Jane se encaminó a la habitación de Rye. Fingiría una migraña y le pediría calmantes.
La puerta estaba entreabierta. Rye, sentada en ropa interior sobre la cama, estaba grabando su nombre en el muslo, con la punta de un cuchillo. Gotitas de sangre caían al suelo.
Jane tosió para anunciar su presencia.
—Antes de que me preguntes nada —dijo Rye—, no quiero hablar de ello.
La tripulación había organizado una fiesta romana. Habían puesto la calefacción al máximo y en todo el bloque de alojamientos hacía un calor sofocante.
Ghost lideró una expedición al
Hyperion
. Se abrieron paso hasta el Ocean Bar y llenaron de bebida un carrito. Una operación relámpago. Jane le había dicho a Ghost que era una estupidez jugarse la vida por unas cuantas botellas.
—Es una cuestión vital —respondió él—. Si esos tipos no se desahogan un poco, se volverán todos locos.
Se vistieron con sábanas, conectaron la máquina de discos y la pusieron en reproducción aleatoria. Punch hacía de camarero y preparaba margaritas. Jane lamió la sal del borde del vaso y brindó.
—Salud.
Jane disfrutaba de la fiesta. Pocos meses atrás, cuando era superobesa, se habría quedado en la habitación. No habría podido ponerse una toga. Las sábanas no eran lo bastante grandes.
Punch había preparado canapés. Rollitos de salchicha y queso de tubo exprimido sobre galletas saladas.
Un par de tipos se quitaron la toga y bailaron en ropa interior. Ghost hizo correr un par de porros y ganó un concurso de flexiones compitiendo con Gus y Mal.
Sian se sentó tras una mesa para que los tíos dejaran de mirarle las piernas.
Rye se unió a la fiesta. No llevaba toga. Se quedó sentada cerca de la puerta, observando. Con una taza de cartón tomaba sorbos de tequila. Jane le llevó una bandeja de comida.
—¿Un margarita?
—No me gusta la sal que lleva.
—Pero ¿va todo bien?
—Mira —le dijo—, quizá aquí todos necesiten desesperadamente compartir sus penas, que alguien los comprenda, pero, mi mierda, prefiero comérmela yo sola.
Rye estaba agachada detrás de un banco de nieve. Salía de caza a la luz de la luna. Observaba las borrosas figuras de los pasajeros del
Hyperion
, inmóviles sobre el hielo. Usaba prismáticos de infrarrojos con medición de distancia, como la mirilla telescópica de un francotirador. El paisaje se veía en negativo. Figuras pálidas y luminiscentes sobre el fondo de un paisaje negro. La temperatura corporal estaba muy por debajo de lo normal. Las figuras apenas daban muestras de temperatura. Rye no entendía cómo podían seguir moviéndose. Deberían haber muerto por congelación. Y de hambre. Había una docena de razones diferentes para que estuvieran muertos.
Rodeó un grupo de pasajeros congregados en la orilla, hipnotizados por las luces de la refinería. Acechó a un hombre de traje negro, que parecía haberse separado del rebaño.
Rye surgió de detrás de un montoncito de nieve.
—Eh —le dijo—, ¿quieres comprar un Rolex?
El hombre se giró y dio unos pasos torpes hacia ella, con los brazos extendidos. Rye le disparó la pistola
taser
y el hombre se desplomó entre convulsiones.
Luego arrojó un saco de dormir sobre el hombre caído y lo amarró con cuerdas.
Le aplicó otra descarga de corriente, lo ató bien fuerte a una escalera de tijera y lo llevó a rastras hasta la zódiac.
Tendió al hombre en la lancha, apartó el saco de dormir y le iluminó el rostro con una linterna. El metal le brotaba de la carne. Un alzacuello. Se trataba de un sacerdote.
—¿Qué coño está haciendo? —le preguntó Jane.
Rye pasaba mucho tiempo en la cubierta C. Jane la había seguido a un almacén vacío.
—Esos engendros son los nuevos amos del mundo. Son la especie dominante. Más vale que descubramos qué los hace mover.
Había cuatro pasajeros amarrados a cuatro mesas.
—Hay docenas de ellos a la intemperie —dijo Rye. Llevaba un delantal de laboratorio, unos guantes y un grueso mandil de goma—. Ya llevan tiempo ahí fuera. Cuarenta grados bajo cero y van en esmoquin o traje de fiesta. Una persona normal habría muerto de hipotermia en un par de minutos, pero esos tipos llevan días. Algo fundamental ha ocurrido en su metabolismo.
—¿Y ha traído a esos cabrones a bordo sin decírselo a nadie? La ayudaré a arrojarlos al mar. Lo haremos ahora mismo, y rápido. Si los de la cantina se enteran de esto, le van a partir las piernas, joder.
—Esas criaturas llevaban semanas a la deriva en el
Hyperion
—prosiguió la doctora—. No hay indicios de que comieran o bebieran nada. ¿Qué diablos los mantiene vivos? ¿No sientes curiosidad? ¿Viven del aire o qué?
—Carajo. Ese tipo es sacerdote.
Los negros ojos del sacerdote se quedaron fijos en ella. No pestañeaba.
En una silla cercana había una Biblia.
—La llevaba en el bolsillo —dijo Rye.
—Rey Jaime. Buena elección.
En la primera página había una dedicatoria.
—David, ¿eres tú? Tú debías de ser David.
Jane recitó el Padrenuestro.
—Señor, que estás en el cielo…
El sacerdote bajó lentamente la cabeza y cerró los ojos.
—Doctora, ¿tiene idea de lo mal que huele aquí abajo? Huele a amoníaco. Los ojos me lloran.
—Déjame enseñarte algo.
Rye se puso unas gafas de seguridad y una máscara y cogió un bisturí.
—¡Eh! —dijo Jane—. Este tipo sigue vivo, ¿sabe? Aún respira.
Rye no hizo caso. Le clavó la cuchilla al padre David en el hombro, la retorció y la hundió más.
—¡Uau! ¡Ya basta, joder!
El sacerdote permanecía impasible mientras el bisturí horadaba el hueso.
—¿Está realmente vivo? —preguntó Rye, hablando sola—. ¿Un muerto viviente? ¿Un vampiro? ¿Se trata de eso? Creo que mantiene la percepción. Siente la cuchilla, pero no le importa.
Rye hundió el bisturí un poco más.
—Sangra menos de lo que esperaba —dijo—. Fíjate en la cara. ¿Ves la piel? Sufre congelación. Las células de la piel se le están deshaciendo. Se está pudriendo poco a poco. Los pasajeros del
Hyperion
que hay ahí fuera no son inmortales. No hay duda de que el frío los está matando. Pero en mucho más tiempo de lo normal.
Rye se inclinó sobre el pecho del sacerdote, que seguía con el bisturí clavado en el hombro.
—Parece que inspira una vez cada par de minutos. No puedo acercarme lo bastante para escuchar el ritmo cardíaco, pero debe de ser bajísimo. En esencia es un vehículo, un chasis, un pedazo de carne que se mueve a derecha e izquierda. La temperatura del cuerpo no parece importar.
Rye retrocedió y contempló al sacerdote.
—¿Es esto lo que nos espera cuando lleguemos a casa? ¿Ciudades llenas de muertos vivientes?
Jane cruzó la sala, hacia otra mesa cubierta con una sábana.
—¿Qué hay aquí?
Rye apartó la sábana.
—¡Joder! —exclamó Jane, cubriéndose la boca.
Un cuerpo desollado. Jane no sabía si era un hombre o una mujer. Tenía la piel arrancada, los músculos al descubierto. Un armazón de huesos y tendones. El cuerpo estaba atado a la mesa. Las manos se abrían y se cerraban. Se revolvía como si tratara de erguirse.
—¡Dios mío! ¿Cómo puede estar vivo?
—Está muriéndose —dijo Rye—. Deambulaba por el hielo, con un vestido de bailaor de flamenco. La pérdida de sangre y los traumatismos acabarán con él igual que con una persona normal, pero parece que llevará días. Esos filamentos, esa cosa incrustada en los cartílagos y los huesos, es definitivamente metal. Se puede magnetizar, pero parece crecer como el pelo. Por lo que he visto, irradia del sistema nervioso central. Todo eso que envuelve sus brazos y sus piernas tiene origen en la columna vertebral. Y fíjate en su cabeza.
Jane se inclinó sobre el hombre desollado. La calavera ensangrentada la miraba. Mandíbulas sin labios chasqueaban y rechinaban. Sonreían, mordían.
—Más metal, ¿lo ves? Mucho más metal, centrado en el bulbo raquídeo. Tiene todo el aspecto de que nos encontramos ante una especie de superparásito. No es un hombre. Es un organismo metálico con un traje de piel. Tiempo de vida limitado. Mata al huésped poco a poco, igual que la hiedra hace con el árbol. Quién sabe de dónde han salido. Cuesta matarlos. A uno le di una dosis mortal de Librium, pero no pareció inmutarse. Esas cosas tienen un sistema nervioso de cucaracha.
Rye retrocedió un poco y cruzó los brazos.
—No hay más solución que matar al portador. Es una enfermedad terminal. Nadie se va a reponer, eso está claro. Los recuerdos, la personalidad, todo desaparece, así que no tenemos que sentirnos culpables por matarlos. No es asesinato, sino la exterminación de una plaga. Con granadas, si es posible. Si no, un disparo en la cabeza los deja bien muertos. Si les disparas en el vientre o les vuelas un brazo o una pierna, seguirán moviéndose hasta que te arranquen la piel a mordiscos. Un disparo en la cabeza. Siempre.
—Se equivoca —dijo Jane—. Algo queda. Algo permanece.
Jane volvió a donde estaba el sacerdote y abrió la Biblia.
—«Y al principio fue el Verbo y el Verbo era Dios, y Dios dijo: “Hágase la luz…”».
El padre David se revolvía y gruñía, y luego empezó a apaciguarse, como con una canción de cuna.
—¿Lo ve? Recuerda cosas.
—No puedes estar segura de ello —dijo Rye.
—No, pero lo veo. Él recuerda esas palabras.
—Tenemos que descubrir todo lo que podamos sobre esas criaturas. No nos podemos permitir sentimentalismos.
Jane se fue, volvió con una escopeta y se la puso al sacerdote en la cabeza. Él la olfateó.
—Todo irá bien, Patrick.
Le arrancó la cabeza de cuajo. Del cuello para arriba no quedó más que una tira de cuero cabelludo renegrido. Luego disparó contra los otros tres especímenes. Pedazos de tejido cerebral socarrado por la pólvora quedaron humeando esparcidos por el suelo.
—Limpie eso y friegue bien el suelo —dijo Jane.
Apretó el cañón caliente en el pecho de Rye y dejó grabado un anillo de chamusquina en el mandil.
—Si se le ocurre traer más engendros como estos, yo misma le pegaré un tiro. ¿Cree que bromeo? Haga la prueba, haga la puta prueba y lo sabrá.
Rye se encerró con llave en su habitación. Se sentó en la cama e hizo caer un rollito de papel de aluminio del interior del compartimiento de las baterías del despertador que tenía en la mesita de noche. Vertió el polvo marrón en una cuchara y calentó la mezcla con la llama de un Zippo.
Se inyectó, arrojó la hipodérmica a la pileta y saboreó la cálida sensación de bienestar. Era una sensación familiar. Había tomado el empleo en la refinería para curar su adicción a la codeína. Siete años de medicina general pasaron envueltos en una nube de placer. Era un alivio sucumbir otra vez a ello. Se sentía como en casa.
Rye se miró la mano izquierda. Tenía la punta del índice entumecida y el dedo había empezado a ennegrecerse. ¿Cuándo se había infectado? Quizá había sido fuera, en el hielo, cuando capturó al sacerdote y lo ató. Quizá cuando lo amarró a la mesa.
Con un cordón de zapato hizo un torniquete. Se puso junto a la pileta con unas cizallas y colocó el dedo infectado entre las cuchillas. Esto va a doler de la hostia, pensó medio en sueños.
Más tarde, Rye contemplaba las interferencias del televisor en la cantina. Punch le preguntó si se encontraba bien.
—Sí —murmuró, hundiendo más la mano vendada en el bolsillo de su abrigo—. Estoy en un lecho de rosas.
Miércoles, 28 de octubre
Me he vendado y vuelto a vendar el dedo mutilado. He examinado la herida cada quince minutos. Por los informativos de televisión que vi en la cantina, no se conocen casos de recuperación o remisión de la enfermedad. Es una muerte segura. Aun así, esperaba librarme. Tener una oportunidad. Quizá amputando el dedo a tiempo podría evitar que la enfermedad se extendiera. Tal vez sería la primera persona afortunada y me curaría de la infección. Durante nueve horas no pasó nada. Entonces apareció el primer brillo metálico entre la carne viva. Exploré con pinzas la escabrosa herida. Una púa de metal salía del hueso. Coloqué el muñón del dedo entre las cuchillas de la cizalla ensangrentada y lo corté hasta el nudillo. Vendé la herida y me desvanecí. Cuando me desperté, la mano entera ya había empezado a gangrenarse.
Púas de metal salen de la palma de la mano como pequeñas astillas. La mano me pesa y está entumecida, pero no siento molestias. Codeína. Percodan. Voy tan colocada que ahora mismo podría andar por el fuego y no sentir nada. Llevo siempre guantes para que nadie se entere. Por supuesto, soy contagiosa. Si descubrieran mi enfermedad me pondrían en cuarentena, pero prefiero morir a mi manera.
El mar alrededor de Rampart ha empezado a congelarse. Pronto un puente de hielo unirá la plataforma a la isla. La horda de pasajeros infectados congregada en la orilla podrá llegar a la plataforma. Si consiguen abordar la refinería vagarán ávidos de sangre por los pasillos. Sospecho que me dejarán tranquila. Me olfatearán y verán que soy de los suyos. Podré circular sin que me molesten mientras despedazan a toda la tripulación de Rampart.
Esta tarde he ayudado a Rajesh Ghost y a la reverenda Blanc a cortar con un equipo de oxiacetileno las escaleras de las patas de la refinería. La única forma de bajar ahora al hielo es con el montacargas de la plataforma. Los pasajeros del
Hyperion
se congregarán, ávidos de carne fresca, bajo la refinería, pero no podrán alcanzar a la tripulación.
Trato de afrontar la muerte con estoicismo, pero, admitámoslo, mi estado de serenidad budista es más el resultado de fuertes dosis de morfina que de sapiencia y aprendizaje. Me inyecto cada dos horas. Escondida debajo de la cama tengo una caja de zapatos llena de hipodérmicas usadas. No quedan demasiadas jeringas. Las suficientes para unos días más. Si en los siguientes meses alguien de Rampart necesita una inyección de algo, tendrá que limpiar y esterilizar una hipodérmica usada, pero ese no es mi problema.
La cálida sensación de confort, «la estela» solía llamarlo yo, me hace sentir como en casa. Me llevó años dejarlo. Resolución y recaída. Pasé un año entero en rehabilitación para que me devolvieran la licencia de médico. Perdí la casa, el empleo y a mi hijo. Tuve que trabajar en un supermercado, trajinando comida sesenta horas a la semana, para pagar el alquiler de un piso enano. Tuve suerte de que no me quitaran la licencia para siempre, pero supongo que ahora no importa. Solo me queda disfrutar del colocón.