—Mierda.
Jane llevó a Punch y a Ghost a la sala de navegación. Había un plano de pared. El
Hyperion
, planta por planta.
—Tenemos libre acceso a la cubierta superior, pero la sala de máquinas está nueve plantas por debajo de nosotros.
—¿Tres mil pasajeros, crees?
—¿En un transatlántico como este? Sí. Si el barco tiene el aforo lleno debe de haber dos o tres mil infectados ahí abajo.
—Entonces tendremos que actuar rápido y tener suerte.
Jane exploró la habitación del capitán. Se sentó a su escritorio y encontró un pasaporte en un cajón. Dougie Campbell. Ciudadano británico. Cincuenta y ocho años de edad.
Debajo del secante de escritorio había un sobre con un grueso fajo de notas escritas a mano. Algo así como una carta-diario. Campbell había pasado la mitad de su vida en el mar. Se sentía solo. Cada noche le escribía a su mujer.
Chismorreos de barco. La mayor parte de la tripulación eran europeos del este que trabajaban por propinas. Rumanos y polacos. Los rumanos odiaban a los polacos. Los oficiales tenían que poner paz.
Jane fue pasando páginas, saltándose las banalidades; buscaba el momento en que todo se torció.
Se reclinó en la silla y puso las botas sobre la mesa.
El barco fondeó en Trondheim después de dos semanas de crucero por el Ártico. Subieron a bordo provisiones y dos camareros nuevos.
Tres días más tarde hubo un incidente en la cocina. Uno de los nuevos camareros enloqueció. Se hirió con un cuchillo, luego atacó a dos marmitones. Heridas profundas. Mordiscos. Tras reducir y sedar al camarero, lo encerraron en la enfermería.
Gracias a Dios que ningún pasajero ha resultado herido
.
Un par de noches después, un grupo de pasajeros se reunió para tomar chocolate fundido en la cubierta y contemplar la aurora polar. Vieron a lo lejos una figura, al final de la cubierta de paseo, encaramándose a una barandilla y arrojándose al mar. La figura llevaba un uniforme blanco de cocinero y parecía abrazado a un gran extintor, para hundirse más rápido.
Los pasajeros lanzaron flotadores salvavidas al mar y dieron la alarma. El barco se detuvo inmediatamente. La tripulación escudriñó con reflectores el mar. Ningún indicio del hombre.
Tras un rápido recuento se supo que el desaparecido era uno de los marmitones heridos por mordeduras.
El capitán se puso en contacto por radio con tierra, para conseguir asesoramiento médico. Cuatro miembros de la tripulación y dos pasajeros habían ingresado en la enfermería, para una cura. Sujetos en las camas, deliraban y sangraban por los ojos y las orejas.
Agentes de la compañía Baltic Shipping ordenaron al capitán que impusiera una cuarentena estricta. Que aislara a todo el personal infectado y se dirigiera al puerto de Murmansk, cerca de allí.
En Murmansk el barco no fue admitido. No hicieron caso de sus llamadas de auxilio. A pesar de las negativas del capitán de puerto trataron de acercarse al muelle, pero al lanzar las amarras al malecón, fueron recibidos a tiros por los soldados rusos. Entonces pusieron rumbo al este, en dirección a Noruega.
Patrick Connor. Contramaestre desde hacía nueve años. Amigo íntimo del capitán. Eran buenos profesionales los dos y apenas se veían durante la jornada de trabajo, pero se reunían casi cada noche en la cabina del capitán y descorchaban una botella de clarete. No les estaba permitido beber. El grado de su posición implicaba que mientras el barco estuviera en el mar estaban siempre de servicio. Así que tomaban sorbos de vino en secreto y disfrutaban de la pequeña infracción.
Ha pasado una semana desde que mordieron a Patrick. He tenido que presenciar la horrible evolución de la enfermedad. He tenido que ver cómo mi amigo se iba convirtiendo en un monstruo. Ha sido la peor experiencia de mi vida
.
A Patrick lo mordieron en la cara. Al inclinarse sobre Lenuta Grasu, una de las camareras de camarote rumanas, esta rompió las correas y de un mordisco le arrancó un pedazo de mejilla. Patrick se limpió y desinfectó la herida rápidamente, pero tanto él como el capitán sabían que no serviría de nada. La enfermedad se transmitía a través de los fluidos corporales, igual que el VIH o la hepatitis. Los infectados sucumbían rápidamente a la demencia y luego arañaban y mordían, impulsados a transmitir por cualquier medio la enfermedad. Rafal, el camarero de Trondheim que primero mostró síntomas de enfermedad, fue atado a una cama de hospital. Escupía y gruñía. Estaba horriblemente deformado. Había pocas esperanzas de que se recobrara.
El doctor Walczak, cirujano del barco, a falta de un diagnóstico adecuado dijo que la enfermedad era rabia. Cuando entraron en aguas noruegas las catorce camas de la enfermería estaban llenas. El personal requisó un par de camarotes de la tripulación, para tratar a más enfermos. Patrick Connor se había ofrecido a ayudar a Walczak, para que de vez en cuando el doctor pudiera descansar.
Tras escribir cartas de despedida a su mujer y a sus hijos, Patrick dejó que lo ataran. La enfermedad se manifestó en menos de veinticuatro horas. En raros momentos de lucidez suplicaba que lo mataran.
El capitán visitaba frecuentemente la enfermería.
Esta noche he tenido una larga conversación con el doctor Walczak, para decidir la mejor forma de tratar a Pat, la mejor forma de aliviar su sufrimiento
.
La entrada del diario, al día siguiente:
Hoy al mediodía hemos celebrado el funeral de Patrick y hemos entregado su cuerpo al mar
.
El capitán sacó de la cocina unas botellas de Cabernet Sauvignon y durante los tres días siguientes no anotó nada en su diario.
Tendida en la cama, Jane ojeaba las notas. Una matanza, página tras página. Los miembros de la tripulación del capitán sucumbían uno tras otro.
Con los motores apagados, el
Hyperion
iba a la deriva por el norte de Noruega.
Habían perdido las plantas inferiores. Pensaron que cerrando las puertas de los compartimientos estancos aislarían a los pasajeros infectados en los camarotes de abajo. Pero los pasajeros descubrieron el hueco de la escalera antes de que la tripulación tuviera tiempo de acabar las barricadas.
Quinn, el oficial de cubierta, proporcionó cócteles molotov a sus hombres. Si no cedían terreno en las escaleras, si conseguían replegar a los pasajeros infectados a las plantas inferiores, retendrían el control de las cubiertas superiores.
No creo que los atacados por esa enfermedad tengan intención de matar. Se sienten compelidos a morder y arañar para extender el contagio. No obstante, he visto ojos arrancados y gargantas abiertas en canal. Los supervivientes yacen heridos en los camarotes y los pasillos, y piden auxilio hasta que son vencidos por la sed de sangre, se levantan y atacan
.
Era difícil estimar el número de bajas. El capitán Campbell había hecho un recuento. Una minoría del total de pasajeros y miembros de la tripulación, menos de mil, fueron declarados como no infectados. Curaban a los heridos en el salón de baile.
Ojalá tuviéramos aún al doctor Walczak. Quinn me informa de que el doctor fue visto cerca de la planta de tratamiento de residuos, justo antes de que los compartimientos inferiores fueran cerrados. No llevaba camisa y tenía la espalda cubierta de púas como un puercoespín. Dijo a menudo que prefería morir a sucumbir a esa extraña afección. Supongo que no tuvo tiempo de suicidarse antes de que la demencia hiciera presa en él
.
Parecía poco probable que el diario llegara a la mujer del capitán, así que este dejó más bien una advertencia.
Cuando el enfermo entra en una fase avanzada de la infección es extremadamente difícil matarlo. Cuando hicimos bajar las puertas de los compartimientos estancos, Quinn vio a una chica partida en dos. Vivió quince minutos más. Siguió arrastrándose por el piso de la cubierta, intentando morder y desgarrar. La mitad inferior del cuerpo estaba separada del tronco, pero las piernas seguían pataleando y revolviéndose
.
Muchos miembros de la tripulación se armaron con cuchillos de cocina, pero pronto corrió la voz de que los cuchillos no servían. Las cuchilladas ni siquiera los frenaban.
La única forma eficaz de tratar con los infectados es aniquilarlos completamente con un cóctel molotov o un arma parecida, o reventándoles la cabeza
.
El capitán se estremeció al verse componiendo una lista de las maneras más eficientes de «tratar» con los infectados. En pocos días, sus pasajeros y su tripulación se habían convertido en depredadores letales.
Es una cuestión de supervivencia. Los que quedemos debemos actuar rápida y despiadadamente para que la plaga no infeste el barco entero
.
Campbell se preguntaba si había alguna manera de hundir el barco y mandar a los pasajeros y tripulantes infectados al fondo del océano, como medida piadosa.
Campbell dio la orden de abandonar el barco. Él y los suyos llevaban días temblando de frío en la oscuridad. Iban a la deriva, con el instrumental de navegación desconectado.
Pusieron vigías las veinticuatro horas del día, esperando avistar tierra. Una noche vieron lo que esperaban ver: luces a lo lejos. Una luz eléctrica fija. La oscuridad no dejaba ver con detalle. El capitán calculó que flotaban al este de Svalbard, que debían de estar pasando por el pequeño municipio costero que abastecía la cuenca minera de Arktikugol. Ordenó a sus hombres que subieran a los botes.
Setenta y cuatro almas.
Cuesta de creer que de todos los pasajeros a mi cuidado y de toda la tripulación a mi mando solo quede este misérrimo puñado de gente consumida y traumatizada
.
Cambell le dio a Quinn, el oficial de cubierta, el cuaderno de bitácora y le dijo que pusiera a salvo a los supervivientes. Dio un saludo militar a sus hombres, mientras estos se alejaban remando.
Se quedó solo a bordo, era la única persona no infectada en el barco. Se retiró a su cabina y descorchó una botella de Burdeos.
Campbell podía haber abandonado el barco con sus hombres, pero estaba decidido a cumplir con su deber de capitán hasta el final.
Necesitamos creer que nuestra vida tiene un significado último. Tengo rango y responsabilidad. No es necedad vivir por unos ideales
.
Jane se despertó de golpe. Se había quedado dormida con las notas de Campbell en la mano.
Fue al lavabo, se quitó las legañas y se lavó los dientes con pasta dentífrica y agua embotellada.
—¿Jane? ¿Estás ahí?
Era Ghost.
—Sí.
—Punch y yo vamos a ir a la sala de máquinas.
—Ahora voy.
Jane se ajustó el alzacuello. La habitación se reflejaba en el espejo. Sobre la mesa había un marco de plata con una fotografía del capitán Campbell y su esposa, en tiempos mejores.
—Bien, Dougie —dijo Jane—. Vamos a llevar a nuestros muchachos a casa.
Ghost eligió una compuerta cerca de popa. Había una gran equis roja pintada en la puerta. Desmontaron la barricada; un sofá de camarote y un par de televisores. La compuerta estaba atrancada con una palanqueta.
Ghost probó la corredera de su escopeta. Un cartucho en la recámara y el seguro quitado.
Punch blandía un hacha de incendios.
—Cierra la puerta detrás de nosotros.
Jane apartó la palanqueta y abrió la puerta. Un pasillo desierto. Ghost y Punch entraron.
—Buena suerte —dijo Jane, antes de empujar la puerta y cerrarla.
Oyeron el amortiguado chirrido metálico de la palanqueta con que Jane había vuelto a atrancar la puerta, encerrándolos en el interior del barco.
—Bien —susurró Ghost—. Hagamos tan poco ruido como podamos.
Ghost consultó un plano dibujado a mano. La ruta que había trazado para llegar a la sala de máquinas no era directa, pero quería evitar las zonas comunitarias donde los pasajeros infectados podían estar congregados. Si los infectados actuaban realmente sin sentido estarían vagando por todo el barco, pero si conservaban algún recuerdo de la vida, muchos de ellos estarían en los bares y los restaurantes.
Punch y Ghost se movieron deprisa por los pasillos de servicio. Eslóganes de la compañía y litografías de tema marítimo se sucedían en las paredes.
LA CALIDAD ES NUESTRA DIVISA
—Qué ridiculez —dijo Ghost—. Todo en inglés menos lo que realmente importa.
Pasaron junto a la entrada de los baños termales. Centro Termal Neptuno. Una luz terapéutica azul iluminaba la piscina. Había hamacas volcadas y letreros de baños de vapor, de salas de masaje, de sauna medicinal o finlandesa.
Oyeron un débil sonido, unos crujidos secos. Había algo atrapado en el fondo de la piscina de masajes vacía, algo que con torpes y frenéticos movimientos trataba de salir. El ruido cesó de repente. Aquello había notado la presencia de Punch y Ghost en la puerta de entrada y los escuchaba respirar.
Punch dio un paso para entrar, pero Ghost le tiró de la manga y le hizo señas para que siguiera andando.
Ivan inspeccionó la sala de mapas de navegación.
—Aquí hay un estufa de petróleo.
—Enciéndela.
Ivan empujó la estufa hasta el puente de mando y con una cerilla la encendió.
—Yo diría que si vamos a calentar este lugar sería buena idea ocuparnos del capitán, o el pestazo será insoportable.
—Tienes razón —argumentó Jane—. Vamos a echarlo por la borda.
Arrastraron por las botas al muerto y cruzaron la cubierta tirando de él. Luego lo levantaron por el abrigo y lo arrojaron por encima de la barandilla. El capitán se zambulló en el mar, flotó boca abajo un par de minutos y luego el peso del abrigo empapado lo hizo desaparecer bajo las olas.
—Creo que debería recitar algo —dijo Jane—. Pero no se me ocurre qué.
—No te preocupes demasiado —dijo Ivan—. Ha tenido mejor despedida que la mayoría, estos días.
La estufa de petróleo ardía con llama azul. El puente de mando empezó a coger calor. Jane se reclinó en la silla del capitán y se desabrochó el abrigo. Algo olía mal. Se olfateó los sobacos. Apestaban.
Jane le pasó la radio a Ivan.
—Vuelvo en un minuto. Mantén caliente mi asiento.
Jane examinó las habitaciones de los oficiales. Había chapas con nombres en todas las puertas.
INGRID MARKSTROM
KRYSTA ZIMNY