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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (27 page)

BOOK: Sueños del desierto
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—Creo que, en este último caso, es más probable que se lleve a la niña al extranjero antes que enfrentarse a usted ante los tribunales.

Arden sintió una opresión en la garganta. Al extranjero, pensó con una creciente sensación de pánico.

—Deme tiempo. —Meneó la cabeza y la apoyó en el brazo—. Por el amor de Dios, no le informe de esto. Deme tiempo.

—No hay limitación temporal, aunque cuanto antes se celebre una ceremonia para confirmar y legalizar el matrimonio más tranquilos podremos estar. Su padre me ha pedido que hable con lady Winter sobre las ventajas legales de dar ese paso. Me limitaré a este tema. No veo necesidad de confundir a lady Winter con complejos detalles legales.

17

Era el berrinche más violento que Elizabeth había tenido nunca. Había rechazado todas sus propuestas. Nada de lo que Zenia hacía la apaciguaba, ni siquiera los juguetes o las canciones que más le gustaban. Aquello parecía no tener fin; cuando conseguía calmarla acariciándole la frente, Elizabeth se daba cuenta de que se estaba durmiendo y empezaba a chillar otra vez. Lo peor era cuando la niñera entraba y salía: Elizabeth saltaba tratando de llegar hasta ella, y en una ocasión se golpeó con tanta fuerza contra el pasamanos de la cuna que gritó de dolor. Zenia y la niñera trataron de cogerla y andar un poco con ella, pero ella se revolvía y se resistía con tanto empeño que era imposible.

—Quizá si la señora la deja tranquila… —sugirió la doncella, indecisa.

Zenia se volvió con rabia hacia ella.

—¡No pienso dejarla! —espetó—. ¡Ve y trae un poco de agua fría! ¡Y luego no vuelvas a abrir la puerta!

La mujer se puso tan roja como Elizabeth. Agachó la cabeza e hizo una reverencia.

—Sí, señora —dijo, aunque apenas se la oía por encima de los gritos de Elizabeth.

Zenia miró por la ventana. Había perdido la noción del tiempo. Era como si aquel berrinche hubiera durado todo el día, pero aún había luz y el sol estaba alto. La puerta se abrió, y Elizabeth volvió la cabeza para mirar. Y se puso a chillar tan histérica que dejó de respirar y su rostro pasó del rojo al azul, la boca abierta, el cuerpo arqueado. Zenia pensó que le iba a dar algo.

Trató de cogerla en brazos otra vez, pero la niña se resistió poniéndose muy rígida y rodó hacia el otro lado. Elizabeth aspiró con un sonido ahogado y volvió a gritar, y sus gritos resonaron en los oídos de Zenia. Ella trató de cantarle, pero la voz le falló. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Ay, pequeña —susurró inclinándose sobre la niña—, por favor, no llores. No llores. No llores.

Era vagamente consciente de que la puerta seguía abierta; no miró, pero se limpió con rabia la nariz goteante y se volvió para cerrar.

Lord Winter estaba allí. Su hija seguía retorciéndose y gritando, ajena a todo lo que no fuera la pataleta. Y de pronto, antes de que Zenia comprendiera qué pretendía, él se acercó a grandes zancadas y la sacó de la cuna.

La niña se retorció, con los ojos cerrados, y sus gritos alcanzaron un tono aún más agudo. Él la sujetó con facilidad, y de pronto Elizabeth abrió los ojos. Volaba hacia arriba, con la boquita abierta, y antes de que pudiera coger aire para un nuevo grito, se encontró sentada en los hombros de su padre. Arden se volvió hacia la puerta, se agachó para pasar y se fue por el pasillo.

Zenia corrió tras ellos. A esas alturas, Elizabeth más que llorar, hipaba. Arden bajó la escalera, con Zenia detrás. Para cuando llegaron al primer piso, Elizabeth ya ni siquiera hipaba. Se agarraba en silencio a los cabellos negros de su padre, que deliberadamente la hacía oscilar a un lado y a otro mientras avanzaban por el largo pasillo.

En la gran escalinata, Arden bajó dando brincos por los escalones, haciendo que Elizabeth saltara como un balón de goma. La niña empezó a reír.

Al pie de la escalera se detuvo y se volvió a mirar a Zenia. El rostro manchado de lágrimas de Elizabeth era todo sonrisas.

—¿Quieres que te la devuelva ahora? —preguntó él con calma.

Zenia bajó un escalón estirando el brazo. Los ojos de la pequeña se abrieron mucho y el rostro le enrojeció cuando tomó aire ruidosamente para soltar otro grito.

Zenia bajó las manos. Se sentó en la escalera y apoyó la frente en las rodillas. Que Elizabeth no gritara era un alivio tan grande que no soportaba la idea de que volviera a empezar.

Arden la miró, allí, acurrucada en la escalera. Apoyó un pie en el escalón más bajo, se inclinó, la cogió de la mano y tiró.

—Ven. Vamos a dar un paseo.

Ella alzó el rostro, resistiéndose.

—No quiero que la niña salga —se apresuró a decir.

—No vamos a salir.

Zenia dejó que la levantara. Elizabeth profirió un sonido complacido. Arden caminó por el resonante vestíbulo hasta la estatua de una pastora. Su hija tocó los dedos de mármol y lanzó un «ti» sorprendido.

—Sí —dijo lord Winter—. Es una chica.

Zenia podría haberle explicado que para Beth, fuera de «ma», «pa» o «ba», todo era «ti». Pero no lo hizo. Se sentía como si estuviera respirando la tranquilidad que sigue a la tormenta. De hecho, se sentía… agradecida.

Lord Winter recorrió la gran casa, deteniéndose ante todo lo que llamaba la atención de Elizabeth. Le dejó tocar cosas que Zenia no se habría atrevido ni a tocar ella misma: urnas de plata, porcelana china, relojes lacados en dorado. Cuando la niña quiso coger un jarrón de cristal, Zenia se apresuró a quitárselo de las manos.

Elizabeth tomó aire con expresión amenazadora. Sus labios vacilaron un momento, pero Zenia dijo con firmeza:

—No.

Y dejó el jarrón en su sitio mientras lord Winter se quitaba de en medio.

—Si la dejas que lo toque todo, acabará rompiendo algo —dijo, corriendo detrás con ansiedad.

—Solo es un montón de basura bonita —repuso él como si nada.

Zenia miró alrededor, al esplendor de los altos frontones y ventanas con colgaduras, las mesas de mármol finamente pulido y los candelabros de plata. Por primera vez fue consciente de que a Arden lo habían educado para aquello. Para él todo era tan familiar que no veía nada anormal en dejar que una niña jugara con una cajita dorada de la repisa de mármol, aunque reaccionó con rapidez para cogerla cuando Elizabeth la soltó.

Hasta ese momento él le había parecido rígido y distante, muy distinto del amigo y protector que había conocido en el desierto; como si no perteneciera a aquel lugar.

Y, sin embargo, todo eso era suyo. Aquellas eran sus posesiones, la casa de su familia, que pasaría a él a la muerte de su padre. Zenia cogió un portavelas de plata antes de que Elizabeth lo derribara, maravillada por la indiferencia de él. Ella no habría llevado a Elizabeth a aquellas salas ni aunque le fuera la vida en ello. Había dejado que lady Belmaine la orientara sobre la forma en que debía actuar y vestir, sentarse con elegancia, servir el té y aceptar una taza. Pero él caminaba por la casa con la indiferencia del amo, presentando la casa a su hija.

En la lenta sucesión de habitaciones de techos altos y colores exuberantes, de lacayos que abrían y cerraban puertas en silencio, los ojos de Elizabeth por fin empezaron a cerrarse. Se durmió en la larga galería, con la mejilla contra los cabellos negros de lord Winter.

Arden aún caminó un poco más, y entonces volvió la cabeza. Los deditos rollizos de Elizabeth colgaban contra su mejilla, pequeños y rosados contra el perfil duro de su rostro.

—Me duele tener que decírtelo, lady Winter —dijo con una media sonrisa que arrugó la piel bronceada de su cara bajo la mano de la niña—, pero tu hija ronca.

Zenia quiso cogerla, pero Arden se instaló en el hueco de una ventana. Elizabeth se agitó en sueños y gimoteó mientras se agarraba al cuello de su padre, que la bajó de encima de sus hombros.

—La llevaré arriba —susurró Zenia inclinándose para cogerla.

Él la sujetó por el codo.

—Siéntate.

Zenia vaciló. Él la miró fijamente, con aquellos ojos tan azules, de un azul sorprendente, como las cuentas azules que caían al paso de las oscuras caravanas, rotas tras miles de años colgando en los flecos de los camellos. Sus pestañas eran negras como el kohl.

—Siéntate —volvió a decir.

Elizabeth respiró ruidosamente ante la vibración profunda de su voz. Con un hipido, se acomodó contra su pechera.

Zenia los miró un momento. Una parte de ella aún sentía celos y quería arrancar a Elizabeth de sus brazos. Tragó, mientras veía a su hija descansando abrazada a él tan confiada. Zenia había dormido así en una ocasión, junto a él. Sabiendo que él estaba allí. Que se encontraba a salvo.

Se sentó en el borde de la silla que había junto a la ventana.

—No sabía que se te daban tan bien los niños —dijo con torpeza.

Él lanzó una risa breve y seca.

—No sé absolutamente nada de niños.

Zenia entrelazó las manos, y se quedó mirándoselas.

—Le dan estos… ataques. A veces no sé cómo pararlos. Pero tú… —Su voz se perdió.

—No hago caso de las monsergas de las mujeres —apuntó él—. La próxima vez la pondré cabeza abajo y la sacudiré.

Zenia levantó la vista enseguida, pero Arden tenía esa sonrisa torcida en la boca y supo que no lo decía en serio.

—Lamento haberte asustado esta mañana…, Zenia —dijo.

Pronunció el nombre con cuidado, como si le resultara difícil usarlo.

—Lamento haber dicho lo que dije. —Zenia apretó los labios—. Pero no debes sacarla de la casa.

—La próxima vez no me olvidaré de la cofia, puedes estar segura.

—¡No! No, lo digo en serio, no debes sacarla de las habitaciones con chimenea. Hace demasiado frío y hay humedad. Incluso aquí se nota corriente. Espero que no enferme por su salida de hoy.

Él frunció el ceño.

—¿Es propensa a enfermar?

—Oh, no, disfruta de una perfecta salud —dijo Zenia, permitiéndose cierto tono de orgullo—. Tomo todas las precauciones.

—Eso he oído. —Cuando la miró por encima de la cabeza de Elizabeth, en sus ojos había un leve destello de burla—. Mi padre te considera una madre modélica.

—¿En serio? —Zenia se sintió gratamente sorprendida.

Lord Winter jugueteó con el lazo de la bata de Elizabeth y lo alisó con el dedo.

—Los dos tenéis opiniones similares sobre el cuidado de los niños.

—Nunca ha hablado conmigo de ello. Me alegra… me alegra que no desapruebe mi comportamiento.

—No temas. Eres la niña de los ojos de tu suegro.

«Y tú, ¿qué piensas tú de mí?», quería preguntar desesperadamente, pero no podía. No estaba muy segura de las costumbres inglesas en esos casos. En el desierto, un hombre podía repudiar a su esposa enviándola de vuelta con su familia; muchos lo hacían: se cansaban de una esposa y tomaban una nueva. Sobre todo si no le había dado un hijo. La esposa podía hacer otro tanto, podía protegerse de su esposo en otra tienda y este no la iría a buscar por orgullo, siempre y cuando su familia le devolviera lo que había pagado por ella. Sus hijos varones no podían ir con ella, pero sí podía llevarse a las hijas.

Un matrimonio cristiano no podía romperse con tanta facilidad… El conde y la condesa eran la prueba viviente. No había esposo mahometano vivo que se hubiera conformado solo con lady Belmaine, que le había dado un único hijo, cuando él deseaba tan ardientemente tener más. Pero Zenia y lord Winter no habían celebrado un matrimonio cristiano. Entre los ingleses no había ningún jeque ni emir que pudiera juzgar. En los estantes del estudio de su padre había volúmenes de libros de leyes. Había tribunales, posadas, templos, cancillerías y edificios varios donde se dirimían las demandas de nobles y plebeyos; sus nombres habían ido saliendo en conversaciones entre el padre de Zenia y el señor Jocelyn. Había registros y bodas por la iglesia, y abogados y procuradores. Zenia había escrito a su padre para que le diera consejo, pues no confiaba en lo que pudiera decir nadie más.

Deseaba hacer las cosas a la inglesa. Pero tenía miedo de que lord Winter no la quisiera como esposa. De que quisiera solo a Elizabeth. Y eso no podría soportarlo. No lo toleraría. Se llevaría a Elizabeth a casa de su padre, o más lejos, tan lejos como hiciera falta, incluso si tenía que irse al mismo desierto.

Pero en aquel momento miró a lord Winter, con los cabellos de Elizabeth contra su mandíbula y su naricita contra los pliegues de su pechera, dormida y agotada, y sintió que no quería irse. Quería quedarse allí, tras unas paredes inglesas tan altas que nada pudiera penetrar en ellas.

—Zenia —dijo él como si le estuviera leyendo el pensamiento—, pienso quedarme. —Frunció el ceño ligeramente y volvió sus ojos hacia la ventana—. Debemos llegar a alguna suerte de… acuerdo.

La respiración de Zenia se volvió más trabajosa.

—¡No me iré sin Elizabeth! —exclamó.

El ceño fruncido adquirió una expresión ominosa.

—Yo no he dicho… Ni se me ha pasado por la imaginación semejante cosa. —Sus ojos se volvieron hacia ella con rapidez—. No sé por qué lo dices.

Zenia permaneció en silencio, apretando las manos, con la vista clavada en el pelo de Elizabeth.

—¿Tenías pensado marcharte con ella? —preguntó él muy tenso.

—Por el momento no —dijo ella con tiento.

Estaba muy quieta, con la cabeza algo inclinada. A Arden le parecía muy serena, enteramente femenina y distante, con esa delicadeza que le impresionaba, lo atraía, lo desconcertaba. Su idea era plantear la cuestión de manera sencilla. Decir que el matrimonio sería la mejor, la única opción por el bien de Beth. Era tan evidente… No se daba cuenta de que Zenia podía poner todas las pegas del mundo viviendo como vivía ya como lady Winter.

Y sin embargo las palabras no salieron. Tenía miedo de decirlo de manera equivocada. Desde su llegada a Swanmere, casi todo lo que había dicho estaba mal. Y ahora, desde la primera palabra, ella se mostraba hostil. Durante unos instantes, mientras paseaba por la casa con Beth sobre los hombros y Zenia a su lado, hubo una frágil paz entre ellos y también en su interior. Que él recordara, era la única vez en su vida que se había sentido en casa en Swanmere.

Acarició el cuello tibio de su hija con la punta del dedo. Pobre Beth, confinada a dos habitaciones caldeadas, por su bien, por su devota mamá. Él no sabía nada de niños, pero había sentido tal afinidad y dolor al oírla gritar de aquel modo que, simplemente, intervino. La sacó de allí. Miró a su madre y pensó: «No conoces a tu propia hija. Así la perderás».

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