Sólo tú (29 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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Rogelio apenas si había hablado.

—Esto es una porquería —protestó su madre con cara de asco mientras miraba su plato con animadversión.

—Aquí la gente viene a comer lo que puede, señora Montserrat —dijo Sonia—. No es más que un lugar de paso.

—Pues por lo que vale podrían tener un respeto, digo yo —insistió ella.

—Podríamos haber ido aquí al lado. Hay un par de restaurantes —objetó Marcos.

—¿Y dejar a tu padre solo?

—Está solo igual.

—Pero si pasa algo, bajan y nos lo dicen. —Miró a Rogelio—. Has dicho que estábamos aquí comiendo, ¿no?

—¿Qué quieres que suceda, mamá?

—Pero bueno —se escandalizó—. ¡Ni que hubiera tenido la gripe!

—El peligro ha pasado.

—Después de un infarto, el peligro es diario.

—Tiene que intentar hacer vida normal. Si le recuerdas a cada momento esto...

—Santo Dios... —Puso cara de mártir empujada a los leones—. Cómo se nota que sois jóvenes. Vuestra despreocupación es... —Apartó el plato definitivamente, con la comida a medio tocar, y rezongó—: ¡Esto no hay quien se lo tome!

Volvió un incómodo silencio. Sonia terminaba ya con el postre, con buen apetito. Martina, Marcos y Rogelio se concentraban en lo que habían pedido, sin hacerle ascos, aunque a menor ritmo que el empleado por la mujer de Marcos. Rogelio los observó, uno a uno. Marcos era una fotocopia de su padre, aunque sin su carácter. Martina vivía su sueño de amor. Sonia era una esposa sumisa y complaciente.

¿Qué harían, qué dirían si les presentaba a una chica de dieciocho años?

La comida se le alborotó en el estómago.

Y la digestión empezó a estropeársele.

Sintió un retortijón.

Martina había logrado pasar la prueba del algodón con Miguel. Treinta años ella, cuarenta y muchos él. Pero era distinto. Se trataba de dos adultos. Para una familia como la suya, Beatriz nunca sería una adulta, aunque tuviera veinte años, aunque tuviera veinticinco. Siempre la verían como a..., ¿a qué? Pensarían que él era un cuarentón en busca de emociones, mantenerse joven con una jovencita al lado, y con ella podían llegar a ser muy crueles. Pensarían que era una listilla, o una loca, o una desaprensiva buscando un buen partido, o incluso una tonta capaz de volverlo tonto a él.

Todos creerían que era por sexo.

Joven, guapa, con aquel cuerpo...

Un buen polvo.

El segundo retortijón fue más agudo que el primero, y hasta hizo retumbar los cimientos de su cuerpo.

Dejó de comer.

—¿Qué? —lo observó su madre—. No me digas que está bueno porque es indecente. Seguro que te habrá sentado mal.

—No he dormido bien esta noche —mintió.

—Ya se te ve en la cara. Tienes ojeras. Yo tampoco he pegado ojo. —Se hizo la digna—. Bueno, yo llevo días sin pegar ojo.

¿Por qué no se lo decía, allí mismo?

«Me he acostado con una chica que va a cumplir dieciocho años, ha sido lo más increíble de mi vida y estoy enamorado como un colegial.»

—A vuestro padre nada de disgustos ahora, ¿eh?

Marcos y Rogelio intercambiaron otra mirada.

Hasta que el segundo se levantó.

—Voy al cuarto de baño.

—Podías ir al de la habitación de tu padre —objetó su madre—. A saber quién se meterá en el baño de aquí.

Se apartó de ellos y buscó la señal de los servicios.

Empezaba a huir.

Quizá tuviera que aislar a Beatriz, protegerla y protegerse.

Olvidarse de la familia.

El tercer retortijón le hizo acelerar el paso.

La culpa. Era la culpa. Estaba allí, fuerte, firme y poderosa. La culpa que convertía cualquier momento de felicidad terrena en un miedo imposible de dominar. La culpa que penetraba en las mentes y las almas hasta convertirse en un cáncer implacable. La maldita culpa que acechaba por todos lados. Ella unida al tiempo. Beatriz lo había dicho, con su serenidad, con la simpleza de lo evidente: «El gran dilema de las parejas de hoy. Uno duda, el otro siente su peso. Alguien la definió una vez como una de las lacras más absurdas de la religión católica».

¿Y si no era culpa? ¿Y si era... madurez, responsabilidad, ética?

¿Era un cerdo por haberse acostado con una menor?

Acababa de vivir la noche más hermosa y feliz de los últimos tiempos, y lo había hecho después de unos días en los que parecía tocar el cielo con las manos, desde que conoció a Beatriz. ¿Por qué se castigaba ya de aquella forma?

¿Qué clase de montaña se estaba formando en su mente?

Se metió de cabeza en el servicio. Cogió un poco de papel y limpió el borde. Finalmente se bajó los pantalones y se sentó para vaciar todo lo que se había descompuesto en su interior.

Cuando cerró los ojos y apoyó la cabeza entre las manos, intentó dejar la mente tan en blanco como esperaba dejar su ruidoso estómago.

 

 

El grito procedente del piso de arriba la hizo salir de su habitación asustada.

Su madre también lo había oído.

—¿Otra vez se las tienen? —le preguntó la mujer a su hija con preocupación.

—No lo sé. —Cerró los puños con ansiedad.

—Antes has estado con Elisabet, ¿no?

—Todo estaba tranquilo.

—Bueno, ya sabes que saltan a la mínima. Yo no sé cómo lo aguantan.

Dejaron de hablar. Durante diez segundos casi ni respiraron. Pareció volver la calma, quedarse en un conato, o en un arrebato de mal genio. Beatriz miró en dirección a la habitación de su hermana al notar su ausencia.

—¿Y Carlota?

—Ha salido con sus amigas, que ya le tocaba después de tanto estudiar. Tú en cambio...

—¿Yo qué? —acusó el comentario.

—Me gustaría saber qué haces toda la noche cuando sales. ¿Qué pasa, que si os acostáis antes del amanecer ya no es lo mismo?

—Mamá, toda la gente joven se evade los viernes y los sábados por la noche.

—O sea que hoy... —Se puso aún más seria.

—No lo sé. Todavía no he hecho planes.

—Luego os pasáis toda la mañana durmiendo, sin dar un palo al agua.

—Te he ayudado con la casa —le recordó.

—Ya.

Se dio la vuelta y Beatriz sintió una oleada de furia.

Tenía dos opciones: dejarla, olvidarse, o no renunciar a su derecho de mantener su individualidad e independencia. En otras circunstancias habría hecho lo primero. Ahora, de pronto, todo cambiaba. Si no marcaba distancias, si no demostraba ya, en su propia casa y con su madre, que era una persona adulta, se quedaría siempre supeditada a un papel de niña pequeña.

—Mamá, yo no quiero morirme aquí encerrada contigo, ¿vale?

Fue un disparo certero, realizado a conciencia, con las palabras precisas. La mujer se detuvo en la puerta de la cocina.

—Yo no estoy encerrada —proclamó.

—No hablas salvo para meterte conmigo o quejarte. No sales con amigas, no vas a ninguna parte. ¿A eso lo llamas no estar encerrada? Te refugias en ese mutismo tan lleno de dolor que a veces es irrespirable.

—Vas a cumplir dieciocho años. Si no estás a gusto...

—¡No digas lo que no sientes! ¿Ahora vas de dura? Los padres de Elisabet se pelean, y a ti no se te ocurre nada mejor que decir que «no sabes cómo lo aguantan». ¿Quieres que se divorcien también, para hacer una causa común con ella? —Señaló más allá de la ventana más próxima—. ¡Hay un mundo entero ahí fuera, y vida, y nuevas oportunidades! ¿Por qué no sales a comprobarlo?

—¿Qué te pasa a ti hoy? —Su voz reflejó toda su inseguridad.

—Pasa que te estás quejando siempre cuando hablas, y cuando no... ¡Por Dios!, ¿crees que me gusta verte así?

—Tú no sabes...

—¡Yo sí sé! ¡Claro que sé! ¡No soy una niña, ni una ingenua! ¡Ya está bien, mamá! ¡Ya-está-bien! —lo recalcó con énfasis—. ¡No quiero más reproches por salir a divertirme, ni por intentar ser feliz, sólo porque tú te hayas encerrado aquí y te hayas negado el derecho de serlo!

—Qué fácil es para ti decir esto —exhaló con amargura.

—¿Fácil? —Detuvo un conato de echarse a llorar—. ¡Llevo cinco años viéndote morir en vida, callando, y callando, y callando, sin hacer ruido, midiendo mis palabras, todo para no herirte o molestarte! ¿Y mientras tanto qué has hecho tú? ¡Nada! ¡Sufrir y callar como víctima de tu propia desgracia! —Sus manos se iban crispando a medida que estallaba—. ¡Has perdido cinco años esperando Dios sabe qué! ¿A que volviera papá? ¡Pues no volverá! Ahora dime, ¿vas a perder el resto de tu vida ahogándote en tu amargura?

—No sabes de qué estás hablando. Cállate —Se dio media vuelta y se metió en la cocina.

Beatriz la siguió.

Y se colocó en la puerta, acorralándola.

—No puedo callarme. ¡Estoy harta de callar!

—¡Tú no sabes lo que es estar sola! ¡Ni que te abandonen!

—¡Papá no te abandonó, tú lo apartaste de tu lado!

Su madre se quedó conmocionada, igual que si la acabase de abofetear. Parpadeó un par de veces mientras su mente intentaba razonar aquella aseveración tan opuesta a lo que sentía.

—¿Qué... estás diciendo?

—¿Nunca has pensado, sinceramente, que fuiste tú la que lo abandonó a él?

—¡Se marchó con otra, Beatriz!

—¡Yo os oía de noche!, ¿sabes? —Por segunda vez detuvo las lágrimas en la ribera de sus párpados—. ¡Papá implorándote amor y tú negándote! ¡Y no digas que era sexo, porque no es verdad: era amor! ¡Papá estaba loco por ti!

—¿Que nos... oías?

—Yo no quería, me tapaba los oídos, pero a veces... —Ya no se detuvo ni se echó para atrás—. Siempre estabas enfadada por algo, o cansada, o le decías que te dolía, o que no te apetecía. Y cuando lo hacíais a veces le preguntabas por qué tardaba tanto, o suspirabas con expresiones como «¿aún no estás?». Una noche papá estalló, salió de vuestra habitación dando un golpe y se metió en el baño. Tú no te moviste de la cama, pero yo lo oí llorar, ¿vale? ¡Lo oí llorar de desesperación!

—¿Y qué tenía que hacer, abrirme de piernas y ya está cada vez que le apeteciera? ¿Ésa es tu dignidad femenina?

—El amor necesita de dos, mamá. El sexo no es más que una parte, pero representa la sublimación de ese amor, porque es lo máximo. Compartir siempre es lo máximo. —Su voz se acompasó—. Papá te quería con locura, y para él fue una hecatombe darse cuenta de que tú ya no lo amabas igual. ¿Encontró a otra que sí? De acuerdo, ¿qué querías que hiciese, que se quedase aquí consumiéndose? Fue valiente. Tú querías un marido, no un hombre.

—¿Qué sabrás tú?

—Estoy aprendiendo.

—Ningún matrimonio se pasa la vida igual.

—Papá me dijo que ni de recién casados lo hacíais a diario, que siempre tenía que estar regulado, dos veces a la semana, el sábado... Como si el amor pudiera programarse y el deseo sólo funcionara en determinados momentos.

—¿Así que todo es culpa mía?

El tono de su voz fue abrasador.

Beatriz ya no le respondió. No era necesario.

Jamás se había enfrentado a su madre.

Y no le gustaba haberlo hecho, pero, de alguna forma, sabía que acababa de quitarse un peso de encima al hacerlo.

Un enorme peso.

El zumbido de su móvil, reclamándola desde su habitación, la hizo salir corriendo, a la estampida, para recibir la llamada.

 

Rogelio contó los tonos.

Uno, dos, tres...

Hasta que la voz de Beatriz irrumpió en la línea.

—¿Sí?

Le hizo una sola pregunta.

—¿Esta noche?

Capítulo 20

CICATRICES

 

 

 

Llevaban un rato mirándose, frente a frente, mientras sus dedos jugueteaban unos con otros en un mudo diálogo cargado de dulzuras. Beatriz estaba recostada sobre su lado derecho. Rogelio sobre el izquierdo. Sus cuerpos desnudos habían recobrado la calma después de la intensidad de la tormenta. Sus sudores se habían serenado hasta desaparecer de la piel. Bañados por la luz que llegaba de lejos, mortecina, a través de la puerta abierta del dormitorio, la paz y serenidad que los envolvía los inundaba de un balsámico relajamiento.

—Estás precioso —dijo ella.

—¿Precioso? —le sorprendió la palabra.

—Sí.

—Entonces ¿qué puedo decirte yo a ti?

—Lo veo en tus ojos.

—¿Qué ves?

—Amor.

—¿Has leído muchos ojos?

—No, pero libros sí.

—No es lo mismo.

—Eso lo dices tú. Leer un libro es como hacer el amor. Lo que compartes con él es único.

—Leí esto en tu blog.

—Esta tarde he entrado en él y... no he sabido qué escribir.

—¿Eso es malo?

—Siempre he sabido sobre qué escribir. Me basta con poner una palabra y el resto sale solo. Pero hoy...

—¿Colapsada?

—Enamorada.

—Creía que eso era bueno.

—No lo sé —fue sincera—. Me gustaría poder contar todo esto, expresarlo con palabras, y me doy cuenta de que no tengo las suficientes, ni sé lo bastante. No hay palabras para explicar este sentimiento.

—Beatriz.

—¿Qué?

—Nada. —Hizo un gesto dulce—. Me gusta tu nombre.

—A mí también el tuyo. Suena a caballero andante.

—Y el tuyo, a princesa.

—Mi príncipe...

Se acercó un poco a él, hasta darle un beso en la punta de la nariz. Luego ya no retrocedió, se quedó así, más cerca, con sus alientos mezclándose en la tierra de nadie que apenas si los separaba.

Su segunda aproximación fue para lamerle los párpados.

Antes de que él pudiera volver a excitarse recordó algo.

—¿Y tu padre?

—Bien.

—¿Volverá a casa pronto?

—Sí.

—Vas a estar liado cuando lo haga, ¿verdad?

—Espero que no. Mi hermano Marcos trabaja con él. Yo sólo soy la oveja negra de la familia.

—¿Por qué?

—Porque me aparté de ellos, porque no quise meterme en el negocio familiar, porque mi padre nunca creyó en mí y llevo toda la vida intentando valerme por mí mismo y demostrarles de lo que soy capaz... sin conseguirlo.

—Claro que lo has conseguido.

—Para ellos no. Trabajo en un mundo desconocido como es el de la música. Lo ven como algo... inconcreto, absurdo, lleno de gente rara, drogatas, famosos...

—Las familias oprimen, ¿verdad?

—Mucho. La tuya...

—Imagínate. Mi padre casado con otra, esperando un hijo, mi madre sola en casa conmigo y con mi hermana pequeña, tragándose toda la mierda que ella misma ha ido amontonando en su vida. Mi hermana mayor casada y pasando. No es una situación ideal. Esta tarde me he peleado con ella.

—¿Con tu madre?

—Sí.

—Lo siento.

—No importa. —Se encogió de hombros—. O al contrario. De pronto me siento fuerte, capaz de todo, incluso de decirle lo que nunca le había dicho y ya tocaba.

—¿Crees que las personas, cuando se enamoran, cargan también con los problemas del otro y con sus familias?

—Los problemas del otro pasan a ser propios, se comparten —asintió Beatriz—. Las familias... no sé. Supongo que tiene que haber un equilibrio, pero eso es todo. Si una pareja no se hace fuerte en sí misma, y no está dispuesta a luchar por su amor, su libertad y su independencia contra quien sea, padres, madres, abuelos o hermanos, entonces apaga y vámonos. Seguro que acaban separados. El amor no puede tener fisuras.

—Radical —sonrió él.

—Sí. El amor debe ser absoluto.

Lo dijo muy seria.

Rogelio dejó de jugar con la mano de Beatriz. Colocó la suya en la curva de su cintura y luego la subió por el redondo promontorio de su cadera hasta coronarlo.

Otra docena de segundos mirándose a los ojos.

Todavía bañados por la sorpresa de su realidad.

—Te he traído un regalo —dijo entonces Beatriz.

 

 

Se levantó de la cama y salió de la habitación seguida por los ojos de Rogelio. Bañada por el contraluz de la puerta, su silueta adquirió por un instante tintes mágicos. Alta, estilizada, con el cabello salvaje y despeinado, los pechos como pequeñas manzanas, la justa proporción de sus formas juveniles...

Esperó su regreso.

No tardó.

Reapareció en la puerta, de frente, y saltó sobre la cama quedando de rodillas ante él. Llevaba en las manos media docena de discos.

—Hoy comienza tu nueva formación musical —le dijo.

—Gracias.

—En cada cajita hay información de los temas. Dentro de una semana te hago el primer examen.

—¿Y si suspendo?

—Te quedas sin esto. —Se señaló a sí misma con los dos dedos índices de sus manos.

—Entonces tendré que emplearme a fondo.

—Bien. —Se inclinó para besarlo fugazmente.

Rogelio la cogió y la echó sobre la cama. Los discos se le escurrieron de entre las manos y quedaron a un lado. Beatriz quiso resistirse, pero no lo consiguió. La sujetó para dominarla y buscar sus labios, así que ella se puso a pelear como una gata.

—¡Déjame! —soltó un pequeño grito.

—No.

—¿Dos días y ya me maltratas?

—Empiezo a volverme loco.

—¡Ah!

La lucha fue breve. Beatriz consiguió soltarse una mano y le hizo cosquillas. Rogelio se dobló sobre sí mismo riendo de forma incontenible.

—¡Tienes cosquillas!

—¡No!

—¡Sí!

La pelea se decantó del lado de ella. Logró incluso colocarse encima. Cuando Rogelio se rindió, entre más y más risas, se apartó de su lado y se puso en pie por segunda vez.

—Bruto. Salvaje —le dijo.

—¿Yo? Casi me rompes las costillas.

—Tengo que defenderme.

—Ven.

—No, espera. Vamos a escuchar música.

—Después.

—¿Dónde está el reproductor?

—En la habitación no tengo.

—¡Pues menudo amante eres tú! ¿No te gusta escuchar música haciéndolo?

—Contigo sí. Ven.

—Voy a ponerlo en la sala, o en tu despacho, que está más cerca.

—¿Quieres venir aquí? Quiero hablarte de Gonzalo.

Eso la hizo detenerse.

—¿De Gonzalo?

—Quiero verlo.

—¿Para oírlo cantar?

—Sí.

Beatriz dejó la media docena de álbumes que había vuelto a coger sobre la mesita de noche y se sentó a su lado.

—¿Lo dices en serio o sólo porque es mi amigo y quieres hacerme feliz a mí?

—Lo digo en serio.

—¿Quieres ficharlo?

—No. Ya te dije que Discos Karma no está en condiciones de lanzar algo así, y además es posible que nos absorba una multinacional.

—Ahí va. —La noticia la hizo ensombrecerse de golpe.

—Tranquila. —Movió la mano para apartar su último comentario—. Quiero oírlo yo, nada más, por si se me ocurre algo.

—Se te ocurrirá —dijo contundente—. Es muy bueno. —Y cambió de nuevo para insistir—: ¿De verdad que tu compañía va a ser devorada por un pulpo?

—Un calamar gigante.

—Pero tú serías un pez gordo igualmente con ellos, ¿no?

—Más bien no.

—¿Te quedarías sin trabajo?

—No lo sé.

—Pase lo que pase no te irás con tu padre, ¿verdad?

—No. —Le sonrió con valor.

—Podríamos irnos de viaje.

El comentario hizo algo más que desconcertarlo. Lo hizo sonreír.

—¿Hablas en serio?

—¿Por qué no? Yo acabo el bachillerato, cumplo dieciocho, me tomo un año sabático. Mi madre se muere del susto y a tu padre le da otro infarto, así que matamos dos problemas de un tiro. ¿Qué tal?

—De película.

—Pues eso. Cada cual es el director de su propia película.

—¿Y al volver...?

—No sé. Tal vez estemos más locos el uno por el otro o tal vez hayamos descubierto que no, que sólo fue un cuelgue.

—¿Y tú eres la que cree en el amor? —Sintió una punzada en el pecho.

—Te lo dije. En el amor sí. En la eternidad no.

—A veces me das miedo.

—¿Por qué? —Volvió a inclinarse sobre él con dulzura y lo besó en la frente antes de recuperar su tono de niña mala—. Debería darte miedo siempre. —Se cruzó de brazos sobre el pecho de Rogelio y acomodó su cabeza sobre ellos, incrustando la barbilla entre las manos—. Tú me llevas toda la ventaja del mundo, en edad, experiencia... Si no puedo desconcertarte...

—¿Es tu defensa?

—Un poco. Siempre he creído que era muy previsible, y me encantaría ser todo lo contrario, y más ahora.

—¿Por qué?

—Porque una buena relación se ahoga en la rutina, mientras que lo imprevisible la refuerza. Te mantiene la mente ágil.

—Beatriz.

—¿Qué?

—Esto no es... un juego, ¿verdad?

Alargó la cabeza, estiró el cuerpo y buscó sus labios. El beso fue apenas un roce. La intensidad de su mirada hizo el resto antes de decirle:

—No.

—Cuando te dije que te quería...

—Yo también me he enamorado, Rogelio —susurró con ternura—. Pero hacer planes para el futuro hoy en día... no sirve de nada. No quiero pensar en el mañana. Sé lo que quiero, eso sí. Y quiero que sepas que soy de las que se entrega al máximo, al cien por cien, en todo, y más en algo tan fuerte como esto. Pregúntate tú si es un juego.

—Te juro...

—No jures —lo detuvo—. Sólo mírame.

—Ven.

—Mírame.

La obedeció. Intentó no poner cara de bobo, ni parecer un tonto enamorado, pero comprendió que eso era lo más difícil. Lo que sentía por ella era tan grande y tan fuerte que le desbordaba el ánimo. Beatriz quizá fuese la peor droga del mundo. La única que iba directa al corazón.

—Espera, no te muevas —le pidió de pronto ella quitándose de encima de él.

—¿Adónde vas?

—¡No te muevas!

Volvió a salir de la habitación, a la carrera, recortando de nuevo su silueta en el contraluz de la puerta. Esta vez tardó aún menos en regresar. Llevaba su cámara digital.

—Pero ¿qué...? —intentó protestar él.

—¡Sssh...!

Se volvió a tender encima de él, de lado, como antes, con la barbilla apoyada en su pecho, y preparó su cámara.

—Pon esa cara.

—¿Qué cara?

—La cara con la que me mirabas hace un momento.

—No sé qué cara tenía.

—Vuelve a mirarme.

Disparó una, dos, tres fotos. Luego se colocó a su lado, con la cabeza pegada a la suya, estiró el brazo al máximo e hizo otras dos desde las alturas. Cuando lo bajó, puso la cámara en posición para ver las imágenes y se las mostró.

—¿Qué tal? —dudó Rogelio.

—Tú, muy guapo, y nosotros..., hermosos, ¿no crees?

Contempló la última fotografía, sus rostros unidos mejilla contra mejilla, su media sonrisa de duda contrastando con la abierta y diáfana de ella.

Hermosos.

Entonces Beatriz se levantó y quedó de pie sobre la cama, con las piernas abiertas una a cada lado de él.

 

 

Lo enfocó.

—¿Qué haces? —vaciló Rogelio.

—Quiero recordarte así.

—¿Desnudo?

—Sí.

—¡No! —Se tapó con las manos.

—¿Por qué no? —se extrañó Beatriz.

—No me sentiría cómodo.

—No seas crío. Aparta las manos, venga.

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