Authors: Natsume Soseki
Las niñas, en cambio, no parecían preocuparse por nada y vivían felices. No se imaginaban las preocupaciones de su padre, y comían con ganas. La única que parecía a disgusto era la pequeña. Sólo tenía tres años, así que para comer le daban un cuenco y unos palillos adecuados a su edad. Pero era una inconformista, e irremediablemente se apoderaba de los de su hermana mayor, aunque después fuese incapaz de manejarlos. Eran demasiado grandes para sus manitas, pero se peleaba con ellos sin darse jamás por vencida. Su imagen me recordaba la de muchos hombres de espíritu similar. Son pequeños en todo, en capacidad, en competencia y espíritu. Sin embargo, se aferran a sus puestos que les vienen grandes con tal de no perderlos a favor de otro más capacitado. Esas actitudes, no obstante, no suelen surgir por generación espontánea. Lo hacen durante la infancia, precisamente en ese cándido momento de la vida en el que se encontraba la pequeña de las hijas del maestro. Pero, una vez se desarrollan esas actitudes, ni la educación ni la disciplina son capaces de corregirlas. La pequeña se había apoderado del cuenco y de los palillos de su hermana, y los intentaba manejar aun a cosa de un ímprobo esfuerzo. Metió los palillos en el cuenco pero, en lugar de sacarlos, los empujó aún más hasta lograr que el recipiente se inclinase derramando la salsa contenida en su interior. El líquido fluyó por la mesa y acabó desparramándose sobre su ropa, pero a ella no le preocupaban esas cosas tan insignificantes. Era caprichosa e insistente, y continuó sin inmutarse con su lucha particular. Al final tiró de los palillos con fuerza, y sólo alcanzó a sacar con ellos unos miserables granos de arroz. Los granos acabaron pegados en su nariz y en las mejillas, es decir, en cualquier sitio excepto donde debían acabar. Sin duda, aquélla era una forma extraña de alimentarse. Viendo aquella escena, me vino a la cabeza el señor Kaneda. A la gente como él, a los poderosos que utilizan su dinero para importunar a los demás, habría que decirles que si persisten en su actitud acabarán como los granos de arroz de la hija del maestro: serán abandonados por todos, especialmente aquellos a quienes más atacan y sólo encontrarán la compañía de unos cuantos pelotilleros y aduladores sin futuro.
Tonko, la mayor, una vez despojada de su cuenco y sus palillos, se resignó a comer con los de la pequeña, pero ambos eran diminutos, y en un abrir y cerrar de ojos se terminó su ración. Tuvo que rellenar tres o cuatro veces su cuenco hasta quedar satisfecha. Probablemente estaba aburrida de tanto trajín, así que agarró el cucharón directamente para ahorrarse esfuerzos. Dudó unos instantes entre si servirse o no de esa manera. Al final se decidió. Le gustaba especialmente el arroz medio tostado que se quedaba pegado al fondo. Lo cogió, y mientras estuvo en el cucharón no ocurrió nada, pero cuando quiso dejarlo sobre el cuenquito, el arroz rodó por la mesa y acabó desparramado sobre el tatami. Ni se inmutó. Recogió el arroz del
tatami
y, para mi sorpresa, volvió a echarlo en la cazuela; sin duda, un gesto ciertamente impropio de una señorita. Pero todo este sucio asunto no terminó ahí. Cuando Tonko acabó el arroz de su pequeño cuenco, miró la cara de su hermana pequeña, que seguía afanándose por capturar algún grano de arroz y le dijo:
—Estás horrible, nena. ¡Mira qué pinta tienes! —Y le limpió a su hermana la cara. Empezó quitándole los granos de arroz que tenía pegados en la nariz. Me quedé completamente anonadado cuando comprobé que, en lugar de tirarlos o devolverlos al cuenco, empezaba a comérselos uno a uno. Siguió con los granos que se habían adherido a sus mejillas. Entre todos no sumarían más de veinte en total. Dio buena cuenta de todos ellos, hasta que la cara de su hermanita quedó limpia y resplandeciente. Sunko, la mediana, que hasta ese momento había comido en silencio su ración de arroz y nabo en salmuera, cogió un trozo de batata caliente y se lo llevó a la boca. No hay nada más difícil que comer que la batata caliente, pues el tubérculo suele conservar el calor, y si no se tiene cuidado es fácil abrasarse la boca. Algo que le puede suceder fácilmente a un adulto experimentado, así que todavía le podría ocurrir con mayor facilidad a una niña aún no versada en el complejo arte de la ingestión de tubérculos ardientes. Se lo metió en la boca y se quemó. Presa del pánico, lo escupió sin ninguna consideración, y el trozo de batata acabó desparramado en mitad de la mesa. La ocasión era propicia para la pequeña. Ni corta ni perezosa, se lanzó a por aquel inesperado bocado y se lo zampó sin inmutarse.
El maestro había presenciado la escena sin decir una sola palabra, como si estuviera teniendo lugar en otro planeta. Se había tomado el desayuno concentrado en sus propias preocupaciones y daba la sensación de que, respecto a la educación de sus hijas, había adoptado una política de no intervención. No tardaría mucho tiempo en ver cómo se alejaban de su casa, acompañadas de sus respectivos amantes. Él, concentrado en su arroz y en su sopa, se limitaría a verlas partir. Era un hombre sin muchos recursos personales, pero si nos fijamos en esos hombres de hoy en día, que parecen tan capaces, comprobaremos con sólo rascar un poco en la superficie que lo único que saben hacer es mentir y engañar para ganarse la simpatía de la gente, sobornar a los demás para hacerse ricos o usar la fuerza para amenazar y quitarse del medio a quienes les molestan. Los jóvenes en edad escolar, qué remedio, tienen por modelos a estos personajes, y todos sus esfuerzos se concentran en emularlos hasta el último detalle. Creen que de otra manera no llegarán a nada en la vida. Para ser hombres del mañana, deben hacer lo que esté en su mano con tal de lograrlo, aunque sus acciones sean despreciables e impropias de personas educadas. Esa manera de actuar no se puede calificar de diligente, sino que es una muestra palmaria de holgazanería. Soy un gato, y soy japonés, y, por tanto, poseo un cierto espíritu patriótico. Así que cada vez que veía a uno de esos holgazanes me daban ganas de expulsarlo del país para siempre. Si no se hacía nada al respecto, la patria japonesa no sacaría nada en claro, ni ningún beneficio. Una nación que tolera a semejantes individuos y, de alguna manera, los premia, lo único que consigue es desprestigiarse a sí misma a la larga. No es fácil comprender por qué hay tantos japoneses holgazanes. Quizás porque su conciencia no está tan limpia como la de los gatos. Parece exagerado, pero así es. Si de lo que se trata es de comparar al maestro con esos mequetrefes desde el punto de vista moral, es justo confesar que se trataba de una persona muy por encima de la media. Quizás fuera un poco simple de mente, pero, por esa misma razón, carecía de malicia, de astucia o de afán de avasallar a los demás.
El maestro terminó su desayuno sin abrir la boca, se puso su
kimono
, subió al
rickshaw
que le esperaba en la calle, y se dirigió a su cita en la comisaría de policía. Cuando le preguntó al cochero si sabía dónde estaba el barrio de Nihon-zutsumi, éste se limitó a sonreír con perspicacia. Creo que fue una estupidez por parte del maestro remarcarle al cochero que se dirigía al barrio de los burdeles. Una vez se marchó, su mujer aprovechó para servirse su desayuno. Les dijo a las niñas:
—Daos prisa o llegaréis tarde al colegio.
Las niñas no hacían ni caso:
—Hoy no hay colegio —dijo una.
—Por supuesto que sí. ¡Hala!
—Pero ayer el profesor dijo que hoy no había colegio —insistió la mayor de las hermanas.
En ese momento, la señora Kushami empezó a sospechar que quizás las niñas tuvieran razón. Se dio la vuelta y miró el calendario para comprobar la fecha. El día estaba marcado en rojo por ser fiesta nacional. Me sorprendió que el maestro enviase a la escuela una nota diciendo que no iría a trabajar, y que no hubiese sido lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que era fiesta. Igualmente, me sorprendió que la señora no se hubiera dado cuenta cuando fue hasta la oficina de correos a mandar la carta. Y, aún más, que Meitei no dijera nada el día anterior. Quizás no lo sabía, o quizás es que prefería no saberlo.
La señora Kushami, aplacada en sus prisas por la noticia, le dijo a las niñas:
—Bueno, pues id fuera a jugar. Pero haced el favor de comportaros como es debido.
Durante la siguiente media hora la paz reinó en la casa, y no sucedió nada digno de reseñar. De pronto, como caída del cielo, apareció una visitante inesperada. Por su aspecto, debía de ser una estudiante. Tendría unos diecisiete o dieciocho años, calzaba unos zapatos con el tacón retorcido por el uso y vestía una
hakama
morada. Llevaba dos grandes coletas sujetas con algún tipo de artilugio que parecía un ábaco. Sin anunciarse, se presentó en la cocina. La señora Kushami la reconoció. Era una sobrina del maestro. Tenía el precioso nombre de Yukie, nieve, pero ella, lejos de parecerse a un bello paisaje nevado, tenía unos rasgos de lo más anodino, iguales que los que puede tener cualquier chica con la que nos crucemos por la calle.
—Hola tía —dijo entrando en el comedor. Acto seguido se sentó al lado de la caja de costura de la señora.
—Hola cariño, qué pronto has venido.
—Como es fiesta, pensé que podía venir a veros. He salido de casa a las siete y media.
—¿Por alguna razón en especial?
—No, pero hacía mucho que no os veía, y tenía ganas de saludaros.
—Bueno, pues quédate un rato. Tu tío volverá pronto.
—¡Se ha ido ya, tan pronto! Qué cosa tan extraña...
—Pues sí. Además, también él tenía que hacer una visita de lo más extraña. A la comisaría. ¿No te parece raro?
—¿Para qué?
—Han cogido al ladrón que nos robó la pasada primavera.
—Y ha tenido que ir a declarar. Qué aburrimiento.
—No, no. Ha ido a recoger lo que nos robaron. Parece que lo han encontrado todo. Ayer mismo vino un policía a avisarnos.
—Ya entiendo. Es por eso que se ha levantado tan pronto. No es su costumbre, desde luego. Si no, me apuesto lo que quieras a que estaría todavía durmiendo.
—Por supuesto. No conozco a nadie tan dormilón como él. Esta mañana, sin ir más lejos, se ha levantado de muy malas pulgas. Ayer me dijo que le despertara a las siete, y cuando lo he hecho, se ha limitado a darse media vuelta y a seguir durmiendo como si nada. Estaba preocupada por si no llegaba a tiempo a su cita, así que le he vuelto a llamar. Lo único que ha hecho ha sido gruñir. ¡Me he puesto furiosa!
—Me pregunto por qué tendrá este hombre siempre tanto sueño. A lo mejor es porque está mal de los nervios —dijo con amabilidad la sobrina.
—No lo sé.
—Es de los que pierden los nervios con facilidad. Me sorprende que siga dando clases en esa escuela en la que trabaja.
—Pues a mí me han dicho que en la escuela es amabilísimo.
—Eso empeora las cosas. Una fiera en casa y un encanto fuera.
—¿Qué quieres decir, cariño?
—¿No te parece fatal que aquí se comporte como un demonio y que en cuanto pasa por el umbral de la escuela se transforme en un angelito?
—Pero no sólo es cuestión de lo insoportable que es. Siempre me está llevando la contraria. Si tú dices izquierda, él te dice derecha. Si dices derecha, él izquierda. Y tú pídele algo, que no lo hará. Tiene la cabeza más dura que una muía.
—Yo creo que es un cascarrabias. No hay nada que más le guste que llevar la contraria. Cuando quiero que haga algo, le pido que haga justo lo contrario. No falla. Por ejemplo, el otro día quería que. me comprase un paraguas y le insistí en que no quería ninguno, porque ir por ahí con paraguas era afectado. Al final acabó comprándomelo.
La señora Kushami soltó una carcajada:
—Qué lista eres. A partir de ahora seguiré tu ejemplo.
—Deberías. No habrá nada que se te resista.
—El otro día llamó un hombre que vendía seguros y trató de convencer a tu tío de lo importante y necesario que era tener uno. Se tiró una hora hablando con él e intentando convencerlo de las ventajas. Pero el muy cabeza cuadrada no se dejó convencer. ¡Como si no se diera cuenta de que tiene tres niñas, y ni un yen en el banco! Si se hubiera dignado a contratar un seguro, por pequeño que fuera, ahora nos sentiríamos un poco más tranquilas. Pero es un zoquete y no se preocupa por nada más que por sí mismo.
—En efecto. Si os sucede algo, me temo que estaréis en un aprieto —Me pareció que la jovencita no hablaba como correspondería a su edad. Sonaba más adulta de lo que era.
—Al menos fue divertido escucharle discutir con el vendedor. Decía: «De acuerdo, coincido con usted en la necesidad de tener un seguro hoy en día. Deduzco que, precisamente por esa circunstancia, es por lo que existen las compañías de seguros». Y, a pesar de eso, insistía en que nadie necesitaba un seguro a menos que estuviese convencido de que se iba a morir en breve.
—¿En serio dijo eso?
—Lo dijo. El vendedor le contestó: «Por supuesto, señor. Si nadie se muriese nunca, las compañías de seguros no tendrían ningún sentido. Pero la vida humana, por muy larga y saludable que pueda llegar a ser, es algo frágil y precario. No hay nadie que pueda evitarle a usted y a su distinguida familia los riesgos que existen en este mundo». A lo que tu tío contestó: «Mire usted. Yo he decidido no morirme, al menos a medio plazo, así que, en lo que a mí respecta, no tiene por qué preocuparse». ¿Puedes imaginarte a alguien diciendo semejantes idioteces?
—¡Qué tonto! Uno se muere cuando toca, por mucho que decida lo contrario. Yo, por ejemplo, decidí que iba a aprobar los exámenes, y sin embargo he suspendido.
—El vendedor de seguros dijo exactamente lo mismo: «La vida no se puede controlar, señor mío. Si la gente pudiera alargar su vida simplemente con desearlo, nadie se moriría nunca.
—¡Qué razón tiene, el vendedor de seguros!
—Desde luego. Pero tu tío no se daba cuenta de nada. Se limitaba a jurar y perjurar que él no pensaba morirse nunca: «Me he hecho el firme propósito», se limitó a decirle con orgullo al vendedor.
—Vaya chinche.
—Desde luego. Una chinche. Se limitó a despreocuparse del asunto y a decir que era mucho mejor tener los ahorros en el banco que en la prima de un seguro.
—¿Pero es que tiene ahorros?
—Por supuesto que no. El día que se muera no nos dejará ni un céntimo.
—Yo estaría preocupadísima. Me pregunto de dónde habrá sacado esas peculiaridades. Ninguno de sus amigos se parece a él, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Es único en sus rarezas.