Authors: Jordi Sierra i Fabra
â¿Y yo no lo soy?
Cerró los ojos a la espera de la respuesta de Juan Pablo.
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SeguÃa sentada en el suelo, frente al estanque, observando los lotos que flotaban sobre las aguas. La quema de su foto con Rogelio la habÃa sumido en una apacible melancolÃa. Ni siquiera buscaba a otras parejas. Su mente vagaba por los recuerdos del fin de semana.
Un tropel ingente de sensaciones.
Cada beso, cada caricia, cada gemido, cada grito...
El viernes ni tan sólo habrÃa pensado...
¿O s�
¿HabÃa ido a su casa para hacer el amor, para entregarse?
¿Importaba ya mucho?
Con un verano por delante, con el amor recién instalado en su existencia, necesitaba reordenar, reorganizar su vida.
Todas sus prioridades.
El hecho de que no fueran una pareja tÃpica, y mucho menos normal, lo agitaba todo.
Y...
âHola.
Volvió la cabeza. Ziberaxes, alias Benigno, o al revés, estaba allÃ, a su lado, con el mismo aspecto de las otras veces.
âHola.
âVenÃa a despedirme.
â¿Ah, sÃ?
âYa tengo la nave reparada y con el depósito lleno. Vuelvo a casa.
âMe alegro por ti.
âGracias por todo. Fuiste de las primeras en ayudarme.
âSólo te di un euro.
âSimbólicamente es mucho. Y además cambiaste mi suerte. Hablaré de ti en Urko.
âUn honor.
âSi un dÃa volvemos, tú o tus descendientes seréis tratados con honores.
âSi regresas antes de setenta u ochenta años, aquà estaré.
âBueno, ya sabes que el tiempo cambia en el espacio.
âEl tiempo cambia en todas partes.
Ziberaxes meditó estas últimas palabras.
Por alguna extraña razón, sus ropas parecÃan más sucias y astradas. Y pese al calor, continuaba llevando aquella gabardina hasta los pies.
â¿Sigues quemando fotos? âle preguntó de pronto.
âSÃ.
âEstás loca. âLe mostró la suciedad de sus dientesâ. De todas formas, también lo dicen de mÃ, y ya sabes que no es cierto.
âDesde luego.
â¿Puedo darte un beso de despedida?
Se estremeció.
âBueno. âLe ofreció su mejilla.
El mendigo se agachó y apenas si la rozó con sus labios.
â¿Por qué no me haces una foto? Igual te haces rica. SerÃas la primera en haber fotografiado a un extraterrestre.
âDe acuerdo, Ziberaxes.
Sacó la cámara del bolsillo de sus vaqueros, la abrió y encuadró al mendigo. Una vez pulsado el disparador volvió a cerrarla. Su compañero pareció feliz. Levantó una mano en señal de paz y despedida.
âBueno, pues adiós.
âSuerte.
âSuerte tú, que vives en este planeta tan raro.
Raro.
No sabÃa si lo volverÃa a ver, pero lo observó con simpatÃa y la misma curiosidad de la primera vez.
¿TendrÃa unos padres, unos hermanos? ¿HabrÃa amado a alguien o alguien lo habrÃa amado a él? ¿De dónde venÃa y adónde iba?
¿Y no eran ésas, casi, las mismas preguntas que se hacÃan todos los humanos?
Ziberaxes, alias Benigno, salió del Turó Parc.
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En el blog de Beatriz habÃa un poema.
Sólo eso.
Rogelio tuvo que leerlo tres veces. La primera, atropellado, fue incapaz de absorberlo. La segunda vez percibió su belleza, su tono apasionado. Con la tercera, ya más despacio, se llenó de él.
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De noche navego
    por la luminosa trama
    de tu cuerpo.
Deshago tus nudos
    me deslizo por tus avenidas
    y escalo tus montañas.
Me he detenido
    en todas tus quebradas
    explorado tus valles.
He surcado los rÃos
    de tus húmedos pantanos
    buceando bajo tus aguas.
Y al llegar cada mañana
    me niego a despertar
    aferrada a este sueño.
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De noche navego
    por los océanos de tu tierra
    con rumbo enloquecido.
Camino por tu piel suave
    te abrazo en la tormenta
    vuelo sobre tu horizonte.
Entro en tu alma
    y vibro con el terremoto
    de tu agitación.
Exploro las lunas
    del Sistema Solar de tu universo
    abrasado por tu fuego.
Y al llegar cada mañana
    me resisto a abrir los ojos
    para seguir contigo.
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De noche navego...
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Desde que renunció a ser cantante, nunca habÃa escrito un poema de amor. Ni para Pilar. Lo suyo no era precisamente hilvanar palabras. Y sin embargo, en alguna parte guardaba aquellas letras juveniles, emotivas. Canciones que nadie iba a cantar jamás y que hasta él habÃa olvidado.
Beatriz tenÃa que haber colgado aquello hacÃa muy poco rato, al levantarse quizá.
TenÃa que llamarla.
Quizá pudieran verse por la noche.
Otra noche casi en vela.
Amándose.
Tal vez bastase con salir a dar un paseo, tomar algo, cenar.
Si se ahogaban en sexo...
â¡Joder, Juan Pablo! âsuspiró.
SentÃa el mal sabor de boca de su charla con él.
Pero de pronto, todo cuanto deseaba tenÃa un nombre.
Beatriz.
Abrió el correo electrónico, tecleó la dirección de ella y sin darse cuenta se puso a escribir.
No, ya no hacÃa canciones ni poemas, pero le bastaba con imaginarla para, al menos, ser capaz de volcar en unas lÃneas sus sentimientos. Desnudarse anÃmicamente, con toda naturalidad y sinceridad.
Asà que empezó a escribir.
«Te sueño desnuda...»
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La señal telefónica sonó cuatro veces antes de que Gonzalo contestara.
â¿SÃ? âOyó su voz rodeada de un cierto clamor.
âSoy yo âle anunció Beatrizâ. ¿Dónde estás?
âEn la cola del cine.
â¿Con Carlos?
âSÃ.
âEntonces te llamo por la noche.
âNo, no, tranquila. Aún nos falta mucho para la taquilla. ¿Qué hay?
âTodo bien.
âMe alegro. Ya me contarás.
âSÃ. âRecuperó el hilo de su llamadaâ. Escucha, Rogelio quiere verte.
â¿En serio?
âTendrás que hacerle un miniconcierto con lo mejor que tengas.
âVale.
âNo piensa en su compañÃa, sólo quiere ver tus posibilidades. âFue sincera ellaâ. Por lo visto, Discos Karma no va del todo bien y va a ser absorbida por una multinacional.
âBueno, después de lanzar a grupos como Brainglobalnoise y de lo que han estado haciendo los últimos tiempos... Yo tampoco veo mi música en un lugar asÃ.
âPero está bien, ¿no?
âClaro.
âQuiero decir que aunque sólo sea por su interés, ya vale la pena. Ãl conoce gente, lleva muchos años metido en ese mundillo. Puede aconsejarte.
âQue sÃ, que sà âconvino Gonzaloâ. De todas formas, aún alucino un poco.
âNo seas tonto. Sabes que eres muy bueno. ¿Has hecho algo más?
âDesde que todo va tan bien compongo bastante. Siento como un volcán cada noche.
âTe entiendo. Yo también he escrito un poema hoy.
âTú dices que yo canto y toco la guitarra bien, pero ya sabes lo que opino de tus textos, en prosa o poéticos. También eres muy buena.
âCuando seas famoso haremos un disco juntos; yo, la letra y tú, la música.
âVale.
âTe dejo, debes de estar llegando ya a la taquilla.
âAún faltan media docena de chicos y chicas, de esos que pagan cada uno su entrada y quieren estar todos juntos.
âTe avisaré cuando quede con Rogelio.
âGracias.
â¡Un beso a Carlos!
âSe lo daré.
Beatriz cortó la comunicación.
Se quedó mirando el móvil.
¿Lo llamaba ella o esperaba a que lo hiciera él?
¿Y si estaba en el hospital, con su padre?
Mejor esperar.
Esperar.
Esperar.
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Acabó de enviar el correo electrónico y entonces cogió el móvil para llamarla.
Lo que acababa de escribir era tan intenso, tan emocional, que a su alegrÃa por haberle salido de manera tan natural se unÃan la excitación y el deseo por volver a estar con ella.
¿Para qué fingir?
¿Un paseo, tomar algo, cenar?
No, querÃa hacerle el amor.
Sentirla.
De pronto, Beatriz se convertÃa en una droga dura.
No tuvo tiempo ni de entrar en la memoria del aparato para recuperar el número y pulsar el dÃgito de llamada. El teléfono sonó en su mano.
Comprobó la pantallita.
Y no reconoció la identidad de quien querÃa hablar con él.
Estuvo a punto de pasar.
No lo hizo.
â¿Hola?
â¿Rogelio?
No identificó la voz.
âSÃ, ¿quién eres?
âQuique âdijo la voz masculinaâ. Quique Mira.
â¡Vaya por Dios! ¿Cómo estás?
âBien, bien. Cuánto tiempo sin hablar, ¿eh?
Un conocido más. TenÃa demasiados. El mundo del disco era un universo de pequeñas parcelas, compartimentos estancos a veces incomunicados entre sÃ. Se conocÃan, pero escaseaban las amistades sinceras. Dominaban los intereses. «¿Dónde estás y qué puedes darme, dónde estoy y qué puedo sacar de ti?» Y él daba en ocasiones su número de móvil a personajes que no tenÃan por qué tenerlo.
âYa sabes cómo es esto âse excusó.
âEso de Brainglobalnoise... Funciona, ¿no?
âParece. En eso andamos.
âOye, me alegro. Tal y como están los tiempos... que algo funcione es todo un lujo.
âY que lo digas.
La primera parte de la conversación, la intrascendente, el puro formulismo, parecÃa agotada.
âTe he llamado porque..., bueno âla voz se hizo más opaca y oscura, casi fúnebreâ, tú conocÃas a Amalia Garrigós, ¿verdad?
Se envaró.
Tuvo deseos de mentir.
âSÃ, vagamente âadmitió inseguro.
âUna tÃa potente, seductora, en plan leona.
âSÃ, sÃ. âUn malestar inesperado reapareció en su garganta.
âPues mañana la entierran, tú.
La mente se le quedó en blanco.
â¿Cómo dices?
âIncreÃble, ¿no?
âPero cómo...
âAnoche tuvo un accidente de coche. Se saltó un semáforo y se encontró con un camión de la basura. Encima eso. Mierda por partida doble. âNo se rió de su chiste fácilâ. Según dicen, iba a toda leche, y encima con unas copas de más. Tuvieron que sacarla a pedacitos. ¿Te imaginas? Cuesta creer que una señora asÃ, de pronto...
No sólo fue la mente. También la vista, su horizonte. Dejó de sentir las manos mientras su estómago se le retorcÃa y le acalambraba el cuerpo entero.
âRogelio, ¿sigues ahÃ? âpreguntó Quique Mira.
CULPAS
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Al anochecer ya no lo resistió más.
Cogió el móvil y marcó el número de Rogelio.
DeberÃa haberlo hecho en el parque, o en la calle, antes de subir a su casa. Pero ya daba igual. Si tenÃa que salir, saldrÃa. Los exámenes eran historia. PodÃa empezar a vivir. QuerÃa hacerlo. Y si tenÃa que enfrentarse a su madre, lo harÃa.
Nada ni nadie la detendrÃa.
Miró por la ventana. El cielo se encriptaba entre azules intensos y oscuridades que progresaban con rapidez. En unas horas serÃa lunes, fin de la escuela, llegaba el verano con la gran noche de San Juan y su verbena. La noche del año en que más noviazgos se establecÃan en Barcelona. La noche más mágica del calendario.
La señal sonó una vez.
Cerró los ojos y se dispuso a escuchar su voz.
Aquella espera.
La señal sonó una segunda vez.
Le palpitaba el corazón. Un dum-dum armónico e intenso. La sangre fluÃa a borbotones por todo su ser.
Tercera.
Tardaba. Se mordió el labio inferior. ¿Y si metÃa la pata? ¿Y si su padre habÃa muerto?
Cuarta.
No contestaba. No contestaba. No contestaba.
Iba a cortar la comunicación, sin esperar a más.
La quinta señal.
Y de pronto...
âSoy Rogelio. Déjame tu mensaje.
No supo si hablar o no.
Pero no era una intrusa. Era ella.
Beatriz.
âHola âmusitó después del tono que iniciaba el buzón de vozâ. QuerÃa oÃrte, nada más. Llámame, ¿vale?
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La cena era silenciosa, como tantas y tantas veces. Su madre presidÃa una mesa coja, en la que las dos ausencias pesaban más que las tres presencias. Luisa se habÃa ido por razones de edad y para iniciar su propia vida. El cabeza de familia por razones anÃmicas y para reiniciar la suya. A la derecha se sentaba Beatriz. A la izquierda, Carlota. Frente a la mujer, nadie.
Un horizonte mudo.
En lo único que pensaba Beatriz era en volver a su habitación y repetir su llamada, o confiar en que él la telefonease.
Y entonces su madre dijo aquello:
âTengo que hablar con vosotras. âApartó el segundo plato, ya vacÃo, y se cruzó de brazos, como si estuviera dispuesta a iniciar una batalla.
âAy âtembló Carlota.
No le hizo caso.
âHe estado pensando en este verano âanunció ella mirando fijamente a Beatrizâ. Y he decidido que no vamos a pasarlo en Barcelona.
â¿Que lo has... decidido? âvaciló su ahora hija mayor.
âNos iremos al pueblo, con la abuela. Ya sabéis que cada dÃa está peor, y aunque la cuida la prima Eulalia... Desde que se rompió el brazo no anda fina.
â¿Todo el verano? âalzó las cejas Carlota.
âSÃ, ¿qué pasa? Si quieres estudiar, puedes hacerlo allÃ. No veo ningún problema. Y nos irá bien descansar, respirar un poco de aire puro...
âMamá, habla por ti âobjetó Beatriz sin aliento.
âNo quiero discutirlo âse cerró rápidamente en banda.
â¿Que no quieres discutirlo? Pues me temo que vamos a tener que hacerlo, porque yo no pienso ir.
â¿Cómo que no piensas ir?
â¿Encerrarme dos meses en un pueblo perdido?
âCuando eras niña bien que te gustaba y se te hacÃan cortas las vacaciones.
â¡Cuando era niña, mamá, por Dios! ¡Ahora tengo dieciocho años!
â¡Diecisiete!
âDieciocho y mi propia vida. âNo quiso gritar.
â¡No voy a ir con Carlota y dejarte aquà sola, ni lo sueñes!
âEstaré con papá.
HabÃa palabras que la atravesaban. Y conceptos que la herÃan. Su madre no hizo nada por resistir la conmoción.
â¡Tu padre bastante tendrá con lo que se le viene encima!
âMamá, por favor...
â¿Por favor qué? ¿No querÃas que saliera? ¡Pues voy a hacerlo!
â¡Ir al pueblo no es salir, es cambiar de concha y nada más!
âBeatriz tiene razón âla apoyó Carlota.
â¿Tú también? âLa fulminó con una mirada de disgusto.
âYo iré contigo. âCarlota miró a su hermana mayor en un rápido viaje ocular de ida y vueltaâ. Pero deja a Beatriz aquÃ.
â¡Ni hablar!
â¡Mamá!
â¿Qué, Beatriz, qué? âAhora sà gritó, fuera de sà mismaâ. ¿Cómo vas a quedarte dos meses sola, dime? Si ahora ya haces lo que te da la gana, ¿cómo esperas que me vaya con tu hermana y esté tranquila? ¡Soy tu madre, y te vendrás conmigo lo quieras o no! ¡Y si, dentro de un mes, la señorita quiere emanciparse porque será mayor de edad, se emancipa, pero entonces ya puedes irte a vivir con tu padre o buscarte la vida!
Continuó sentada, las manos engarfiadas en la mesa, la cena alborotada en su estómago, la cabeza llena de Rogelio.
âMamá, por favor, no me hagas esto âsuplicó por primera vez.
â¿Hacerte qué? ¡Nos vamos de vacaciones, por Dios! ¡Barcelona está muerta en verano, y este barrio aún más en agosto!
âAllà ni siquiera tengo Internet...
â¡Antes no habÃa nada y se vivÃa igual!
Buscó una última complicidad en Carlota, pero ya era una batalla perdida. Su hermana la habÃa apoyado incluso sacrificándose. Lo único que le quedaba era decirle que tenÃa novio.
Y eso serÃa peor.
La angustia creció y creció más, hasta dispararse.
No quiso llorar delante de su madre. Se levantó de la mesa y se dirigió a su habitación, impotente, con los puños cerrados. El mejor fin de semana de su vida acababa de romperse de una forma absoluta y demoledora.
â¡Beatriz!
Necesitaba hablar con Rogelio.
Ver a Rogelio.
Huir con Rogelio y dejar todo atrás.
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La medianoche la sorprendió tan atenazada como despierta.
Y tan inquieta como asustada.
HabÃa llamado tres veces a Rogelio. Tanto al fijo como al móvil. Ninguna respuesta. Silencio en uno, el buzón de voz en otro. No le quedaba ninguna otra opción. Si se escapaba de casa cuando su madre durmiera y él no estaba en su piso, harÃa el viaje en balde. Si oÃa los mensajes, la llamarÃa.
La llamarÃa.
Luego pensó en su padre.
¿Quedarse con él todo el verano? ¿Dónde? ¿Compartiendo la habitación con Teresa?
Era el momento de las decisiones, y se sentÃa incapaz de tomarlas sola.
Pero lo de Rogelio era tan reciente...
Si lo agobiaba con sus problemas de buenas a primeras...
Se sentó a la mesa y contempló el ordenador.
Fue su instinto el que le hizo conectarlo y comprobar su correo electrónico. Necesitaba mover las manos, no hundirse en sus pensamientos. Ni siquiera esperaba nada, y sin embargo...
Allà estaba.
Un mensaje enviado por él.
Por la tarde, antes de su primera llamada.
Lo abrió y se encontró con un texto, no una comunicación formal. Un texto abstracto pero tremendamente emotivo. Toda una declaración de amor.
Amor y pasión.
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Te sueño desnuda, con ese cuerpo en perfecta sintonÃa que contiene tu espÃritu. Veo ese triángulo invertido que forma tu espalda de guitarra, y la armónica curva de violÃn de tus nalgas partidas por el desfiladero de mis besos negros. Siento en mis manos la delicada firmeza de tus muslos, la suavidad de tus pies o el destello apenas perceptible de tus pechos. Imagino tus pezones entre mis dedos, jugando con mi lengua o acariciándome el rostro. Y bebo tu miel. Eres un prodigio natural, equilibrio entre vida y dimensión, forma y contenido, escultura y fantasÃa forjada por la imaginación de un artista perfecto. Y real. Te sueño tan desnuda como te poseo, y te poseo tan vital como ansÃo. Y más y más real. Percibo la humedad de tu sexo con sabor a deseo. Humedad densa en la que naufragan mis dedos, mi propio yo erecto o mi lengua. Nunca vi más luz en una sima oscura, ni más pasión en un grito de placer. Nunca estremecimiento alguno me produjo más gloria de hombre o hambre de niño jugando a descubrir el universo. Porque cuando tiemblas se cambia el orden planetario. Te anhelo desnuda, te percibo desnuda, te siento desnuda, y por ello te visto a la búsqueda del candor olvidado y la pureza que rompiste en mi alma para volver a desnudarte una y mil veces. Teclado de infinitas teclas, blancas, negras, azules, rojas, violeta. SinfonÃa de ballet inacabada. Pentagrama cósmico en el que trenzar la música de un cometa milenario.
Te sueño desnuda.
Te siento vestida.
Te veo gitana, de bronce esculpida.
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Comenzó a llorar más o menos en la mitad de la lectura, sin darse cuenta. Y casi al final, cuando las lágrimas que resbalaban por sus mejillas saltaron y le mojaron las manos y el teclado, emborronándole la lectura, tuvo que frotarse los ojos para concluir el texto.
Le dolÃa el pecho.
TenÃa el cuerpo y la cabeza del revés.
Aquello era lo más hermoso que jamás le hubiera dicho o escrito alguien.
Y era suyo.
Por primera vez tenÃa algo que perder y le dolÃa.
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Lo primero que oyó fue una voz pregrabada que le anunció:
âNuestras lÃneas están ocupadas. Por favor, espere. En breve le atenderemos.
Y esperó.
Una música «de ascensor», o de «llamada telefónica en espera», que era lo mismo, le martirizó el oÃdo durante unos diez segundos. Pensó en cortar la comunicación e intentarlo más tarde, pero tuvo suerte.
Dejó de oÃrse la música y en su lugar irrumpió la voz de una chica.
âDiscos Karma, ¿dÃgame?
âPor favor, con Rogelio Muntadas.
âEl señor Muntadas no ha venido esta mañana. ¿Quiere que le deje algún recado?
Camino cortado.
â¿Sabe si volverá pronto?
âNo, lo siento.
â¿O dónde está?...
âNo ha dejado ninguna nota ni ha llamado. ¿Quiere...?
âNo, gracias. Ya volveré a llamar âse despidió.
Cortó la comunicación y miró el tráfico.
Ni en casa, ni en el móvil, ni en el trabajo.
â¿Dónde estás?
¿Por qué no la telefoneaba?
Ni siquiera sabÃa el teléfono o la dirección de sus padres. ¿Cómo iba a saber eso? Ni el hospital al que habÃan llevado a su padre, y al que tal vez hubiese vuelto en el caso de una recaÃda. Pero ¿tanto costaba hacer una simple llamada para tranquilizarla?
Dominó la ansiedad.
Las malas vibraciones.
Estuvo tentada de coger un taxi. Cambió de opinión al recordar lo magro de su economÃa. Y para ir en autobús o en metro, mejor caminaba. Más directo y probablemente igual de rápido.
Hizo el trayecto en mucho menos de lo esperado, porque al final ya no caminaba, corrÃa.
Corrió acelerada, nerviosa.
Llegó a casa de Rogelio sudando, muy agitada, suplicando a los cielos que estuviese allÃ. La moto no estaba en la calle, asà que la imaginó dentro del garaje. Cuando pulsó el timbre exterior, contuvo la respiración.
Los segundos se hicieron interminables.
Y su desazón la situó al borde del abismo al no encontrar respuesta.
âMierda, Rogelio..., ¡mierda!
Buscó al conserje o a la portera. Lo encontró en la rampa del garaje, regando el camino de goma oscura. Era la primera vez que lo veÃa, asà que el hombre no la conocÃa de nada.
âDisculpe, estoy buscando al señor Muntadas.
âNo está.
âYa lo veo. He llamado...
âHa salido esta mañana temprano.
âOh.
El hombre esperó una nueva pregunta, o algún mensaje.
No lo hubo.
âGracias âse despidió Beatriz.
âNo hay de qué.
Continuó mojando la rampa.
Ella, en cambio, estaba seca.
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La madre de Gonzalo insistió en que pasara y se tomase algo fresco, porque el calor apretaba y a ella se la veÃa muy congestionada. Beatriz consiguió zafarse a duras penas de su insistencia.
âSólo querÃa verlo un momento... Gracias, es que tengo algo de prisa.
âDe acuerdo, querida. Este hijo mÃo... ¡Ay, deberÃais haceros novios!
Beatriz se echó a reÃr sin ganas.
Puro compromiso.