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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (31 page)

BOOK: Submarino
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—¡Cerveza, eso es lo que haría falta aquí! —opina el comandante.

El camarero trae té, en lugar de cerveza. El segundo oficial quiere ponerse la tetera entre las piernas, pero incluso antes de terminar de hacerlo ya se da cuenta de que no es necesario; en una pose teatral, se golpea la frente con la palma de la mano izquierda.

El viejo ordena alargar el tiempo de inmersión en veinte minutos más:

—¡Porque es domingo!

Los marineros hacen uso de su tiempo libre de la misma manera de siempre. Frenssen cuenta que durante su última licencia solamente pudo llegar hasta Estrasburgo porque un bombardeo rompió las vías del tren... pero que igual le resultó fácil encontrar el burdel, en un santiamén.

—Me dijo que tenía algo nuevo que enseñarme. No me quería adelantar qué era... Así que subí con ella. Se desvistió, se acostó y si les cuento todo lo que me hizo... y casi todo nuevo, casi todo nuevo. No se imaginan.

En el momento de salir nuevamente a la superficie me encuentro todavía recostado sobre mi camastro. Es por eso que voy sintiendo en todo mi cuerpo cómo el submarino comienza lentamente a mecerse. De pronto soy el conductor de un automóvil cuyas ruedas traseras resbalan, en el camino húmedo por el invierno: el habitáculo comienza a dar vueltas y vueltas. Y ya estamos otra vez arriba, la primera ola nos golpea como una bofetada enorme; el mal de San Vito comienza de nuevo.

Oigo ruidos desde la central. El marinero protesta porque ha comenzado a caer agua sobre él.

Voy hacia la central; al verme, el marinero me hace partícipe de sus cuitas:

—¡Será posible! ¡Aquí ya no se puede estar seguro!

Lunes
. El enfermero tiene bastante trabajo. Un par de tripulantes están heridos. Hematomas, dedos pellizcados, una uña teñida de violeta, ampollas; nada serio, en fin. Uno se cayó de su cucheta, otro se golpeó al resbalar en la central. Un marinero tiene un corte en la cabeza; la herida parece seria.

—¡Bonito regalo! ¡Espero que el enfermero dé abasto con todo eso, porque si no tendré que ayudarlo yo! —dice el viejo.

Me preparo para la guardia de las dieciséis horas. Un vigía sufre del mal de mar, y yo debo reemplazarlo.

Aun antes de abrir del todo la compuerta al exterior me encuentro totalmente mojado. Tan rápido como puedo me coloco entre la columna del periscopio y la defensa del puente, donde inmediatamente me aseguro con el cinturón. Sólo entonces trato de enderezar mi cuerpo, a fin de ver más allá de la defensa.

Lo que distingo me corta la respiración. ¡Todo es turbulencia! Las olas se montan unas a otras. Caen encima de las demás y terminan por tragarse los restos de las anteriores.

En este instante el submarino se mantiene sobre el lomo de una ola enorme. Es una ballena gigante sobre cuyo dorso cabalgamos. Por segundos me doy el lujo de ver el paisaje marítimo como desde la cabina de un medio mundo, en un parque de diversiones. Pero ya comienza todo a tropezar, el submarino busca su camino por uno y otro lado. La proa no encuentra su meta y cae en la profundidad, vertiginosamente.

Antes de que la embarcación pueda reponerse en este nuevo valle donde se encuentra, una segunda ola, tan grande como la anterior, nos arroja encima su peso de toneladas y se despedaza ruidosamente sobre la cubierta, saltando alrededor de nosotros y bajando hasta nuestras rodillas. Me parece que pasa una eternidad hasta que el submarino se libra de semejante tortura. Sólo por momentos se ve la proa en toda su potestad; de inmediato llega la próxima ola.

Me quema la garganta. El cuello duro del impermeable me raspa la piel. El agua salada ayuda a que el ardor se haga sentir en toda su plenitud.

Tengo una herida cortante en el puño izquierdo. Y mientras siga entrando agua salada en ella, no sanará. ¡La sal terminará por corroernos a todos! ¡Que se la lleve el diablo de una vez por todas!

Además, el viento frío rompe la piel blanquecina de las olas y la desparrama en forma horizontal por el aire. Cuando la lluvia llega hasta nosotros sobre la cubierta tenemos que buscar refugio detrás de la defensa.

El segundo oficial se vuelve. Me sonríe, con el rostro enrojecido. Quiere hacerme notar que él, el segundo oficial, no es hombre que se vaya a amilanar ante esta situación sin importancia. Entre el soplo del viento y el siseo del mar me llega su voz:

—¡Qué distinto sería un tiempo así... y ningún barco bajo los pies!

El siseo que producen las olas se agudiza como la llamada de un tigre. Pero el segundo oficial aún puede superar el ruido ambiente y completar su idea:

—¡...Y tener en cada mano una maleta!

Un nuevo golpe se ensaña con la torre. Un baldazo nos cae sobre las espaldas, bastante encorvadas de por sí. Pero el segundo oficial ya está incorporado y repuesto para gritar:

—¡Agua y nada más que agua hasta el horizonte... y ni un trapito para secarse!

No tengo ganas, sinceramente, de responderle en medio de esta batahola. Así que sólo hago un gesto de asentimiento cuando noto que el segundo me está observando.

Cada vez que intento mirar por los binóculos, el agua me chorrea por los brazos. ¡Qué rabia me dan estos impermeables, y qué rabia me dan estos binóculos! Durante la mayor parte del tiempo no contamos con anteojos en el puente, dado que todos están empañados. Así que en la central trabajan continuamente con ellos, acondicionándolos nuevamente para nosotros; pero cuando aparece uno aquí arriba no pasan más que unos minutos para que la lente esté otra vez inutilizada. Con nuestros trapos de cuero hace mucho que no podemos limpiar nada, tan mojados están.

Tengo que sonreír ahora, porque me viene a la mente la forma en que se filma un temporal en alta mar para una película sobre el tema: con barquitos en miniatura metidos en una bañera. Y, para las tomas en tamaño natural, se coloca un pedazo de puente sobre un trampolín, que se mueve un poco hacia la derecha y otro poco hacia la izquierda, alternativamente; a los actores se les echan baldazos de agua en la cara; claro que en vez de sacarle el cuerpo a las «olas» los señores miran a su alrededor muy suficientes.

Aquí podrían aprender las cosas como son en realidad: solamente se nos alcanza a ver por unos segundos. Además esquivamos con la cabeza, nos agachamos hasta tener una joroba y finalmente recibimos el golpe en medio del cráneo.

Sólo unos segundos dura la inspección que yo hago de mi sector, y eso con los ojos semicerrados. Sacar la cara, rápido. Y ahora abajo, como en un
clinch
. Y, a pesar de todo, el fino látigo de agua volante me alcanza cuando le da la gana. No hay defensa que valga contra él. Un baño de agua, directo en la cara, es mil veces preferible a esta paliza traicionera que arde como el fuego.

Ahora mismo debo soportar la ducha en la espalda. Por entre los párpados apenas entreabiertos observo el agua bañándome la caña de las botas. No termina de desaparecer, cuando la próxima ola ya llega.

Nos reemplazan antes de la hora prefijada, y eso es para nosotros como una gracia divina. El segundo oficial puede decir lo que quiera... yo creo que, ni siquiera él hubiese aguantado toda la guardia aquí arriba.

El desvestirse se convierte en un trabajo realmente pesado. Justo cuando me estoy quitando una pierna del pantalón, me roban el suelo bajo los pies. La caída me hace doler todo el cuerpo; podría gritar de dolor. Por fin consigo mi cometido: afuera el pantalón.

El marinero de la central me tira una toalla. Pero antes de secarme tengo que desvestirme aún más: el pullóver y la ropa interior están igualmente mojados. Al fin me puedo secar con una mano, mientras me sostengo con la otra.

Temo la llegada de la noche. ¿Cómo haré para pasar esas horas, sobre un colchón que se bambolea y tiembla todo el tiempo?

Martes
. Hace una semana y media que comenzó el temporal. Una semana y media de martirios y torturas.

Por la tarde subo a cubierta. Sobre nosotros, el cielo desencajado, imposible de alcanzar para las olas que de continuo saltan hacia él. Da la impresión de que el agua, en un intento loco, tratase de desprenderse de la tierra. Más, aunque las olas se quiebren sin cesar, la fuerza de la gravedad las llama de nuevo a su seno.

Montañas y profundidades. El suelo de las últimas se rompe en increíbles erupciones, mientras las montañas se destrozan y desaparecen, reaparecen, crecen y tiritan hacia el cielo, para regresar inexorablemente.

La velocidad con que las olas se echan sobre nosotros es tal que la respiración se corta. Ya ni siquiera forman su corona de espuma: todavía está naciendo, cuando el temporal ya se la lleva. El horizonte ha desaparecido completamente bajo la ira de los elementos... No lo soporto por más de media hora. Mis manos se endurecen, y la médula se me congela al contacto con el agua, que baja hasta perderse entre las arrugas del pantalón.

Acabo de descender, cuando el submarino se contrae en un trueno de enorme magnitud, como tocado por el martillo de un herrero gigante. Temblor, bostezos y suspiros salen de su estructura.

Miércoles
. Cae la tarde. Estoy sentado con el comandante sobre la caja de cartografía. Desde el puente nos llegan los improperios y las maldiciones de los de arriba. Como las palabrotas no parecen acabar nunca, el comandante se asoma a la escotilla, teniendo buen cuidado de quedar lejos del agua que chorrea hacia abajo. Pregunta qué demonios está pasando.

—¡El submarino se desvía hacia babor! ¡Es muy difícil mantenerlo en su curso! — le contesta el timonel.

—¡No es para ponerse así! —responde el comandante. Por un rato se queda todavía con la cabeza fuera de la escotilla, después baja hacia la mesa de cartografía; se dedica a estudiar la carta con toda parsimonia. Pasado un momento hace llamar al oficial navegante. No puedo entender bien lo que le dice, salvo lo último:

—... ya no tiene sentido. Sólo queda navegar sobre el fondo.

Piensa un instante más en lo que acaba de decir, y en seguida comunica a través del altavoz a todo el submarino:

—¡Prepararse para la inmersión! —El marinero de la central, que permanecía recostado como una mosca sobre el suelo, se incorpora rápidamente, pero todavía se regala un minuto para bostezar y relajarse. Aparece el ingeniero, quien comienza a dar las órdenes necesarias para que la indicación del comandante se cumpla. De pronto, lo único que se escucha es el gorgoteo del agua en la bodega, con el fondo, aumentado muchas veces por el silencio interior, que le hacen las olas al golpear contra las paredes del submarino. Una cantidad de agua nos llega desde la torre junto con los vigías, que regresan chorreando. Inmediatamente, dos de ellos se colocan detrás de los timones de profundidad, y en seguida el primer oficial da la orden:

—¡Inmersión!

El aire se escapa de las celdas de inmersión con un silbido. Nos vamos rápidamente de proa. El agua de la bodega sigue gorgoteando, ahora hacia adelante. Un golpe tremendo alcanza la torre.

¡Wummm... tchess! Las olas que le siguen, sin embargo, van sintiéndose cada vez menos, sordamente. Las últimas ya no encuentran resistencia. Ruido de marea, gorgoteo, por fin nada.

Todos estamos impresionados por el repentino silencio que nos embarga; estamos de pie, duros... El silencio se me representa como una gran pared aislante que hubiese sido construida entre nosotros y la orquesta de ruidos marinos.

El rostro del primer oficial parece hervido. Sus labios están vacíos de sangre; sus ojos reposan profundamente en las órbitas; sobre sus mejillas se ha depositado la sal. La humedad que le corre por la nariz se mezcla con la de la toalla mojada que se saca de alrededor del cuello.

El manómetro de profundidad marca cuarenta metros. Sigue su camino: cincuenta, sesenta metros. Esta vez tenemos que descender más que la otra para encontrar la tranquilidad. Después de pasar los sesenta y cinco el ingeniero hace que el submarino se horizontalice. El agua de las tuberías fluye hacia la popa y de nuevo hacia adelante. Poco a poco el agua se serena, deja de oírse. Una lata de conservas que rodaba hace apenas un momento sobre el suelo, ida y vuelta, ha encontrado su punto de equilibrio y ya no corre de un lado al otro.

—¡Submarino en equilibrio! —le informa el ingeniero al comandante.

El primer oficial se deja caer sobre el cajón de los mapas. Sus manos se encuentran entre las piernas, él mismo encorvado; está demasiado cansado como para quitarse la ropa mojada de encima.

¡Pensar que hay sobre el submarino sesenta y cinco metros de agua!

Estamos tan a salvo de los golpes de las olas aquí como en el ángulo muerto de una defensa. El mismo mar nos defiende de sus embates.

El comandante se dirige a mí:

—¡Agarrarse fuerte está de más ahora!

Caigo en la cuenta de que aún estoy sujetándome a una cañería.

El camarero trae los cubiertos y los platos para la cena, separa de la mesa los rebordes de madera. El ingeniero en persona lo ayuda en la tarea.

El pan que nos trae está casi completamente arruinado por la humedad. Los hongos y el moho fueron barridos de la costra marrón día a día por el cocinero con un trapo acidulado. Pero mucho no ha ayudado: el pan está acribillado por el verdín, como un gorgonzola. Además hay sobre el pan unas manchas amarillas, del color del azufre.

El ingeniero da su opinión:

—¡No hay que tocar el moho! ¡El moho es sano! —y agrega, más romántico—: ¡El moho es una planta honorable, como los jacintos! ¡Justamente en nuestro ambiente debería el ser humano alegrarse por todo lo que crece!

Nos ponemos con toda paciencia, como si estuviéramos haciendo un trabajo en madera terciada, a rescatar los pocos trozos que aún no fueron atacados. Del pan entero no quedan más que unos mordiscos, en conjunto grandes como el puño de un niño.

«Arte nocturna» llama el comandante a nuestra filigrana.

El segundo oficial asegura que este trabajo le gusta, mientras corta el pan gris, en forma de estrellas. Nos cuenta de marinos que durante meses enteros se han alimentado de gusanos, suciedad, de ratones y polvo. Su relato está tan lleno de adjetivos que se podría creer que él mismo ha vivido todo lo que dice.

El ingeniero lo interrumpe al fin:

—¡Ya lo sabemos, viejo lobo de mar! ¡Eso era cuando usted acompañaba a Magallanes por el Pacífico, y todo porque el jefe quería tener ahí abajo un canal con su nombre, el muy orgulloso! Me lo imagino. Debe de haber sido una vida muy dura, aquella.

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