Un enjambre de pasajeros infectados se agolpaban alrededor de ella. Vestidos largos y trajes de etiqueta llenos de sangre. Peste a vómitos y meadas.
Ivan se dio la vuelta y echó a correr.
Jane dirigió el barco hacia una luz roja que parpadeaba en la punta de una de las torres de destilado, era uno de los intermitentes de aviso para los aviones.
Jane se imaginó al personal de Rampart, uno al lado de otro en la barandilla de la refinería, recibiendo con aplausos al transatlántico cuando este fondeara. Ella haría como si nada y les diría: «¡Bienvenidos a bordo, muchachos!». Y disfrutaría del respeto y la admiración de todos.
En el panel de control había un botón con el icono de una trompeta. Al pulsar el botón la sirena Tyfon del barco emitió un prolongado mugido de dos notas.
Ivan entró corriendo.
—Los pasajeros. Esos cabrones se han colado. Están aquí mismo.
Agarró a Jane por la manga y se la llevó hacia una puerta exterior.
—Hay que largarse.
—¿Y Punch y Ghost?
—Tenemos que irnos de aquí.
Un grupo de pasajeros infectados pululaba por la cubierta superior.
Unos oficiales de uniforme atraparon a Ivan mientras este corría al exterior. Ivan chilló y peleó, pero se abalanzaron sobre él y lo derribaron.
Jane se apretó la escopeta en el hombro y apuntó hacia un hombre con barba y unas gafas derretidas en la cara. La descarga le reventó la cabeza. El segundo disparo alcanzó en el pecho a dos tripulantes y los tumbó.
Un cocinero se lanzó sobre ella. Jane le disparó al hombro y el brazo aterrizó en un banco.
Más pasajeros y más miembros de la tripulación subían por las escaleras de la cubierta inferior. Jane retrocedió hacia el puente de mando.
Más tarde, cuando le preguntaron qué le había pasado a Ivan, Jane dijo:
—Lo juro; parecía que quisieran meterse dentro de él. Le hundieron los dedos en los ojos y en la boca. Le arrancaron los dedos a mordiscos. Le clavaron un puño en el vientre. Lo giraron prácticamente del revés.
Jane estaba atrapada. Le quedaban dos cartuchos en el cargador. Trepó por el asiento del capitán, disparó contra la ventana y escapó al exterior. Las astillas del cristal roto le rasgaron el anorak y el material aislante asomó. De pie sobre la repisa, Jane trataba de mantener el equilibrio. La cubierta estaba a diez metros en vertical. Subió gateando al techo del puente de mando.
Jane iba de un lado a otro del techo. Dando bufidos y zarpazos en el aire, los pasajeros trataban de alcanzarla desde abajo. Jane sacó de la mochila una caja de cartuchos y volvió a cargar la escopeta. Se apoyó en el poste del radar y trató de respirar más lento. Sacó del bolsillo la radio y gritó.
—¿Ghost? ¿Punch? ¿Me oís? Necesito ayuda urgente, colegas.
En el helipuerto, Sian movía de un lado a otro un reflector. El resto de la tripulación subió con ella. Querían ver el barco que les iba a devolver la libertad.
Vieron un resplandor en el horizonte, como el de una estrella baja. Quince minutos después vieron los faros encendidos de un barco que se acercaba. Una luz viva y fantasmagórica envolvía el
Hyperion
. La gran proa se iba abriendo paso entre el hielo. La sirena atronó. Todos aclamaron entusiasmados.
—Es enorme —dijo Nikki.
—Y habrá calefacción —añadió Sian—. Imagínate. Estaremos todos calentitos. Ya casi no me acuerdo de lo que es eso.
—Es un monstruo.
—Fíjate en lo rápido que se mueve —dijo Sian—. En pocas horas estaremos en casa.
—Se acerca muy rápido. Quizá deberían empezar a frenar.
El barco no aminoró la velocidad. La tripulación dejó de vitorear y se apartó del borde del helipuerto.
El buque seguía acercándose. Ya se oía el ruido de los motores, las rachas de agua, el chasquido del hielo agrietándose…
El barco embistió la esquina oeste de la plataforma. El impacto hizo temblar la refinería entera e hizo caer a toda la tripulación al suelo. Muchas vigas se doblaron y cedieron chirriando y lanzando chispas. Un rugido atronador. Uno de los gruesos cables que sostenía la plataforma se soltó y una parte de la superestructura se precipitó al mar.
Sian cayó y se rompió la nariz. Rodó por el suelo y se quedó aturdida. Al estornudar expulsó sangre. Una imagen onírica se le apareció entre las lágrimas: las luces de un barco, las cubiertas, los ojos de buey, los ornamentos, pasaban ante ella como un desfile de feria ambulante. Una brecha profunda se había abierto en el costado del barco. La plancha del casco se desgarró con un chillido infernal.
El transatlántico dañado siguió a toda marcha, directo hacia la isla.
Impacto.
Ghost salió despedido a la otra punta de la sala de máquinas. Se agarró a una barandilla y evitó caerse sobre un enorme eje de hélice en marcha.
Cayó al suelo. El ventilador de un extractor se soltó de un conducto y retumbó sobre la cubierta, cerca de la cabeza de Ghost. Varios armarios de herramientas se abrieron de golpe.
Ghost se puso en posición fetal con las manos en la cabeza, mientras llaves inglesas rebotaban sobre la chapa de la cubierta.
El barco dio un bandazo en una última conmoción cataclísmica. Una sección de la pasarela se desplomó. Al reventar un extintor, la sala de máquinas se llenó de partículas de espuma. Luego, todo se quedó quieto.
Ghost se puso en pie, se limpió la espuma de la cara y de las manos y escupió espuma también. Una capa blanca cubría como una nevada frondosa la sala de máquinas.
—¿Con qué hemos chocado? —preguntó Punch—. ¿Con un iceberg o algo así?
—Nos hemos parado. No nos movemos. Creo que hemos embarrancado.
—¿Te has hecho daño?
—Me he dado un golpe en la pierna, pero estoy bien. ¿Y tú?
—Nada.
Los ejes de las hélices seguían girando.
—Será mejor que paremos los motores.
El barco quedó escorado en un ángulo extravagante. La sala de máquinas era una cuesta empinada. Punch tuvo que trepar por la sala para desconectar los interruptores diferenciales. El ruido de los motores disminuyó poco a poco, hasta cesar del todo. Los cuatro enormes ejes de hélice fueron frenando gradualmente, hasta que dejaron de rodar.
Ghost puso en funcionamiento una de las turbinas desconectadas.
—Mejor si dejamos esta al ralentí —dijo—. Nos servirá para tener luz.
—¿Dónde está la radio? Ayúdame a buscarla. Creo que la perdí al caerme.
Ghost encontró la radio detrás del cadáver del maquinista.
—¿Jane? Jane, ¿me oyes?
Sin respuesta.
—Jane, ¿me copias? Cambio.
Pasó una hora. Cada diez minutos, Ghost trataba de establecer contacto con Rampart.
—¿Crees que esas cosas estarán ahí fuera aún? —preguntó Punch.
—Imagino que sí.
Punch movió con el pie al maquinista.
—He matado a un hombre —dijo Punch—. Fíjate, me he convertido en alguien que mata gente.
—El mundo ha cambiado. Tenemos que cambiar también.
Oyeron un ruido sordo, como el de una escaramuza. Punch subió los peldaños del puente y puso la oreja contra la puerta.
—¿Oyes algo? —preguntó Ghost—. ¿Hay alguien ahí fuera?
Punch le hizo señas para que guardara silencio.
Tres golpes en la puerta.
—¿Qué hacemos? —preguntó Punch—. ¿Abrimos la puerta?
Tres golpes más.
—Pásame la escopeta —dijo Punch—. Voy a abrir.
Abrió la compuerta, se apretó la culata de la escopeta en el hombro y le dio una patada a la puerta. Era la doctora Rye, con una botella de Chivas Regal en la mano.
—¿Preparados para largarse?
Rye encendió un trapo metido en el cuello de la botella de Chivas y la lanzó contra un grupo de pasajeros infectados, congregados al final del pasillo. El alcohol en llamas se esparció por las paredes y por el suelo y formó una barrera de fuego.
—No perdamos tiempo.
Cruzaron corriendo el barco. Los pasillos y las escaleras estaban inclinados en un ángulo de pesadilla.
—Veamos —dijo Rye—. Tendremos que pasar por un par de espacios comunitarios. Lo haremos con rapidez y sigilosamente. Hay demasiados de esos engendros como para repelerlos a todos.
Cruzaron la biblioteca del barco. Novelas y revistas habían caído de los estantes al encallar el barco. Pasaron por encima de montañas de papel.
—Vamos a cruzar el vestíbulo principal —explicó Rye—. Puede ser peliagudo.
Pasaron raudos por una zona de terrazas que daban al vestíbulo principal, el espacio comunitario central. Ghost se detuvo un momento y miró por la balaustrada.
Cientos de pasajeros infectados pululaban y gemían entre el caos y el hedor. Ricos veraneantes mutados en monstruosas parodias de sí mismos. Andaban a trompicones entre las mesas y las sillas volcadas en el suelo. Subían y bajaban por las escalinatas. Montaban en los ascensores de vista panorámica. Se arrastraban a cuatro patas o con los codos por el gran rellano de las escalinatas. Resbalaban sobre los folletos del mostrador de información y tropezaban con los relucientes pedazos de la araña de luces caída del techo.
—Dios mío —murmuró Ghost.
Rye le tiró de la manga.
—Vamos.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Ghost.
—Remando en bote desde la plataforma —contestó Rye—. Regresaremos en la zódiac.
—¿Encontraste a Jane?
—Pensaba que estaba con vosotros.
En el momento del impacto, Jane había salido despedida del techo del puente de mando, como el maniquí que atraviesa un parabrisas en una simulación de choque.
Al salir volando por los aires, Jane tensó instintivamente todos los músculos del cuerpo, esperando el impacto. Va a ser una tortura lenta, le dijo una vocecita; chocarás contra la cubierta y te quedarás tirada en el suelo pensando que estás bien aunque te hayas roto la columna. El dolor irá en aumento hasta que pierdas el mundo de vista.
Una pierna se le enredó en un cordón de luces de adorno colgado en la proa. Jane quedó suspendida cabeza abajo unos instantes, revolviéndose y agitando los brazos hasta que la ornamentación cedió entre chispazos. Jane cayó sobre la cubierta y aplastó varias bombillas. Se puso rápidamente de pie. En cualquier momento iba a tener a los pasajeros infectados encima. Recogió su escopeta y corrió.
La zódiac de Rampart colgaba de unos cabrestantes para botes salvavidas. Jane hizo bajar la zódiac hasta el hielo y se descolgó por la soga del cabrestante. Desenganchó la soga y arrastró el bote por la superficie del hielo, hasta el borde del agua.
Había perdido la radio. Se arropó con el abrigo y esperó a ver si alguien más había logrado escapar del
Hyperion
. Quince minutos después, vio que alguien se aproximaba por la nieve: Ghost, Punch y Rye.
—Ya pensaba que habíais muerto —dijo Jane.
—¿Qué pasó?
—Había cientos de ellos —balbuceó Jane—. Fue como si estuvieran todos hibernando allí abajo, en la oscuridad.
—¿Dónde está Ivan? —preguntó Ghost.
—Lo hicieron pedazos.
—¡Por Dios!
—Larguémonos de esta isla —dijo Jane—. No quiero ver más ese puto barco.
Mientras conducían la zódiac a Rampart, miraron hacia atrás.
El transatlántico había embarrancado a tres kilómetros de distancia, con las luces aún centelleando. La proa del barco se alzaba sobre las aguas. En la plancha del casco había una gran grieta.
Nadie dijo nada.
Rye le curó la cara a Sian. Le limpió la sangre de la nariz y le puso un vendaje.
—Pasarás un tiempo respirando por la boca, pero te pondrás bien —le dijo Rye mientras le daba un par de aspirinas.
—¿Algún otro herido? —preguntó Sian.
—Nail se ha roto el brazo.
—¡Carajo!
—Una fractura. Nada grave.
Jane bebía sopa a sorbos en la cantina y se calentaba las manos con la taza. El resto de la tripulación la miraba desde la otra punta de la sala.
—¿Qué quieren? —preguntó Jane—. ¿Qué les puedo decir?
—Supongo que quieren saber si el barco aún flota —contestó Sian.
Tenía la nariz vendada y hablaba como si tuviera un fuerte catarro.
—¿Cómo demonios voy a saberlo? Diles que muevan el culo y lo vean con sus propios ojos. ¿O es que tengo que hacerlo todo yo?
Jane se encerró en el lavabo. Durante su breve exploración del
Hyperion
se había llenado los bolsillos de botellitas de bebidas alcohólicas. Se sentó en el cubículo, colgó la linterna en el soporte del papel higiénico y se echó entre pecho y espalda cinco botellitas de Jim Beam. Cerró los ojos y esperó los efectos.
Jane se tendió en la litera y vació dos botellitas de bourbon más. Estaba insensible y atontada, y deseaba que aquello durara.
Alguien llamó a la puerta.
—Ghost quiere ir al barco, a buscar material —dijo Punch—. Hay unas cuantas cosas que nos irían bien.
—Olvídalo. Ese lugar es una trampa mortal.
—Sería entrar y salir, como robar un banco. ¿Nos acompañas?
—Me he retirado de jugar a los héroes.
—Entonces no te importará prestarme tu escopeta —dijo Punch, recogiendo el arma y los cartuchos de encima de la mesa.
Jane, aún tendida en la cama, se giró hacia la pared.
Ghost y Punch llevaron la zódiac de vuelta a la isla. Habían sujetado a la lancha una larga escalera de aluminio. La escalera sobresalía por ambos lados, como unas alas metálicas.
El
Hyperion
estaba encallado en las rocas dentadas de la orilla de la isla.
Transportaron la escalera a la proa del barco y entraron por una brecha en el costado del casco. Las planchas de acero rasgadas habían dejado al descubierto una sección transversal de dormitorios y escaleras.
Ghost condujo a Punch a un pasillo cercano al pantoque.
—Allí —le dijo, señalando el techo—. Es exactamente lo que nos hace falta. Un solo núcleo, alto voltaje. Con un buen pedazo bastará. Perfecto.
Haciendo palanca con un destornillador abrió un cajetín de pared y sacó un interruptor diferencial.
—¿Perfecto, dices? ¿Encontramos una ciudad flotante y lo único que nos llevamos es un pedacito de cable?
—Esto nos dará calor y luz, nos mantendrá vivos todo el invierno. Piensa que nuestra situación ha mejorado mucho desde ayer. Tómatelo de esta manera.
Punch cerró una compuerta en una punta del pasillo y la reforzó haciendo nudos con un trozo de manguera de incendios. Luego hizo guardia en la otra punta, sosteniendo en la mano un cóctel molotov fabricado con una jarra de pepinillos.