Submarino (28 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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Muy pocos segundos pasan antes de que una nueva ola se estrelle contra la torre y suba por ella, lamiéndola. Otras dos, más brillantes, inundan nuevamente la popa y se encuentran en el aire, por encima de nosotros. Con un grito se desparraman hacia arriba y caen. En seguida la popa revive el gorgoteo del agua que se escurre, hasta que el submarino vuelve a emerger desde debajo de la espuma. Los últimos restos de espuma desalojan la cubierta. Por un instante no llevamos agua con nosotros. Pero no tarda mucho en golpearnos nuevamente el puño del temporal. La popa vuelve a sumergirse bajo el peso de las olas. Siempre así.

Al bajar al interior del submarino me doy cuenta de que ya no siento mis propios miembros. Suspirando consigo desprenderme de mi chaqueta de goma.

¡Todo está mojado!

—¡Bastante áspero! —Así describe el comandante el estado del mar que nos rodea. Sentado a la mesa, hojea unos cuadernos azules y verdes.

Quisiera poder decirle que yo entiendo por «áspero» la superficie del papel de lija, pero no este mar de locos...; en fin, según el viejo parece no haber otra denominación mejor que «áspero» para esta situación.

El viejo lee a saltos:

—«El submarino puede navegar escondido a la visión del enemigo por todas las regiones marinas en las que desee actuar militarmente. Es decir que el submarino es sumamente apropiado para colocar minas en la costa contraria, en la entrada de los puertos enemigos o en la desembocadura de los ríos. Estos son los puntos claves del desenvolvimiento enemigo, y por eso es aquí donde las minas que el submarino transporta tienen mayores posibilidades de ser realmente útiles; lo cual es muy importante, si se considera la poca cantidad de minas que el submarino es capaz de transportar».

Levanta la vista y me observa de frente:

—¿No es ésta una pieza del mejor estilo?

Pronto encuentra otro trozo que lo motiva a la lectura en voz alta:

—«El submarinista ama su arma. Ella demostró su espíritu en la guerra mundial, y de la misma manera lo demuestra hoy en día, tratando de alcanzar su valiente deseo».

—¡Bonito! —digo.

—¡Claro! —me responde el viejo—. ¡Lo escribió el Mando!

Un rato después, el viejo lee, ahora de un periódico, mientras menea la cabeza:

—¡Helios es la sorpresa del torneo!

Por un momento cierra los ojos, para , luego murmurar:

—¡Las preocupaciones que tiene la gente!

¡Qué lejos estamos de todo eso!

Caigo en la cuenta de que son pocas las ocasiones en que nos ponemos a pensar en lo que estará sucediendo en tierra. Casi nadie habla del hogar. A veces tengo la sensación de que hace años que estamos viajando; si no fuese por las comunicaciones radiales, podríamos pensar que somos los únicos ejemplares de Homo sapiens que andan dando vueltas por el planeta.

Juego con la idea de que el Mando nos olvide. ¿Qué pasaría entonces? ¿Cuánto conseguiríamos navegar todavía, ahorrando todo lo posible? Es cierto que estamos en el submarino de mayor autonomía, pero... ¿para cuánto tiempo alcanzarían nuestras provisiones? En la penumbra de nuestro ambiente se podrían dejar crecer
champignons
: el clima de a bordo es especial para los hongos; lo prueba el moho que crece sobre el pan. O berro. Se dice que el berro se desarrolla también con luz eléctrica. Es seguro que el administrador encontraría lugar para él, por ejemplo en el pasillo, debajo del techo. Solamente tendríamos que agacharnos un poco más, con los jardines de berro colgando por encima de nuestras cabezas.

Finalmente podríamos pescar algas. Tienen una gran cantidad de vitamina C. A lo mejor existe incluso una especie de algas que puede crecer en el submarino, transformando la grasa de la bodega en abono.

Domingo
. —¡Deberíamos tener panes crocantes para el desayuno! —dice el ingeniero por la mañana—. ¡Hermosas rebanadas, untadas con manteca, derritiéndose porque los panecillos están aún calientes... frescos, recién traídos de la panadería! Y con eso, una taza de cacao humeante, no muy dulce, más bien un poco amargo, pero muy caliente... ¡Eso vendría bien ahora!

El ingeniero levanta los ojos, extasiado por el placer que le produce su solo pensamiento; ostensiblemente hace como si oliera el aroma imaginario.

—¡De película! —le dice el viejo—. Ahora muéstrenos cómo le gusta el desayuno que nos manda la Marina de Guerra, con huevos revueltos.

El ingeniero hincha el cuello y traga; en tanto su nuez de Adán sube y baja un par de veces, sus ojos se clavan en un punto de la mesa y parecen salírsele de las órbitas.

El viejo se da por conforme. Pero el primer oficial, cuyo rostro permanece impávido y como cumpliendo con su deber aún durante la comida, come su ración sin chistar y sin dejar una sola migaja. Pero no puede ocultar su descontento y mira asqueado a su alrededor.

—¡Quitar la mesa! —grita el comandante hacia la central, y el camarero aparece con un trapo mojado. El primer oficial respinga la nariz, en una muestra del rechazo que la situación le produce.

Después del desayuno me voy hacia mi habitáculo; intento dormir otro poco; lo último que escucho es la voz del comandante.

—¡Se abren las puertas para dar paso al conde! —anuncia Pilgrim al aparecer el Sordo. La compuerta que da a la cocina se abre, efectivamente, con un golpe que me hace saltar del susto. El Sordo me dedica una sonrisa, como disculpándose. Desgarbadamente comienza a desvestirse; después de haberlo hecho, se acomoda en la mesa.

—¿Cómo es esto?, pienso yo. ¿El marinero de la central quitándose ropa mojada? Este no viene del puente. En ese instante oigo desde la central ruido de agua. Ahora entiendo.

—¡No te pongas tan ancho! —le recrimina Frenssen al Sordo—. Bien podrías arrojar tus ropas en otro lado.

Por más que trate, y a pesar de probar continuamente nuevas posiciones, no consigo afirmar mi cuerpo en la cucheta de manera tal que no tenga que mecerme; eso todavía lo soportaría, pero a lo que no me acostumbro es a los golpes que me doy cuando mi cuerpo se eleva, debido al subir y bajar de la proa o de la popa. Y a eso se agregan nuevos e inquietantes ruidos. El retumbar contra la torre, y los siempre renovados tonos bajos. Sin ritmo alguno se suceden los más diversos sonidos, hasta que los nervios no pueden más. No pasa un minuto sin que todo el submarino tiemble, hasta llegar el temblor a la médula de cada uno. Solamente resignación es lo que queda ante tanto mal trato y tanta orgía de ruidos.

Lo malo es que los ruidos no cesan porque sea de noche. Debido a que muchos sonidos propios del submarino dejan de existir durante las horas de descanso, los murmullos del mar se hacen mucho más audibles. A veces me parece que se trata de cataratas que se precipitan en el mar a través de un alto horno. Así que estoy despierto, intentando descomponer los tonos que forman los ruidos que vienen de afuera. Al chapoteo se le agregan golpes que hacen sonar al submarino como si se tratara de un tambor enorme, cuyos parches se afinan y desafinan a cada instante. Pienso que el temporal debe de estar soplando fácilmente a sesenta millas marinas de velocidad.

¡Tchtsstiummm! La proa se inclina; el compartimiento en que estoy la sigue, hacia adelante, hasta ponerse casi vertical. Nuestras pertenencias se alejan de la pared, a cuarenta y cinco grados. La cortinilla se abre sola, mis piernas suben, mi cabeza se hunde... y como si esto fuera poco, el habitáculo comienza a girar, porque el submarino trata de escaparse de su fea situación por un costado: no quiere quedar vertical. Desde la popa llega ruido de hélices. El submarino tiembla, febril. Un pedazo de hierro acaba de chocar contra otro... más ruido de tambor.

Frenssen me observa con mirada aburrida; al fin levanta los ojos hacia el techo:

—Qué lío, ¿no?

—Sí.

Las hélices vuelven a sonar liberadas. El habitáculo toma de nuevo posición horizontal. Las cosas vuelven a sus lugares; yo cierro mi cortinilla. Pero, ¿qué sentido tiene? En seguida seremos presa de la próxima ola.

Medio dormido, oigo que Dorian regresa al camarote.

Lunes
. Hace tiempo que no subo al puente. Así que es hora de hacerlo... Mas ¿qué gano con ello?

Recibir bofetadas de las olas, golpes con el látigo de siete puntas, estar mojado hasta debajo de la piel, tener los miembros congelados, los huesos paralizados, los ojos doloridos: eso es lo que gano.

Pienso que he encontrado suficientes argumentos; me quedo sentado, aquí en el habitáculo de los oficiales, que todavía es el mejor de los lugares: aquí estoy seco.

Un libro se ha caído al suelo. Tengo que haber oído la caída, pero no, sólo ahora me doy cuenta de que está allí. Hasta lo que recibo a través de mi vista llega a mi conciencia con tardanza: mis nervios están estirados como si fuesen de goma.

Siento en mí la obligación de levantar el libro; no puede quedar ahí tirado, indefinidamente. Mas no quiero oír la voz que me lo reclama. Cierro mis oídos, el último resto de iniciativa que en mí quedaba se hace añicos. Total, ahí en el suelo el libro no molesta a nadie.

Pasa el ingeniero desde la sala de máquinas; ve el libro y se agacha a recogerlo.

¡Listo!

Después de acomodar el libro en su anaquel, el ingeniero se sienta en su camastro con las piernas encogidas, y saca a relucir un periódico que tenía guardado debajo de su almohada. No dice absolutamente nada; simplemente desparrama olor a aceite en su derredor. Está serio.

Un cuarto de hora después hace su entrada el alférez para pedir las nuevas normas de las señales de reconocimiento. También en el ingeniero ha disminuido la capacidad de comprensión: ni escucha al alférez. Este repite su pregunta, ahora en voz más alta. Por fin el rostro a oscuras del ingeniero le concede una mirada. De reojo veo que le cuesta elaborar una respuesta. Las normas dé reconocimiento son una cosa importante, y él lo sabe. ¡Quizá nunca tendremos necesidad de usarlas, en realidad! Pero el cambio diario de las normas pertenece a la rutina.

El ingeniero se incorpora. Con el rechazo pintado en la cara abre el armario que queda a sus espaldas. Lo hace de manera tal que parece que estuviesen sosteniendo excrementos delante de su rostro. Su periódico resbala del camastro al suelo justo sobre un charco, seguramente resto de la última comida. El alférez desaparece por fin con sus normas; lleva aire de preocupación. El ingeniero masculla un insulto y vuelve a sentarse en su rincón. Esta vez levanta aún más las piernas como si quisiera esconderse detrás de ellas. .

Desearía poder comunicarle mis impresiones. Pero hasta para eso estoy demasiado desganado.

Aún no pasaron cinco minutos, cuando vemos reaparecer al alférez. Es lógico: tiene que guardar las viejas normas bajo llave. Con las normas no se puede jugar, no pueden quedar tiradas por ahí. Ahora estalla el ingeniero como una bomba, pienso. Pero el ingeniero no dice una sola palabra. Hasta se incorpora con energía, pero visiblemente molesto; cierra el armario, dobla el periódico, se lo coloca debajo de la axila y desaparece en dirección a popa. Dos horas después lo vuelvo a ver, esta vez en la sala de las máquinas eléctricas. Apoyado con la espalda en el tubo del torpedo de popa, en medio del olor del compartimiento, lee su diario con toda comodidad, sentado sobre un cajón de ciruelas.

Después de la cena, una voz interior me recuerda que en todo el día no he estado en cubierta. Pero consigo acallarla, respondiéndome que arriba a esta hora ya está casi oscuro.

De todos modos, y para cambiar un poco de ambiente, voy hasta el habitáculo de proa. Me recibe una compacta mezcla de olores, conformada por el perfume de la bodega, restos de comida, el sudor de la ropa y limones podridos. Dos bombillas le dan al lugar la luz mortecina de un burdel.

Reconozco a Schwalle, sosteniendo entre las piernas una gran fuente de aluminio. De ella sale un cucharón. Alrededor de él veo un lío de pan, chorizo, pepinos y latas de sardinas abiertas. Más arriba, dos cuchetas ocupadas por gente durmiendo. Los camastros a derecha e izquierda también están ocupados.

Aquí adelante es donde los movimientos del submarino se sienten más. A cada minuto la embarcación entra en una sacudida, y Schwalle tiene que levantar de inmediato la fuente, para que el contenido no rebalse.

Desde la profundidad del habitáculo aparece el torpedista Dunlop a cuatro patas, con dos lámparas, una verde y la otra roja, en una mano. Quiere cambiarlas por lámparas blancas. Por fin lo logra. Dunlop se queda extasiado admirando su obra: ¡luces de Bengala!

—¡Precioso! —la voz llega desde una hamaca.

—Seguramente está limpia todavía —oigo que le dicen a Benjamín—. ¿Cuánto tiempo crees que hace que tengo puesta esta camisa?

—¡Apuesto que desde la partida!

—¡Eso es lo que tú crees! —se oye la voz de triunfo—. ¡Desde dos semanas antes de zarpar!

Junto a Schwalle y Ario y Dunlop están Bachmann, el fogonero diesel, al que llaman el Bailarín; Dufte, Fackler y el pequeño Benjamín, el de la barbita, sentados en el suelo.

El comandante ha reducido la duración de las guardias; de esa forma gente que nunca lograba verse está ahora compartiendo un rato.

Sin aviso previo el submarino se clava en el agua. La fuente rebalsa hacia adelante, por entre las piernas de Schwalle, y la sopa que contenía moja el pan. El submarino corrige su posición, pero para ello entra en una danza infernal. Un recipiente cae al suelo, haciendo mucho ruido, y descarga su contenido de cáscaras de pan llenas de moho y de mitades de limones exprimidos. Se oye el agua en la bodega haciendo gargarismos. La proa cae nuevamente al agua, y el habitáculo tiembla. El agua de la bodega corre siseante hacia adelante.

—¡Maldición! —protesta Schwalle.

El pequeño Benjamín rueda por el suelo, mientras lanza denuestos a granel; cuando consigue incorporarse adopta la posición de Buda, con las piernas cruzadas, mientras que con un brazo se agarra del elástico de un camastro.

—¡Estás ocupando demasiado lugar! —le espeta Ario.

—¡Un momento... para que estés contento voy a tratar de inhalarme! —también Ario tiene que cogerse de la agarradera de un camastro, para no caer. Con el otro brazo consigue alcanzar un cuchillo y destrozar los restos de un pan, hasta que quedan de él solamente las partes aún comestibles. Sus bíceps se hinchan en la operación.

—¡Pareces un mono colgado de la rama! —lo compara Schwalle.

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