Sueños del desierto (25 page)

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Authors: Laura Kinsale

BOOK: Sueños del desierto
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A pesar de lo cual, Arden no estaba del todo seguro de que le gustara que Grace se mostrara tan tierna con él en el Cisne Negro. Pero el hombretón se inclinó sobre la barra y le sonrió a su alegre e insensata esposa: un cornudo completamente inofensivo.

Una jovencita de mofletes rollizos bajó dando brincos por la escalera.

—Mamá, Jenny no deja en paz mis lazos… —Se detuvo y miró a Arden con los ojos muy abiertos.

—Haz una reverencia —dijo Grace, que de pronto se irguió y empezó a limpiarse las manos en el delantal, algo abochornada—. Esta es Martha, milord, la mayor. Seguro que la recuerda de cuando era un bebé.

Arden hizo una reverencia que dio un rubor más intenso a las mejillas de Martha. Tendría unos dieciséis años, y Arden sonrió al recordar el encantador vientre de su madre bajo un sol de verano.

—Miss Herring.

—¡Vaya! —dijo Martha—. ¡Es usted lord Winter! Mamá me lo ha dicho todo sobre usted.

Era tan coqueta como lo había sido su madre, y lo miraba entornando los párpados con aire especulativo. Arden se apoyó contra un pilar y dio un buen trago de cerveza. Cuando bajó la jarra, sus ojos se cruzaron con los de Harvey.

Toda la cordialidad del tabernero había desaparecido. Ahora lo miraba de hito en hito con expresión de advertencia.

Arden inclinó la cabeza ligeramente, aceptando la advertencia. Harvey lo observó con frialdad un momento, y se volvió para coger un vaso. Miss Martha no dejaba de parlotear sobre cómo su excelencia casi había conseguido que lo mataran en Etiopía, un inocente monólogo que le hizo pensar que su madre no se lo había dicho todo sobre él. Arden la dejó que hablara. Grace le dedicó su típica mirada a través de las pestañas, una mirada que en otro tiempo había enturbiado su razón y lo había hecho revolverse por las noches en sueños abrazado a la almohada.

Al lado de su incansable hija parecía mayor, pero no tanto como para que se hubiera desvanecido la mujer seductora que había sido. Recordar la primera vez que lo hicieron había despertado el fuego en él. Y, sin embargo, con una profunda sensación de ansiedad, se dio cuenta de que no era a Grace a quien quería ahora. Ni siquiera a miss Martha, con sus mejillas rosadas y su buena predisposición… con los ciento y pico de kilos del padre o sin ellos.

Poco después de terminarse su jarra, Arden deseó buenas noches a los Herring, para disgusto de miss Martha, que se disponía a subir a ponerse un sombrero para hacer un pase. Grace lo acompañó afuera. Sus alientos se confundieron en el aire frío de la noche.

—Me alegró mucho saber que seguía entre los vivos, milord —dijo ella con una inesperada melancolía que a veces le daba un tono muy quedo a su voz—. Me alegró tanto…

Él se encogió de hombros.

—Estoy bien.

La mujer le puso la mano en el brazo.

—Usted sabe que ya no puedo —susurró de pronto—. No con las niñas ya mayores. No estaría… bien. ¿No cree? —Lo miró con inquietud.

Arden sonrió.

—No. —Le acarició la mejilla—. Además, Harvey sabe dónde vivo.

—¡Harvey! —espetó ella—. Ha sido muy, muy bueno conmigo.

—Y prefiero evitar que me rompan todos los huesos. —Le dedicó una sonrisa torcida—. Ahora yo también tengo familia.

Ella pareció algo más animada.

—Es verdad, milord. ¡Es verdad! —Le dio unas palmaditas en el brazo—. Entonces ya me siento mejor. —Cuando vio que él arqueaba las cejas ante el comentario, dijo—: Parecía tan terriblemente solo cuando ha entrado… Pero tiene mujer, y los de la casa grande dicen que es lo bastante guapa para seguir haciéndole hijos.

—¿Eso dicen? —preguntó divertido.

—Una belleza —dijo Grace con solemnidad—. Aunque nada comparada conmigo, por supuesto.

—Por supuesto.

Ella rió tontamente y lo pinchó con un dedo.

—¿No eres la hija de Grace Herring? —dijo imitándolo con una voz muy chillona—. ¡Viejo caradura! Siempre ha sido usted callado y listo. —Y entonces le oprimió el brazo y se inclinó hacia delante para besarlo en la boca—. De auténtica calidad —susurró.

Y, antes de que Arden tuviera tiempo de reaccionar ante la primera mujer que sentía contra su cuerpo desde hacía más de dos años, ella lo dejó y corrió adentro.

Arden se subió el cuello del abrigo y, cuando echaba a andar por la calle, se abrió la última ventana emplomada del Cisne Negro.

—Y asegúrese de que ella lo trata bien, milord, o tendrá que vérselas conmigo y con Harvey. No puedo permitir que vuelva por aquí con ojos de cordero. Mi Martha no tiene ni una chispa más de sentido común que yo, milord, y yo sé muy bien cuánto es eso.

Ya pasaban horas de la medianoche cuando Arden encendió una vela en la habitación a la que lo habían relegado. Se desvistió él mismo, pues aún no tenía criado, y arrojó sus ropas y el abrigo húmedo sobre la silla que había junto al catre. La habitación estaba caldeada, y supuso que mantenían el fuego encendido por Beth.

Mejor si hubiera estado fría. Abrió la ventana y se quedó delante sin más ropa que los pantalones, sintiendo el aire frío sobre el pecho.

«Ahora yo también tengo familia.» Curvó los labios en una mueca despectiva. Una bonita y amantísima familia feliz.

Se pasó las manos por el rostro y se apartó de la ventana, inquieto. Se sentó en el catre. Había dormido en sitios peores. Por unos momentos se quedó mirando al vacío, perdido en un ensueño erótico, mezclando a Grace con la elegante mujer que el conde había buscado para que su hijo perdiera la virginidad con tres años de retraso… —el conde, que nunca quiso correr riesgos en lo referente a la educación o la experiencia de su hijo— y con algunas otras féminas dignas de recordar, aunque no por su inteligente conversación. Y se encontró mirando a la puerta de la otra habitación.

Le había parecido menos glacial con el camisón y la bata. Más acogedora. Llevaba el pelo sujeto bajo una cofia, pero caería con mucha facilidad.

Vio el plato junto a la puerta. Por un instante, pensó con irritación en hacer acudir a la doncella descuidada que lo había dejado allí y señalarle lo malo que es fomentar la aparición de bichos en una casa de aquel tamaño. Y entonces se arrodilló y lo cogió.

Lo sostuvo en la mano, y su ánimo se elevó. Entonces pensó que era absurdo querer buscar un sentido en un plato vacío. Echó las migas por la ventana y lo dejó.

Volvió a sentarse en el catre, apoyado contra la pared, con las piernas estiradas. Volvió un bloque de construcción rojo y amarillo con el dedo del pie y se preguntó por qué no era tan difícil hablar con alguien como Grace.

Porque no había nada de que hablar, claro.

Ah, solo lujuria.

Arden aprobaba por completo la simple lujuria. Y cada vez más. Tanto que se puso en pie, apagó la vela y muy despacio comprobó el pomo de la puerta.

Contra todo lo esperado, no estaba cerrada. La abrió en silencio, dejando entrar más calor.

Podía oír la respiración de su hija, pequeños suspiros suaves de niño. Nada más. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, reconoció la figura oscura de la cama.

Quizá aún seguía despierta. Quizá lo había oído entrar, había visto la luz de su vela junto a la puerta. Entró en la habitación con tiento. Todo estaba en su sitio, y le era tan familiar que no necesitaba verlo, por mucho que hubieran pasado trece años.

Arden se detuvo al pie de la cama. Debía de estar despierta, pues no la oía respirar.


Yallah
! —exclamó ella con tanta claridad que Arden se sobresaltó, pero lo había dicho con miedo, no con ira. Oyó un revuelo de la ropa de cama. Zenia empezó a susurrar con palabras apremiantes que se convirtieron en gemidos, como un cachorro que no es capaz de aullar—. ¡Vete! —dijo en árabe—.
Yallah! Yallah
!

Dejó de revolverse en la cama, pero seguía gimiendo.

—No pasa nada —dijo Arden.


Yinn
—gimoteó Zenia—. Un
yinn
.

Arden se arrodilló a su lado y buscó su mano. Los dedos de ella se crisparon y se cerraron impulsivamente. Unos gemidos débiles salían de su garganta.

—No pasa nada. —Arden se inclinó, acercándose—. Estás a salvo, cachorro de lobo. No hay demonios. Estás en Inglaterra.

Los gimoteos cesaron, pero Zenia respiraba con bocanadas profundas y breves, cogida de su mano.

—Estoy aquí —murmuró él besándole la mejilla y la sien—. ¿No sabías que estoy aquí?

Ella se quedó sin aliento. Aspiró y pareció que quería levantarse. Su mano se relajó y se quedó quieta, tan quieta que Arden pensó que debía de haberse despertado, aunque no decía nada.

Arden esperaba que se diera cuenta por sí misma de que estaba allí, que se incorporara de un salto y gritara, o que al menos lo echara.

A tientas le tocó la sien con el dorso de los dedos. Ella suspiró, con un suspiro de quien duerme, y le dio la espalda en la cama, acurrucándose con la mano de él sujeta todavía.

En la oscuridad no era lady Winter. En la oscuridad volvía a ser su pequeño lobo, que soñaba con demonios y necesitaba tocarlo en sueños.

Arden se inclinó contra la estructura de la cama. No trató de tumbarse junto a ella, porque entonces ella se habría despertado y habría roto el hechizo. Apoyó la cabeza y dejó el brazo sobre la espalda cálida de Zenia. Durante mucho rato, mientras ella se sumía en las profundidades del sueño, él estuvo arrodillado en la alfombra, rodeándola con el brazo.

16

Elizabeth era una niña muy activa, y su madre le parecía demasiado aburrida para tener que aguantarla de buena mañana. Sabía que si acercaba el rostro al de mamá y trataba de despertarla, lo único que conseguiría sería que la atrapara entre sus brazos y entonces no podría bajarse de la cama. Eso sí, se tomó un momento para investigar la inusual circunstancia de que hubiera un brazo de más, grande y marrón, abrazando a su madre.

A Elizabeth le gustaba la palabra «abrazo». Abrazar era una cosa bonita.

—Ti —dijo tocando el nuevo brazo.

Un ligero gruñido llegó del otro lado de mamá. La mano se movió, y el brazo, y apareció una cabeza de pelo negro y revuelto. Mientras Elizabeth observaba encantada, un dragón se incorporó a medias, entrecerrando los ojos y meneando la cabeza. Elizabeth juntó las manos y le sonrió.

Los ojos azules del dragón pestañearon y le sonrieron.

Elizabeth hizo unos gorgoritos. Se arrastró hasta el borde de la cama y se descolgó hasta el escabel ella sola, muy dignamente, y de ahí al suelo. Calzada con sus zapatillas de encaje, la niña corrió al otro lado de la cama para ver al dragón entero, una enorme extensión de piel marrón a la altura de sus ojos. Soltó un chillido.

Mamá murmuró algo en sueños. El dragón miró a Elizabeth con sus sonrientes ojos azules y susurró «chis» muy bajito, más bajito que los dragones que la niñera le dibujaba. Con mucha delicadeza, se apartó de mamá y se levantó.

Y cuando lo hizo se convirtió en un hombre y Elizabeth se sintió algo apocada, porque confiaba menos en los hombres que en los dragones. Pero él no intentó cogerla; se limitó a ir hasta su cuarto de juegos, alto e imponente, con unos calcetines puestos. Iba a cerrar la puerta.

Elizabeth corrió. No permitiría que la dejaran fuera de su cuarto. Plantó sus manos regordetas contra la puerta antes de que él echara el pestillo.

Zenia tenía un sueño profundo. Esa mañana se demoró en la cama más de lo habitual, aunque le extrañaba que Elizabeth se aviniera a dormir tanto. Recordaba vagamente haber oído cerrarse una puerta; no habría sabido decir cuánto hacía de eso, pero la doncella siempre entraba para echar carbón al fuego, y entonces Elizabeth se levantaba y corría a buscar sus juguetes.

Se volvió para tocar la frente de su hija por si tenía fiebre. Palpó la cama vacía, y se incorporó de golpe.

—¡Elizabeth! —Bajó los pies al suelo—. ¡Elizabeth!

Corrió hacia el cuarto de juegos y chocó con la niñera, que iba hacia ella.

—Oh, disculpe, señora…

—¡Elizabeth! —exclamó Zenia histérica, y dicho esto apartó a la niñera a un lado y vio que la habitación estaba vacía.

—Oh, señora, está bien —dijo la mujer con tono tranquilizador—. Ha bajado a desayunar con su padre.

—Que ha bajado… —Zenia se oprimió el pecho—. ¡Oh! —Se dio cuenta de que la niñera tenía una camisa y unos pantalones de hombre doblados sobre el brazo—. No he dado mi permiso para que nadie se la llevara.

La sonrisa de la niñera se desvaneció. Hizo una profunda reverencia.

—¡Lo siento mucho, señora! Pero yo… ¿debía decir al señor que no podía llevársela?

—Por supuesto —espetó Zenia, y se volvió.

Tocó la campanilla, pero para cuando llegó su doncella ella ya estaba vestida. Esperó impaciente mientras la mujer le abotonaba el último botón de la espalda y le recogía los cabellos bajo una cofia negra, y corrió escaleras abajo.

No había nadie en la salita. El luminoso sol del invierno iluminaba la mesa, arrancando destellos de la cubertería de plata y el cristal. Aún era pronto para el conde y la condesa, pero en dos de los asientos ya se habían retirado los cubiertos. En uno quedaba una servilleta con una mancha naranja en el centro: algo se había derramado, obviamente. Varias bandejas de tostadas habían sido saqueadas y el aroma del café y el jamón llenaba la sala. Un lacayo entró con café recién hecho. Al verla se apresuró a dejar la jarra y apartó una silla para que ella se sentara.

—¿Dónde está miss Elizabeth? —preguntó Zenia con tono autoritario sin hacer caso de la silla.

El lacayo agachó la cabeza.

—No estoy seguro, milady, pero el señor dijo algo de ir a los establos tras el desayuno.

—¡Los establos!

Zenia se volvió en redondo y cruzó a toda prisa el vestíbulo de mármol, levantando con su taconeo grandes ecos entre las columnas veteadas de rojo. Otro sirviente le abrió la puerta a la Sala del Rey de Prusia, y ella la cruzó como una exhalación y salió a la terraza por las puertaventanas, sin detenerse siquiera a coger un abrigo.

El frío aire de la mañana le azotó las mejillas y los pulmones mientras avanzaba corriendo por el sendero. Los establos estaban a cierta distancia… en lo alto de una colina que se alzaba detrás de la casa, con una fachada tan ornamentada como Swanmere. Cuando llegó al patio de gravilla, Zenia jadeaba y de su boca salían bocanadas de vaho.

Se dirigió a la primera persona que vio, un hombre pequeño que en ese momento franqueaba el arco de la entrada llevando un caballo de las riendas.

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