Un pequeño grupo de trabajadores de una aislada base petrolífera del Ártico se convierte en el último reducto de la civilización humana.
Una enorme plataforma petrolera medio abandonada y en ruinas, atracada en un remoto lugar del océano Ártico, está a punto de ser cerrada. Una tripulación de unas quince personas es la encargada del mantenimiento básico en la últimas semanas de funcionamiento. De pronto, la existencia en este gélido y aparentemente tranquilo páramo se convertirá en un infierno. Desde su remota posición escuchan que una siniestra pandemia mundial asola ciudades enteras. Lo que no acaban de asimilar es que este misterioso virus que se propaga por el mundo esté transformando a los seres humanos en una suerte de monstruos asesinos, casi indestructibles. Los gobiernos intentan dominar la situación, pero este degenera en cuestión de días y el mundo se colapsa. Uno por uno los canales de televisión que unen a la tripulación de la base con el resto de la civilización mundial dejan de transmitir.
Adam Baker
Solos
ePUB v1.0
AlexAinhoa08.07.12
Título original:
Outpost
Adam Baker, 2012.
Traducción: Marc Viaplanas Canudas
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.0
Para Helen
El mar de Barents es tan frío que si se quedara en calma un solo día, si los vientos del Ártico y las corrientes oceánicas dejaran de agitarlo, se solidificaría. Se podría andar por su superficie, se podría dirigir un reflector abajo e iluminar el paisaje de ensueño, sellado con hielo, del fondo del océano. Arrecifes y desfiladeros, restos de naufragios encenagados, organismos ciegos que viven y mueren en perpetua oscuridad.
La refinería Con Amalgam de Kasker Rampart está anclada a un kilómetro de la aglomeración de islas de la Tierra de Francisco José. Una plantilla reducida de quince personas recorre corredores y bloques de alojamiento que habían sido el hogar de mil hombres. Diariamente llevan a cabo monótonos chequeos del sistema, luego pillan un ciego, miran la tele o contemplan el desfallecido y deprimente sol a través de la portilla. Se retrotraen en sus recuerdos, navegan por un paisaje de nostalgia y desazón, matan el tiempo hasta el día que Con Amalgam pone otra vez la plataforma en marcha y el oleoducto del fondo del mar vuelve a bombear.
SUPERVIVENCIA
Jane despertó, se desperezó y decidió suicidarse. Si antes de acabar el día no había encontrado una razón para vivir, se arrojaría desde la plataforma. Tener un plan la confortó.
Jane fue a hacer
jogging
por los túneles de servicio de la cubierta C. Era parte de su rutina de cada mañana. La chapa de las paredes y de la cubierta era una gama de tonos otoñales color teja. Las tuberías del oleoducto trepidaban como un corazón palpitante. Calefacción, sumideros, desalinización.
Jane era obesa. A veces, incluso andar le dolía. Cuando iba al baño le costaba limpiarse. Esa era la principal razón de que hubiera aceptado el empleo en la plataforma. La gigantesca refinería sería su clínica de adelgazamiento. Seis meses de aislamiento forzoso, lejos de los supermercados y de los restaurantes de comida basura. Volvería transformada al mundo.
Todas las mañanas se ponía su supersarcástica y superultrajante camiseta PORN STAR y se arrastraba por un circuito de un kilómetro en aquel laberinto de metal. Llevaba pantalones cortos de licra, como los ciclistas, para no rozarse los muslos. Y una toalla sujeta detrás de los pantalones para que el sudor no se le escurriera entre las nalgas. Su chándal húmedo y empapado pesaba.
Jane usaba como línea de meta el puesto contraincendios número cincuenta y nueve, un armario rojo, lleno de respiradores y extintores. Con los pulmones a punto de reventar por el esfuerzo, emprendió el último tramo. Se apoyó contra el armario tratando de recobrar el aliento y con los dedos empapados en sudor buscó a tientas el botón de parada de su reloj. Catorce minutos. Cada vez era más lenta. Apenas iba un poco más deprisa que si anduviera. La primera vez hizo el circuito volando, enérgica y veloz, pero últimamente las rodillas se resentían fatigadas cada vez que ponía el pie en el suelo. Debería descansar unos días y dejar que el cuerpo se recuperara, pero sabía que si rompía el hábito quizá no volvería a correr.
Tras la carrera diaria, Jane solía castigar su repulsivo cuerpo con ejercicios de calistenia, series de abdominales y flexiones de piernas, pero esa mañana la desidia le minaba las fuerzas. Volvió a su habitación, se despojó de su ropa empapada y se metió en la ducha. Tras enjabonarse el barrigón se palpó aquella ingente masa de carne. El chorro caliente de la ducha hizo que la piel habitualmente rosada y blancuzca de Jane se sonrojara.
Jane se secó con la toalla, se puso talco en los pliegues y las arrugas del cuerpo y con un aerosol se aplicó desodorante de pies a cabeza. Evitaba verse reflejada, odiaba los espejos. Pechos caídos, montones de grasa, su carne parecía una sustancia viscosa, como mostaza espesa, vertida desde una jarra.
Se vistió, se ajustó el alzacuello y se dirigió a la capilla.
La capilla era el último local en una fila de tiendas. Tres años antes, cuando la refinería funcionaba a pleno rendimiento, Con Amalgam disponía de peluquería, de una tienda de productos variados y de un negocio de alquiler de películas. En el centro comercial ya solo se veían tiendas con la persiana bajada y un candado en la puerta, pero el personal que quedaba seguía llamándolo calle Mayor.
Jane abrió la capilla y encendió las luces. La capilla era una estancia blanca, llena de sillas metálicas. Unos apliques proyectaban luces de colores que simulaban vidrieras.
Sacó su sotana de un armario y forcejeó para ponérsela.
Empezó la misa. Bendijo sillas vacías y cantó a coro con
Classic Hymns of Worship
.
Se colocó junto al atril y recitó el sermón. Recitaba el mismo sermón cada semana, a veces con voz de tonta, a veces al revés. Esta vez lo dejó a la mitad. Plegó las hojas en aviones de papel y los hizo volar por la sala. Probó con diferentes formas de alas, para ver si conseguía hacerlos llegar a la pared del fondo.
—Es un trabajo duro —le había dicho el obispo, mientras tomaban juntos jerez en el estudio de él—. Pasarás mucho tiempo lejos de casa. Harás de madre de mil hombres, marineros de cubierta, camorristas. Gente difícil.
—Mi padre era marinero —había contestado Jane—. Sé cómo manejar a los bravucones.
Pero Jane no sabía cómo manejar la intrascendencia.
Rampart había sido una ciudad activa. Las luces de la instalación llamearon en la noche polar como si un pedazo de Nueva York se hubiera desprendido y se hubiese ido flotando. Tenía una sala de cine, un gimnasio y una cafetería Starbucks, e incluso una emisora de radio. Tres policías mantenían el orden. En la plataforma no había alcohol, pero sí tipos con temperamento. Turnos largos y nada con qué entretenerse al acabar el trabajo hacía que a veces las peleas fueran a mayores. Los policías descargaban entonces su pistola
taser
contra los implicados y los encerraban en una celda hasta que se calmaban.
Tener empleo en una refinería del Ártico era como estar enrolado en la Legión Extranjera. Eran hombres que huían del sufrimiento, de la adicción, del fracaso personal en cualquiera de sus facetas. Jane esperaba verse cuidando de tipos duros en momentos bajos, en momentos de desengaño y extravío. Dejaría que le hablaran en la intimidad de la capilla y los devolvería a casa restablecidos y enteros. Pero en lugar de esto encontró penumbra y abandono.
—¡No entiendo por qué te han mandado aquí! —gritó Punch, mientras ayudaba a Jane a bajar el petate del helicóptero de abastecimiento.
Gareth Punch. Perilla pelirroja, menudo y delgado, de unos veinticinco años de edad.
—Supongo que los de tu iglesia no sabían que este lugar está parado indefinidamente.
Se apresuraron a alejarse del torbellino de las aspas del rotor Sikorsky, mientras este emprendía el vuelo.
—Rampart no bombea desde hace un año. El pozo de Kasker se está agotando. Ya no queda petróleo que sea fácil de extraer. Tarde o temprano reubicarán la refinería en el golfo de México o en cualquier otro lugar, o se la venderán a la India como chatarra. Estupideces de la burocracia. Lo de siempre. No importa. Bienvenida a Rampart —dijo, tendiéndole la mano a Jane—. Soy Gary Punch, el cocinero.
Punch acompañó a Jane al bloque de alojamientos.
—Esta es tu habitación —le dijo— pero hay muchas más, si quieres cambiarla por otra. Tienes el bloque entero para ti. Casi toda la plantilla se junta para cenar en la cantina a las siete, pero aparte de esto, cada uno va a la suya. Más vale que te acostumbres a la soledad, porque este lugar es una ciudad fantasma.
Jane dejó caer la sotana en una silla y sacó una chocolatina escondida detrás de una gran Biblia, en el armario de la sacristía. Se sentó en el altar y comió. Se sentía inútil, sola y desamparada.
Emprendió el regreso a su habitación. Era un largo trayecto por blancos pasillos sin fin. La refinería era tan extensa que algunos usaban bicicletas para desplazarse por ella. En la enfermería había un coche camilla que se parecía a un cochecito de golf. Estaba atado con una cadena, para que el personal no se diera paseos en él.
Jane anduvo mecánicamente por el camino de siempre, pero se dio cuenta de que no había razón para volver a su habitación y se detuvo junto a una puerta exterior. Aquella misma mañana había decidido arrojarse desde la plataforma. ¿Por qué esperar al anochecer?
Hizo girar la rueda de la escotilla y entró en una esclusa de aire acolchada.
ADVERTENCIA
FRÍO EXTREMO
INDUMENTARIA TÉRMICA OBLIGATORIA
DOS PERSONAS COMO MÍNIMO
Tiró de la puerta exterior y la abrió. El súbito contacto con el frío le cortó el aliento. Hacía un frío brutal. Treinta bajo cero sin abrigo. La piel le quemaba.
Jane salió a una pasarela. Las botas resonaban contra el metal. Bajo la lóbrega luz del día, un vasto paisaje de maquinaria con enormes tanques de almacenamiento. Las torres, las vigas transversales y el sistema de tuberías estaban cuajados de hielo. Un archipiélago de acero, una de las mayores estructuras flotantes del mundo.