Submarino (27 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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¡Simplemente quiere a su cuerpo!

De dos cuchetas y una hamaca, en el frente, se desprende una canción. La palangana de metal choca contra algo sólido y el ruido que produce acalla el canto. Benjamín saca su armónica, la golpea concienzudamente contra la palma de la mano, la pasa un par de veces por delante de los labios cerrados, y finalmente ataca con una melodía. Hagen lo acompaña sin abrir la boca. Luego otro y otro, del mismo modo. Hasta que Böckstiegel, quizás el más corpulento de los que están sentados aquí adelante, comienza a ensayar un texto:

Ella fue de Hamburgo hasta Brema, en Flensburg se quiso bajar
.

Quería quitarse la vida
,
sobre las vías se quiso quedar. El conductor a tiempo la vio, con mano dura pronto frenó
.

Más sin embargo el tren prosiguióy una cabeza por tierra rodó
Los demás lo acompañaban:

¿
De qué le sirve al Kaiser la corona
?

¿
De qué le sirve a un rey el dinero? Si no puede darse nada más bonitoque una chica en Hamburgo cuando quiero
.

—¿Más té, pequeñín? —le pregunta Benjamín al fogonero diesel, Zörner.

—Bueno.

Benjamín inclina la tetera, inmensa. Durante un rato largo no sale nada por el pico hasta que de pronto estalla un chorro a presión, que sobrepasa la taza del fogonero y moja todo a su alrededor pan, chorizos y sardinas.

—¡Maldición, faltan solamente diez minutos para el cambio de guardia!... — Flacker es quien se da cuenta.— ¡Esto no es lo que se dice un buen pasar! ¡Te acabas de sentar, y ya tienes que volver a subir! —y abandona la rueda echando chispas.

Schwalle lo sigue, ajustándose el cinturón.

—¡Saludos! —les grita Böckstiegel todavía.

El ingeniero aún está sentado en la cabina de los oficiales. Me mira, interrogante, y me pregunta:

—¿Qué hace el bebedor cuando no tiene ni siquiera un vaso?

Muevo los hombros, haciendo como que no sé; pero el ingeniero no perdona:

—¡Bebe de la botella!

Cansado, no se me ocurre qué responderle.

Desde la central me llega un ruido como de lluvia que cae, producido por el agua al baldear la cubierta. A veces un puño enorme golpea con todas sus fuerzas el fondo de la embarcación. De pronto el suelo comienza a temblar, y yo también. El comandante sonríe mientras me lo explica:

—Son los elefantes de mar, que quieren frotarse contra la estructura del submarino.

Otra vez el sordo ronroneo. El ingeniero se incorpora y levanta una de las placas que componen el suelo; me llama:

—¡Ahí pasa uno!

Meto mi cabeza en el agujero y, con la ayuda de una linterna, veo un pequeño vagón deslizándose por dos rieles. Un hombre yace sobre él, en mala posición.

—Está examinando el estado de las baterías —me aclara el ingeniero.

—¡Bonito trabajo eligió, con este tiempo!

—Sí, es cierto.

Cojo un libro en mis manos, con la santa intención de leer un rato; pero pronto me doy cuenta de que estoy demasiado cansado para hacerlo. Lo mejor sería beber algo ahora o una hermosa mujer, pero no esta situación por la que estoy pasando...

¡Ah, qué bonito sería, en verdad!

Me viene a la memoria el gusto bobo de un caramelo; parece que aún lo estuviese paladeando... y en seguida creo ver el color rojo de esa bebida pegajosa, tan pegajosa que serviría para cerrar el sobre de una carta. Era una bebida caliente. ¿De dónde la sacarían las damiselas...? El que era realmente caradura para estas cosas era Friedrich: ¡mira que encararlas así porque sí, en medio del local!

—¡Ustedes sí que huelen bien, pimpollos! ¿Dónde viven?

«¡Disparar sobre lo primero que se ponga delante de la escopeta!» era su lema al bajar a tierra. «¡Pero antes hay que llenarse bien el garguero!» ¡Dios mío, ésa sí que fue una noche! ¡Qué locura! Las dos damitas estaban realmente bien: una rubia, la otra pelirroja.

—¿Cómo les va?

—¡Ah, pero si son nuestros jóvenes de azul! ¿Qué te cuelga ahí? ¿Una orden?

¡Eso tenemos que festejarlo!

Y así empezó la cosa. La rubia atacó primero: la panza al aire, se sentó sobre mis rodillas.

—¡Está prohibido bailar! —le rezongó uno desde atrás.

—¡Pero no en mi casa, tonto! ¡Vamos, querido, busca un taxi!

Empujoncitos, risitas de circunstancia. El conductor del taxi, animado.

Tenía una vitrina con una serie de pequeñas muñecas, de todos los tamaños imaginables. Todas con el vestidito arreglado, amorosamente cuidado. También había enanitos de jardín del tamaño más pequeño. Por lo menos una docena, mezclados con otras figuras laqueadas, típicas. Más allá, los infaltables ciervos de yeso, con el lomo en plateado brillante. En la lámpara de pie, una bombilla roja, por supuesto. Los almohadones sobre el sofá habían sido todos aplastados en el centro para que las puntas resaltaran más. También estaban los otros almohadones, los redondos, con los lógicos ositos de peluche, uno de los cuales hasta era rosa... Todo lo tengo claramente ante mi vista: incluso la carpeta debajo de los vasos, y la bandeja, con la iglesia de San Marcos de Venecia pintada en ella. Seguramente un recuerdo de aquella ciudad, igual que la enorme muñeca de la vitrina, la más grande, con las piernas de plástico apuntando hacia arriba.

El sofá tenía una figura... ah, una vid. Y las cortinas estaban estampadas con hortensias, y la alfombra con flores rosadas. Había tapices de terciopelo negro, mostrando guindas, urogallos y molinos de viento. Claro que con la luz, que teñía todo de rojo, no se podía ver cada detalle en particular. Hasta la bebida que nos sirvieron, verdosa, se transformaba en un líquido negruzco al mezclarse los colores.

—¡Ustedes nos quieren envenenar! —dijo Friedrich. Y me murmuró al oído—:

¡Mejor pago algo yo! —Un poeta, este Friedrich. Un talento, de verdad.

—¡No! ¡Cómo puedes pensar algo así! —le respondió la pelirroja en seguida.

—¡Pero claro que no, mi amor! —y allí fue la primera caricia, para consolarla.

—¡Las manos quietas! ¿Qué buscas ahí?

—Te permito adivinar tres veces...

Más tarde, la pelirroja, que se había acomodado con Friedrich en un rincón. oscuro, sobre la alfombra, comenzó a desperezarse y a bostezar, sin recato alguno, ante los influjos de la cháchara sin fin de Friedrich. Y entre bostezos le decía:

—Nosotras somos realmente lo que se dice las mujeres de los guerreros. Nos pueden creer.

No sé cómo, de pronto tuve a la rubia, que estaba sentada conmigo en el sofá, con la blusa abierta, tomada de los hombros...

Pero ambas señoritas no tuvieron nada mejor que hacer que ponerse a discutir entre ellas. La rubia le echó en cara a la pelirroja el haber comenzado el asunto.

—¿Estás loca? Yo acepté cuando tú ya estabas decidida hacía rato... Friedrich reía a mandíbula batiente y cantaba:

«¡
Si has pensado que yo te quería porque te seguía, porque te pedía...
!» De pronto recibió una bofetada de padre y señor nuestro; se le fue el habla. Pero la damisela parecía conocer mal a Friedrich. ¡Qué batahola! Hasta que al fin se oyeron los golpes de la pesada mano de Friedrich sobre las nalgas de la mujer del guerrero. En la confusión se rompió la botella y se hicieron añicos los vasos.

—¡Terminen de una vez! —gritaba la rubia—. ¡Qué pensarán los vecinos! ¿Se han vuelto locos?

De repente, noto que el ingeniero me observa intensamente, de reojo. Y me dice:

—Fantasioso... esa es la palabra... nuestro fantasioso poeta de a bordo.

Me incorporo y bostezo largamente, mostrando los dientes. Al ingeniero parece gustarle, porque lo dejo sonriéndose por un rato.

El comandante ha escrito en el libro de bitácora, acerca de este viernes: «Viento Noroeste 6—7, marea 5, cursos de búsqueda».

Sábado. Participo de la guardia de la mañana, junto con el oficial navegante. Durante la noche el viento se ha ocupado de romper la composición del mar, que ahora se presenta en forma de peines blanquecinos entre valles verdosos que se apresuran a pasar. Las olas ascienden, pero sin brillo. El mar ya no nos ataca desde babor sino desde proa. No sé a qué se debe el cambio de curso que se ha operado durante la noche.

Es como si nosotros estuviésemos completamente quietos, mientras las montañas de agua se mueven en nuestro derredor.

El agua me salpica duramente en el rostro. La humedad se extiende rápidamente por debajo del cuello y se transforma en pequeños laguitos situados entre el pecho y la espalda; me provocan escalofríos.

El viento es cambiante. Su fuerza y también su dirección son distintas a cada instante.

El cielo es de un gris casi total, sin resquicio alguno. Por encima del gris se juntan unas nubes más oscuras todavía, como montones de algodón mugriento. Por ningún lado consigo vislumbrar un tono amable; nada más que este pétreo y húmedo gris. Sólo a los flancos de las olas, también grises, pero aceradas, puedo distinguir algunas arterias blancuzcas, y espumilla blanca y sucia. En el lugar donde el sol debería aparecer hay apenas un brillo pálido.

Pasada media guardia, se nos aparece por delante de la embarcación una pared, color gris negruzco; parece yeso. Alcanza desde el horizonte hasta lo más alto del firmamento. Se mueve, está viva. Le crecen brazos, que parecen salirle del rostro, ahora redondeado. Termina por ocultar las últimas estrellas de la mañana. Hasta el aire se hace más pesado bajo la sorda presión del ambiente. Las olas se revuelcan y sisean, cada vez más fuerte.

¡Empieza la tormenta! Llega, en un ataque por sorpresa, desde la pared del frente; la piel verde del mar se deshace en hilachas.

Las olas son más fuertes a cada minuto que pasa. Son parte de la horda que se nos echa encima.

El cielo es definitivamente gris, de un gris arratonado. Sin grieta alguna. Está paralizado. Sólo un par de manchas más grises que el resto delatan su viaje constante.

Miedosas, algunas olas se animan a saltar más alto que las demás; pero ya el temporal las desmenuza y arroja sus gotas en la dirección que él quiere.

El silbido del alambre de la radio se hace más y más agudo. La tormenta prueba todos los tonos posibles, todas las intensidades; rechina, llora, chilla; cada vez que la proa cae por debajo de la superficie, llevándose consigo el alambre de comunicaciones, el silbido deja de oírse, por un momento nada más. En seguida vuelve a estar ahí, en cuanto la proa aparece por encima del agua blancoverdosa. El banderín que cuelga del alambre va y viene, bajo los influjos del viento; en un instante, roto y deshilachado, no quedará de él absolutamente nada.

Apoyo la espalda contra la columna del periscopio. Desde aquí veo toda la proa, y más allá el mar.

El viento me golpea en el rostro; ya no se trata de un elemento liviano, ya no es aire; es una masa compacta, orgánica, que choca contra mi paladar cada vez que abro la boca.

¡El temporal! Quisiera gritar de asombro. ¡Esto es un temporal, sí señor! Me concentro, y con los ojos saco instantáneas del movimiento de las olas: son momentos que me relatan la creación del mundo.

El agua volante me obliga a buscar refugio. Son latigazos en la cara. Se me hinchan los párpados, lo noto. También en las botas ha entrado el agua.

Se ve que las botas no fueron hechas pensando en estas situaciones; tampoco los guantes, que mandé hacia abajo hace rato; estaban muy mojados, por dentro; ahora tengo los dedos blancos de frío, duros; parecen las manos de una lavandera.

Los baldazos de agua son tan fuertes que me tengo que cubrir continuamente; durante largos minutos creo estar de pie debajo de una catarata.

No se debería llamar «puente» a esa bañera de metal, abierta hacia la popa, en la que tratamos de guarecernos. No se parece en nada al puente de un barco convencional, que se extiende a todo lo ancho de la embarcación, bien cerrado con grandes ventanales de vidrio, seco y templado. Esa es una habitación segura, de diez a quince metros de altura, desde donde el mar picado por un temporal puede ser observado cómodamente.

En cambio, nuestro «puente» no cuenta más que con un gran escudo de metal, por encima del cual se supone que el viento se transformará en brisa vertical, como si el escudo se prolongara en el aire. Pero con la velocidad de estas corrientes aéreas el efecto se ha perdido por completo. Y hacia popa ni siquiera presenta esa protección: está abierto. Así que también desde allí nos entra el agua.

Durante la mayor cantidad de tiempo, mientras dura mi guardia, me encuentro de pie en el fondo de un río inagotable. Apenas se escurre el agua hacia la popa, el segundo oficial vuelve a gritar:

—¡Sujetarse fuerte! —y ya entra en el puente el próximo golpe de agua. Me protejo como en un ring, agachándome; pero el agua también sabe de boxeo: ahora me golpea desde abajo en medio del rostro.
Uppercuts
y ganchos a granel.

Hay que hacerse fuerte en la posición en que uno esté: agarrarse de lo que se halle más a mano. Llenarse de aire, hacerse pesado. No es cuestión ya de confiar en los cinturones de seguridad, aunque parezcan tan sólidos.

Cuando consigo levantar la cabeza y observar algo de mi sector, se vuelve a oír la voz del segundo oficial:

—¡Atención! —Una nueva ola nos baña. Otra vez sacar la cabeza; otra vez recibir el golpe en la espalda y otro golpe, un segundo más tarde, desde abajo. Los huesos de mis manos parecen salirse de su lugar.

Me obligo a echar un vistazo hacia la popa: pasando la barandilla, más allá de la defensa antiaérea, no se puede ver absolutamente nada. La espuma hirviente lo tapa todo; las salidas de ventilación y de los gases de nuestras máquinas ya no se distinguen, porque han quedado por debajo del agua revuelta. Lo que quiere decir que los diesel están gastando el aire del interior de la embarcación.

El manto de espuma que hay sobre cubierta adelgaza rápidamente; el submarino se incorpora, sube y las aguas se disuelven hacia los costados. Las hilachas de agua caen a los lados, dando la impresión de otras tantas barbas que cuelgan de la popa. Reaparecen los agujeros de los escapes y, saliendo de allí, los vapores que emanan de los diesel. Es un humo aceitoso, de color azul, que aun antes de poder subir y desaparecer es roto en mil pedazos por el viento implacable.

También los que están dentro del submarino sufren el temporal: en sus tímpanos deben soportar el continuo cambio de presiones; aumenta, baja, aumenta, baja, y así sucesivamente.

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