Solos (16 page)

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Authors: Adam Baker

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Solos
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—El generador número Tres parece en bastante buen estado —dijo, tosiendo—. La consola parece funcionar. ¿Por qué diablos no se encienden las luces, entonces?

—Quizá la avería esté más adelante.

Ghost dirigió la linterna hacia la pared. Cables gruesos como una tubería se juntaban en un conducto. Ghost se desabrochó el abrigo y se quitó el forro polar.

—No estarás pensando en meterte ahí dentro, ¿verdad?

—Me encantaría mandarte en mi lugar —dijo Ghost—, pero tengo que verlo con mis propios ojos.

Le dio un ataque de tos y escupió.

—Si te desmayas ahí dentro las pasaremos putas para sacarte.

—Esa inyección de adrenalina me tendrá despierto un par de horas. Saquémosle el máximo partido.

Ghost se agachó y entró a gatas en el conducto.

Punch abrió la despensa de la cantina. Hacía más frío que en un refrigerador de carne. La comida estaba cubierta de escarcha. Sian fue con él.

—¿Por qué no hemos distribuido estos víveres de supervivencia? —preguntó Sian—. Tenemos estas latas autocalentables.

—Son el último recurso. Quiero guardarlas por si nos hacen falta en el viaje. Sigo pensando que el mejor plan es esperar a mediados de invierno e irnos a Canadá con las motos de nieve.

—¿Nosotros solos?

—Tú y yo, y quizá Jane y Ghost, si quieren. Lo he discutido un montón de veces con Jane. Ella se opone a la idea, pero al final cederá.

—Yo no estoy tan segura.

—La verdad es que ya no me hablo con nadie. Se pasan el día en la cantina, con la mirada perdida en el vacío. No conseguirán volver a casa. Quizá suene mal, pero tal como yo lo veo, ya son cadáveres.

Punch sacó una caja de un estante.

—Dales copos de maíz. Tendrán que tomárselos sin nada. El hidrato de carbono es bueno para la salud. Es todo lo que podemos hacer.

—Todos estamos muriendo un poco, ¿no crees? —comentó Sian—. Todos nosotros.

Punch sonrió.

—Aún no estamos acabados —dijo.

Y la besó.

Ghost se arrastraba por el interior del conducto. Llevaba la linterna en una mano y la radio en la otra. Examinó el grueso cable que se extendía por encima de él.

—¿Cómo va?

Era la voz de Jane.

—Todo bien. Me he parado un momento a descansar.

—¿Has encontrado los daños del incendio?

—No, de momento. Pero debe de haber algún corte en la línea. Solo tengo que encontrar dónde.

—No me gusta. Te estamos tratando como a una servilleta. Te usamos por el bien común
.

—Va todo junto. Fuiste tú quien decidió colgarse del cinturón el manojo de llaves de Rawlins. Tienes que apechugar con el paquete entero.

Ghost reprimió un ataque de tos.

—Venga. Voy a seguir.

Nail buscaba provisiones.

—Quiero estar preparado. Necesitaremos un montón de cosas cuando nos embarquemos hacia el sur.

—El bote no está ni siquiera acabado —dijo Nikki.

—Los preparativos nunca sobran. Además, me aburro. No quiero pasar el rato con esos putos muermos de la cantina. Quiero resultados.

Había puntos de encuentro con botes salvavidas en todos los rincones de la refinería. Los puestos de botes salvavidas llevaban el nombre de paradas del metro de Londres: Moorgate, Holborn, Blackfriars y Pimlico. En todos los puestos había un equipo de supervivencia. Nail iba sacando cosas de los equipos. Bengalas, mantas térmicas, barritas nutritivas, primeros auxilios. Metía los suministros en un petate vacío que llevaba al hombro como Papá Noel.

Nail guió a Nikki por la cubierta y contemplaron juntos la media hectárea de vigas metálicas retorcidas, donde antes estaba el módulo D.

Una parte del módulo se aguantaba de pie. La linterna de Nail iluminó una escalera alabeada y varias habitaciones calcinadas.

—Ven.

—No vas a querer entrar ahí, ¿verdad? —preguntó Nikki.

—¿Ves esa entrada en el segundo piso?

—Sí.

—Es mi antigua habitación.

Subieron entre los escombros. La escalera crujía bajo el peso de los dos.

La puerta de la antigua habitación de Nail estaba chamuscada y ondulada. Él la abrió de una patada.

La habitación estaba negra de hollín. Nail apartó con el pie el armazón calcinado de una silla y retiró de la cama un colchón derretido.

—Toma asiento.

Nikki se sentó en el bastidor metálico de la cama.

Nail cerró la puerta para retener el calor corporal y colocó la linterna en la pileta del lavabo.

Abrió una estufa de hexamina y con un Zippo encendió el paquete de combustible.

Luego se puso de puntillas y haciendo palanca abrió la rejilla de un respiradero. Hurgó en el interior y sacó una cajita de metal calcinada.

Se sentó en la cama junto a Nikki y, con una llave que llevaba colgada del cuello, abrió la caja. Dinero. Billetes enrollados con gomas elásticas. Nail se metió la pasta en el bolsillo interior del abrigo.

—Te podrás limpiar el culo con ellos, supongo —dijo Nikki—. ¿Ganancias de póquer?

—Fruto de la actividad empresarial.

Nail se puso la cajita en el regazo y la abrió. Una cuchara. Envases con hipodérmicas. Una bolsita de plástico con polvo marrón.

—No sabía que tuvieras una afición.

—La temporada dura seis meses. Hay que divertirse, de vez en cuando.

—Y así vuelves a casa con triple paga.

—Calderilla. Todos le pillan hierba a Ghost. Solo vienen a verme cuando quieren algo un poco más fuerte.

Nail se quitó un poco de escarcha del hombro del abrigo y la derritió en una cucharilla con una pizca de polvo. Sacó una jeringuilla de un envoltorio y succionó el líquido burbujeante.

—¿Quieres evadirte un rato? —preguntó Nail.

—¿Por qué no? Hay un montón de cosas que quiero quitarme de la cabeza ahora mismo.

Nikki se quitó el abrigo y se subió la manga del forro polar. Nail le frotó con el pulgar la parte interior del codo, para levantar la vena. Le insertó cuidadosamente la aguja bajo la piel y apretó el émbolo. Una agradable sensación de bienestar envolvió a Nikki. Sonrió y se echó hacia atrás, contra la pared.

Nail se quitó el abrigo y se arremangó la sudadera. Con un cordón de zapato se hizo un torniquete en los bíceps, apretó el brazo y se inyectó.

Acercó a Nikki hacia él, le cubrió los hombros con el abrigo y le acarició el pelo.

Se quedaron los dos sentados en la habitación calcinada, mirando hipnotizados la incorpórea llama azul de la estufa.

Ghost reptaba por el conducto. Al llegar a una junta se revolvió para sortear el codo. Una trabilla del cinturón se le enganchó en un perno. Trató de zafarse pero no se podía mover. Una súbita claustrofobia lo invadió y empezó a sudar. Empujó las paredes del conducto. Oyó sus propios sollozos.

Dejó de forcejear y con los ojos cerrados trató de serenarse.

—Háblame, Jane. Necesito oír tu voz.

—Estaba pensando que Rawlins no quería rendirse. Me lo dijo. No quería que la enfermedad lo venciera. Supongo que todo el mundo dice lo mismo; que saltarán por un acantilado cubiertos de gloria antes que consumirse en la habitación de un hospital.

—¿Qué piensas tú de esa enfermedad?

—Leí un libro sobre el Proyecto Manhattan. Cuando probaron la primera bomba atómica en el desierto, los científicos se preguntaban si la explosión incendiaría la atmósfera. Quizá sea la misma situación. Ellos, los omnipotentes y terroríficos Ellos, se pusieron a jugar con algún tipo de supertecnología. Nanoagentes. Armas biológicas. Algo tan avanzado, tan inestable, que instalaron el laboratorio en el espacio, para tenerlo controlado. Pero algo salió mal, algo súbito y catastrófico, y empezaron a caer restos a la Tierra, como nuestro amigo de la cápsula
.

—Podría ser. ¿Por qué no?

Ghost se revolvió en su reducido espacio. Desenganchó la trabilla del cinturón y avanzó arrastrándose con los codos.

—Tengo la sensación de haber pasado horas reptando por aquí dentro.

—¿Nada?

—Nada. El cable parece en buen estado.

—Busca una salida y volvamos a la central eléctrica. Le daremos otro vistazo al generador
.

Punch subió a la cúpula de observación, se arropó con un saco de dormir y se quedó mirando las estrellas.

Oyó pasos que subían. Una luz se acercaba piruetando por la escalera de caracol. Era Sian. Llevaba una caja de aluminio debajo de cada brazo y una Maglite sujeta con los dientes.

—Uno de los tipos de Raven es electricista —dijo Sian—. Si conseguimos hacerlo llegar hasta aquí, nos podrá ayudar.

—No tenemos corriente eléctrica —respondió Punch—. No tenemos radar. Si se suben a los botes salvavidas pasarán de largo.

Sian abrió los cierres de las dos cajas.

—Un kit GPS y una radio. Los encontré abajo. Funcionan con baterías de litio. Están cargados.

—No tendrán demasiada cobertura.

Sian contempló la silueta de las colosales torres de destilado, tres enormes sombras que eclipsaban las estrellas.

—¿Y si las ponemos bien altas?

Un súbito agotamiento invadió a Ghost. Se giró y se apoyó en un codo.

—Me siento como una puta rata de cloaca.

—En mi último año de escuela hablé con un asesor de estudios. Me preguntó qué haría si fuera la única persona viva en la Tierra, si no hubiera ninguna presión social y no quedara nadie a quien impresionar
.

—¿Qué le dijiste?

—Que deambularía y haraganearía. Me sentaría en la orilla de un río y leería libros
.

Ghost se metió la mano en el bolsillo y sacó una hipodérmica amarilla cargada de adrenalina. Le quitó el capuchón con los dientes y se la inyectó en los bíceps.

—Tú eres el que manda ahora. Lo sabes, ¿no? Lo digo en serio. De verdad. Ahora que Rawlins no está, la única autoridad que queda eres tú. La tripulación es responsabilidad tuya. Y están todos esperando que concibas el Gran Plan
.

—¿Es esa tu declaración de relevo? ¿Me estás pasando el testigo?

»Noto una brisa. Ahí arriba hay algo.

Ghost siguió reptando. Una sección de la tubería se había roto cuando el módulo D se desprendió de la refinería. Se asomó por un borde de metal mellado. Un cable pelado se mecía en el viento helado. Mucho más abajo estaba el mar.

—Creo que ya he encontrado el problema.

Escupió flema. Le entraron arcadas y vomitó.

—Voy a dar media vuelta. Voy a volver.

Jane ayudó a Ghost a renquear de vuelta a su habitación. Lo hizo tender en la cama. Estaba pálido y sin aliento y temblaba. Jane lo cubrió con tres abrigos.

Se estiró a su lado, para que Ghost le apoyara la cabeza en el hombro.

—Ahora tómatelo con calma —dijo Jane—. Recupérate.

—Solo necesito un poco de descanso.

Tenía líquido en los pulmones. Cada espiración acababa con un estertor.

—Tómate tu tiempo.

—Puedo empalmar un cable alargador doméstico a la consola de la central eléctrica. Podremos hacer funcionar un par de calentadores. Podremos cocinar. Nos mantendrá vivos. Nos dará una prórroga.

—¿Y después?

—Buscaremos un trozo intacto de cable de tres mil megavatios. Unos cuantos metros, con eso bastará. Conectaremos el cable a la línea y todo funcionará. Solo hay que levantar placas del suelo hasta que encontremos cable.

Ghost se sacó del bolsillo otra jeringa de adrenalina.

—¿Seguro que quieres hacer esto?

—Sí. El tramo final.

Cuerda de salvamento

Desde la barandilla de la refinería, Punch miraba hacia el este. El hielo rodeaba la plataforma y se extendía hacia la isla. El sol ya no salía. El día era un breve crepúsculo rosado. El Ártico estaba entrando en la noche perpetua.

Sacó del bolsillo del abrigo una vieja radio Sony. La había encontrado entre un bote de pintura y un rodillo. Alguien había estado pintando un pasillo y había dejado la faena a medias. Las pilas aún tenían carga.

Extendió la antena y movió el dial. Pitidos de interferencias. Una voz espectral. De un hombre. Acento francés. Cansado, angustiado. Punch se echó atrás la capucha del abrigo y pegó la oreja a la radio:

… ejor consejo… lugar seguro y no os aventuréis… si podéis oírme… refugio… no hay esperanzas… que Dios os proteja

Punch regresó a la cúpula de observación.

—¿Algo de nuevo? —preguntó Sian.

—Nada. Parece que no funciona.

Punch zarandeó la radio, hizo caer las pilas y lo dejó todo a un lado.

Él y Sian habían convertido la cúpula de observación en su campamento base. Habían apartado las sillas de la consola de la emisora y habían instalado una tienda de bóveda. Cada noche cocinaban con una estufa. Contaban estrellas mientras comían. Habían cosido dos sacos de dormir en uno y dormían piel con piel.

—¿Qué crees que nos espera de vuelta al continente? —preguntó Sian.

Estaba sentada con las piernas cruzadas junto al hornillo y removía fideos en un cazo de cámping.

—Estoy seguro de que lo peor ya ha pasado. A estas alturas la gente ya se habrá organizado.

—¿Tú crees?

—Sí. En los momentos difíciles los vecinos se ayudan unos a otros.

Punch quería decir: «Prométeme que me matarás. Si me contagio, si me transformo como Rawlins, acaba conmigo. No permitas que me convierta en un monstruo».

En lugar de eso, preguntó:

—¿Cómo van los fideos?

—Pronto estarán hechos.

La central eléctrica. El generador Tres emitía un zumbido continuo. Una potencia descomunal, suficiente para abastecer a una ciudad pequeña. Ghost había conectado un solo alargador doméstico desde el panel de control. Pasaba por un respiradero al hangar de submarinos contiguo. Un solo enchufe. Un solo calentador de convección. La tripulación se sentaba por turnos junto al resplandor anaranjado.

La tripulación había acampado delante del sumergible. Las zarpas de acero del cargador se arqueaban encima de ellos como un abrazo protector. Dos jugaban al ajedrez envueltos en mantas. Otro afilaba un cuchillo. Había botellas de agua potable alineadas delante del calentador, para que no se congelaran.

Ghost yacía bajo tres anoraks. Su respiración entrecortada emitía un sonido de gorgoteo. Jane estaba a su lado y le acariciaba la cabeza. De vez en cuando, Ghost abría los ojos. Jane sonreía. Quería que él viera una cara tranquilizadora. No quería que se sintiera solo.

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