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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (29 page)

BOOK: Sueños del desierto
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—Solo estaba alabando a lady Winter por lo bien que le sienta llevar los pies calzados —repuso él—. Cuando nos conocimos iba descalza.

Zenia entreabrió los labios. Parecía a punto de arrojarle el té a la cara.

Arden no sabía por qué había dicho aquello. Quería ser amable. No podía permitirse enfurecerla —su padre le había dicho que aún no había accedido al matrimonio—, y sin embargo era incapaz de evitarlo. Era el único punto en común que encontraba entre ellos: un idioma y un recuerdo común. Si pudieran hablar de ello, si pudiera decirle lo que recordaba, lo que le pasó cuando ella se fue; si pudieran hablar de las arenas rojas y las extrañas montañas del
jabal
Shammar y las murallas de Hajil; si pudiera descubrir a su valiente y grácil cachorro de lobo en ella…

Podría amarla. La amaría. Ya la amaba, pero no lograba encontrarla.

La quería; su cuerpo lo encendía, incluso con aquel sobrio vestido y la cofia. Pero le resultaba extraño, tenía una forma diferente, se movía de un modo distinto. Y él necesitaba encontrarla bajo aquella nueva forma.

—Dudo que a lady Winter le agrade que le recuerdes tales cosas —dijo su madre—. Esta noche estás terriblemente desagradable, Arden.

Cosa que, por supuesto, era cierta.

—Creo que me gustaba más entonces —dijo él, implacable, cavando aún más su propia tumba—. Me gustaba descalza.

—Qué comentario tan poco apropiado. —Lady Belmaine dejó su taza.

—¿Siempre lleva zapatos, igual que Beth, que nunca sale de las habitaciones con chimenea?

—Por supuesto que lady Winter lleva zapatos. ¿Qué te ocurre, Arden? —Su padre lo miraba con una familiar expresión ceñuda. Dio un sorbo al cordial y dejó el vaso sobre la repisa con irritación—. ¿O acaso he de pensar que se trata de algo más que terquedad?

—¿Es terquedad, Zenia? —preguntó Arden mirando el perfil de su rostro inclinado—. ¿Debo olvidar todo lo que sé de ti, las mejores cosas, para que puedas ser una dama inglesa?

Ella seguía mirándose las manos cruzadas. El pequeño ramito de flores de seda negra que llevaba prendidas al cuello subía y bajaba. Era el único movimiento que se percibía en su persona.

—¡Té y galletas de semillas! —Arden lanzó una risa breve y se volvió hacia la ventana—. Una dama muy correcta. Has venido al sitio perfecto. Mi madre es la mayor autoridad en la materia.

—Debo subir a ver a Elizabeth —dijo Zenia y se escabulló, huyó de él una vez más.

Arden oyó sus pasos apresurados sobre la alfombra y el retumbar de la puerta al cerrarse.

Elizabeth estaba inquieta y malhumorada. Zenia trató de calmarla amamantándola, pero para su disgusto se dio cuenta de que finalmente la leche se le había retirado. Elizabeth se quedó sentada en su regazo, llorando. Zenia también habría querido llorar; parecía un momento tan terrible para perder la única cosa que solo ella podía compartir con su hija…

Pero Elizabeth no parecía querer compartir nada con ella. No quiso quedarse en su regazo, no quería que la meciera o le cantara nanas, y no se estaba quieta en la cama, no dejaba de bajarse tratando de llegar a la puerta de la habitación de juegos. Si no la abría, empezaría a berrear. Así que, cuando él entró, se encontró la puerta abierta.

—Es solo hasta que se acueste —dijo Zenia.

Pero, por supuesto, en cuanto Elizabeth vio a su padre, no hubo manera de calmarla hasta que él la cogió y se la llevó a hombros. Anduvo de acá para allá por las dos habitaciones, mientras Elizabeth hacía gorgoritos feliz cuando él se inclinaba para pasar bajo una puerta.

Hubo un momento de peligro, cuando la niña señaló a la puerta exterior y empezó a gimotear, pero lord Winter la hizo girar y la arrojó sobre la cama, y estaba tan cansada que se quedó tendida riendo, despeinada, sin aliento, soñolienta. Para disgusto de Zenia, Arden se sentó junto a su hija en la cama y apoyó un codo entre las almohadas, mientras Elizabeth se agarraba al cuello de su camisa.

Se durmió con el puño cerrado sobre la tela. Él y Zenia no habían cruzado ni una mirada.

Alguien llamó suavemente a la puerta: la bandeja con la cena de Zenia. La doncella entró y la dejó y se retiró con una reverencia. Lord Winter no se movió de la cama, y Elizabeth agitó levemente los párpados, pero enseguida volvió a dormirse.

Debían de parecer una familia de verdad, pensó Zenia. El padre, la madre, la hija.

—Come —dijo él con voz queda—. No me importa.

Zenia tenía la garganta tan tensa que no creía que pudiera tragar nada.

—No quiero nada ahora.

Él seguía sin mirarla.

—Entiendo que aún no estés segura… de si deseas ser realmente lady Winter.

—Si hablamos la despertaremos —dijo Zenia en voz baja—. Creo que lo mejor es que pidas a tu padre que te asignen otra habitación.

Él la miró un instante, con un destello de azul.

—No.

—Tu presencia la altera. No ha habido manera de ponerla a dormir con la puerta cerrada.

—Pues déjala abierta.

—No puedo… —Se puso en pie y se volvió para no tener que mirarlo.

—¿Temes que te viole, lady Winter? Haz que pongan un camastro para la niñera, si crees que necesitas una carabina.

Zenia oyó que se movía y al mirar vio que estaba soltando los dedos de Elizabeth. Cuando se levantó, la niña rodó sobre la depresión que había dejado su cuerpo y se relajó con un suspiro.

Zenia se sentía furiosa. Elizabeth nunca había dejado que nadie durmiera con ella. Nunca.

Arden levantó la cubierta de plata de una de las bandejas y se comió una rodaja de queso. Y la furia de Zenia se incrementó al ver que se movía con tanta desenvoltura en su habitación.

—Deseo que te vayas —dijo con voz tensa—. Un caballero se iría y buscaría otro lugar donde dormir.

—Oh, un caballero. —La miró de soslayo—. Estoy seguro de que tú entiendes mucho de eso.

—Por favor.

—A Beth le gusta que esté aquí.

—Solo le gustas porque dejas que haga lo que no tiene que hacer.

Él la miró largamente.

—Si insistes en mantenerla encerrada, al final descubrirás que tú no le gustas nada.

—No la tengo encerrada. —Zenia soltó un bufido exasperado—. Sale cuando el tiempo es bueno. Tú no tienes ni idea.

—Zenia… —Fue hacia la ventana con postigos y habló sin volverse, con súbito apasionamiento—. Sí que tengo idea.

—¿Y qué puedes saber tú de esto? Hasta ayer no la habías visto en tu vida. ¿Qué sabes tú de lo que he tenido que hacer para mantenerla a salvo? ¿Qué sabes tú de lo que he pasado desde que…?

Él se volvió a mirarla, y ella le giró la cara.

—Dijeron que los saudíes te habían prendido. Había sangre en la montura. —La voz empezó a temblarle—. Estabas muerto. ¡Y no dejaré que Elizabeth se muera! Tú no tienes miedo de nada, no tienes ni una pizca de sentido común, no te importa matarte, pero no pienso dejar que ella…

Oyó un gemido que venía de la cama y vio que Elizabeth levantaba la cabeza. No se había dado cuenta de que estaba alzando tanto la voz.

—¡Por favor, vete! —susurró al tiempo que se sentaba ante la mesa y clavaba la mirada en la bandeja de plata—. Vete.

—Zenia…

—Vete. La despertarás… y no soporto cuando llora.

Arden fue hacia la puerta de la otra habitación. Cuando estaba a punto de cerrar, Elizabeth se incorporó y se puso a lloriquear.

—Déjala abierta —susurró Zenia con irritación.

Y la puerta se quedó abierta. De pronto la luz de la vela que había en la otra habitación se apagó, y reinó la oscuridad. Elizabeth observó un largo rato y luego apoyó la cabecita en la cama con un suspiro de satisfacción.

Arden se encontraba en el despacho, tratando de no mirar el cielo gris que se veía tras la ventana. Su padre estaba inclinado sobre un mapa que había extendido sobre la mesa, señalando con el índice cada campo que mencionaba.

—Esto formaba parte de Lyburn Abbey, pero tu abuelo lo compró cuando el viejo Cole tuvo una apoplejía. Antes había un arrendatario, un tal… Bueno, ahora no recuerdo su nombre. Lo consultaremos. Ese volumen rojo de ahí. No, el de cuero verde. Ese.

El conde se acercó con impaciencia a la estantería y sacó un libro de registros. Lo abrió sobre la mesa.

Arden pasó las páginas. Había interminables entradas y transacciones, todas datadas de hacía cuarenta años. ¿Cómo iba a encontrar el nombre de un arrendatario de los tiempos de su abuelo y por qué tenía que hacerlo?

—¿Está ese hombre cultivando la tierra todavía?

—Por Dios, no. Debió de morir hará unos diez años.

—Entonces, ¿es necesario que lo comprobemos?

—Debes empezar desde el principio, Winter. —Su padre volvió a sentarse detrás de su mesa—. Este es el tipo de detalle que debes aprender si quieres ser un propietario responsable. Ayúdelo, señor Pinkney.

—El arrendatario era Samuel Brown, señor —dijo el administrador.

Era un hombre silencioso con barba blanca y una barriga demasiado voluminosa para su metro sesenta y cinco de estatura. Le informó a Arden de que él mismo cultivaba una importante parte de la propiedad, pero no se mostró muy comunicativo ni sobre este tema ni sobre ningún otro.

—No, no —dijo el conde—. Quería decir que lo ayudara a buscarlo. Tiene que aprender… Bueno, no importa. ¿Qué había en el campo de Abbey el año pasado, señor Pinkney?

—Trigo, excelencia.

—¿Y qué vamos a poner este invierno?

—Trigo, excelencia.

—Y supongo que el arado de la tierra se iniciará en breve.

—El campo ya está arado y nivelado, excelencia.

—Excelente. —El conde miró a Arden con un gesto de asentimiento—. Como ves, un invierno suave nos beneficia mucho. No habrá heladas que retrasen la cosecha este año.

—Sí, señor —dijo Arden.

Estaba pensando en llevar a Beth a pasear por el bosque, enseñarle los huecos de los árboles, los rastros de los animales, y se dio cuenta de que su mirada se le iba hacia la ventana.

—¿Estamos arando ya en algún lugar, señor Pinkney? —preguntó el conde.

—En el área de la vega, excelencia.

—¡Ah! No habíamos hablado de la vega. El drenaje… es absolutamente necesario para mantener las zanjas en buen estado. Llévelo con usted esta tarde, señor Pinkney, para que vea las zanjas. Y que vea también cómo aran. Si te pones una ropa más apropiada, Winter, hasta puedes ayudar a abrir algún surco. Me atrevo a decir que no lo encontrarás tan fácil como parece. Una buena lección para ti.

—Sí, señor —dijo Arden sintiendo que se le tensaba la mandíbula. Dejó escapar la respiración y la relajó.

—Señor Pinkney, en sus manos dejo que no tenga ningún percance con los bueyes. No son como los caballos, Winter, al contrario; te pisan sin pensarlo si no vas con cuidado. Quizá después de todo sea mejor que dejes que los mozos se encarguen de arar. No me gustaría que te hicieras daño por culpa de un par de bueyes.

—No, señor —dijo Arden.

—Bueno, ¿qué tenemos ahora? Ten, devuelve el libro a su sitio. El campo del molinero. El señor Pinkney te enseñará los límites.

—¿Por qué? —preguntó Arden.

El conde hizo una pausa.

—¿Los conoces?

—No.

—Entonces debes hacerlo. Debes conocer los límites y las lindes.

La mirada de Arden volvió a desviarse hacia la ventana. Se apoyó contra el alféizar.

—En el campo del molinero siempre hay heno —dijo su padre—, y en la parcela que hay junto a la vaquería. ¿En qué otro lugar?

La pregunta lo sorprendió. Demasiado tarde, Arden se dio cuenta de que lo estaban interrogando.

—¿En qué otro lugar qué? —repitió.

—¿En qué otro lugar he dicho que tenemos heno?

—No has mencionado ningún otro sitio.

—Creo haber citado la segunda mitad del campo de Abbey… ¿no es cierto, señor Pinkney?

—Ha hablado del campo de Abbey, excelencia.

—Ya lo pensaba. Tendrías que estar tomando nota, Winter. Acerca esa silla. Señor Pinkney, dele papel y pluma.

El señor Pinkney abrió un sencillo armario y le entregó a Arden un cuaderno y una pluma. Arden se sentó. Anotó. Molinero, vaquería, segunda mitad de Abbey: siempre heno. Conocer límites y lindes. Estaba completamente seguro de que nadie había dicho nada de heno en la segunda mitad del campo de Abbey.

Su padre volvió a inclinarse sobre el mapa.

—Bueno, la vieja vaquería… ¿Se ha hecho ya algo para buscarle un sustituto al pobre hombre, señor Pinkney?

—El señor Fenton apacienta allí su ganado mientras su excelencia no decida otra cosa.

—Sí, la condenada verja. Realmente no veo la necesidad. ¿Tú qué opinas, Winter?

—No tengo ni idea de lo que habláis.

—¿Deberíamos cercar la zona oeste del bosque? —preguntó su padre con un movimiento vago e impreciso de la mano sobre el mapa—. Personalmente no veo que sea necesario.

—Oh, yo tampoco —concedió Arden con poca convicción.

—El señor Fenton parece satisfecho —dijo el administrador.

El conde asintió.

—Bien. Entonces todos estamos de acuerdo. Sugiero que anotes lo del arrendatario.

Mientras su padre lo observaba, Arden escribió: vieja vaquería, arrendatario satisfecho.

—De hecho, ¿por qué no te ocupas del asunto personalmente, Winter?

—¿Asunto, qué asunto?

—Buscar un nuevo arrendatario —dijo el padre con tono algo impaciente—. Para sustituir al que ha muerto.

—Creo que el granjero Dingle sería la mejor opción, excelencia —dijo el señor Pinkney—. Lo haría por dos y medio.

—Bien, bien. Eso me gusta.

—Pero ¿no está Fenton ahora? —preguntó Arden.

—No, no, no queremos que Fenton siga apacentando allí su ganado —dijo su padre—. De ningún modo. Se queja de la verja.

—Pensaba que estaba satisfecho con la verja.

—Arden —repuso su padre—, me temo que la falta de atención ha sido siempre uno de tus peores defectos.

Arden bajó la vista al cuaderno. Apretó los dientes con fuerza. «Verja —escribió—. Prestar atención.»

—¿Qué tal si tomamos un café, caballeros? —preguntó lord Belmaine muy expansivo echando su silla hacia atrás—. Toca la campanilla, Winter, por favor. ¡Qué mañana tan agradable! Un tanto húmeda… Te aconsejo que esta tarde te pongas el abrigo.

—Sí, señor —dijo Arden. Se puso en pie e hizo sonar la campanilla.

El conde lo miró, sonriendo con cordialidad.

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