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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (56 page)

BOOK: Soy un gato
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—Kushami —dijo Meitei—, este señor es agente de policía. Ha venido a traerte personalmente al ladrón que hace un tiempo entró en tu casa para robarte.

El maestro cayó al fin en la cuenta del motivo de la visita del agente. Miró al ladrón y se inclinó respetuosamente. El ladrón tenía un aspecto más respetable que el policía, y quizás ése fuese el motivo de que presentara sus respetos a quien no debía. Si yo hubiera sido el ladrón, me habría quedado un poco sorprendido por la actitud del profesor, pero éste ni se inmutó. En vez de confesar su culpa, continuaba ahí, con los brazos cruzados. Aunque, bien mirado, no podía ser de otra manera, puesto que tenía las muñecas esposadas. Cualquier persona normal habría sabido interpretar la situación de modo correcto, pero el maestro, tan chapado a la antigua, se había dejado impresionar por el
kimono
y había atribuido a su dueño una posición que, evidentemente, no le correspondía. Tenía la idea de que los policías gozaban de un enorme poder. Era consciente de que se trataba de funcionarios públicos, pero, cada vez que veía un uniforme o alguien se identificaba como agente de la autoridad, se postraba en actitud sumisa. Su padre fue jefe de distrito, así que, durante su infancia, él se vio obligado a mostrar esa sumisión. Es probable que el hijo hubiera heredado la actitud del padre. En cualquier caso, llevar las cosas hasta ese extremo por un guardia, decía poco en su favor. El detective debía de tener sentido del humor, y no le dio mayor importancia al error del maestro. Se limitó a decir:

—Le agradecería que se presentara mañana a las nueve en punto en la comisaría de Nihon-zutsumi. ¿Me podría decir cuáles fueron los objetos que le robaron?

—Ah, bien los objetos que me robaron... —contestó el maestro con rapidez, pero de repente se detuvo de golpe pues había olvidado qué era exactamente lo que le habían robado. Lo único que podía recordar era aquella absurda caja llena de ñames. Aquello no tenía la mayor importancia, realmente. Ya tendría tiempo de hacer memoria. Pero si no decía nada rápidamente quedaría como un idiota ante el detective. Debía reaccionar con prontitud, y empezó a enumerar:

—Objetos robados... Pues, una cesta de ñames...

El ladrón no pudo contener la risa, y tuvo que taparse la cara con las mangas del
kimono
. Meitei no pudo contenerse y añadió:

—¡Vaya con los ñames! Pues sí que eran importantes...

El único que mantenía la compostura era el detective.

—Los ñames no han aparecido, pero todo lo demás ha sido devuelto. Mañana, cuando se presente en comisaría, le será entregado todo. Quizás tenga que firmar un certificado. No olvide llevar su sello personal.
[91]
Y recuerde, mañana a las nueve en punto le espero en la comisaría de Nihon-zutsumi, en el distrito de Asakusa. Adiós.

Una vez cumplido con su deber, y no teniendo más que añadir, el agente se marchó. El ladrón salió detrás de él, pero como tenía las manos esposadas no pudo cerrar la puerta al marcharse. El maestro no había estado a la altura de las circunstancias y se sentía avergonzado. Para rematarlo, le pareció de muy mala educación el hecho de que el ladrón no cerrase la puerta al salir. El mismo se encargó de hacerlo con un portazo.

—¡Vaya, vaya! Pues sí que tienes respeto a la autoridad. Como te comportes siempre de la misma manera, me parece a mí que no acabarás convirtiéndote en el paradigma de las buenas maneras —señaló con sorna Meitei.

—Ha venido desde muy lejos sólo para darme la buena noticia.

—Sólo ha hecho su trabajo. No creo que merezca un trato especial por ello.

—Pero el suyo no es un trabajo corriente.

—Por supuesto que no lo es. Ser detective es igual de rastrero que ser espía, o incluso algo peor.

—Si dices esas cosas acabarás metiéndote en problemas.

—De acuerdo, dejaré el tema. Pero lo que me ha parecido realmente increíble es cómo has saludado al ladrón con tanto respeto.

—¿Quién ha saludado al ladrón con respeto?

—Tú lo hiciste.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Eso es absurdo!

—Será absurdo, pero lo has hecho.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. Le has hecho una reverencia.

—No seas idiota. Ese era el detective.

—Los detectives no se visten así.

—¿Pero no te das cuenta? Precisamente porque es detective se viste de una manera tan distinguida.

—Te estás poniendo un poco pesado.

—Eres tú el que se está poniendo pesado.

—Vamos a ver. ¿Cómo es posible que un detective vaya a casa de alguien y se quede plantado como un pasmarote de brazos cruzados?

—¿Quieres decir que los detectives no pueden estar de brazos cruzados?

—Si te pones así, dejamos la conversación, pero piensa sólo una cosa. Cuando te inclinaste hacía él para saludarle, ¿te correspondió de alguna manera?

—No me sorprende que no lo hiciera. Al fin y al cabo, es detective.

—¡Qué cabezonería la tuya! No atiendes a razones, ¿verdad?

—No, por supuesto que no. Sigues diciendo que esa persona era un ladrón, incluso sin haberle visto cometer ningún delito. Sólo imaginas que lo hizo, y sigues obstinado con esa idea.

En ese punto de la conversación, Meitei abandonó toda esperanza de convencer al maestro de algo que no fueran sus propias imaginaciones. Se sumió en un profundo silencio. El maestro interpretó ese silencio como una prueba evidente de su victoria y de la rendición de Meitei, y adoptó un aire satisfecho. Bajo el punto de vista de Meitei, lo único que conseguía mi maestro siendo tan obstinado es que se le tuviera en menos estima de lo que debería. Y sin embargo, bajo el punto de vista de mi maestro, su firmeza en este aspecto hablaba bien a las claras de su superioridad respecto a tarambainas como Meitei. Esta diferencia de pareceres no es tan inusual como parece en el marco del imperfecto mundo de los hombres. Las personas que se muestran con los demás tan tercas como el maestro, suelen inferir de su terquedad una especie de superioridad que no existe. Frente a cualquier discusión, piensan que han salvado su honra y que sus planteamientos han resultado vencedores. Ni siquiera son capaces de imaginarse que los demás les desprecian precisamente por ese motivo. Sin duda, la suya es una forma de felicidad. Felicidad de idiotas, pero al fin y al cabo felicidad.

—En cualquier caso, ¿irás mañana a por tus cosas? —preguntó Meitei.

—Por supuesto. Ese tipo me ha dicho que esté allí a las nueve, así que saldré de casa a las ocho.

—¿Y la escuela?

—¡La escuela! ¿A quién le importa eso ahora? Me tomaré el día libre.

—De repente te has convertido en un rebelde. ¿No te bajarán el sueldo por tomarte el día libre?

—Por supuesto que no. Mi salario se calcula sobre una base mensual, y no por días. No me van descontar nada por faltar una sola vez.

El maestro demostraba que era más simple que honesto. Lo que quiere decir que era las dos cosas a la vez.

—¿Sabes cómo ir a la comisaría?

—¿Para qué narices tengo que saberlo? Me cojo un
rickshaw
, y santas pascuas.

—Parece como si no conocieras Tokio. Eres peor que mi tío, el del pueblo.

—Eso es lo que tú te crees.

—No pienses que la comisaría está en un barrio cualquiera. Está en Yoshiwara, nada menos.

—¿Dónde?

—En Yoshiwara.

—Oh, vaya. El barrio del placer...

—Exacto. Sólo hay un barrio de Yoshiwara en Tokio. —Meitei empezaba a picarle de nuevo—. ¿Todavía quieres ir?

En el momento en que se dio cuenta de que Yoshiwara era un barrio lleno de placeres prohibidos, un sitio peligroso, el maestro empezó a dudar. Pero respondió con resolución:

—Ni Yoshiwara, ni barrio de placer, ni tres niños muertos. Dije que estaría allí a las nueve, y a las nueve allí estaré. —Kushami estaba quedando como un idiota. Meitei se limitó a decir:

—Será interesante. Te encantará el barrio, ya lo verás...

Poco a poco, la emoción provocada por la inesperada visita del detective fue dando paso a una de esos días letárgicos a los que tan acostumbrado estaba el maestro. Meitei volvió a sus conversaciones de siempre, y cuando empezó a oscurecer, se levantó para marcharse poniendo la excusa de que debía atender a su tío. El maestro cenó a toda prisa y corrió a encerrarse en su estudio donde volvió a meditar en voz alta:

—De acuerdo con lo que me ha dicho Meitei, ese Dokusen Yagi, a quien tanto admiré, no es más que un charlatán y un tipo al que no merece la pena escuchar siquiera. Y no sólo eso, sino que, según parece, sus teorías son propias de un lunático. Por si fuera poco, ya tiene dos discípulos catalogados oficialmente como dementes y chiflados. Sin duda ese hombre es un peligro público. Quien se acerca demasiado a él acaba mal; el propio Robai Tachimachi, alias Revelación Justa, a quien tenía tanto respeto, ha terminado por perder la razón. ¡Lo han encerrado en el loquero! Cierto que Meitei está siempre bromeando, pero esto que ha dicho me lo creo: el infortunado se ha cambiado el nombre y se cree una reencarnación de los dioses. A lo mejor yo voy por el mismo camino... Oh, Dios mío, creo que ya me parezco a él. Ya sabes, Kushami, lo que dice el refrán «Dios los cría y ellos se juntan». Si he admirado las palabras y las teorías de un loco, ¡es posible que yo también me esté volviendo loco y acaben encerrándome! ¡Qué espanto! Quién me mandaría prestar atención a estas teorías. Quizás sea consecuencia de algún tipo de cambio químico en mi cerebro... Pero, aunque no sea eso, hay que reconocer que he estado diciendo y haciendo cosas raras últimamente. Oh, Dios mío, estoy desequilibrado. ¿Se habrá operado algún tipo de cambio fisiológico en mi persona? Lo malo es que ese tipo de teorías influyen poderosamente en mi voluntad... Aunque no pueda verme nada extraño en la lengua, o en las axilas, lo cierto es que sí que he notado que últimamente me fallan los músculos, y que me duele la raíz de los dientes. Me invade una enfermedad silenciosa, probablemente la demencia. Por fortuna, todavía no he empezado a sermonear a nadie, y todavía puedo seguir viviendo en el barrio como un ciudadano, pasando desapercibido. No soy ni muy positivista, como decía Dokusen, ni muy negativista tampoco. Pero lo que está claro es que no es momento de perder el tiempo con esos entrenamientos pasivos de la mente. Bien, lo mejor será que me tome el pulso. Puede que tenga fiebre. Pero no, tampoco parece ser ésa la razón...

Durante un buen rato, el maestro se quedó allí sentado, en silencio, con cara de preocupación. Parecía reflexionar sobre lo extraños y disparatados que podían llegar a ser sus pensamientos. Al cabo de un rato empezó a murmurar de nuevo:

—Si me comparo con los locos y sólo tengo en consideración las cosas en las que me parezco a ellos, la única conclusión posible es que el manicomio me espera a la vuelta de la esquina. Pero mi error está en tomar a los locos como único modelo de referencia. Tomemos a una persona sana como ejemplo. El tío de Meitei, el viejo de la levita sin ir más lejos. Aquel discurso suyo sobre las enseñanzas Zen, hay que reconocer que también era una cosa de lo más extraña... Resumiendo, el viejo está chiflado. ¿Y Kangetsu? Todo el día puliendo bolas de cristal en su laboratorio, incluso durante las horas para comer. Otro que tal baila... ¿Y qué me dice de Meitei? Lo único que saber hacer es reírse de todo el mundo. Es como si el único objetivo de su vida fuese pasarlo en grande a costa de los demás. Sin duda, Meitei es un positivista de libro. ¿Y la señora Kaneda? Menuda descarada. Carece del más mínimo rastro de sentido común. Al marido todavía no he tenido oportunidad de ponerle la vista encima, pero con una mujer como ésa, debe de ser una pieza de cuidado. Por ahí he escuchado que se trata de una persona fuera de lo normal, y decir eso de alguien es, muchas veces, reconocer que es anormal. Por tanto, otro más que añadir al grupo de perturbados.

¿Qué más, qué más? Los alumnos de la Escuela de la Nube Caída. No son más que unos chavales todavía, pero considerando que son un millar, por lo menos, no es aventurado afirmar que sin duda echarán a perder una generación entera. Vaya, ahora me siento más tranquilo. Al final puede que la sociedad entera no sea más que una especie de congregación de lunáticos, formada por miles de chalados, cada uno con su obsesión particular. Y cuando los locos se juntan, lo único que hacen es enfadarse, pelearse o robarse unos a otros. En una sociedad como ésta, cualquiera que atienda a razones y sepa reflexionar mínimamente sobre las cosas se convertirá en un estorbo, y lo encerrarán en un manicomio. ¡De ello se deduce que los encerrados son los cuerdos y los que andan sueltos por la calle son los dementes! Todo puede suceder. Hay locos de remate que se sirven del dinero y del poder para provocar todo tipo de problemas, y encima se les considera modelos de virtud y honestidad. En fin, todo esto es un auténtico despropósito.

Bajo la luz centelleante de la lámpara del estudio, el maestro se entregó toda la noche a sus reflexiones. Llegaría la mañana con su alondra, y él seguiría dale que te pego con sus elucubraciones. Eso no hacía más que demostrar, una vez más, la confusión total que gobernaba su cerebro. Todos los detalles de su físico lo demostraban, así como su afición por cultivar un mostacho a lo Kaiser Guillermo. Lo más grave del asunto, sin embargo, es que después de tanta reflexión, fue incapaz de llegar a una conclusión definitiva. Incapaz de llevar sus pensamientos a buen término, sus reflexiones, a la postre, resultaron ser sólo nubes de humo como las del tabaco Asahi que salía expelido por sus fosas nasales, como grandes chimeneas.

Yo sólo soy un gato, y para remate sin nombre, y es seguro que habrá mucha gente que dude de la capacidad de un felino para leer e interpretar los pensamientos de su dueño. Pero eso no es nada si se tienen en cuenta mis otras capacidades, de las que ya he hablado. Poseía, por ejemplo, el don de adivinar los pensamientos de la gente. ¿De dónde me venía ese don? No merece la pena romperse la cabeza para hallar la respuesta. El hecho indiscutible es que poseía esa cualidad, y punto.

Cuando dormía sobre las rodillas de alguien, rozaba mi cuerpo contra el suyo. En ese momento se originaba una especie de corriente eléctrica que me transmitía todo la información de lo que bullía por el interior de la persona que me acogía. En una ocasión, sin ir más lejos, dormitaba sobre las rodillas del maestro. Comenzó a acariciarme con suavidad, y en medio de sus caricias me di cuenta de que en realidad estaba pensando en despellejarme para hacerse un chaleco con mi piel. Me aterroricé. La angustia me invadió. Así que, en respuesta a los macabros planes del maestro, me tomo mi venganza revelando aquí los más escabrosos pensamientos que brotaban sin cesar de su cerebro enfermo.

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