Authors: Lothar-Günther Buchheim
Subo a mi camastro. Desde allí oigo cómo se abre la compuerta que da a la cocina; aparecen Kleinschmidt y Rademacher, muy entretenidos en su, conversación. Al descubrir a Wichmann se interrumpen:
—¡Deja algo para nosotros comilón! Cuando se te ve... siempre comiendo.
—¡No hables estupideces, quieres!
—¡Y tú no comas tanto!
Wichmann se rasca desembozadamente entre las piernas; hasta se levanta de su asiento, para poder llegar mejor a la zona.
—¡Deja de toquetearte, desesperado; aquí no vas a conseguir a nadie, tenlo por seguro!
—¡A falta de algo mejor, tú no estarías nada mal! —amenaza Wichmann.
Parece que el diálogo ha traído reminiscencias a Kleinschmidt, porque comienza a sonreírse, con la mirada a lo lejos. Todos lo miran.
—¡Qué cosas se ven en este mundo! —murmura Kleinschmidt.
Un cuarto de hora después, se ha hecho el silencio también en este camarote.
El nuevo ayudante de la central no parece ser muy bueno. Ya varias veces el marinero le ha hablado duramente.
Como durante el tiempo libre se dedica a leer tratados raros, de tapas negras, en vez de interesarse por su trabajo, tiene a los demás en su contra. Su forma de ser, de mostrarse superior a los compañeros, hizo que actualmente viva por completo apartado; de vez en cuando hace algún intento de acercamiento, pero entonces su manera dulzona hace que lo rechacen aun más.
Sobre todo Ario está en su contra. Sentado en el camarote de proa, oigo decir a Ario, justamente, que el hermano del marinero de torpedos Hacker está en prisión; y es sólo un año mayor que Hacker: veintidós. Por vengarse de pequeñeces robó la fruta de cinco árboles de su vecino.
Ario me aclara:
—Eso es fácil de llevar a cabo.
—Pero no puedo creer que para una cosa así haya cárcel —me sorprendo.
—Sí, hoy en día si; se le llama «hacer peligrar la libre alimentación del Pueblo Alemán»; es como decir sabotaje.
—El frente puede confiar en nosotros, caballeros juramentados de los mares...
—Parecía una máquina de decir palabras —le sigo relatando al ingeniero—; hablaba ininterrumpidamente del espíritu de lucha en el frente y demás; lógicamente él se incluía en el reparto. El bueno de Markus hervía ya hacía rato, ¡pero es tan educado! Sólo cuando Scholle lo golpeó en los hombros, sin dejar de hablar y de gritar y de alabar y de alabarse, eructando e insultando al mundo entero, se le quemó la resistencia. ¡Tendría que haberlo visto! ¡Rojo de rabia, sin hablar una sola palabra, como si le faltara el aire! Los demás se incorporaron como un solo hombre. Volaron las mesas y las sillas, y en el mismo instante ya tenían al constrictor tomado de las manos y de los pies, y lo empujaban y lo arrastraban por todo el local. La idea, creo, era arrojarlo con un puntapié por la puerta. Pero el timonel tuvo de pronto otra mejor: quizá porque lo tenían tan firme entre todos, y porque la gran ventana estaba ahí a un lado, al timonel se le ocurrió ordenar a gritos: ¡Tomar impulso y a las tres, soltar! Y así fue: «A la una... a las dos... y... a las tres!» Tendría que haberlo visto, le repito: voló un metro por los aires, se oyó un ruido infernal y aterrizó en plena calle.
Me parece oírlo mientras lo relato. Después del hecho, como si tal cosa, los cuatro que lo sostenían volvieron a sus lugares sin intercambiar una palabra sobre el tema. Sólo uno llegó a decir con desprecio: «¡Cerdo!», mientras los demás se limpiaban las manos, como si las tuvieran sucias.
De repente grita otro: .
—¡Ahí está de vuelta! —señalando hacia la puerta, donde se ve una figura llena de sangre, de rodillas en el portal.
—¡Está buscando sus anteojos himmlerianos! —grita un malintencionado.
Tres vuelven a incorporarse de sus sillas. A pesar de su borrachera, no tardan un segundo en estar junto a la puerta, donde tiran de Scholle hasta verlo otra vez afuera. Uno de ellos cierra con fuerza la puerta y dice, en voz bien alta:
—¡Creo que esta vez tiene bastante, el muy torpe!
—Y pasó algo también con la gendarmería, ¿no? —me pregunta el ingeniero.
—Apareció una hora más tarde, cuando ya se había calmado todo, pero igual hubo tiros; un gendarme hasta recibió un disparo en el muslo.
El marinero Schwalle se mete en la conversación:
—Bueno, ahí estará bien cuidado, al menos.
—No te entiendo.
—Es sencillo... ¿qué le puede pasar metido ahí dentro? Digamos así: lo encerraron para liberarlo.
—Sí, es una opinión...
En el diario de guerra se han asentado los dos primeros días a bordo como sigue:
Sábado
8,00 Partida.
16,30 Inmersión de prueba.
18,00 Prueba de profundidad.
Domingo
7,46 Alarma ante avión, engaño e inmersión en profundidad ideal.
10,55 Alarma ante avión.
15,44 Alarma ante avión.
16,05 Ingreso al área de ataque.
—Todavía tiene ojos de conejo albino—me dice el ingeniero al día siguiente. Es el tercer día de mar.
—Es lógico; los últimos días fueron realmente movidos, una fiesta detrás de la otra.
—Es cierto... Usted estuvo en la famosa fiesta del Majestic, ¿no? Fue la noche antes de Thomsen, ¿o me equivoco?
—¡Sí, así es! Usted se lo perdió. Fue apoteósico ver al constructor por la ventana.
—¡Cuénteme! —me incita el ingeniero.
—A Scholle —comienzo— lo conoce usted, ¿no es cierto? Parece que él se cree demasiado importante para el desarrollo de la guerra. Bien, el hecho es que nada más llegar, pide una ronda para todos. La gente ya estaba algo picada, y el mismo Scholle parecía haberse entonado antes en otro lado; se sentía en su mejor forma, sin lugar a dudas. Ya no tenía inhibiciones, así que se plantó entre' todos como si perteneciera al grupo...
Al contar, las imágenes se me hacen más claras. Lo veo a Scholle gesticulando, con la espuma de la cerveza en la boca, y lo oigo decir:
—¡Fantástico... simplemente fantástico... qué éxitos... qué muchachos, si señor! Toda la banda lo mira y alguien dice:—¿Qué quiere aquí este pelotudo? —con voz alta y clara, pero el constructor Scholle sólo oye sus propias palabras:
—En la flotilla estaban preocupados por que el tiro hubiera sido un poco más arriba —me explica el ingeniero.
Yo sé por qué el ingeniero habla mal de los llamados «órganos de control». Al volver de sus vacaciones en París, en el tren militar, se encontraba a solas en su camarote y, desabrochándose el último botón de la chaqueta para estar más cómodo, se dispuso a dormir en el calor de la tarde. Su sueño fue interrumpido, me contaría él más tarde en el Royal, por personal de la gendarmería que abruptamente invadió el camarote, obligándolo a ponerse de pie y a «vestirse como se debe», porque «aquí no estamos en la Marina».
Inmediatamente el ingeniero se incorporó, pero no para abrocharse el botón, sino para abrirse la chaqueta completamente y buscar con toda comodidad sus documentos, que puso sin más trámite delante de la cara del gendarme.
—¡Fue de historieta! ¡Gritó hasta reventar!
—¡Ah! —digo yo— ¿Será por eso que ya le están buscando reemplazante? ¿Será por eso que tenemos a su colega de la facultad a bordo? Los de la flotilla se deben haber dicho que usted había dejado de ser un ejemplo digno para las tripulaciones que el Führer desea tener.
Me doy cuenta de que el ingeniero no esperaba de mí semejante exteriorización; sin embargo, después de reponerse de la sorpresa, me da la razón.
Lunes por la noche con los suboficiales
. Miro el reloj: son las veinte. No puedo creer que éste sea nuestro tercer día en el mar. Pero la tierra está tan lejos, detrás de popa, a tantas millas... No puedo convencerme de que fue el viernes por la noche cuando nos reunimos en el bar Royal.
—¿Pensativo? —se interesa el viejo.
—No tanto... sólo pensaba en Thomsen.
—Mmm... ya no vale la pena —me responde el viejo.
Martes. Cuarto día en el mar
. Veo que el ingeniero anda con poco quehacer; es mi oportunidad, ya que hace tiempo que tengo ganas de formularle algunas preguntas técnicas. Solamente necesito decir: «¡Qué complicado es todo esto!» y ya está él hablándome de su tema preferido.
—¡Mucho! ¡Y mucho más que en un vapor común! Allí los parámetros son fijos, por lo menos: tantas toneladas de tara, tantas de carga. Todo lo que puede suceder es que al cargar el barco, la estructura se hunda un poquitín... pero nada más, nada que intranquilice a nadie. Pero ¿qué pasaría si a nosotros se nos ocurriera llevar encima unos kilos de más? —El ingeniero se interrumpe, y yo, interesado, sigo el parpadeo nervioso que lo acosa.
Una pausa. Mi suspenso aumenta; pienso mientras tanto en el hecho fascinante de la inmersión, que se produce según la voluntad de los seres humanos de a bordo.
El ingeniero retoma la palabra, ahora con un tono docente:
—La diferencia básica es ésta: nosotros flotamos, no como ellos, que desplazan una determinada cantidad de agua, sino porque nos apoyamos en el aire de nuestros tanques; cuando las celdas se vacían de aire y se llenan de agua, nos vamos al fondo.
Otra pausa, hasta que el ingeniero nota que yo he captado.
—Es así que tenemos que ejercer un control estricto sobre nuestro peso. Al grito de alarma no hay mucho tiempo para andar sacando cuentas, hay que trabajar rápido si queremos sumergirnos; una de mis principales obligaciones es entonces saber a ciencia cierta cuál es la mínima cantidad de aire que debe ingresar a las celdas para mantenernos en superficie... o que vamos a desechar al sumergirnos. Hay que ganar tiempo. ¿Entendido?
—¡Sí, señor!
—Desgraciadamente, el peso del submarino cambia día a día, ya que se usan las provisiones, el agua o el combustible, por dar tres ejemplos. Como ve, aquí no contamos con aquellos parámetros fijos; sino todo lo contrario.
El ingeniero hace una pausa más larga para respirar; de la repisa saca una botella de jugo de manzanas; la abre y se coloca el pico en la boca. Se limpia con la manga y prosigue:
—Lo que nos trae más problemas aún es el peso específico del agua salada, que es cambiante; todo sería más sencillo si navegáramos en agua dulce, ya que no tendríamos que incluir en las cuentas ese importantísimo factor.
Ahora la pausa que hace el ingeniero es francamente artística, con miradas de lado para, aumentar el efecto.
—A su vez —continúa—, el peso específico del agua salada depende de varias cosas: la profundidad, la temperatura, la época del año las corrientes, el plancton; sobre todo el plancton, o sea la vegetación marina, incide mucho en esa variación. También el sol tiene que ver.
—¿El sol?
—Sí; el sol ayuda a la evaporación, con la cual aumenta la proporción: de sal en el agua.
—Pero se trata, supongo; de diferencias ínfimas...
El piensa un rato, la frente arrugada. Por fin viene la respuesta:
—Digamos que la variación es realmente pequeña: pongamos un milésimo. Es decir, para equilibrar el submarino hay que cambiar en un milésimo su peso en ese momento. Es lógico. Ahora bien, supongamos un peso de setecientas cincuenta toneladas para este submarino. Multipliquemos; una diferencia de un milésimo se transforma entonces en setecientos cincuenta kilogramos... lo que sería un gran error, si no fuera tomado en consideración... Nosotros nos manejamos con errores de hasta cinco kilogramos... De manera que cada día de Dios tenemos que medir el peso especifico del agua con el densímetro.
El ingeniero parece conforme consigo mismo, después de la perorata; la ciencia entera está en él.
El comandante ha oído seguramente la última parte de la clase; al pasar pregunta:
—¿Y, profesor, cómo anda todo?
El encanto se quiebra; el ingeniero vuelve a tener el tono de siempre cuando le contesta:
—Todo bien, todo bien.
Se lo ve cansado; o por lo menos aparenta estarlo; pero también noto que está buscando una buena frase para redondear el tema.
—En fin, nos hacemos a la mar con la física bajo el brazo.
—Y con la química...
—Si, también con la química; pero eso es harina, de otro costal —y se va, apurado.
El viejo está contento durante el almuerzo; nadie sabe qué lo puso así; hasta se diría que usa un tono simpático al hablar, que no le conozco.
El último en aparecer es el ingeniero.
—¿Y, señor ingeniero? —pregunta el viejo con suficiencia.
—Todo en orden, capitán.
El comandante lo invita a sentarse con él en su rincón. La amabilidad desacostumbrada le llama la atención al propio ingeniero, que nos mira interrogante. Yo sé que va a pasar algo, porque cuando pasé por la central descubrí al comandante repartiendo unos papelitos a los marineros.
Pasan unos minutos, hasta que de pronto comienza a sonar la campana de alarma. El ingeniero se pone de pie pesadamente. Se oyen ruidos en cubierta, pero son tapados por los que producen los platos de la comida al caer.
—¡Téngase fuerte! —grita el comandante.
El ingeniero lanza una amarga mirada hacia donde se encuentra el comandante; pero de nada le sirve; arrastrándose debe llegar a la central.
El alboroto en la central me indica que no se trata de una simple alarma de prueba. Suena más a ejercicios de ataque.
Hay mayor lastre en proa.
Descubro la mirada interrogativa del segundo oficial. Otra vez más, el comandante hace como si nada le importara.
Desde la central llega la alarma a gritos:
—¡Hacemos agua!
Pero el comandante no parece inmutarse; no salta de su asiento, como debiera hacerlo dentro de la lógica. Sino que lo mira al segundo con una gran sonrisa, hasta que éste capta, largo rato después, que se trata de un problema simulado.
El viejo está contento de oír maldecir a los hombres en la central; como un alpinista, se descuelga hacia allí.
Por todos lados hay desorden; de pronto, un golpe de extraordinaria magnitud nos vuelca a todos; tenemos que haber chocado contra algún objeto macizo. Ahora el submarino navega de cabeza.
Juntamos los cubiertos en un rincón del sofá de cuero. En realidad, esta actitud del viejo fue carente de toda caballerosidad; ¡hacernos esto justamente durante la comida!
—El submarino tiene que poder soportar una cosa así. Los Tommies no nos van a respetar, cuando llegue el caso; la ejercitación es media vida... —son los comentarios lacónicos del viejo, en medio del ruido.