaría que se me conociera como miss Bruce.
—Ven aquí, miss Bruce.
Zenia se levantó con una gracia que era nueva para él, como si no la hubiera visto levantarse ya cien veces. Cuando se instaló ante él en la alfombra, cruzando las piernas bajo el cuerpo, Arden sintió una oleada de deseo físico, un anhelo que parecía la culminación de todos los días que la había estado observando sin conocerse a sí mismo ni a ella.
Aferró la trenza que le caía sobre la oreja y la acarició. Ese tipo de trenzado era el orgullo de los jóvenes beduinos, su ornamento para atraer a las mujeres. Rompió el nudo que la sujetaba y empezó a soltarla.
Movía las manos en silencio, con delicadeza. Una vez deshechas las trenzas, comenzó a pasar los dedos por aquel desorden, como si reparara el descuido de toda una vida. Nunca antes había peinado los cabellos de una mujer, pero encontró la forma, sujetando cada enredo con firmeza para no causarle daño. Era consciente de que ella tenía los ojos clavados en él, pero no podía mirarla directamente. No apartaba la vista de lo que hacía.
—Lord Winter —susurró ella—, dime cómo es Inglaterra.
Él alisó el pelo de Zenia con la palma.
—¿Qué quieres decir?
—¿Cómo es? Tu casa… ¿tiene jardín?
—Sí, un jardín de rosas.
—¿Y hay agua?
—Un lago. Con cisnes negros. —Le hizo volver el rostro, para llegar a otro enredo—. Mi casa se llama Swanmere.
Ella esbozó una sonrisa.
—¿Tiene árboles grandes? ¿Hay un bosque?
—Varios bosques. Con prados entre ellos. Y senderos entre los árboles que llevan a los grandes exploradores a estúpidos templetes griegos donde las damas gustan de tomar el té.
—Oh, sí —dijo ella mirándolo con expresión complacida.
—Y de encontrarse con sus amantes.
Ella bajó los ojos con timidez. Se puso a jugar con un mechón que le caía por encima del hombro.
—¿Dónde está tu Swanmere?
—En Buckinghamshire. La verde campiña de Inglaterra.
—Oh —dijo ella con un suspiro de admiración—. ¿Y la casa es muy antigua?
Arden no iba por allí desde hacía once años. Pero se encontró describiéndola con todo detalle, desde las verjas de hierro y el amplio camino de acceso hasta los leones de piedra que guardaban la escalera, y los lugares donde jugaba solo cuando era niño y perseguía sus sueños.
—¿Y el pueblo? —preguntó Zenia.
Y él se lo describió también: los carruajes con adornos dorados, las carretas de las granjas con montones de heno, la iglesia, el ejido, los perros de la caseta del guarda que perseguían a los gansos.
—Londres —dijo Zenia.
Y mientras el ocaso arrojaba un cuadrado de luz roja contra la pared, Arden le habló de Londres. Le describió un lugar elegante de ensueño, sin mencionar el humo ni los olores; le habló de las casas altas y los sombreros a la moda, de las cintas de colores en las tiendas, de helados con sabores y fuegos artificiales en los parques.
Arden le subió los cabellos hasta lo alto de la cabeza y se los enroscó. Le hizo alzar el mentón y volver el rostro a un lado y a otro, mientras la examinaba con gesto crítico, y dijo que miss Bruce debía llevar un traje blanco en su presentación en sociedad.
Ella sonrió ante el comentario, pero tras la sonrisa Arden vio miedo y melancolía. Se puso en pie, bajo las últimas luces del día, y la invitó a hacer lo propio. Los cabellos le cayeron sobre los hombros, una masa oscura y polvorienta que seguía encrespándose indómita y se confundía con las sombras, de modo que Arden solo le veía el rostro.
—Miss Bruce —dijo inclinándose hacia su mano—, ¿me concede el honor de este baile?
Ella se mordió el labio. Y entonces, tomando la mano de él con la suya temblorosa, efectuó una torpe reverencia.
—Es un vals —dijo él con gravedad—. Porque estamos en mayo, en Londres, y eres la joven más bella de la ciudad y deseo tenerte en mis brazos.
Ella le dedicó una sonrisa radiante. Él le devolvió la sonrisa, porque por una vez había dicho algo agradable, un golpe de suerte. Y así fue como la sacó a bailar, descalzo, sobre las mullidas alfombras. La joven tenía cierta idea, como si hubiera aprendido los pasos hacía mucho tiempo, aunque no acertaba a imaginar cómo. Con la mano de ella en la suya, rodeando su delgada cintura con el brazo, giraron y giraron sin hacer el menor ruido.
—Bailas maravillosamente, miss Bruce —dijo; otro intento.
—Miss Williams me enseñó.
Arden ya no le veía la cara, tan solo una pálida figura en la oscuridad. Se había ido, la había perdido. Si sus carceleros venían antes del amanecer jamás volvería a ver su rostro.
—Hay velas —dijo—. Dos mil velas en candelabros de cristal. Todo brilla y reluce.
—Pero ¿por qué te fuiste? Debe de ser tan hermoso…
—Bueno, ya sabes, pequeño lobo: maté a una joven —dijo dejándose llevar por la noche y el baile—. Por eso no soportaba la idea de quedarme.
Ella levantó la vista sin aversión ni miedo; con una sencilla gravedad, como un niño nacido entre lobos, acostumbrado a tales cosas.
Arden no podía creer lo que acababa de decir. Casi parecía que no lo había dicho, pero se había oído decirlo.
—La ahogué. —Dejó de bailar y hundió el rostro entre los cabellos polvorientos de Zenia—. No quería casarme con ella. Estaba borracho, condenadamente borracho. Y el bote volcó. No intenté salvarla. No la quería, y dejé que se ahogara.
La mano de Zenia se cerró sobre la de él. No dijo nada. Él levantó el rostro y miró arriba, a las ventanas, donde el cielo aún retenía un último destello de luz contra el negro horizonte.
—Ella tenía miedo de su madre —dijo Arden—. De mi padre. De su sombra. Y yo la detestaba, porque iba a envolverme en sus miedos. Pero entre nosotros nunca hubo ni tan siquiera un beso. Dios, creo que quizá lo sospechaban. Yo era tan torpe…, demasiado tímido para tener una conversación coherente. Debíamos de formar una pareja bien curiosa. —Lanzó una risa débil—. Y tampoco creo que ella me quisiera especialmente.
Zenia había levantado el rostro hacia el de él. Él alzó la mano hasta su mejilla y deslizó los dedos sobre su piel suave.
—¿Dónde estabas, pequeño lobo? ¿Dónde estabas hace once años cuando te necesitaba?
—Con los beduinos —contestó ella.
—El destino —musitó él—. El condenado destino. Llevo toda mi vida buscándote. —Con los dedos siguió el contorno de aquel rostro que no podía ver—. Y te he encontrado hoy.
—No soy lo que piensas. Yo siempre tengo miedo —dijo contra su pecho, porque él la había estrechado contra sí—. Ahora tengo miedo.
—Lo sé —susurró él—. Lo sé, pequeño lobo.
Ella se estremeció entre sus brazos. Arden inclinó la cabeza y le besó la mejilla, pero no tenía consuelo que ofrecer. Ella gimió levemente y bajó el rostro, escondiéndose contra él, y al instante él sintió que se encendía.
Y sucedió. En el abismo más profundo de su cuerpo y de su mente brotó una fuerza que estaba más allá de la decencia y la civilización. Su figura aferrada a él, tan frágil, la oscuridad, el miedo de ambos… Fue como si de pronto, ante la perspectiva inminente de la muerte, todo llamara a gritos a la vida y la unión.
Arden la empujó contra la columna, abrió los brazos y le apoyó los pulgares bajo la mandíbula. Le hizo levantar el rostro y la besó con ansia, con furia. No soportaba la idea de enfrentarse a la eternidad habiendo estado tan cerca sin haber sido parte de ella.
Zenia se abrazó a él, permitiendo que el cuerpo de Arden la comprimiera contra la piedra. Quería que la tocara, y lo quería así, con violencia. Tanta delicadeza iba a hacerla llorar y desmoronarse en cualquier momento, y Zenia quería afrontar el miedo con valor, quería que él se sintiera orgulloso de ella. Arden no había dicho nada, pero Zenia sabía que así era, y estaba tan al límite, tan a punto de ponerse a gimotear, que necesitaba sentir aquella boca con rabia y fuerza sobre la suya. Tiró de él para acercarlo, para detener el miedo, y sintió el peso de su cuerpo y su aliento acelerado sobre ella. Bajo los dedos notaba el calor de su cuello y el poderoso ritmo de su pulso…, su vida.
Él profirió un sonido angustiado y se apartó. La habitación se había quedado completamente a oscuras y Zenia no podía verlo, no era más que un confuso borrón.
—No —dijo ella, aferrándose con las dos manos al borde de su túnica—. No me dejes.
—No lo haré.
Los dos se quedaron muy quietos. Y él no apartó las manos de sus hombros, como si un hechizo lo retuviera.
—Quiero ser valiente —susurró Zenia—. No quiero llorar. —Tragó con dificultad—. Si no me abrazas voy a llorar.
—No importa. —Arden parecía furioso—. ¡Llora! ¿Qué importancia tiene que llores?
—¡Por favor, abrázame! —dijo ella con desespero.
Con las manos sobre sus hombros, Arden apretó con fuerza.
De pronto Zenia alzó los brazos y le hizo bajar la cabeza. Y levantó la suya, buscando sus labios.
Arden sentía que estaba al borde del precipicio, que su honor se desmoronaba por momentos.
—Soy un canalla —dijo contra la boca de Zenia—. Te quiero. Quiero estar dentro de ti.
Ella entendió. Arden lo supo porque se quedó muy quieta.
—Detenme —dijo con los labios ya sobre su piel—. Maldita seas.
Ella seguía completamente inmóvil en sus brazos. Arden podía sentirla, cada centímetro, frágil como una estatua de cristal; tan delgada que Arden habría podido llorar.
—Adelante —dijo ella con calma—. ¿Qué importa ya?