Submarino (22 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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—Si lo digo siempre: ¡no deja pasar al enemigo, este Bertold! Navegante, el curso del convoy parece ser paralelo al nuestro, ¿no es así?

El comandante sólo pierde esta vez un par de minutos con el mapa. Con seguridad aplastante ordena:

—¡A doscientos setenta grados! ¡Ambas máquinas a toda velocidad!

Se oye repetir las órdenes. El telégrafo de las máquinas suena. El submarino todo se agita en un temblor, y los diesel cambian de tono. El nuevo ruido tapa a todos los demás.

Ajá, pienso, el viejo no se hace rogar. Ni siquiera espera la orden desde Kernével.

Por todos lados hay ahora gente dedicada a controlar por enésima vez las instalaciones de la embarcación. Lo hacen sin que la orden haya sido impartida, como al descuido.

Subo al puente.

Mi primera mirada es para el agua que nos rodea. En algunos puntos parece hervir, verde y blanca, hasta formar dos vías que se pierden hacia atrás.

Camino hasta la proa. Un baño de agua me alcanza con la fuerza de un latigazo. Tendría que haber pensado que vamos a toda máquina, y que tenemos mar de proa.

Me chorrea agua de la nariz.

—¡Felicitaciones! —me dice el segundo oficial.

El comandante tiene las manos en los bolsillos del pantalón. La gorra, alguna vez blanca con tiras verdes, le oculta la frente. Sus ojos atentos espían el agua y el cielo. Una y otra vez les recuerda a los vigías la absoluta necesidad de tener cuidado en su tarea.

Ni siquiera baja para comer.

Finalmente lo acompaño cuando va a mirar en el mapa el desarrollo de los acontecimientos.

El oficial navegante, por su lado, siguió trazando líneas que dan a los mapas un aspecto muy diferente.

—¡Mmm...! —murmura el comandante; y luego, dirigiéndose a él—: ¡Ya se ve mucho mejor!

Una pequeña cruz hecha a lápiz nos señala la última posición del enemigo. Es decir que a partir de nuestra propia carta marina podemos leer la velocidad y el curso de nuestro perseguido. Otra crucecita muestra el punto en que su derrotero se cortará con el nuestro. Todos los pensamientos, evidentemente, están en ese cruce.

Pasa una hora, luego otra. Dorian se queja de que el combustible se gasta demasiado aprisa. ¡Que el ingeniero no lo oiga!

El segundo oficial nos alcanza otro comunicado.

—¡Ajá! —dice el comandante, alzando la voz. Toma asiento, antes de leérnoslo:

«A UA: operar inmediatamente en el punto mencionado por UR Mando». El comandante le ordena al oficial, sin pérdida de tiempo:

—¡Trescientos cuarenta grados, siguen indicaciones!

Nos muestra sobre la carta la posición del enemigo y en seguida la nuestra.

—Mañana por la mañana, a las seis, tenemos que llegar allí.

Bertold no debe atacar ahora. Mucho más importante es que mantenga el contacto dando señales de onda corta hasta que otros submarinos del Atlántico se enteren y puedan acercarse.

—¡Esto está hecho! —digo con cuidado.

—¡No hay que vender la piel del oso antes de cazarla! —me responde el comandante cuando cierro la boca.

La tripulación se va acercando a la central. Parece que se enteraron de algún rumor, porque en sus rostros se dibuja la duda. Pero cuando ven al comandante bailando alrededor de la mesa de cartografía como un poseso, ya no les queda nada por preguntar.

—¡Ya me parecía...! —le oigo comentar a Dorian.

El comandante toma el micrófono y se comunica con todo el submarino al mismo tiempo:

—¡Estamos operando contra un convoy detectado por UR! ¡A partir de las seis de la mañana hay que aguardar la orden de concentración! —Se oye el ruido del aparato al apagarse; luego nada más.

El comandante se relaja, la cabeza bien estirada hacia atrás. Con la mano derecha toma la pipa y su movimiento, al disponerse a hablar, dibuja una espiral de humo en el aire:

—¡Qué gran cosa un submarino de éstos! ¡Y pensar que hay gente que tiene algo en contra de la técnica!

El comandante piensa. Pasan unos buenos diez minutos antes de que continúe:

—¡Para mí no hay nada mejor que un submarino de este tipo!

El viejo respira ahora profundamente; después de soltar unos sonidos ininteligibles, continúa:

—¡También los barcos de vela son hermosos! No hay líneas más bonitas que las de un barco de vela. Yo navegué en uno, una vez. Había cincuenta metros entre la cubierta y el agua...— Por un momento su puño queda suspendido en el aire. Un movimiento repentino impide que su gorra se le caiga hacia la nuca, pero se alcanzan a ver los mechones rubios que se escapan por delante. Le dan un tinte de timidez—. No hay para mí un sonido más agradable que el de los diesel cuando van a toda máquina. Y sin embargo hay personas que se tapan las orejas cuando oyen el golpeteo de una diesel. —El viejo niega con la cabeza, como si no pudiese comprender que haya en el mundo gente así—. También hay quienes no pueden oler la gasolina... Y mi novia no puede soportar el olor de las cosas de cuero... ¡Qué raro!

El comandante se aprieta los labios como un chico que se da cuenta de que ha hablado demasiado.

No se me ocurre ninguna pregunta que hacer. De manera que ahí estamos, los dos sentados uno frente al otro, mirando tan interesados el suelo. Por suerte aparece el ingeniero y solicita permiso para que una de los diesel deje de funcionar durante quince minutos; la razón es que se ha producido en ella un desperfecto.

El comandante pone cara de morder limón:

—¡Si no nos queda más remedio!

El ingeniero se escurre rápidamente hacia popa. Unos segundos después el ruido de las máquinas se reduce. El comandante se mordisquea el labio inferior.

Con la llegada de una nueva comunicación se le vuelve a iluminar el rostro.

«La última posición del enemigo es cuadrante Bruno Anton. UR».

La segunda guardia se prepara en la central. A las doce suben a reemplazar a la primera. El informe de una guardia a otra es: «Curso trescientos cuarenta grados, diesel de estribor a toda velocidad, diesel de babor no funciona».

La guardia reemplazada regresa al interior de la embarcación. Los hombres tienen el color de las langostas hervidas. El navegante, el último en bajar, señala:

«Nubes ligeras al Noroeste. Viento Noroeste a Oeste. Tendencia a la derecha». Por nuestra gran velocidad, la cubierta se llena de agua.

Como corroborando estas palabras un chorro de agua cae por la compuerta entreabierta.

—Gracias —dice el comandante. Los cuatro saludan, e inmediatamente se agitan como los perros para sacarse el agua de encima. El agua moja toda la central.

Pasa el camarero. Parece querer imitar a un sirviente de verdad, tanto empeño pone en su tarea. Solamente le falta la servilleta.

Detrás de él, el cocinero. También tiene aires de
maître
controlando que todo marche bien en su local.

—¡Qué manicomio! —dice el comandante, y no se da cuenta de que él es hoy el loco mayor, sentado en su rincón como un padre complaciente que regala miradas a los suyos.

Todo se combina para que la gente sienta a bordo que la tensión ha disminuido. Ahora respiramos más libremente. Es que por fin llevamos un curso claro y la máxima velocidad. Sabemos dónde está esperando el enemigo. El único que en estos momentos no demuestra claramente su alegría es el ingeniero.

—¡Un montón de combustible se va al diablo! —dice, masticando cada palabra. Pero al fin también él se alegra cuando logra comunicar que el desperfecto de el diesel está superado.

Me voy al habitáculo de proa. Aquí se trabaja a todo vapor.

—¡Ojalá que pase algo pronto! —dice el pequeño Benjamín.

—¡Ojalá! —le responde Schwalle.

—¡Yo estoy harto de preparativos!

Se oyen manifestaciones de todo tipo. Me siento en el mejor de los teatros, donde se representan la falta de angustia, la valentía y el heroísmo. Pero todo lo que se dice es poco para borrar tanto miedo.

Durante la noche aumenta la velocidad. Lo noto a través del sueño que me embarga.

Momentos antes de las cinco subo al puente. Tiene guardia el segundo oficial.

También el comandante está arriba. La luz es dudosa todavía. Se oye la proa golpear contra las olas aún invisibles. Todo el mundo está atento: si el convoy hubiese aminorado la marcha durante las horas nocturnas, podríamos encontrarlo en cualquier momento.

Tengo ganas de ponerme a castañetear los dientes, de llorar. Pero todo está seguro. El comandante no es de ésos que se largan a la aventura porque sí. El sabe lo que está haciendo. Parece mentira: primero esos preparativos de porquería... y ahora los extraño.

Por la popa el sol aparece lechoso. Pero el cielo permanece aún oscuro, pleno de nubes opacas.

—¡Qué tiempo imposible! —se queja el segundo oficial.

Nuevas nubes cuelgan en grandes cortinajes que alcanzan hasta el agua. No hay horizonte.

A babor otra nube está sobrecargada de lluvia, y ya no puede con ella. Comienzan a caer las primeras gotas, que resuenan sobre el cuero de nuestras chaquetas. Hasta que alrededor de la embarcación se forma un frente impenetrable, lleno de agua y de niebla. Nos rodea completamente: ya no hay visibilidad.

Trabajosamente buscamos la menor señal del enemigo, milímetro a milímetro. Se me va el alma del cuerpo. De cada una de las grises paredes que nos rodean puede desprenderse un destructor, de cada nube un avión. Siento en la cara el sabor de las gotas que se juntan en mi gorra y chorrean hacia abajo. También desde el mar llega el agua, traída por el viento.

El mar está lleno de burbujas y de flecos; ha desaparecido la espuma. Solamente nuestra proa consigue devolverle al agua esa blanca coloración, pero sólo por un instante.

Deben de ser las siete de la mañana, más o menos: a las seis teníamos que habernos encontrado con el convoy.

Dorian protesta. El segundo oficial no se cansa de recorrer la cubierta y recomendar a todos que mantengan los ojos bien abiertos.

A pesar de haberme puesto un trapo alrededor del cuello, siento que el agua me moja la barriga.

Al bajar, el marinero de la central me aguarda con la mirada interrogante. Pero yo sólo le traigo un suspiro de resignación. Me cambio íntegramente de ropa.

«Viento Noroeste cinco, marea cuatro, cielo cubierto, visibilidad mala», dice el informe del diario de guerra.

El último contacto radiofónico ya lleva más de tres horas: «El enemigo varía su curso a cien grados. Marcha en formación ancha, cuatro columnas. Cerca de treinta vapores». Desde entonces, nada. Navegamos siempre a toda velocidad.

Oigo las salvas del mar contra la torre. A las ocho hay cambio de guardia. Isenberg pregunta:

—¿Y, cómo se presenta?

—¡Dejó de llover...! ¡Ahora el agua cae a baldazos!

—¡No digas tonterías! ¿Qué pasa afuera?

—Se suspende por mal tiempo... ¡Hay niebla! Ario le murmura en el oído a Turbo:

—¡Esto tarda una eternidad! De pronto el viejo estalla:

—¡Tres veces remaldito temporal! ¡Aparece cada vez que no lo necesitamos!

¡Pueden haberse escapado por un par de millas, invisibles por la remaldita niebla!

Ya más calmado agrega:

—¡Si sólo se oyera algo de Bertold! Pero el comunicado no llega.

Sin otro contacto estamos perdidos, porque solamente descansábamos en él.

¿Estará Bertold bajo el agua, obligado por algún destructor?

De los demás submarinos afectados al operativo tampoco es posible recibir ninguna noticia: ellos estaban más lejos que nosotros, sin excepción. Pero Bertold...

¿por qué no da señales de vida?

—Lo que pasa es que él también está atrapado por este frente de tormenta — explica el viejo.

El ingeniero no tiene mucho que hacer, ahora. Pero se compadece de sus colegas.

Sólo después de un rato me doy cuenta de que él se refiere a sus iguales de los destructores enemigos.

—Pobre gente, si hasta me dan lástima... en sus barquichuelos de lata. Al ver mi mirada asombrada, me aclara:

—¡Si es verdad! Nuestros destructores ni siquiera salen a la puerta cuando alguna pequeña tormenta se insinúa.

La central se llena de gente. Nadie tiene en realidad una razón valedera, pero todos están aquí. Además del comandante, del marinero de la central y del oficial navegante, veo a los ayudantes de la central, al primer oficial, al segundo ingeniero y a Dorian.

Todos callan.

El viejo levanta la cabeza y ordena:

—¡Sumergirse!

Me imagino lo que tiene entre manos: escuchar mejor. Los ruidos de las máquinas y de las hélices de los buques enemigos se oyen mejor en la profundidad; oiremos más de lo que podemos ver, con la visibilidad actual.

Miro el manómetro de profundidad. El indicador comienza a moverse y en seguida se oyen los primeros indicios de que el submarino se hunde.

El comandante ordena llegar a los treinta metros; está sentado al lado del radiooperador. Este tiene el mismo rostro inexpresivo de siempre. Con los auriculares puestos, trata de localizar algún indicio del enemigo, entre los mil ruidos que el mar nos trae. Su mirada, empero, permanece vacía.

Una y otra vez el comandante pregunta, impaciente:

—¿Nada aún? ¿Ninguna señal?

Por un rato se coloca él mismo los auriculares; luego me los pasa a mí. No oigo nada, salvo un zumbido apagado, como cuando uno se aprieta una caracola contra la oreja.

Estamos sumergidos desde hace una hora. No se oye nada. El ingeniero se pasa los dedos por los cabellos, nerviosamente.

—¡Hemos sido delatados! —dice alguien a media voz.

El comandante quiere levantarse para dar la orden de subir a la superficie pero en ese justo momento su vista se posa en el rostro del escucha: sus ojos permanecen cerrados, su boca se tuerce en un rictus, su cara toda se pone en tensión; es como si algo le doliera. Muy, muy lentamente, gira el dial hacia la derecha y hacia la izquierda. Un centímetro es todo lo que el dial se mueve. ¡El murmullo ya tiene límites! Al fin, el escucha hace un esfuerzo por tranquilizarse y le informa al comandante.

—¡Captamos un ruido a sesenta grados .... muy leve!

El comandante se coloca de un salto junto a la mesa y toma, él mismo, los auriculares. También su rostro da señales de esperanzada tensión.

De pronto, el escucha pega un respingo, apenas notorio. El comandante se muerde los labios.

—¿Cómo está el contacto ahora?

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