Soy un gato (54 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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Meitei debió de pensar que la charla de su tío se estaba poniendo algo plomiza, y rápidamente le interrumpió:

—Tío, no cabe duda de que el shogunato fue una excelente institución, pero el actual gobierno también merece nuestra consideración. Antiguamente no existían, por ejemplo, instituciones como la Cruz Roja, ¿no es cierto?

—No. No había nada como la Cruz Roja. También hoy existen otras innovaciones interesantes. Los tiempos modernos nos han dado la oportunidad de permitirnos ver en persona a los miembros de la familia imperial, algo absolutamente prohibido antes. He vivido muchos años, y ha sido sólo ahora cuando les he podido ver en la Asamblea General de la Cruz Roja. Si muriese esta misma noche, créeme, sería un hombre feliz.

—Está bien que haya visto usted de nuevo las calles de Tokio, tío. ¿Sabes, Kushami, que mi tío vino expresamente desde Shizuoka para la Asamblea General de la Cruz Roja que se ha celebrado en Ueno? Por eso lleva esa levita que le compré hace poco en la tienda de Shirokiya.

En efecto, el tío vestía una levita, de eso no cabía duda. De lo que sí que dudaba era de que fuera de su talla. Las mangas le quedaban demasiado largas, y el cuello demasiado estrecho. En la espalda se le formaba una especie de hondonada pantanosa, y en cada sisa se apreciaba un saliente pronunciado. Ni a propósito se podría haber hecho tan rematadamente mal una levita como aquélla. Pero, por si no bastara con eso, debajo llevaba una camisa de cuello blanco totalmente fuera de lugar, que dejaba su nuez al descubierto cada vez que levantaba la cabeza. Era imposible determinar si la corbata la llevaba por dentro o por fuera de la camisa. A pesar de todo, al menos la levita tenía un pase. Lo más extraño era que su pelo cortado al rape, se remataba en la nuca con una prominente coleta. Después de observar el efecto tan estrafalario que ofrecía todo el conjunto, me fijé para ver si llevaba encima el famoso abanico de metal al que Meitei había hecho referencia en alguna ocasión. Y sí, allí estaba, sobre sus rodillas.

El maestro reaccionó finalmente, y, a pesar de haber quedado tan asombrado al ver la extraña indumentaria del hombre, mantuvo la discreción seguramente gracias a sus recientes ejercicios de entrenamiento mental. Si comparaba las descripciones de Meitei sobre las rarezas de su tío con lo que tenía delante, la realidad superaba toda expectativa que hubiera podido tener. Si las marcas de su viruela merecían un estudio histórico, más lo merecía el peinado del anciano y su abanico de metal. El maestro estaba ansioso por preguntarle sobre el origen de aquel fantástico objeto, pero debió de pensar que no era adecuado entrar en el tema tan directamente. No le quedó más remedio que limitarse a cuestiones superficiales:

—¿Y había mucha gente en esa Asamblea?

—Muchísima. No hacían más que mirarme. La gente se ha vuelto tremendamente molesta. Eso no pasaba en los tiempos del
shogun
.

—Desde luego. Antiguamente las cosas no eran así —confirmó el maestro como si él mismo hubiera vivido en aquella época. Al decir estas cosas no pretendía mostrar sus conocimientos sobre los hábitos de las gentes de antaño. Simplemente decía lo primero que se le pasaba por los oscuros vericuetos de su cerebro.

—Es más, todos se quedaban mirando embobados mi rompeyelmos.

—¿Se refiere a ese abanico metálico? Debe de ser muy pesado —se atrevió a decir el maestro.

—Cógelo Kushami. Ya verás cómo pesa. Tío, ¿se lo presta un segundo?

Lentamente, el anciano lo alzó con ambas manos y con un cortés «por favor» se lo entregó. Mostraba el mismo respeto que los peregrinos del templo Kurodani, en Kioto, cuando ponen sus manos en el sable de Naozane Kumagai.
[85]
El maestro lo examinó detenidamente y se lo devolvió con el mismo respeto. —En efecto, es muy pesado.

—Todo el mundo cree que es un abanico metálico, pero en realidad se trata de una cosa bien distinta. —¡Ah, sí! ¿Qué es entonces?

—Es un instrumento para romper yelmos. Cuando el enemigo se quedaba sin sentido, se le asestaba un golpe mortal sobre el yelmo. Creo que éste en concreto es del siglo
xiv
. Es posible que lo usara el mismísimo general Masashige.
[86]

—¿En serio, tío? ¿Es el rompeyelmos del general Masahige?

—No está completamente claro a quién perteneció esta belleza, pero lo que es cierto es que fue fundida en 1335.

—Será tan antiguo como dice, tío, pero no sé si sabrá que se ha convertido en la principal preocupación de nuestro amigo Kangetsu. Verás, Kushami, cuando salimos de la Asamblea en Ueno se me ocurrió pasar por la universidad para hacerle una visita, y pensé que sería una buena idea llegar hasta el Departamento de Ciencias. Una vez allí, entramos en el laboratorio de física, y como resulta que el rompeyelmos es de hierro, todos los equipos magnéticos se volvieron completamente locos. ¡No veas la que armamos!

—No creo. Es imposible que fuera debido al rompeyelmos. ¡Es hierro puro del periodo Kemmu!
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Hierro de la mejor calidad. Completamente puro.

—No es cuestión de la calidad del hierro. Cualquier objeto de ese material habría provocado el mismo efecto. El propio Kangetsu me lo dijo, pero no se preocupe por esa insignificancia, tío.

—¿Kangetsu? ¿Es ése que estaba puliendo aquellas bolas de vidrio? Un caso triste. Es un chico demasiado joven. Debería estar haciendo algo más productivo que pulir bolas de vidrio.

—Bueno —dijo Meitei—. Supongo que estará rindiendo a base de bien. Ésa es su especialidad, de hecho, y, una vez que sepa pulir adecuadamente, seguramente se labrará un futuro como docente.

—¡Qué cosa tan extraordinaria que alguien puede labrarse un futuro a base de pulir bolas de vidrio! Si es así como dices, el camino para la obtención de cátedras universitarias parece abierto a cualquiera, me temo. Incluso para mí. Pero yo creo que, en ese caso, para obtener una carrera como profesor en la materia, los cristaleros deberían llevar ventaja, ¿no? —Entonces se volvió al maestro—. ¿Sabe? En la antigua Catay, a esos pulidores de vidrio se les conocía como «canteros», y eran todos de una extracción social ínfima.

El maestro inclinó lentamente su cabeza en gesto de asentimiento, y dijo:

—En efecto.

—Ahora parece que todos los jóvenes se dedican al estudio de las ciencias, y no está mal, pero, en circunstancias tan difíciles como las actuales, es algo que no sirve absolutamente para nada. Antiguamente la cosa era bien distinta. Uno se entrenaba en la profesión de las armas con riesgo evidente para su propia vida. Por tanto, había que disciplinar la mente para asegurarse de que, llegado el momento crítico de peligro o esfuerzo supremo, no se incurriera en el más mínimo riesgo de perder el control. Supongo que estará de acuerdo conmigo en que un entrenamiento tan riguroso como ése era más útil que el de dedicarse a pulir bolas de cristal o a enrollar cables alrededor de una estructura de metal.

—En efecto. —El maestro, una vez más, volvió a asentir con el mismo aire de obediencia y sumisión.

—Dígame, tío: ese entrenamiento mental al que se refiere, que no tenía nada que ver con pulir bolas, desde luego, ¿al final no se reducía a una simple cuestión de sentarse de brazos cruzados?

—Ya estamos otra vez con lo mismo. Por supuesto que no se trataba de eso. Hace más de dos mil años, Men-tsu
[88]
dijo que la educación del carácter pasaba por la formación de una conciencia recta, que ayudaría después a la liberación de la mente. Esa sabiduría la empleó de nuevo, al menos en parte, Shao K'ang-chieh, el eminente maestro de la dinastía Sung. Insistía en que el más alto logro de las aspiraciones humanas era liberar la mente. Por supuesto, era confuciano, pero incluso entre los chinos budistas se pueden encontrar maestros que merecen la pena como Chung Feng, de la secta Zen, que siempre enseñó que lo más importante del mundo era una mente aplicada y despegada de todo lo terrenal. No creo que esas enseñanzas sean tan fáciles de entender hoy, ¿no le parece?

—Si me pregunta a mí, tío —contestó Meitei—, le diré que me resultan absolutamente incomprensibles. ¿Qué se supone que debían hacer los alumnos con esas enseñanzas?

—¿Has leído alguna vez los discursos del maestro Takuan
[89]
sobre la doctrina Zen?

—No. En mi vida había oído hablar de ese señor ni de su libro.

—Takuan, quien también concibió importantes tratados sobre el cultivo de los nabos, se preocupó sobre todo de los problemas de focalización de la mente. En su libro más importante, escribió lo siguiente: «Si por el golpe de tu enemigo o por el tuyo propio, si por el hombre que golpea o por la espada que golpea, si por la posición o el ritmo, tu mente es distraída de cualquier modo, tu ánimo titubeará, y eso puede hacer que seas herido. Del mismo modo, si tu mente está concentrada en la muerte de tu oponente, entonces ese deseo dominará todo lo demás. Si tu mente se concentra en el manejo de la espada, entonces todo lo que te rodea estará sometido al imperio de la espada. Si tu mente se concentra en la idea de que no quieres morir, entonces todo en el mundo estará sometido al deseo de no morir. En resumen, no hay nada a donde se pueda dirigir tu mente, sin dejar de ser tu mente. Tonificar cuerpo y mente es algo que sólo se hace al principio del entrenamiento, cuando se es un principiante.»

—Muy interesante, tío. Debe de tener una memoria increíble para acordarse de semejante perorata. Dime, Kushami, ¿has logrado entender algo del complicado razonamiento de ese maestro Takuan?

—En efecto —volvió a contestar el maestro, en esta ocasión como táctica defensiva.

—¿No está de acuerdo con esa verdad? —interrumpió el tío—: «Si por el golpe de tu enemigo o por el tuyo propio, si por el hombre que golpea o por la espada que golpea...»

—Ya vale, tío. Kushami ya está suficientemente versado en la materia. De hecho, lleva un tiempo dedicándose al entrenamiento de la mente. Como ya se habrá dado usted cuenta, ha llegado a un punto de abandono y desapego tales que ya ni siquiera se molesta en atender la puerta cuando llaman. No se preocupe por él.

—Me reconforta mucho escuchar eso. Es muy conveniente que abandone su mente de vez en cuando. Tú mismo deberías hacerlo, Meitei.

Meitei se rió, en parte avergonzado, en parte horrorizado, pero, como de costumbre, no dejó pasar la oportunidad:

—Yo no dispongo del tiempo necesario. Que usted viva sin horarios no significa que nosotros podamos hacer lo mismo.

—Pero parece que lo único que haces es dedicarte a desperdiciar tu vida.

—Al contrario, tío. Incluso en los ratos libres intento mantenerme ocupado.

—Otra vez estamos con lo mismo. Mira que te lo tengo dicho una y otra vez. Debes disciplinar tu mente. Yo siempre he oído decir que uno encuentra un rato libre en medio de sus ocupaciones, y no una ocupación en sus ratos libres. ¿No está de acuerdo conmigo, Kushami?

—Completamente.

Meitei se rió de nuevo, en esta ocasión de modo sincero:

—En fin, me rindo. Por cierto, tío. ¿Por qué no aprovechamos su estancia en Tokio para ir a comer unas anguilas? Hace mucho tiempo que no las come. Le invito a comer en Chikuyo. Si cogemos el tranvía llegaremos allí en un periquete...

—Me encantaría comer esas deliciosas anguilas que dices. Y, en lo que se refiere al restaurante, por lo que he oído, es de lo mejor de la ciudad. Pero, por desgracia, tengo una cita con Suihara y debo marcharme inmediatamente.

—¿Así que va a ver a Sugihara, su viejo y robusto amigo?

—No se dice Sugihara sino
Su-i-ha-ra
. Es de muy mala educación equivocarse con el nombre de la gente. Deberías ser más cuidadoso.

—Pero si se escribe
Sugihara
.

—Sí, pero se pronuncia como te digo.

—Qué extraño...

—No es tan raro. Técnicamente se conoce como lectura nominal. Hay palabras japonesas que pueden leerse de distintas formas dependiendo de la costumbre. Por ejemplo el carácter que corresponde a la palabra
kyûin
puede leerse también como
mimizu
y en los dos casos significa lo mismo: lombriz. La palabra gama, sapo, también puede leerse
kairu
, rana.

—¡Qué cosa tan extraordinaria!

—Cuando se mata a una rana, se queda patas arriba, y por eso resulta que kairu puede significar tanto «rana» como «volverse del revés».
Sukigaki
es lo mismo que
Suigaki
, y significa «estacada».
Kukitate
se puede decir también
kukutate
, y significa «tallo de hortaliza». ¡Pero confundir
Sugihara
con
Suihara
es de paletos! Si no tienes más cuidado, harás el ridículo.

—De acuerdo, reconozco su inconmensurable conocimiento en materia de homonimias, pero ahora va a casa de ese no sé quién y yo no tengo ganas de más visitas.

—Si no quieres venir, no vengas. Iré yo solo.

—¿Se las arreglará solo?

—No creo que pueda llegar andando tan lejos, pero si me haces el favor de llamar a un cochero...

El maestro inclinó de nuevo la cabeza en señal de respeto, y le dijo a Osan que saliera a buscar al cochero. Cuando finalmente llegó, el anciano se levantó y se despidió con las esperadas e interminables fórmulas de cortesía. Se sentó confortablemente en la calesa y se marchó. Meitei se quedó en casa del maestro.

—Así que ése es tu famoso tío...

—El mismo.

—En efecto —repitió el maestro por enésima vez. Se sentó sobre el cojín y se cruzó de brazos. Estaba pensativo.

—¿No te parece una antigualla? Aunque tengo suerte de tener un tío como él. Vaya donde vaya, se comporta siempre igual. ¿Te habrá sorprendido, no? —preguntó Meitei con vivo interés.

—No, la verdad es que no.

—Si no te ha impresionado, eso es que por fin ya tienes los nervios templados.

—Me parece que hay algo extraordinario en él. Esa insistencia suya en dominar la mente. Es algo digno de admiración. De admiración y profundo respeto...

—¿No te parece extraordinario? Quizás cuando tengas sesenta años como mi tío puedas permitirte aparentar esas maneras suyas tan anticuadas, pero para mí que deberías tener un poco de cuidado. Ya sabes que esas reliquias del pasado valen más bien para poco.

—Te preocupas demasiado por el hecho de parecer anticuado. En ocasiones, estar un poco chapado a la antigua es mejor que ir a la última moda. La educación moderna, por ejemplo, facilita mucho las cosas. La consecuencia es que la gente cada vez pide más y más sin saber dónde está ei límite. En comparación, la antigua educación oriental era menos agresiva, y su gusto por la pasividad producía menos desigualdades. Esa educación prestaba más atención a la persona y a la formación de su mente. —El maestro estaba haciendo suyas las ideas que había escuchado recientemente a su amigo el filósofo.

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