Soy un gato (58 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—Dijiste que tenías que estar allí a las nueve. Date prisa o llegarás tarde.

—No me lo repitas, ya lo sé —contestó el maestro asomando al fin su cara por debajo del edredón.

La buena señora, afortunadamente, estaba acostumbrada a sus trucos. Si se mostraba convencida de que realmente se levantaría, inmediatamente volvería a dormirse. Había aprendido por la fuerza de la costumbre a mantenerse vigilante y a no dejarse engañar por las argucias de su marido. Por eso respondió secamente:

—¡Levántate ya, caramba!

Es muy molesto que cuando uno le pide a alguien que le despierte, ese alguien venga y te despierte. Para una persona egoísta como el maestro era todavía más molesto. Con un gesto de rabia apartó la ropa de cama que le había servido de refugio y, con los ojos abiertos como platos, dijo:

—¡Deja ya de fastidiar! Si te he dicho que voy es que voy.

—Siempre dices lo mismo y luego nunca te levantas.

—¡Bobadas! ¿Cuándo he dicho yo semejante tontería?

—¿Cómo que cuándo? Siempre.

—No seas idiota.

—¿A quién llamas idiota? A ver, dime —respondió la señora Kushami desafiándole con la escoba en la mano como si fuese una pica a punto de entrar en combate.

En ese preciso momento, Yatchan, el hijo del carretero que vivía en la calle de atrás, rompió a llorar. Lo hacía cada vez que el maestro se enfadaba y levantaba la voz, aunque el motivo de sus llantos era en realidad las maniobras de su propia madre. La mujer del carretero recibía una buena propina del señor Kaneda para que hiciera llorar a su hijo cada vez que el maestro se enfadaba. Pero el verdadero problema no era para Kushami, sino para el pobre Yatchan. Con una madre como ésa debería estar llorando todo el día, y si el maestro no hubiera sido tan egocéntrico, pronto se habría dado cuenta de la estratagema y habría tenido más consideración hacia la pequeña víctima. Habría logrado también aplacar sus ataques de ira y, quizás, contribuir a que el pequeño tuviera una vida más larga. La actitud de la madre denotaba que su estado mental era mucho peor que el del famoso Justa Providencia, encerrado de por vida en el manicomio. El bebé no sólo estaba sometido a la tiranía de tener que llorar en tales circunstancias, sino que también debía hacerlo cada vez que a alguien se le ocurría acercarse a la valla de la casa del maestro y gritarle lindezas como «tejón de barro». En ocasiones, la horrenda mujer del carretero le hacía llorar antes incluso de que el maestro hubiera tenido la oportunidad siquiera de enfadarse. En esas ocasiones, ya no estaba claro si el motivo del enfado era el insulto o el llanto de la criatura. En realidad, para molestar al maestro no era necesaria tanta complicación. Con hacer que el niño llorase habría sido suficiente.

Según parece, antiguamente, en Europa, cuando un condenado a muerte lograba escapar se hacía una especie de muñeco y se le quemaba en la hoguera para simular el castigo no impartido. Los enemigos del maestro debían de conocer esta estrategia y la aplicaban contra el maestro, hombre de limitadas habilidades, con las armas que tenían más a mano: a través de los alumnos de la Escuela de la Nube Caída, a través de la mujer del carretero y de los llantos de su bebé. Es posible que hubiera más conspiradores en el vecindario, pero no es necesario nombrarlos a todos, pues el maestro pensaba, de hecho, que todo el vecindario conspiraba contra él. Los verdaderos enemigos del maestro bien pueden aparecer en escena en el momento más inesperado. De momento, es mejor seguir con la pelea que tenía lugar en el dormitorio.

Escuchar el llanto de Yatchan a esas horas tan intempestivas podía haber hecho enfadar al maestro. Se sentó en la cama sobre el edredón sin dar muestras de que sus entrenamientos mentales, producto de las charlas de Dokusen Yagi sobre la iluminación, hubieran causado ningún efecto en él. Se empezó a rascar violentamente la cabeza como si quisiera arrancarse la piel. La caspa acumulada durante meses caía como nevada invernal sobre sus hombros y su pijama. Era un espectáculo digno de admiración, pero había algo más en su aspecto que resultaba espectacular: su bigote estirado y puntiagudo. Podía suceder que fuera incapaz de mantenerse en su sitio cada vez que el maestro perdía los nervios, o podía ocurrir también que le hubiese dado un espasmo, y que cada pelo estuviera luchando, incapaz de mantener la simetría de las filas, por salir despavorido de una vez por todas de aquella tupida selva. La imagen era verdaderamente curiosa. El día anterior, el maestro había dedicado mucho tiempo a arreglarse el mostacho al estilo Kaiser frente al espejo y, en sólo una noche, todo el esfuerzo se había desvanecido, y las revoltosas cerdas habían vuelto a la caótica posición anterior. A su bigote le pasaba lo mismo que a su carácter. Era imposible domarlo por mucho que se intentara. Los resultados de todo un día de meditación desaparecían por completo a la mañana siguiente, como si el sol del amanecer los hubiera evaporado. Cada uno de los pelos de su bigote se mostraba tan insumiso como de costumbre. Si uno se preguntaba cómo era posible que el dueño de semejante mostacho conservase aún su puesto de maestro, la única respuesta posible era que Japón es un país de una variedad humana inconmensurable. De hecho, sólo un país con semejante diversidad es capaz de contener en un mismo espacio a seres de la ralea del señor Kaneda y sus acólitos, y hacerles pasar, además, por miembros de la misma especie animal. El maestro estaba convencido de que una sociedad con semejantes individuos no podía considerarse aún desarrollada completamente, pero tendía a pasar por alto sus propias excentricidades sin darles mayor importancia. Si quisiéramos encontrar una explicación razonable a semejante razonamiento, no nos quedaría más remedio que escribir una carta dirigida al noble establecimiento donde se aloja el magno señor Justa Providencia, a fin de que éste nos ilumine con una de sus clarividentes respuestas.

Sentado sobre el edredón, el profesor comenzó a frotarse los ojos mientras bostezaba. Después miró al armario que tenía enfrente. Alcanzaba unos dos metros de alto y estaba dividido horizontalmente en dos partes. La parte inferior tocaba casi con el edredón, así que la superior quedaba al alcance de su vista. Ambas partes se cerraban con puertas correderas enteladas, en las que había pintadas una serie de escenas acompañadas de caracteres ideográficos chinos. El tiempo había estropeado los motivos decorativos, y ahora sólo se veían restos de letras, unas impresas y otras pintadas a mano, al derecho o al revés. Fijó la vista en aquella superficie y, de pronto, sintió curiosidad por lo que allí había escrito. Ponerse a descifrar el sentido de aquellos símbolos en ese momento precisamente era de lo más inoportuno. Se había levantado de tan mal genio que habría sido capaz de golpear la cabeza de la mujer del carretero contra un pino, aunque tenía la suficiente paz de espíritu como para que le entraran ganas de leer lo que ponía en las puertas del armario. Para el maestro, aquel comportamiento era de lo más normal, y no veía nada reprobable en ello. Sus caprichos no tenían nada de particular. Era como un niño con un berrinche al que le dan un dulce para que sonría. Cuando era estudiante estuvo alojado una temporada en un templo atendido exclusivamente por mujeres. Habría unas cinco o seis monjas, y de sus habitaciones sólo le separaba una puerta corredera. Las mujeres eran famosas por su afición a las bromas, y un día decidieron gastarle una. Comenzaron a golpear rítimicamente sus cuencos de arroz con los palillos mientras cantaban:

 

El pequeño cuervo llora que llora,

y empieza a reír y en los árboles mora.

 

El maestro nunca ha sentido especial simpatía por las monjas. En cualquier caso, la letra de aquella canción expresaba a la perfección los rasgos definitorios de su carácter, pues el maestro lloraba y al momento reía, se indignaba y al segundo, y con la misma facilidad, se ponía contento. Sin embargo, ninguno de sus estados de ánimo le duraba demasiado tiempo. Era voluble, inconstante, caprichoso y superficial, o dicho más claramente, un veleta. Así que no es de extrañar que alguien como él, con un carácter tan cambiante, pasara de un estado de ánimo oscuro y amenazador, a otro de repentina curiosidad por la decoración de su armario.

Lo primero que había en el armario era una fotografía del revés de Hirobumi Itó
o
,
[93]
uno de los más ilustres políticos de la era Meiji. Se acercó un poco para ver la fecha en que estaba tomada. Vio que fue el 28 de septiembre del año once de la era Meiji, es decir, veintiocho años antes de que el actual Gobernador General en Corea estuviera dando de qué hablar. El maestro se preguntaba a qué se habría dedicado tan ilustre personaje antes de que Corea fuese un lugar en el que poder residir. Hizo un esfuerzo para leer el pie de foto: «Ministro de Hacienda». ¡Qué prohombre! ¡Qué personaje tan ilustre! Ya entonces era ministro. Más abajo aparecía de nuevo el mismo personaje, pero esta vez acostado echándose la siesta, sin darse tanta importancia. Más abajo aún se podían leer dos ideogramas que decían «Tú eres». Ahí terminaba la frase y no había nada más legible. En la siguiente línea se leía «de prisa», y de nuevo ahí concluía sin más información. Si el maestro hubiera sido un detective de la policía metropolitana de Tokio, seguramente habría despegado todo el papel que protegía el armario, la madera o incluso su contenido, aunque perteneciese a otra persona. Curiosear en las cosas de los demás es una característica propia del trabajo policial. Se conoce que como los policías en general no suelen recibir una educación adecuada, tienden a meter sus narices en los asuntos ajenos sin el menor pudor. Es normal que, dada su escasa formación, sean incapaces siquiera de contener las revueltas populares. Sería muy deseable que se comportasen con un poco más de consideración hacia los demás. Las cosas irían mejor si se estableciesen ciertas normas básicas de comportamiento. Según parece, estos servidores públicos tienen por costumbre arrestar de vez en cuando a personas inocentes y fabricar pruebas falsas. Estos servidores públicos, empleados y pagados por ciudadanos honestos, tienden a detener, a pesar de todo, a esos mismos ciudadanos que les mantienen, una muestra más de la absoluta demencia en que está inmersa la sociedad.

A continuación, los ojos del maestro dieron con otro trozo de papel junto a los pies del ministro, donde estaba dibujada la prefectura de Oita
[94]
Nada extraño. Si la cabeza estaba cerca de Corea, es lógico que sus pies estuviesen en
o
ita. Después de leer con dificultad lo que allí había escrito, el maestro levantó los brazos y los estiró cuanto pudo. Se preparaba para bostezar y, cuando finalmente lo hizo, sonó como el resoplido de una ballena que sale a la superficie después de una larga inmersión. Se puso el kimono y se encaminó pesadamente hacia el baño. Su mujer, que había esperado pacientemente junto a la puerta, entró en la alcoba y se dispuso a limpiar el polvo y a hacer la cama. Si el método de limpieza de la mujer era simple, el de aseo del marido no lo era menos. Seguía el mismo ritual desde hacía años: primero unas gárgaras, luego se peinaba cuidadosamente y, al final, con la toalla al cuello a modo de bufanda, entraba en el comedor. Cargado de un aire de nobleza venida a menos, se sentó junto al brasero.

La mención del brasero puede llevar a suponer que se trataba de uno de esos objetos tallados en maderas nobles y forrados de cobre en su interior, lacados y con dibujos de princesas o incrustaciones de nácar. Nada más lejos de la realidad. Era tan viejo que incluso a un experto en la materia le habría costado mucho trabajo identificar qué tipo de madera se había usado en él. Cualquier brasero de madera brilla cuando se limpia, pero aquella reliquia ya fuera de madera de paulonia, de cerezo o de olmo, tenía tal cantidad de polvo y hollín incrustados, que era imposible sacarle el más mínimo brillo por más que se frotase. Nadie sabía tampoco dónde se había adquirido, o si era un regalo. ¿Acaso era robado? El maestro no podía aclarar este extremo con claridad, pues lo cierto es que un pariente suyo le había encomendado el cuidado de su casa antes de morir. Cuando se trasladó a la suya, probablemente se llevó el brasero sin darse cuenta. Un descuido no justificable, de acuerdo, pero muy abundantemente repetido en este mundo de ladrones involuntarios por pura inercia. Ahí tenéis a los banqueros, por ejemplo, que creen que el dinero que cuentan y recuentan es suyo, cuando en realidad es de los clientes de su establecimiento. Los gobernantes están al servicio de los ciudadanos que han delegado en ellos su soberanía y, por tanto, deben rendir cuentas y ejercer su autoridad para solucionar los problemas cotidianos. Pero con el tiempo se acostumbran a su poder, y llegan al extremo de considerar que los ciudadanos que les colocaron en esa posición no tienen por qué exigir nada ni meterse en asuntos que no les competen. En este convulso mundo hay mucho servidor público que se comporta de esta manera tan negligente, así que tampoco se podría acusar al maestro de ser un ladrón por culpa de su inocente descuido. Si alguien lo hiciera, con igual legitimidad podríamos llamar ladrones a todos los empleados de banca.

El maestro se sentó junto al brasero, como digo, pero por mi digresión sobre tan innoble objeto, olvidé mencionar que también se sentó a la mesa. A su lado estaban sus tres hijas: Tonko, la mayor, aficionada a confundir las palabras, Sunko, la mediana, con predilección por los maquillajes, y la nena, la pequeña, que tenía por costumbre limpiarse la cara con el trapo de fregar el suelo. Las tres tomaban su desayuno absortas. El maestro las miró con la misma mezcla de imparcialidad y disgusto. En la cara de Tonko había unas líneas similares a los contornos de las antiguas espadas usadas por los primeros europeos que pisaron el país. La de Sunko tenía los rasgos de esas niñatas engreídas que a veces se ven por los parques, y brillaba como una de las bandejas típicas de Okinawa. La pequeña, por su parte, tenía una cara de lo más peculiar. En lugar de ser alargada en sentido vertical, lo era en sentido horizontal. Por mucho que variasen los gustos de la gente, no creo que una cara como la suya llegase a estar de moda. El maestro cavilaba de vez en cuando sobre el futuro de sus hijas. Algún día, en cuanto se descuidase, llegarían a su mayoría de edad, y eso se apreciaba en el hecho de que crecían sin parar, casi a ojos vista, como lo hacían los brotes de bambú del templo Zen de al lado de casa. Cuando apreciaba algún nuevo indicio de su crecimiento, le embargaba un ataque de pánico, como si alguien estuviera a punto de darle alcance en una persecución. A pesar de su disparatada forma de pensar, se daba cuenta de que antes o después tendría que sentarse a planificar el futuro de sus hijas. Se sentía incapaz de ello, pero si ni siquiera era capaz de eso, habría sido mejor no tenerlas. En el fondo, el maestro era un hombre como todos, es decir: propenso a crearse problemas y dificultades que después no sabía cómo manejar.

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