Authors: Natsume Soseki
Tan pronto como llegué a la cocina, vi que en el suelo había dos pisadas con trazos de barro. Un tercer paso se dirigió hacia algún objeto que, al ser golpeado, hizo un ruido estrepitoso al romperse en el silencio sepulcral de la noche. Yo me sentía como si me estuvieran pasando por la espalda un cepillo a contrapelo. Durante un momento no se escuchó nada. La señora seguía roncando plácidamente. El maestro probablemente soñaba con su dedo pulgar atrapado entre las páginas de su libro rojo. Poco después se escuchó el sonido de una cerilla prendiéndose. Por muy ladrón que fuese, aquel tipo era incapaz de ver como yo en la oscuridad total de la cocina. Algo poco conveniente para sus propósitos.
Me preguntaba cuál sería el próximo movimiento del intruso. ¿Se dirigiría por detrás de la cocina hacia el cuarto de estar, o giraría a la izquierda a través del zaguán para llegar hasta el estudio? Escuché el sonido de unas puertas correderas y pasos en la galería. Había elegido el estudio. Después, silencio total.
Se me ocurrió que sería todo un detalle por mi parte despertar al maestro y a su mujer antes de que fuera demasiado tarde. Pero, ¿cómo? Se me ocurrieron un par de ideas al respecto, pero ninguna resultaba razonable o factible a corto plazo. Pensé que quizás podía despertarles si les tiraba de las sábanas. Lo intenté dos o tres veces pero mis esfuerzos fueron en vano. En ese momento se me ocurrió que sería mejor si restregaba mi nariz fría y seca por la mejilla del maestro. Puse mi nariz en su cara y lo único que recibí como respuesta fue un golpe seco en la cabeza. El maestro no se despertó pero volvió a golpearme, esta vez en la nariz. La nariz, incluso la de los gatos, es un punto extremadamente sensible, que duele de un modo indecible cuando se la golpea. A pesar del dolor, insistí. Como no se me ocurría nada más, arranqué a maullar con todas mis fuerzas.
Lo intenté al menos un par de veces, pero por alguna extraña razón la voz no me salía del cuerpo. Cuando, finalmente, tras un inconmensurable ejercicio de disciplina logré que me saliera un tímido maullido, el maestro me mandó callar inmediatamente. A pesar de mis esfuerzos, seguía dormido como un tronco. Agucé el oído y volví a escuchar al ladrón, allá en el estudio. Sus pasos se fueron acercando por la galería. Ya está, me dije. No hay nada más que pueda hacer. Me escondí entre la puerta corredera y un cesto de mimbre de tal manera que, desde la seguridad de mi escondite, pudiera observar al criminal en plena acción.
Los pasos avanzaron hasta la misma entrada del dormitorio. Se detuvieron justo delante de la puerta corredera. Contuve la respiración. Cada nervio de mi cuerpo esperaba en tensión el siguiente movimiento. Me di cuenta, con horror, de que todos los sentidos que en ese momento estaban avizor, eran los mismos que me habrían hecho falta para cazar ratones. Era como si el alma se me fuera a salir por los ojos. Estaba en deuda con el ladrón: a pesar de que me había propuesto firmemente no dedicarme nunca a la persecución de roedores, gracias a él podía sentir, al menos una vez en la vida, la emoción inherente a la caza.
Al instante siguiente, el tercer cuadrado de papel situado en la mitad superior de la puerta corredera empezó a cambiar de color y se oscureció como si lo hubiera mojado la lluvia. Miré hacia allí y vi en la oscuridad un objeto rojo pálido. Una lengua húmeda y rojiza se posó sobre el papel, y al instante desapareció. En el agujero resultante apareció algo brillante, amenazadoramente brillante: el ojo del ladrón. Extrañamente, ese ojo parecía no prestar la más mínima atención a los objetos de la habitación, sino que se concentraba exclusivamente en mí. El terrible escrutinio no duró más de un minuto, pero a mí me pareció una eternidad. La intensidad de aquella mirada me resultó intolerable, y me preparé mentalmente para salir pitando en cuanto la puerta se abriera y el ladrón apareciese.
En este punto del relato, lo adecuado sería, según los cánones clásicos de las narraciones, hacer una breve descripción de ese extraño e inesperado visitante. Pido indulgencia a los lectores por esta pequeña digresión que quedará perfectamente justificada una vez exponga su oportunidad y pertinencia. Mi digresión tiene la forma de una declaración, y está basada en mi humilde opinión sobre la naturaleza de lo omnipotente y lo omnisciente.
Desde tiempos inmemoriales se ha dotado a Dios de omnipotencia y omnisciencia. Es, en concreto, al Dios de los cristianos, al que durante al menos los últimos veinte siglos le han atribuido esas cualidades. Sin embargo, el hombre de la calle puede advertirlas como si fueran, justamente, lo contrario: es decir, impotencia e ignorancia. Hay en ello una evidente paradoja de la que poca gente parece percatarse, y yo siento un inevitable orgullo por este descubrimiento mío que evidencia que no soy un gato lo que se dice corriente. Por lo tanto, y a fin de poner en su sitio a esos majaderos acostumbrados a burlarse de los gatos, ofrezco el siguiente análisis de esta paradoja, que llevaría mi nombre si efectivamente tuviera uno. Según tengo entendido, Dios creó todas las cosas del mundo en siete días, de donde se deduce que también creó a los gatos. De hecho, creo que este principio se establece como una verdad fundamental en un libro al que los humanos llaman la Biblia. La especie humana ha estado registrando durante miles de años datos y observaciones sobre los hechos cruciales de la humanidad. De ahí se deriva la enorme acumulación de referencias concernientes a cualquier hecho particular, sea éste cual sea. Eso provoca la admiración de los hombres hacia sus propias capacidades y profundiza en su creencia en la omnisciencia y omnipotencia de Dios. El hecho concreto al que me refiero es, que aunque los seres humanos atestan con su presencia cada rincón de la Tierra, no existen dos con la misma cara. Los elementos constituyentes de esas caras son fijos: dos ojos, dos orejas, una nariz, una boca. Es más, las dimensiones generales de esos elementos suelen ser similares. Sin embargo, y a pesar de que las miríadas de caras humanas sobre el planeta están construidas con el mismo material básico, el resultado final es de una infinita variedad. La reacción de la raza humana no es sólo la de maravillarse ante la apariencia individual de cada uno de sus individuos, sino también la de admirar la increíble capacidad del Creador que, utilizando unos pocos materiales simples y uniformes, ha logrado producir una enorme cantidad de variantes, todas diferentes. Con seguridad, sólo una capacidad e imaginación infinitas y originales pueden dar lugar a semejante e infinita variedad de individuos. Incluso el más grande de los pintores, por mucho que se empeñe en una empresa similar, sólo llegará a producir en toda su vida doce o trece piezas maestras. Es natural, por tanto, que la humanidad se sienta impresionada por la infinita capacidad del Creador a la hora de producir personas tan distintas las unas de las otras. Es algo imposible de alcanzar para los pobres humanos, seres limitados, y es lógico que admiren ese proceso como un rasgo de divinidad atribuible a la omnipotencia del Creador. De ahí nace su interminable admiración por Dios, algo perfectamente comprensible si se observa desde este punto de vista.
Sin embargo, si los mismos hechos se consideran desde el punto de vista de los gatos, la conclusión es la opuesta: Dios, si bien no del todo impotente, tiene al menos una capacidad limitada, incluso diría que adolece de cierta incompetencia. Su capacidad creativa no es mucho mayor que la propia de un hombre atolondrado. Se supone que Dios creó tantas caras como personas existen. Pero uno no puede evitar pensar que lo que ocurrió en realidad es que le faltó seguridad en el trazo. Al intentar crear a todos los seres humanos iguales partiendo de los mismos materiales, debió de encontrar la tarea imposible y, en consecuencia, produjo una larga serie de modelos que El quería iguales, pero que finalmente derivaron en un desorden de proporciones bíblicas. La infinita variedad de caras humanas se puede contemplar a un tiempo como prueba de su éxito o como constatación de su fracaso. Sin saber a ciencia cierta cuáles eran sus objetivos cuando puso en marcha la creación, sólo se puede decir que la variedad de caras humanas puede ser un argumento tanto para apoyar su omnipotencia como para demostrar su incompetencia.
Consideremos ahora los ojos de que Dios dotó a los humanos. Los empotró por pares en la superficie plana de la cara de sus propietarios y, por tanto, imposibilitó que pudieran enfocarse simultáneamente hacia el lado derecho y el izquierdo de la misma. En consecuencia, los ojos de los hombres son incapaces de captar de una sola vez más de un objeto en un momento concreto. Siendo incapaces de ver en conjunto, incluso en lo referido a los hechos cotidianos que les afectan, no es de extrañar que se centren en los aspectos unidireccionales de la realidad, y tampoco es extraño que caigan rendidos de admiración por su Creador. Cualquier criatura que vea las cosas en su conjunto reconocerá que, si bien es muy difícil crear infinitas variaciones de un modelo, es igualmente difícil concebir absolutas similitudes entre esos prototipos. Si le hubiesen pedido a Rafael que pintase dos retratos exactamente iguales de la Virgen María, se habría dado cuenta de lo imposible que habría sido realizar tal encargo, pues finalmente habría pintado dos cuadros completamente diferentes en absolutamente todos sus detalles. De hecho, puede que pintar retratos similares sea la más dura de todas las tareas posibles.
Kobo Daishi
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no fue sólo un gran maestro, sino el mayor de todos los calígrafos de su tiempo. Pero si un buen día le hubieran pedido que repitiera exactamente el ideograma de su propio nombre, habría sido incapaz de hacerlo. Consideremos, además, la naturaleza del aprendizaje del idioma. Los seres humanos aprenden las diferentes lenguas exclusivamente por imitación. Reproducen los sonidos emitidos diariamente por sus madres, por sus niñeras, o por cualquiera a quien puedan escuchar. Es decir, aprenden sin el más mínimo atisbo de iniciativa o inventiva. Toda su atención e interés se centra en la pura imitación. Después de diez o veinte años, el lenguaje aprendido por imitación se manifestará en distintas pronunciaciones. Ese hecho demuestra su total incapacidad de producir imitaciones perfectas. Lograr imitaciones exactas es algo extraordinariamente difícil. Si Dios hubiera demostrado ser capaz de crear seres humanos indistinguibles los unos de los otros, habría sido algo digno de admiración. Si hubiera creado algo parecido a esas máscaras de mujer gorda que parecen todas sacadas del mismo molde, se podría demostrar, aunque sólo fuera someramente, su omnipotencia. Pero en el estado actual de las cosas, en el que cada cara es un poema, ese desbarajuste sólo puede interpretarse como una demostración fehaciente de su limitada capacidad creativa.
Confieso que, llegado a este punto, he olvidado completamente el motivo que me ha llevado a comenzar esta digresión. Estos olvidos son muy frecuentes en la especie humana, así que espero también sean excusables en un gato. Lo cierto es que todos estos pensamientos se agolparon en mi mente a causa de la excitación que me produjo el ladrón cuando abrió las puertas correderas y se plantó ante mis ojos. ¿Por qué? ¿Por qué su aparición motivó en mí todos esos pensamientos y me hizo alumbrar toda esta teoría crítica, a mi entender irrefutable, sobre la omnipotencia divina?
Cuando vi la cara del ladrón todas mis teorías sobre la incompetencia de Dios como creador de rostros iguales, se vinieron abajo de golpe. ¡Puesto que la cara de aquel ladrón era la viva imagen de la de nuestro apuesto y muy querido Kangetsu! Por supuesto, yo no tenía amigos entre la hermandad de los ladrones, pero basándome en sus reprobables comportamientos, me había hecho una idea clara de cómo debía ser el rostro de un ladrón. Un rostro que, en este caso concreto, no coincidía en absoluto con el del ladrón allí presente. Siempre había pensado que los orificios nasales de un ladrón debían ser anchos y ocupar gran parte de su cara, a izquierda y derecha; sus ojos debían ser pequeños como los de una moneda de céntimo, y su cabeza debía estar rapada al uno. Pero había una enorme diferencia entre esa imagen preconcebida y lo que yo contemplaba en aquel momento. No es bueno dejar a la imaginación libertad absoluta. El ladrón era alto, delgado, moreno y tenía las cejas arqueadas. En conjunto, se trataba de un ladrón muy moderno. Como Kangetsu, parecía rondar los veintiséis o veintisiete años. Desde luego, si Dios había sido capaz de operar tales semejanzas, no se le podía calificar en absoluto de incompetente. A decir verdad, el parecido era tal, que mi inmediata reacción fue preguntarme si Kangetsu no se había vuelto loco al irrumpir en mitad de la noche para venir a contar a mis amos sus cuitas amorosas. Pero cuando me di cuenta de la ausencia total de bigote, caí en la cuenta de que aquel intruso no podía ser Kangetsu.
Kangetsu era apuesto y masculino. Dios le creó con tal esmero y cuidado, que no es de extrañar que esa tarjeta de crédito andante de Tomiko, cayera rendida a sus pies. A juzgar por su apariencia, el atractivo de este ladrón para la mujeres debía de ser igual que el de Kangetsu. Si la chica de los Kaneda quedó obnubilada por los ojos y la boca de Kangetsu, lo lógico era pensar que le habría sucedido lo mismo con ese ladrón. Es más, raro sería que no se enamorase de él también. Rápida de mente y sagaz, habría encontrado un inmediato parecido con Kangetsu y habría aceptado al ladrón como sustituto sin dudarlo; le habría adorado en cuerpo y alma, y prometido felicidad conyugal hasta que la muerte los separase. Si por alguna razón personal, o bien por los continuos sermones de Meitei, Kangetsu terminaba por renunciar a su compromiso matrimonial con la señorita Kaneda, ésta podía estar tranquila de tener al ladrón a su alcance. Mi imaginación volaba y al menos me tranquilicé en lo que al futuro de Tomiko se refería. Mientras aquel intruso existiese, la felicidad de la hija de los Kaneda estaba asegurada pues tendría un marido en la reserva.
El ladrón llevaba algo bajo el brazo. Me fijé y vi que era la manta corroída que un rato antes el maestro había lanzado a su estudio. Plantó sus pies sobre el
tatami
. Vestía de corto y sus piernas, desnudas hasta la rodilla, estaban pálidas. Llevaba puesto una especie de
kimono
corto ceñido con un cinturón de seda gris azulado que le caía desaliñadamente por las caderas. En ese momento, el maestro se dio la vuelta, aún dormido como un tronco, y, probablemente, soñando con que su dedo estaba siendo atacado por el libro rojo, gritó: «¡Es Kangetsu!». El ladrón soltó la manta y dio un respingo hacia atrás como si se hubiera topado con un escorpión. A través de las puertas correderas de papel podía ver un par de piernas temblorosas. El maestro, atrapado en el sueño, murmuró algo sin sentido y apartó el libro hacia un lado. Empezó a rascarse el brazo ruidosamente como si hubiera contraído la sarna. De pronto se calmó y siguió plácidamente dormido con su cabeza fuera de la almohada. Su grito no tuvo nada que ver con la realidad de lo que sucedía en aquel instante, sino con algo que estaba soñando. Pero el ladrón se quedó en silencio un buen rato en la galería, a la expectativa de nuevos acontecimientos. Cuando comprobó que el maestro y su mujer estaban totalmente dormidos, volvió a introducir un cauteloso pie en la habitación. Acto seguido introdujo el otro pie.