Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
Pero tampoco esto lo dijo. Tenía cierto sentido común.
Al final, no dijo nada. Cerró los ojos y recostó la cabeza contra el cristal. La noche pasada le estaba pasando factura: los suaves ronquidos de Beth y la calidez del sol de media tarde que penetraba por la ventana parecían una invitación a la serenidad y el sueño. Realmente no quería discutir con aquella persona que tenía a su lado, con aquella hermosa mariposa en negro y marfil. La miró con los ojos entornados y se la imaginó sin la irritante cofia y el rígido vestido de seda. Por un momento trató de ver en ella a Selim, pero Selim ya no existía, había quedado relegado para siempre a la fantasía. Muy lejos, igual que Arabia, tan lejana ahora que parecía una ilusión.
En cambio Beth era algo sólido y real en sus brazos. Su madre estaba sentada junto a él. Se imaginó estirando el brazo y acercándola, formando un círculo de tres.
No lo hizo. Se permitió dormitar un poco mientras la imagen erótica de Zenia desabotonándose el vestido para amamantar a Beth se apoderaba de su mente. Notó que Zenia alargaba el brazo y ajustaba maternalmente el cuello del camisón de la niña. Luego le alisó el pelo. Y Arden notó su tacto fresco y suave cuando le rozó la mejilla.
Tuvo que tragarse un gemido sordo de deseo. Habría querido volver el rostro contra la palma blanca de aquella mano, besarla, acariciarla. Abrió los ojos y la vio inclinada muy cerca, con los dedos aún en los cabellos de Elizabeth.
Arden se movió apenas, lo justo para que sus labios entraran en contacto con los dedos de Zenia sobre los rizos de la pequeña.
Sus ojos se encontraron. Por un momento, ella se quedó inmóvil. Y él sintió una intensa oleada de deseo, la necesidad de descubrirla, de desnudar su cuerpo allí mismo; de tomarla en el suelo como si fuera la hierba moteada por el sol en un bosque; como si así pudiera conocer su secreto.
Ella volvió el rostro, de modo que Arden solo le veía el perfil. Fue un movimiento discreto, pero retiró la mano lentamente, y él quedó con los labios contra los rizos de color de miel de su hija y la sangre ardiendo.
Sentía que había una distancia inmensa entre donde estaba y donde quería estar, un abismo que no sabía cómo salvar. Entre el impulso de sumergirse en ella y la curva perfecta e inmóvil de su mejilla, el silencio… Un abismo imposible. Todos los pasos que mediaban en ese vacío eran completamente invisibles para él, tan inciertos que cualquier error sería el fin. Pero se consumía. Si se quedaba allí haría algún disparate.
Se levantó con brusquedad, separando a Beth de su lado y poniéndola en brazos de su madre.
—Ahora es mejor que la lleves arriba.
No esperó una respuesta. Se volvió y se alejó a grandes zancadas. Un cuarto de hora más tarde, se echó el rifle al hombro y fue a practicar tiro detrás del antiguo palomar, donde pasó el resto de las horas de luz disparando a bolas de vidrio arrojadas desde una trampilla, concentrado en la detonación y el retroceso del arma, en el satisfactorio sonido del cristal al estallar.
El señor King convocó a Zenia para que bajara a hablar con él una hora antes del momento de vestirse para la cena. Cuando entró, el abogado y lord Belmaine se pusieron en pie. El conde le indicó una silla ante el fuego. Le sonrió y preguntó cómo estaba miss Elizabeth ahora que se había calmado.
—Está durmiendo —dijo Zenia—. Por el momento no tiene escalofríos. Tengo la esperanza de que no cogerá fiebre.
—Bien —dijo lord Belmaine—. Bien. Estoy seguro de que le habrá abrigado bien el cuello.
—Oh, sí.
El hombre asintió.
—Lady Winter es una madre abnegada, señor King —dijo dando un sorbito a su bebedizo de color verde.
—No hay nada más hermoso que el afecto sincero de una madre por su hijo —repuso el abogado.
De nuevo Zenia se sintió un tanto gratificada. Asintió con timidez.
—Con el bienestar de miss Elizabeth en mente —añadió el señor King—, hemos de solventar algunas tediosas disposiciones legales. —Le sonrió—. Nada demasiado complicado, aunque necesitaríamos su ayuda. Por diversas razones, es preocupante que el registro escrito de su matrimonio con lord Winter se haya perdido.
El corazón de Zenia empezó a latir muy deprisa. Miró al conde, pero él también sonreía, con el diminuto vaso de cordial entre las manos.
—Por supuesto, podríamos preparar una búsqueda por toda Arabia —prosiguió el abogado con un carraspeo que pretendía ser una risa—, pero lo más sencillo para usted y para lord Winter sería sin duda confirmar su matrimonio mediante una ceremonia celebrada según las leyes inglesas. Luego lord Winter tendría que hacer cierto papeleo, reconociendo que miss Elizabeth es su hija y él su tutor legal, cosa en la que está usted de acuerdo… y todo estará tan correcto y claro como el agua.
Los dos hombres la miraron con una expresión tan melosa que Zenia receló enseguida.
—No entiendo —dijo, aunque entendía a la perfección.
—Muy sencillo, lady Winter; debe volver a casarse con su marido —dijo el abogado con otro peculiar carraspeo.
Zenia se sentó muy derecha en la silla.
—¿Es eso… —la voz estuvo a punto de fallarle— es eso lo que desea lord Winter?
—Sí. He hablado con él esta mañana, y está totalmente de acuerdo.
Pero no estaba allí para decírselo en persona. Eran un abogado y su padre quienes la habían llamado para comunicárselo. Zenia pensó en lo que Arden le había dicho ese día, que debían llegar a una especie de acuerdo.
¿Era a esto a lo que se refería? ¿Quería casarse con ella después de todo?
Si se casaban estaría segura. Sería su legítima esposa. Una esposa cristiana, a la que no podría repudiar, de la que no podría divorciarse.
—¿Significa eso que nunca podrían separarme de Elizabeth? —soltó bruscamente—. ¿O que se la puede llevar como dijo que haría?
—Estoy seguro de que ningún esposo querría jamás separar a una madre abnegada de sus hijos —repuso el señor King.
Zenia reconocía un tópico en cuanto lo oía. El abogado la miraba con una pequeña sonrisa fija, y pensó: «Me estás mintiendo».
—Haré lo que sea mejor para Elizabeth.
—Desde luego —dijo el conde echando mano de su botella de cordial—. ¿Quiere un poco de vino, querida?
Ella negó con la cabeza.
—No, gracias. —Entonces de pronto ella también se levantó y se volvió hacia el fuego. Miró con el ceño fruncido el reflejo de las ascuas contra la pantalla plateada—. Señor King, mi padre es un abogado de Lincoln’s Inn. No creo que deba oponerme a lo que me piden; pero, si no le importa, prefiero que me lo escriba todo para que pueda enviarlo a mi padre. Deseo que él me aconseje.
Se dio la vuelta. El señor King se había puesto en pie.
—Lo haré encantado, señora. Estoy seguro de que él estará de acuerdo.
—Sí. Creo que no tengo nada que objetar a lo que me piden, pero deseo que mi padre me aconseje —repitió ella.
—Escriba una carta enseguida, señor King —dijo el conde—. Haré que la lleven a Londres esta noche, así el señor Bruce la tendrá por la mañana.
—Debo verla antes —dijo Zenia.
El conde enarcó las cejas. Le dedicó otra de sus afables sonrisas, aunque esta tenía cierta crispación.
—Por supuesto. Espero que no pensará que queremos engañarla porque deseamos hacer lo posible para confirmar que es la esposa de mi hijo. No creo que le haya parecido una posición tan intolerable mientras ha estado entre nosotros.
—No —susurró ella, intimidada por lo cáustico de su comentario.
—Me alegra oírlo. No creo que lord Winter sea un esposo tan poco deseable… pero, claro, yo soy su padre. Me temo que soy excesivamente parcial en este asunto.
—No haré nada que me pueda separar de Elizabeth —declaró Zenia.
—¿Dejará que su hija se convierta en una bastarda, lady Winter? —preguntó el conde en voz baja—. Porque esa es la alternativa.
Involuntariamente, Zenia dio un paso atrás.
—Deseo que mi padre me aconseje.
—Eso es muy razonable. Y si le aconseja en algún otro sentido, tendré que pensar que es un necio muy grande. —El conde hizo una rígida reverencia—. Creo que es hora de que nos preparemos para la cena. ¿Puedo acompañarla hasta la escalera, señora?
Zenia llevaba su traje lavanda, con perlas en lugar de diamantes. Era lo más que podía acercarse al azul y al oro. Durante la cena no intercambiaron una sola palabra. El conde le habló a su hijo de política, un tema que no parecía interesar mucho a lord Winter a juzgar por lo escueto de sus respuestas.
La condesa dijo que su sastre y la modista estarían a disposición de Zenia por la mañana, para empezar con su nuevo guardarropa de colores. Lord Winter hizo una ligera mueca mirando a su plato, tan breve que Zenia ni siquiera estaba segura de haberla visto.
—Veo que habéis dejado que el estanque de las carpas se eche a perder —dijo él durante un breve silencio.
—Ah —repuso su padre meneando la cabeza—, eso sí que fue una tragedia. Se heló hasta el fondo en el treinta y seis. Me partió el corazón. En ese estanque había carpas con más años que yo.
—Lo recuerdo —dijo lord Winter—. Yo les llevaba comida. —Miró a Zenia—. Venían cuando uno tocaba la campanilla.
—Pan de centeno —apuntó el padre—. Les encantaba el pan de centeno.
Lord Winter dio un sorbo a su vino. Dejó el vaso, haciéndolo girar entre los dedos.
—Me ocuparé de que se limpie y vuelvan a traer carpas, si lo deseas.
Una huidiza expresión de sorpresa pasó por el rostro del conde, pero sonrió para disimular.
—Es una idea excelente. ¿Sabes?, supongo que no tengo ni idea de dónde salieron esos peces. Ni se me había pasado por la imaginación traer a otros.
—Son chinos. Puedo conseguir algunos.
—Lo imagino. —La satisfacción del conde de pronto se volvió desconfianza—. Espero que no será yendo a Pekín —dijo con acritud.
—No, señor. A Liverpool.
—¿Cómo?
—El comercio de té —dijo lord Winter.
—Ah, ya veo. Directos desde China. Eso me gusta. Peces de China. Me agrada tener pequeños fragmentos sueltos de aquí y allá. Lady Winter, si mira en la gruta italiana, junto al estanque de las carpas, verá algunas bonitas conchas que un individuo me trajo de los Mares del Sur. Las hizo encastar en la pared.
—Un auténtico cofre del tesoro del mundo —le dijo Arden con una sonrisa muy leve.
Cuando la miraba así, Zenia se notaba el pulso caliente e irregular, como le había sucedido cuando sus labios le rozaron los dedos sobre los cabellos de Elizabeth. La miraba como si hubiera un entendimiento mudo entre ellos.
Y tenían a Elizabeth. Ellos la habían creado. El cuerpo de él dentro de ella, su boca contra la de ella.
Dijo lo primero que se le pasó por la cabeza:
—¿Enseñarás a las carpas a responder a una campanilla?
—Puedes hacerlo tú —contestó él—. Tú y Beth.
Ella levantó la cabeza. Arden quería que se quedara.
—¿Te gustaría? —preguntó él.
—Sí —repuso Zenia, refugiándose en el estudio exhaustivo de su tenedor para la fruta—. Sí, seguro que me gustará.
Después de la cena, su padre se sentó ante el fuego con un pequeño vaso de uno de los cordiales de aspecto repulsivo que siempre bebía. Ya había probado con el tema del Parlamento dejando caer durante la cena suculentos chismes políticos, con la idea de que Arden se sintiera tentado a presentarse en nombre de algún distrito conveniente. Luego estaba el tema del Juzgado de Paz, que surgiría en breve, seguramente en cuanto les sirvieran el té, y por último abordaría aquello que, para sorpresa de su padre, Arden había decidido aceptar: la posición de respetado arrendatario de tierras.
Tenía el firme propósito de encontrar en Swanmere alguna ocupación en la que pudiera ser útil. Había dicho que lo intentaría.
Pero, mientras estaba en la pequeña salita con sus padres y una esposa que no era del todo su esposa, las paredes se le hacían muy estrechas, aunque la estancia era más grande que todos los apartamentos que había utilizado en Londres juntos. Se había acercado al fuego, pero daba demasiado calor, así que se dedicó a pasearse por la habitación, escuchando la conversación entre sus padres solo lo justo para hacer alguno que otro gesto de asentimiento con la cabeza o apuntar algún «sí, señores» en los momentos pertinentes.
La cena. La doncella de la segunda planta que habían despedido. La necesidad de estudiar a fondo el carácter de los sirvientes. Lo triste que sería la pérdida del señor Forbis para el país; había sido un magistrado excelente. No, a Arden no le interesaría considerar la posibilidad de ocupar su puesto.
Cuando el té llegó, recostó la espalda contra la ventana.
—¿Puede servir el té, lady Winter? —preguntó su madre.
Así que Arden contempló a Zenia mientras servía el té. Le temblaron un poco las manos cuando le tendió la taza a su madre. Su padre no quería té, pero aceptó un platito de galletas.
Zenia miró a Arden.
—¿Tomarás un té?
La ironía de aquello era notable. Llevó la taza de té y la colocó en silencio en su mano. Él le dio las gracias… en árabe. Aunque Zenia no hizo caso de sus palabras, se sonrojó.
—Por favor, díganos lo que ha dicho, lady Winter —dijo la madre—. Es tan desconsiderado que una persona te hable en un idioma extranjero…
—Señora, solo me ha dado las gracias por el té.
—Cuánta palabrería solo para dar las gracias —opinó el padre—. ¿Qué ha dicho exactamente?
La pregunta fue recibida con un largo silencio. Zenia se había quedado petrificada y se había ruborizado.
—No es tan difícil —dijo Arden—. Puedes decírselo.
—Que Alá te recompense, anfitriona mía —se aprestó a musitar Zenia, tornándose de un intenso rojo—, y multiplique tu descendencia. —Se mordió el labio—. Es una bendición común entre los mahometanos.
—Un bonito sentimiento —dijo el padre con cordialidad.
La madre dio un sorbito a su té.
—Los paganos siempre parecen inclinados a multiplicarse.
Arden, en pie junto a Zenia, vio que su rubor pasaba al blanco. Lo había tomado como un comentario sobre ella, cosa que bien podía ser, conociendo los métodos hirientes de lady Belmaine.
—Te prometí que tomarías el té con mi madre —dijo en árabe—. Muy agradable, ¿verdad?
Ella le lanzó una mirada de desdicha.
—Es una descortesía hablar en un idioma extranjero, Arden —dijo su madre.