Submarino (23 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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—¡Setenta grados! Va hacia popa... —contesta el escucha. El comandante se dirige a la central. Sin pérdida de tiempo ordena: —¡A cincuenta grados! ¡Prepararse para subir a la superficie!

Y agrega, dirigiéndose al navegante: Anote, para el Mando: «A pesar del temporal me decido a operar sobre la superficie.» El tiempo ha empeorado más aún. La claridad del día ha desaparecido por completo. Parece de noche.

El submarino se mueve mucho. Por la compuerta que comunica con el exterior entra el agua, la de la lluvia y la del mar. Pero la compuerta debe permanecer abierta, porque el enemigo puede sorprendernos a cada instante.

Las hélices dan de sí todo lo que pueden, los diesel trabajan a toda máquina. El comandante ya no baja del puente. Inmóvil y chorreando agua, solamente gira la cabeza en la búsqueda constante del contrario.

Después de estar arriba un cuarto de hora, vuelvo al interior del submarino. Le echo un vistazo a la mesa de cartografía para ver allí el desarrollo de la acción: en este momento, el navegante está interpolando nuevos datos. Ni siquiera levanta la mirada para decirme:

—Aquí estamos ahora... aquí suponemos que está el convoy... Pero quizá cambió el curso otra vez más.

Me pone nervioso el dar vueltas sin nada que hacer. Apoyo la mano izquierda sobre la barandilla de aluminio de la escalera, cuando pienso que mi constante ir y venir puede hacer creer a los otros que estoy realmente nervioso... Así que a mostrarme como si nada sucediera... De todas maneras, lo que pase me lo van a informar con suficiente anticipación.

¿Qué hora es, a todo esto? ¿Ya más de mediodía? Voy a cambiarme la ropa mojada.

Trato de leer, pero me resulta imposible. Por fin el camarero prepara la mesa para el almuerzo. El comandante todavía no apareció por abajo.

Nos hemos sentado a la mesa, el ingeniero, su segundo y yo; pero de la central llegan gritos inusitados. El ingeniero corre hacia allí. ¡Se ve un mástil a babor!

Llego a la central: ¡es el convoy, seguramente!

Subo a cubierta, delante del ingeniero. La lluvia arrecia. Mi pullóver se empapa; con las prisas me olvidé de precaverme.

Le oigo ordenar al comandante:

—¡Todo a estribor a ciento ochenta grados!

Un vigía me alcanza los binóculos. Miro a través de él, en la dirección que observa el comandante. Pero la única bandera que veo es la de la lluvia. Un gris triste. Me impongo tranquilidad y comienzo a mirar muy ordenadamente de derecha a izquierda.

—Ahí, contra el telón gris, distingo una línea casi capilar, que en seguida desaparece. ¿Sería un engaño? Respiro profundamente y trato de concentrarme. El submarino me mece. He perdido la dirección; vuelvo a orientarme según el comandante. ¡Ahí está de nuevo!

¡Es un mástil, sin duda alguna! Pero... ¿cómo es que el mástil no está acompañado por el humo de una chimenea?

Yo ya sé que los vapores se distinguen mucho antes por el humo que echan que por sus mástiles; así que deduzco que en este caso no se trata de un vapor.

¡Maldición! ¿Dónde fue a parar la línea ahora?

Bajo los anteojos y trato de verlo con mis propios ojos: allí está, a simple vista.

El comandante retrae los labios y los esconde. Mira constantemente a través de los binóculos. Murmura insultos contra los destructores.

Pasa un largo minuto. Mi vista sigue el mástil. Me reconozco muy intranquilo.

Ya no hay duda: el mástil se agranda constantemente... es decir, el destructor viene directamente hacia nosotros. Con nuestras pobres máquinas, no tenemos ninguna oportunidad de escaparnos por la superficie.

—¡Tienen que habernos visto! ¡Malditos, malditos! —despotrica el comandante, y sin levantar la voz da la alarma.

De un solo salto estoy abajo. El comandante es el último en descender. Cierra la compuerta, todavía no está hermética cuando ya indica sumergirnos.

El comandante se queda en la torre. Su voz permanece inalterable.

—¡Profundidad de periscopio! —El indicador del manómetro deja de moverse hacia abajo y vuelve a subir. Dufte está sentado a mi lado, respirando hondamente, mojado hasta el tuétano. Zeitler y Böckstiegel manejan los timones de profundidad, sin apartar sus ojos de los aparatos. La columna de agua del Papenberg es continuamente vigilada.

Nadie dice una sola palabra.

Al fin, el comandante quiebra el silencio desde arriba:

—¿Profundidad?

—Veinte metros —anuncia el ingeniero.

El submarino asciende lentamente. El objetivo del periscopio llega a la superficie.

El submarino se horizontaliza. Pero no está absolutamente tranquilo: las olas lo mueven de un lado a otro. La observación por medio del periscopio será en verdad dificultosa, si el mar sigue tan picado.

El escucha informa que hay un destructor a estribor.

—¡Entendido! —responde el comandante secamente, y ordena en seguida—:

¡Todos a sus puestos de combate!

El escucha aparece en el corredor. Sus ojos sin vida están muy abiertos. En la tenue iluminación del lugar, su rostro es sólo una máscara, los agujeros de su nariz sólo eso: dos agujeros.

El es el único, junto con el comandante, que está en comunicación con el exterior; el comandante ve al enemigo, él lo oye. Los demás somos ciegos y sordos. El escucha nos informa:

—¡El susurro aumenta... se traslada algo hacia popa!

—¡Llenar de agua los cilindros uno a cuatro! —Yo ya lo sabía... El comandante quiere hacer frente al destructor. Un destructor es lo que falta en su colección privada.

Desde arriba sigue llegando la voz tranquila del comandante:

—¡A la central, al ingeniero... mantener la profundidad!

¿Cómo lo hará, me pregunto, con el mar en estas condiciones? Los finos músculos de la cara del ingeniero se ponen más en tensión aún; y en seguida se vuelven a relajar, un par de veces, rítmicamente. Como si masticara goma de mascar.

¡Qué peligro correríamos si el submarino asciende un milímetro más de lo debido y el enemigo nos descubre!

El comandante aguarda, sentado en la silla del periscopio; su cabeza se apoya firmemente sobre el soporte de goma; sus muslos aprietan el tubo del aparato. Los pies se sostienen sobre los pedales, que le ayudarán en su momento a mover la mole de metal hacia el lugar indicado; de esa manera, todo el campo visual le pertenece. Al mismo tiempo la mano derecha no suelta la palanca que le permite subir y bajar el periscopio y así mantenerlo a nivel.

El motor del periscopio comienza a zumbar: el comandante hace bajar un poco la mira. El cabezal del aparato está a ras del agua, tan a ras como se pueda.

El ingeniero está de pie detrás de dos vigías ahora dedicados a manejar los timones de profundidad. Su semblante nada dice. Sus ojos persiguen el sube y baja del Papenberg, sin separarse un minuto de él.

No hay palabras en voz alta. El zumbido del motor del periscopio es un susurro lejano, como filtrado. El motor se enciende, zumba, deja de hacerlo, vuelve a ronronear.

El destructor debe de estar muy cerca, porque el comandante apenas si hace girar el aparato.

—¡Llenar de agua el cilindro cinco! —se oye quedamente desde arriba.

La orden es transmitida hacia la proa, lo más suavemente posible. Nadie levanta la voz. Estamos en medio de la batalla.

Me retiro hacia el habitáculo de proa; pronto responden desde aquí que el cilindro cinco está libre para ser disparado bajo agua.

Es decir que todos los cilindros están llenos de agua, o sea en contacto directo con el mar, listos para abandonar el submarino. Los torpedos nadan, dentro de sus respectivos cilindros. Sólo falta el empuje del aire a presión para que salgan a buscar su destino.

Noto de pronto que en la boca conservo aún un trozo de pan. Ya no tiene gusto.

Tengo la sensación de haber vivido alguna vez esta misma experiencia. Los cuadros que pinta mi imaginación se superponen con otros, resaltan, desaparecen, dejan el lugar a los siguientes. Es un sistema complicadísimo de información y vivencias que dejan el presente para llegar al centro de la memoria, en medio del cerebro.

El viejo está loco... ¡Cómo se le ocurre atacar a un destructor con este mar!

Pero este mar también tiene cosas buenas: el periscopio es ahora más difícil de reconocer. La espuma que podría delatarlo se pierde entre las otras estrías de espuma que el mar forma por sí solo.

Por suerte hasta ahora todo va bien. El ingeniero está muy bien preparado, sin lugar a dudas.

Cuando el viejo dispare, el submarino debe descender inmediatamente, casi al mismo tiempo, y eso es obra del ingeniero. En realidad tiene que hacer como si descendiera, para contrarrestar el peso del torpedo que nos abandona. De otra forma la embarcación subiría. Un torpedo pesa tres mil kilogramos, esto es, hay que bajar mil quinientos litros por torpedo. Multiplicado por el número de torpedos disparados hace una bonita suma.

El comandante guarda silencio.

Es muy difícil darle a un destructor. Tiene poco calado. Cambia el curso en un santiamén... Pero cuando un destructor es tocado, se acabó; adiós destructor. La detonación del torpedo, lluvia de agua y restos de metal... y luego nada, nada más.

La voz del comandante llega firme, ahora:

—¡Todo preparado! ¡Cilindros uno y dos! Velocidad del enemigo, quince. Proa a la izquierda. Situación, sesenta. Distancia, mil.

El segundo oficial anota los valores en una planilla. Del habitáculo de proa informan que todo está listo. El primer oficial dice lenta, pero claramente.

—¡Cilindro uno y dos preparados para disparar!

El comandante ha puesto ya la mano sobre la palanca de disparo y espera; espera a que el enemigo se coloque justo en la cruz de la mirilla.

¡Ah, ver! ¡Si sólo pudiera ver hacia afuera!

El silencio ayuda a la fantasía. Mi conciencia pinta cuadros catastróficos; distingo un destructor deshecho en mil pedazos, con un resto de espuma en la boca. Veo ojos de sorpresa, una rajadura en el metal, aristas cortantes, olas inmensas de agua muy verde filtrándose hacia el interior del barco.

La voz del comandante resuena como un latigazo y me arranca de mis sueños:

—¡Cerrar los cilindros! ¡Inmersión a sesenta metros! ¡Urgente! El ingeniero repite la orden sólo un segundo después:

—¡Todos los hombres a proa!

Un desconcierto de gritos y de voces. Me hago pequeño, en un rincón, con las piernas encogidas. Ya pasa el primer tripulante hacia el frente.

Muchos ojos se dirigen hacia mí; hay un signo de pregunta en ellos. El murmullo crece, enriquecido por los ruidos de la gente al desplazarse.

Los timones de profundidad están completamente hacia abajo. El submarino se encuentra muy inclinado hacia adelante, pero aún pasan hombres hacia la proa. Simplemente se dejan resbalar por el piso como por un tobogán. Oigo los insultos de uno que se ha caído.

Solamente el personal de máquinas queda en la popa. Me caigo. Por suerte encuentro de dónde agarrarme. Desde arriba alcanzo a oír nuevamente al comandante:

—¡En seguida seremos atacados con bombas de profundidad! —Su voz suena hueca e igual, como si se tratara de una información al pasar.

Ahora desciende, con movimientos calculados. Muy lentamente, sin prisa alguna. Agarrándose de las paredes llega al cajón de los mapas y allí se sienta. En su mano derecha sostiene los binóculos. El ingeniero ordena ahora que la gente vuelva a sus puestos.

Los fiambres que cuelgan del techo me indican que aún no estamos horizontales; hay todavía unos buenos treinta grados de inclinación.

—¡Rrabamm! ¡Rrumm...! ¡Rrumm!

Tres golpes retumban en mis oídos y me dejan sordo a medias. Trato de pensar en qué los ha producido. ¿Qué es eso? Tengo miedo... Por fin me doy cuenta: los cráteres que el bombardeo abre en el fondo del mar resuenan al llenarse de agua.

Dos descomunales detonaciones más.

El marinero de la central esconde la cabeza. Su ayudante se sostiene, agarrándose de la mesa de cartografía.

Otra detonación, más poderosa que las anteriores.

¡Listo! ¡Estamos a oscuras!

—¡La instalación eléctrica de emergencia tampoco responde! —grita el ingeniero desde lejos. Las linternas manchan la oscuridad de blanco. Alguien clama por fusibles. Los jefes de sección dan a conocer su situación ayudándose con parlantes manuales: —¡Habitáculo de proa libre! ¡Sala de máquinas eléctricas libre! ¡Sala de diesel libre!

—¡No ha entrado agua! —informa el oficial navegante. Su voz permanece tan objetiva como la del comandante. Vuelve la luz.

Dos detonaciones dobles hacen vibrar todo a mi alrededor.

—¡Ascender a proa! —ordena el ingeniero—. El submarino ha sido descubierto y situado —le dice al comandante.

—¡Todavía hay más! —contesta el comandante—. Los muchachos han visto el periscopio, no hay duda. ¡Increíble , con este mar!

El comandante se vuelve; no hay temor en su rostro. Yo diría que antes bien hay cinismo en su voz:

—¡Ahora comienza la psicología, señores!

Pasan diez minutos sin que nada suceda. Pero de pronto una detonación cruza el submarino. Una tras otra, es una serie de explosiones. El submarino se bambolea.

—¡Quince —cuenta el oficial navegante—, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve!

El ingeniero no despega la vista del indicador del manómetro, que sube un poco después de cada detonación. Los ojos del ingeniero son grandes y oscuros. En cambio, el comandante mantiene sus ojos cerrados, para mejor retraerse del mundo y así poder hacer sus cálculos: nuestro propio curso, el del contrario, el de escape. Debe reaccionar con una velocidad de segundos. Es en verdad el único de nosotros que lucha. Nuestras vidas dependen de la justeza de sus órdenes.

—¡Todo a babor!

—¡Timón todo a babor!

—¡A cero grados!

El comandante hace cuentas ininterrumpidamente. Los factores con los que calcula cambian constantemente con cada informe. El curso de escape debe ser determinado de acuerdo con la intensidad del ruido que producen las hélices del destructor, así que ya no puede acaparar información directamente; ahora es el piloto de una máquina que vuela a ciegas. Sus decisiones están solamente supeditadas a lo que marquen los instrumentos.

También yo entrecierro los ojos. Detrás de ellos aparece la bomba cayendo por el aire y hundiéndose en el agua, que al recibir el artefacto salpica en derredor. La bomba sigue hasta la profundidad y estalla en lo más oscuro del mar: destellos de blanco magnesio, soles de fuego en medio de tanta oscuridad.

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