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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (33 page)

BOOK: Sólo tú
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Mientras bajaba la escalera, pensó en qué dirían los padres de su amigo cuando conocieran sus inclinaciones sexuales, qué harían cuando un día les presentara a «su pareja», de qué forma reaccionarían o si serían capaces de entenderlo.

El mundo estaba lleno de caminos infinitos, algunos cerrados, otros que no iban a ninguna parte, la mayoría con piedras, casi todos difíciles.

Caminos que se entrecruzaban, pero no siempre se unían.

Llegó a la calle y tuvo un ramalazo de inspiración.

El Turó Parc presentaba su mejor aspecto, como si fuera domingo. Los más pequeños seguían al cuidado de sus amas, institutrices o criadas, como las llamaran ahora. Pero los mayores, libres de la escuela, dominaban con sus gritos el ambiente. Una poderosa sensación de libertad lo impregnaba todo. Por delante, un verano, un mundo por llenar. Tiempo de luz.

Gonzalo no estaba leyendo, ni paseando, ni en el estanque, ni en la zona de los juegos infantiles, ni mucho menos en la de los perros. Creyó que se había equivocado y se disponía a regresar a su casa cuando se detuvo con una nueva intuición que complementó la primera.

Entonces lo localizó.

En la parte más cerrada, donde ella misma había estado la tarde en que Rogelio y ella se besaron.

Gonzalo y Carlos no se besaban. Ni tan sólo iban cogidos de la mano. Pero estaban allí, hablando, ajenos a todo.

No quiso acercarse.

No quiso molestarlos.

Fueron apenas cinco, quizá diez segundos, observándolos, felices, risueños, antes de dar media vuelta y apartarse de su horizonte.

Si quería hablar con alguien, únicamente le quedaba Elisabet.

 

 

—No hay muchas opciones y lo sabes, ¿verdad?

—Sí —concedió Beatriz.

Elisabet cerró la mano izquierda y luego liberó los dedos pulgar, índice y medio. Los mantuvo así mientras desgranaba sus teorías.

—O le ha pasado algo a él, o a su padre, o es un cabrón.

—No digas eso.

—Tía, a ver... —Quiso ser consecuente, buscando las palabras menos agresivas—. Aparece una señora, y según tú, ¡qué señora!, os pilla, le monta el pollo y después de dejarte en casa... ni una palabra más hasta ahora.

—Sí.

—Pues ya me dirás.

—Me lo contó. Esa mujer estaba loca.

—Loca o no, es lo último que recuerdas de anteanoche. No me digas que esa falta de noticias no es coincidente.

Beatriz pareció desinflarse.

—Tengo una extraña sensación, eso es todo —le reveló a su amiga.

—Pues fíate de tu instinto.

—¡Pero es que no se trata de...! —Se quedó de nuevo sin las palabras adecuadas y acabó profiriendo un expresivo—: ¡Es que no sé!

—En primer lugar, cálmate —le sugirió Elisabet—. Ya lo has llamado, le has dejado mensajes, has telefoneado a su oficina. No puedes hacer nada más, salvo comerte el tarro. Y eso no es bueno. Cuando una chica se come el tarro por un chico, es el principio del fin. Como pisar mierda. Y si él nota que te agobias, peor. Te tendrá en un puño. Ahora pasemos a lo evidente: Te has acostado con él dos noches seguidas. —Lo expresó despacio, con cautela—. Según tú, fue algo... —Movió las manos en señal de apoteosis—. Entonces aparece la abuelita y ¡pum! ¿Qué quieres que te diga? Cualquiera pensaría lo más elemental.

—¿Y qué es lo más elemental?

—Bien que lo sabes.

—No, dímelo tú.

Elisabet no se calló.

—Pues que os ha dado demasiado fuerte, sobre todo a ti, que estás deslumbrada, y ahora él igual se está arrepintiendo, o haciéndose caquitas en los pantalones, o empezando a pasar.

—¡Él no es así! ¡Su mundo sí, pero él no!

—¿Cuánto hace que lo conoces?

—¡No tiene nada que ver!

—¿Ah, no? Yo diría que sí. No sabes nada de él.

—¡He visto sus ojos, y su expresión haciendo el amor!...

—¡Beatriz, tía, despierta! ¿Cómo crees que hacen el amor los tíos, serios, cantando por bulerías? ¡Todos ponen cara de carnero degollado, y cuando se corren, son capaces de gritar lo más absurdo o decir lo más insospechado!

—La experta.

—¡Más que tú, sí!

—Pensaba que te pondrías de mi lado.

—¿Y qué es lo que estoy haciendo?

—No lo parece.

—Si supieras adónde ir y me pidieras que te acompañara, te acompañaría. ¿Qué más quieres?

—Nada. —Se encogió de hombros.

—Mañana...

—No puedo esperar a mañana. —Fue terminante—. Tendrá que ir a casa a dormir.

—¿Y si no es así?

Ya no tuvo respuesta para tanto.

Estaba cansada.

Y decidida a quemar hasta su última oportunidad.

 

 

Se quedó momentáneamente quieta en la acera opuesta, mirando el edificio con aprensión. No era muy tarde, aunque sí de noche. Su madre y ella se las tendrían cuando regresara a casa porque, desde luego, no estaría allí a la hora de la cena. Eso, unido al tema de las vacaciones, desataría la guerra, encendería todavía más el conflicto.

Y le importaba una mierda.

Lo único que necesitaba era...

Cruzó la calzada y no tuvo que llamar al timbre exterior. Una mujer salía del portal y lo aprovechó para detener la puerta y colarse dentro. La mujer le lanzó una mirada de desconfianza al no reconocerla como vecina.

—¿A qué piso va? —le preguntó.

—Rogelio Muntadas.

—¡Ah! —Esbozó una sonrisa.

Eso fue todo.

Unos segundos después estaba en el rellano, frente a la puerta de Rogelio.

No tuvo que aplicar el oído a la madera.

Want to know what love is
sonaba atronadora desde el interior del piso.

Beatriz suspiró.

Rogelio estaba allí.

Tomó aire. Su mano derecha tembló al dirigirse al timbre. Lo pulsó dos veces, muy cortas.

La música no menguó.

La canción se hallaba en su parte álgida, los coros finales.

Repitió su gesto, ahora con mayor intensidad. Pulsó el timbre de forma más prolongada.

El mismo resultado.

En su tercer intento mantuvo el dedo apretando el timbre durante bastante rato. Hasta que la canción de Foreigner cesó. El eco de la llamada se esparció entonces en un viaje de ida y vuelta por el lugar.

Golpeó la puerta con la mano.

Temió lo peor, lo más extraño y absurdo: que él no abriera.

No fue así.

De pronto estaba delante de él, recortado contra el fondo iluminado del piso, mitad vacilante mitad perplejo. Beatriz ni tan sólo se había dado cuenta del momento en que la maldita puerta había sido franqueada. Lo veía únicamente a él.

A él.

Borracho, sin afeitar, hecho un guiñapo, como si los cielos le hubieran vomitado encima.

—Rogelio... —apenas si pudo proferir.

Hundió sus ojos vidriosos en ella.

—¡Oh! —fue su parca exclamación.

Se apartó de la puerta y, sin más, echó a andar hacia el interior de la casa.

—¡Rogelio!

Beatriz cerró la puerta. Después de la atronadora descarga decibélica, porque el reproductor debía de estar puesto a todo volumen, el silencio dominaba ahora el lugar. Rogelio se encontraba ya en el centro de la sala, bamboleante, sin saber muy bien qué hacer, si poner otro CD o alcanzar la botella de whisky, de la que apenas si quedaban dos dedos de bebida.

Había otra botella en una de las butacas.

Vacía.

—Rogelio, ¿qué te pasa? —gimió asustada.

El dueño del piso se volvió despacio. La descubrió de nuevo. La reconoció. Arqueó las cejas y bajó la barbilla, igual que si llevase unas imaginarias gafas y la viera por encima de los cristales. Sus gestos fueron imprecisos.

—Tú por aquí —farfulló de una manera muy aséptica.

—¿Por qué no has contestado a mis llamada? ¿A qué viene... esto?

Plegó los labios. Pareció dudar. Todo lo hacía con un ligero efecto retardado, lleno de afectación. Sus ojos eran dos ascuas flamígeras. Beatriz tuvo que contenerse para no abrazarlo y arrastrarlo al sofá. Algo le decía que no lo hiciera, que primero tenía que averiguar qué estaba sucediendo. Sentía sus manos desnudas. Tanto como aterrada tenía el alma.

—Soy un mierda —dijo Rogelio.

—No es cierto.

—Oh, sí —insistió—. Un completo mierda.

—¿Y por qué eres un mierda? —intentó dialogar con él.

La pregunta lo hizo moverse. Un paso a la izquierda. Dos a la derecha. Acabó más o menos en el mismo sitio, inmerso en otra dura diatriba personal y mental. Abrió una mano buscando lo evidente.

—¿Qué precio hemos de pagar por la felicidad? —dijo.

—La felicidad lo vale todo.

—¿Estás segura?

—¿Vas a decirme qué ha sucedido? ¿Es tu padre?

—¿Mi padre? —Su risa fue sardónica—. El hijo de puta... No, no es mi padre. Es ella.

—¿Quién es ella?

—Amalia. —Otro gesto evidente—. ¿Quién va a ser? Amalia...

—¿La mujer de la otra noche?

—La otra noche. —Asintió con la cabeza—. La última noche.

Beatriz sintió más frío.

—No fue la última —musitó.

—Oh, para ella sí, ¿no lo sabías? —Más pasos imprecisos—. No, claro, tú qué vas a saber. Tú eres inocente. El cabrón soy yo. Tú...

—Me dijiste que había terminado.

—Está terminado —asintió de nuevo—. Se mató al irse de aquí, ¿sabes? —Puso las dos manos juntas, como si condujera un volante—. La muy loca absurda... —Unió las palmas y emitió un ruido sordo con los labios—. ¡Pushhh...!

A Beatriz se le doblaron las piernas.

—Dios..., no —exhaló.

—Se mató —dijo sin ambages—. Con un camión de la basura. —Eso hizo que alzara la comisura del labio—. ¿Qué te parece? Un poco más y sale reciclada. —Su chiste le hizo gracia—. Reciclada.

Intentó llegar hasta él. Ahora sí.

Rogelio dio un paso atrás, firme. Levantó las dos manos. Fue una señal inequívoca. Más alta y fuerte que mil palabras. Su rostro adquirió un tinte de dureza situado más allá de toda razón.

—Rogelio, déjame...

Él mantuvo la misma actitud, el mismo gesto.

Un Rogelio situado a años luz del que conocía.

—Fue un accidente —suplicó Beatriz.

—Murió.

—Pero tú no tienes la culpa.

—Oh, la palabra.

—¡Es cierto! ¡Ella fue la que...!

—¿De veras lo crees? —Hablaba mejor, más seguido, con menos incoherencia—. Es curioso: cuando la seduje, por vanidad, porque era fácil, porque sabía que era algo así... —chasqueó los dedos de la mano derecha—, temporal, pasajero..., me pareció excitante. Y dejé que se enamorara. Mucho mejor, ¿no? El amor lo hace todo más sencillo, más directo. No hay pasión sin amor, sólo sexo. Lo hice, y ahora me hablas de... —Ya no pronunció de nuevo la palabra.

—Esa mujer era una insatisfecha. Seguro que pedía guerra y fuiste tú el que caíste. Pero pudo haber sido otro.

—Fui yo, y por la razón que fuese... me quería.

—Eso no es verdad y lo sabes.

—No seas niña...

—¡No me llames niña! —estalló por primera vez con los ojos inundados de lágrimas—. ¡No te sientes culpable por ella, sino por mí!

—¿De qué... estás hablando?

—¡Estás proyectando lo que le ha sucedido a ella sobre mí, sobre nosotros! ¿Qué diferencia hay? ¡Una mujer de cuarenta y pico y una chica de diecisiete! ¡Ésa es la cuestión! ¡Y tú en medio!

—No es tan sencillo.

—Te lo dije. —Apretó los puños empujada por su impotencia—. La culpa es poderosa. La muerte de Amalia te ha puesto delante de un espejo y tú has caído en él, como Alicia.

—Vete —le pidió.

—¿Quieres que me vaya?

—No quiero hacerte daño.

—¡Deja que sea yo quien decida eso!

—Dios... —Ahora el que gimió fue él—. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.

—Entonces ¿de qué tienes miedo? ¡Afróntalo! Cuando una persona le dice «te quiero» a otra, se está comprometiendo. Son palabras mayores. ¡Tienes que saber qué significan! ¡«Te quiero» lo es todo, Rogelio! Abarca el mundo entero.

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