Authors: Jordi Sierra i Fabra
Rogelio apenas si habÃa hablado.
âEsto es una porquerÃa âprotestó su madre con cara de asco mientras miraba su plato con animadversión.
âAquà la gente viene a comer lo que puede, señora Montserrat âdijo Soniaâ. No es más que un lugar de paso.
âPues por lo que vale podrÃan tener un respeto, digo yo âinsistió ella.
âPodrÃamos haber ido aquà al lado. Hay un par de restaurantes âobjetó Marcos.
â¿Y dejar a tu padre solo?
âEstá solo igual.
âPero si pasa algo, bajan y nos lo dicen. âMiró a Rogelioâ. Has dicho que estábamos aquà comiendo, ¿no?
â¿Qué quieres que suceda, mamá?
âPero bueno âse escandalizóâ. ¡Ni que hubiera tenido la gripe!
âEl peligro ha pasado.
âDespués de un infarto, el peligro es diario.
âTiene que intentar hacer vida normal. Si le recuerdas a cada momento esto...
âSanto Dios... âPuso cara de mártir empujada a los leonesâ. Cómo se nota que sois jóvenes. Vuestra despreocupación es... âApartó el plato definitivamente, con la comida a medio tocar, y rezongóâ: ¡Esto no hay quien se lo tome!
Volvió un incómodo silencio. Sonia terminaba ya con el postre, con buen apetito. Martina, Marcos y Rogelio se concentraban en lo que habÃan pedido, sin hacerle ascos, aunque a menor ritmo que el empleado por la mujer de Marcos. Rogelio los observó, uno a uno. Marcos era una fotocopia de su padre, aunque sin su carácter. Martina vivÃa su sueño de amor. Sonia era una esposa sumisa y complaciente.
¿Qué harÃan, qué dirÃan si les presentaba a una chica de dieciocho años?
La comida se le alborotó en el estómago.
Y la digestión empezó a estropeársele.
Sintió un retortijón.
Martina habÃa logrado pasar la prueba del algodón con Miguel. Treinta años ella, cuarenta y muchos él. Pero era distinto. Se trataba de dos adultos. Para una familia como la suya, Beatriz nunca serÃa una adulta, aunque tuviera veinte años, aunque tuviera veinticinco. Siempre la verÃan como a..., ¿a qué? PensarÃan que él era un cuarentón en busca de emociones, mantenerse joven con una jovencita al lado, y con ella podÃan llegar a ser muy crueles. PensarÃan que era una listilla, o una loca, o una desaprensiva buscando un buen partido, o incluso una tonta capaz de volverlo tonto a él.
Todos creerÃan que era por sexo.
Joven, guapa, con aquel cuerpo...
Un buen polvo.
El segundo retortijón fue más agudo que el primero, y hasta hizo retumbar los cimientos de su cuerpo.
Dejó de comer.
â¿Qué? âlo observó su madreâ. No me digas que está bueno porque es indecente. Seguro que te habrá sentado mal.
âNo he dormido bien esta noche âmintió.
âYa se te ve en la cara. Tienes ojeras. Yo tampoco he pegado ojo. âSe hizo la dignaâ. Bueno, yo llevo dÃas sin pegar ojo.
¿Por qué no se lo decÃa, allà mismo?
«Me he acostado con una chica que va a cumplir dieciocho años, ha sido lo más increÃble de mi vida y estoy enamorado como un colegial.»
âA vuestro padre nada de disgustos ahora, ¿eh?
Marcos y Rogelio intercambiaron otra mirada.
Hasta que el segundo se levantó.
âVoy al cuarto de baño.
âPodÃas ir al de la habitación de tu padre âobjetó su madreâ. A saber quién se meterá en el baño de aquÃ.
Se apartó de ellos y buscó la señal de los servicios.
Empezaba a huir.
Quizá tuviera que aislar a Beatriz, protegerla y protegerse.
Olvidarse de la familia.
El tercer retortijón le hizo acelerar el paso.
La culpa. Era la culpa. Estaba allÃ, fuerte, firme y poderosa. La culpa que convertÃa cualquier momento de felicidad terrena en un miedo imposible de dominar. La culpa que penetraba en las mentes y las almas hasta convertirse en un cáncer implacable. La maldita culpa que acechaba por todos lados. Ella unida al tiempo. Beatriz lo habÃa dicho, con su serenidad, con la simpleza de lo evidente: «El gran dilema de las parejas de hoy. Uno duda, el otro siente su peso. Alguien la definió una vez como una de las lacras más absurdas de la religión católica».
¿Y si no era culpa? ¿Y si era... madurez, responsabilidad, ética?
¿Era un cerdo por haberse acostado con una menor?
Acababa de vivir la noche más hermosa y feliz de los últimos tiempos, y lo habÃa hecho después de unos dÃas en los que parecÃa tocar el cielo con las manos, desde que conoció a Beatriz. ¿Por qué se castigaba ya de aquella forma?
¿Qué clase de montaña se estaba formando en su mente?
Se metió de cabeza en el servicio. Cogió un poco de papel y limpió el borde. Finalmente se bajó los pantalones y se sentó para vaciar todo lo que se habÃa descompuesto en su interior.
Cuando cerró los ojos y apoyó la cabeza entre las manos, intentó dejar la mente tan en blanco como esperaba dejar su ruidoso estómago.
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El grito procedente del piso de arriba la hizo salir de su habitación asustada.
Su madre también lo habÃa oÃdo.
â¿Otra vez se las tienen? âle preguntó la mujer a su hija con preocupación.
âNo lo sé. âCerró los puños con ansiedad.
âAntes has estado con Elisabet, ¿no?
âTodo estaba tranquilo.
âBueno, ya sabes que saltan a la mÃnima. Yo no sé cómo lo aguantan.
Dejaron de hablar. Durante diez segundos casi ni respiraron. Pareció volver la calma, quedarse en un conato, o en un arrebato de mal genio. Beatriz miró en dirección a la habitación de su hermana al notar su ausencia.
â¿Y Carlota?
âHa salido con sus amigas, que ya le tocaba después de tanto estudiar. Tú en cambio...
â¿Yo qué? âacusó el comentario.
âMe gustarÃa saber qué haces toda la noche cuando sales. ¿Qué pasa, que si os acostáis antes del amanecer ya no es lo mismo?
âMamá, toda la gente joven se evade los viernes y los sábados por la noche.
âO sea que hoy... âSe puso aún más seria.
âNo lo sé. TodavÃa no he hecho planes.
âLuego os pasáis toda la mañana durmiendo, sin dar un palo al agua.
âTe he ayudado con la casa âle recordó.
âYa.
Se dio la vuelta y Beatriz sintió una oleada de furia.
TenÃa dos opciones: dejarla, olvidarse, o no renunciar a su derecho de mantener su individualidad e independencia. En otras circunstancias habrÃa hecho lo primero. Ahora, de pronto, todo cambiaba. Si no marcaba distancias, si no demostraba ya, en su propia casa y con su madre, que era una persona adulta, se quedarÃa siempre supeditada a un papel de niña pequeña.
âMamá, yo no quiero morirme aquà encerrada contigo, ¿vale?
Fue un disparo certero, realizado a conciencia, con las palabras precisas. La mujer se detuvo en la puerta de la cocina.
âYo no estoy encerrada âproclamó.
âNo hablas salvo para meterte conmigo o quejarte. No sales con amigas, no vas a ninguna parte. ¿A eso lo llamas no estar encerrada? Te refugias en ese mutismo tan lleno de dolor que a veces es irrespirable.
âVas a cumplir dieciocho años. Si no estás a gusto...
â¡No digas lo que no sientes! ¿Ahora vas de dura? Los padres de Elisabet se pelean, y a ti no se te ocurre nada mejor que decir que «no sabes cómo lo aguantan». ¿Quieres que se divorcien también, para hacer una causa común con ella? âSeñaló más allá de la ventana más próximaâ. ¡Hay un mundo entero ahà fuera, y vida, y nuevas oportunidades! ¿Por qué no sales a comprobarlo?
â¿Qué te pasa a ti hoy? âSu voz reflejó toda su inseguridad.
âPasa que te estás quejando siempre cuando hablas, y cuando no... ¡Por Dios!, ¿crees que me gusta verte asÃ?
âTú no sabes...
â¡Yo sà sé! ¡Claro que sé! ¡No soy una niña, ni una ingenua! ¡Ya está bien, mamá! ¡Ya-está-bien! âlo recalcó con énfasisâ. ¡No quiero más reproches por salir a divertirme, ni por intentar ser feliz, sólo porque tú te hayas encerrado aquà y te hayas negado el derecho de serlo!
âQué fácil es para ti decir esto âexhaló con amargura.
â¿Fácil? âDetuvo un conato de echarse a llorarâ. ¡Llevo cinco años viéndote morir en vida, callando, y callando, y callando, sin hacer ruido, midiendo mis palabras, todo para no herirte o molestarte! ¿Y mientras tanto qué has hecho tú? ¡Nada! ¡Sufrir y callar como vÃctima de tu propia desgracia! âSus manos se iban crispando a medida que estallabaâ. ¡Has perdido cinco años esperando Dios sabe qué! ¿A que volviera papá? ¡Pues no volverá! Ahora dime, ¿vas a perder el resto de tu vida ahogándote en tu amargura?
âNo sabes de qué estás hablando. Cállate âSe dio media vuelta y se metió en la cocina.
Beatriz la siguió.
Y se colocó en la puerta, acorralándola.
âNo puedo callarme. ¡Estoy harta de callar!
â¡Tú no sabes lo que es estar sola! ¡Ni que te abandonen!
â¡Papá no te abandonó, tú lo apartaste de tu lado!
Su madre se quedó conmocionada, igual que si la acabase de abofetear. Parpadeó un par de veces mientras su mente intentaba razonar aquella aseveración tan opuesta a lo que sentÃa.
â¿Qué... estás diciendo?
â¿Nunca has pensado, sinceramente, que fuiste tú la que lo abandonó a él?
â¡Se marchó con otra, Beatriz!
â¡Yo os oÃa de noche!, ¿sabes? âPor segunda vez detuvo las lágrimas en la ribera de sus párpadosâ. ¡Papá implorándote amor y tú negándote! ¡Y no digas que era sexo, porque no es verdad: era amor! ¡Papá estaba loco por ti!
â¿Que nos... oÃas?
âYo no querÃa, me tapaba los oÃdos, pero a veces... âYa no se detuvo ni se echó para atrásâ. Siempre estabas enfadada por algo, o cansada, o le decÃas que te dolÃa, o que no te apetecÃa. Y cuando lo hacÃais a veces le preguntabas por qué tardaba tanto, o suspirabas con expresiones como «¿aún no estás?». Una noche papá estalló, salió de vuestra habitación dando un golpe y se metió en el baño. Tú no te moviste de la cama, pero yo lo oà llorar, ¿vale? ¡Lo oà llorar de desesperación!
â¿Y qué tenÃa que hacer, abrirme de piernas y ya está cada vez que le apeteciera? ¿Ãsa es tu dignidad femenina?
âEl amor necesita de dos, mamá. El sexo no es más que una parte, pero representa la sublimación de ese amor, porque es lo máximo. Compartir siempre es lo máximo. âSu voz se acompasóâ. Papá te querÃa con locura, y para él fue una hecatombe darse cuenta de que tú ya no lo amabas igual. ¿Encontró a otra que sÃ? De acuerdo, ¿qué querÃas que hiciese, que se quedase aquà consumiéndose? Fue valiente. Tú querÃas un marido, no un hombre.
â¿Qué sabrás tú?
âEstoy aprendiendo.
âNingún matrimonio se pasa la vida igual.
âPapá me dijo que ni de recién casados lo hacÃais a diario, que siempre tenÃa que estar regulado, dos veces a la semana, el sábado... Como si el amor pudiera programarse y el deseo sólo funcionara en determinados momentos.
â¿Asà que todo es culpa mÃa?
El tono de su voz fue abrasador.
Beatriz ya no le respondió. No era necesario.
Jamás se habÃa enfrentado a su madre.
Y no le gustaba haberlo hecho, pero, de alguna forma, sabÃa que acababa de quitarse un peso de encima al hacerlo.
Un enorme peso.
El zumbido de su móvil, reclamándola desde su habitación, la hizo salir corriendo, a la estampida, para recibir la llamada.
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Rogelio contó los tonos.
Uno, dos, tres...
Hasta que la voz de Beatriz irrumpió en la lÃnea.
â¿SÃ?
Le hizo una sola pregunta.
â¿Esta noche?
CICATRICES
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Llevaban un rato mirándose, frente a frente, mientras sus dedos jugueteaban unos con otros en un mudo diálogo cargado de dulzuras. Beatriz estaba recostada sobre su lado derecho. Rogelio sobre el izquierdo. Sus cuerpos desnudos habÃan recobrado la calma después de la intensidad de la tormenta. Sus sudores se habÃan serenado hasta desaparecer de la piel. Bañados por la luz que llegaba de lejos, mortecina, a través de la puerta abierta del dormitorio, la paz y serenidad que los envolvÃa los inundaba de un balsámico relajamiento.
âEstás precioso âdijo ella.
â¿Precioso? âle sorprendió la palabra.
âSÃ.
âEntonces ¿qué puedo decirte yo a ti?
âLo veo en tus ojos.
â¿Qué ves?
âAmor.
â¿Has leÃdo muchos ojos?
âNo, pero libros sÃ.
âNo es lo mismo.
âEso lo dices tú. Leer un libro es como hacer el amor. Lo que compartes con él es único.
âLeà esto en tu blog.
âEsta tarde he entrado en él y... no he sabido qué escribir.
â¿Eso es malo?
âSiempre he sabido sobre qué escribir. Me basta con poner una palabra y el resto sale solo. Pero hoy...
â¿Colapsada?
âEnamorada.
âCreÃa que eso era bueno.
âNo lo sé âfue sinceraâ. Me gustarÃa poder contar todo esto, expresarlo con palabras, y me doy cuenta de que no tengo las suficientes, ni sé lo bastante. No hay palabras para explicar este sentimiento.
âBeatriz.
â¿Qué?
âNada. âHizo un gesto dulceâ. Me gusta tu nombre.
âA mà también el tuyo. Suena a caballero andante.
âY el tuyo, a princesa.
âMi prÃncipe...
Se acercó un poco a él, hasta darle un beso en la punta de la nariz. Luego ya no retrocedió, se quedó asÃ, más cerca, con sus alientos mezclándose en la tierra de nadie que apenas si los separaba.
Su segunda aproximación fue para lamerle los párpados.
Antes de que él pudiera volver a excitarse recordó algo.
â¿Y tu padre?
âBien.
â¿Volverá a casa pronto?
âSÃ.
âVas a estar liado cuando lo haga, ¿verdad?
âEspero que no. Mi hermano Marcos trabaja con él. Yo sólo soy la oveja negra de la familia.
â¿Por qué?
âPorque me aparté de ellos, porque no quise meterme en el negocio familiar, porque mi padre nunca creyó en mà y llevo toda la vida intentando valerme por mà mismo y demostrarles de lo que soy capaz... sin conseguirlo.
âClaro que lo has conseguido.
âPara ellos no. Trabajo en un mundo desconocido como es el de la música. Lo ven como algo... inconcreto, absurdo, lleno de gente rara, drogatas, famosos...
âLas familias oprimen, ¿verdad?
âMucho. La tuya...
âImagÃnate. Mi padre casado con otra, esperando un hijo, mi madre sola en casa conmigo y con mi hermana pequeña, tragándose toda la mierda que ella misma ha ido amontonando en su vida. Mi hermana mayor casada y pasando. No es una situación ideal. Esta tarde me he peleado con ella.
â¿Con tu madre?
âSÃ.
âLo siento.
âNo importa. âSe encogió de hombrosâ. O al contrario. De pronto me siento fuerte, capaz de todo, incluso de decirle lo que nunca le habÃa dicho y ya tocaba.
â¿Crees que las personas, cuando se enamoran, cargan también con los problemas del otro y con sus familias?
âLos problemas del otro pasan a ser propios, se comparten âasintió Beatrizâ. Las familias... no sé. Supongo que tiene que haber un equilibrio, pero eso es todo. Si una pareja no se hace fuerte en sà misma, y no está dispuesta a luchar por su amor, su libertad y su independencia contra quien sea, padres, madres, abuelos o hermanos, entonces apaga y vámonos. Seguro que acaban separados. El amor no puede tener fisuras.
âRadical âsonrió él.
âSÃ. El amor debe ser absoluto.
Lo dijo muy seria.
Rogelio dejó de jugar con la mano de Beatriz. Colocó la suya en la curva de su cintura y luego la subió por el redondo promontorio de su cadera hasta coronarlo.
Otra docena de segundos mirándose a los ojos.
TodavÃa bañados por la sorpresa de su realidad.
âTe he traÃdo un regalo âdijo entonces Beatriz.
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Se levantó de la cama y salió de la habitación seguida por los ojos de Rogelio. Bañada por el contraluz de la puerta, su silueta adquirió por un instante tintes mágicos. Alta, estilizada, con el cabello salvaje y despeinado, los pechos como pequeñas manzanas, la justa proporción de sus formas juveniles...
Esperó su regreso.
No tardó.
Reapareció en la puerta, de frente, y saltó sobre la cama quedando de rodillas ante él. Llevaba en las manos media docena de discos.
âHoy comienza tu nueva formación musical âle dijo.
âGracias.
âEn cada cajita hay información de los temas. Dentro de una semana te hago el primer examen.
â¿Y si suspendo?
âTe quedas sin esto. âSe señaló a sà misma con los dos dedos Ãndices de sus manos.
âEntonces tendré que emplearme a fondo.
âBien. âSe inclinó para besarlo fugazmente.
Rogelio la cogió y la echó sobre la cama. Los discos se le escurrieron de entre las manos y quedaron a un lado. Beatriz quiso resistirse, pero no lo consiguió. La sujetó para dominarla y buscar sus labios, asà que ella se puso a pelear como una gata.
â¡Déjame! âsoltó un pequeño grito.
âNo.
â¿Dos dÃas y ya me maltratas?
âEmpiezo a volverme loco.
â¡Ah!
La lucha fue breve. Beatriz consiguió soltarse una mano y le hizo cosquillas. Rogelio se dobló sobre sà mismo riendo de forma incontenible.
â¡Tienes cosquillas!
â¡No!
â¡SÃ!
La pelea se decantó del lado de ella. Logró incluso colocarse encima. Cuando Rogelio se rindió, entre más y más risas, se apartó de su lado y se puso en pie por segunda vez.
âBruto. Salvaje âle dijo.
â¿Yo? Casi me rompes las costillas.
âTengo que defenderme.
âVen.
âNo, espera. Vamos a escuchar música.
âDespués.
â¿Dónde está el reproductor?
âEn la habitación no tengo.
â¡Pues menudo amante eres tú! ¿No te gusta escuchar música haciéndolo?
âContigo sÃ. Ven.
âVoy a ponerlo en la sala, o en tu despacho, que está más cerca.
â¿Quieres venir aquÃ? Quiero hablarte de Gonzalo.
Eso la hizo detenerse.
â¿De Gonzalo?
âQuiero verlo.
â¿Para oÃrlo cantar?
âSÃ.
Beatriz dejó la media docena de álbumes que habÃa vuelto a coger sobre la mesita de noche y se sentó a su lado.
â¿Lo dices en serio o sólo porque es mi amigo y quieres hacerme feliz a mÃ?
âLo digo en serio.
â¿Quieres ficharlo?
âNo. Ya te dije que Discos Karma no está en condiciones de lanzar algo asÃ, y además es posible que nos absorba una multinacional.
âAhà va. âLa noticia la hizo ensombrecerse de golpe.
âTranquila. âMovió la mano para apartar su último comentarioâ. Quiero oÃrlo yo, nada más, por si se me ocurre algo.
âSe te ocurrirá âdijo contundenteâ. Es muy bueno. âY cambió de nuevo para insistirâ: ¿De verdad que tu compañÃa va a ser devorada por un pulpo?
âUn calamar gigante.
âPero tú serÃas un pez gordo igualmente con ellos, ¿no?
âMás bien no.
â¿Te quedarÃas sin trabajo?
âNo lo sé.
âPase lo que pase no te irás con tu padre, ¿verdad?
âNo. âLe sonrió con valor.
âPodrÃamos irnos de viaje.
El comentario hizo algo más que desconcertarlo. Lo hizo sonreÃr.
â¿Hablas en serio?
â¿Por qué no? Yo acabo el bachillerato, cumplo dieciocho, me tomo un año sabático. Mi madre se muere del susto y a tu padre le da otro infarto, asà que matamos dos problemas de un tiro. ¿Qué tal?
âDe pelÃcula.
âPues eso. Cada cual es el director de su propia pelÃcula.
â¿Y al volver...?
âNo sé. Tal vez estemos más locos el uno por el otro o tal vez hayamos descubierto que no, que sólo fue un cuelgue.
â¿Y tú eres la que cree en el amor? âSintió una punzada en el pecho.
âTe lo dije. En el amor sÃ. En la eternidad no.
âA veces me das miedo.
â¿Por qué? âVolvió a inclinarse sobre él con dulzura y lo besó en la frente antes de recuperar su tono de niña malaâ. DeberÃa darte miedo siempre. âSe cruzó de brazos sobre el pecho de Rogelio y acomodó su cabeza sobre ellos, incrustando la barbilla entre las manosâ. Tú me llevas toda la ventaja del mundo, en edad, experiencia... Si no puedo desconcertarte...
â¿Es tu defensa?
âUn poco. Siempre he creÃdo que era muy previsible, y me encantarÃa ser todo lo contrario, y más ahora.
â¿Por qué?
âPorque una buena relación se ahoga en la rutina, mientras que lo imprevisible la refuerza. Te mantiene la mente ágil.
âBeatriz.
â¿Qué?
âEsto no es... un juego, ¿verdad?
Alargó la cabeza, estiró el cuerpo y buscó sus labios. El beso fue apenas un roce. La intensidad de su mirada hizo el resto antes de decirle:
âNo.
âCuando te dije que te querÃa...
âYo también me he enamorado, Rogelio âsusurró con ternuraâ. Pero hacer planes para el futuro hoy en dÃa... no sirve de nada. No quiero pensar en el mañana. Sé lo que quiero, eso sÃ. Y quiero que sepas que soy de las que se entrega al máximo, al cien por cien, en todo, y más en algo tan fuerte como esto. Pregúntate tú si es un juego.
âTe juro...
âNo jures âlo detuvoâ. Sólo mÃrame.
âVen.
âMÃrame.
La obedeció. Intentó no poner cara de bobo, ni parecer un tonto enamorado, pero comprendió que eso era lo más difÃcil. Lo que sentÃa por ella era tan grande y tan fuerte que le desbordaba el ánimo. Beatriz quizá fuese la peor droga del mundo. La única que iba directa al corazón.
âEspera, no te muevas âle pidió de pronto ella quitándose de encima de él.
â¿Adónde vas?
â¡No te muevas!
Volvió a salir de la habitación, a la carrera, recortando de nuevo su silueta en el contraluz de la puerta. Esta vez tardó aún menos en regresar. Llevaba su cámara digital.
âPero ¿qué...? âintentó protestar él.
â¡Sssh...!
Se volvió a tender encima de él, de lado, como antes, con la barbilla apoyada en su pecho, y preparó su cámara.
âPon esa cara.
â¿Qué cara?
âLa cara con la que me mirabas hace un momento.
âNo sé qué cara tenÃa.
âVuelve a mirarme.
Disparó una, dos, tres fotos. Luego se colocó a su lado, con la cabeza pegada a la suya, estiró el brazo al máximo e hizo otras dos desde las alturas. Cuando lo bajó, puso la cámara en posición para ver las imágenes y se las mostró.
â¿Qué tal? âdudó Rogelio.
âTú, muy guapo, y nosotros..., hermosos, ¿no crees?
Contempló la última fotografÃa, sus rostros unidos mejilla contra mejilla, su media sonrisa de duda contrastando con la abierta y diáfana de ella.
Hermosos.
Entonces Beatriz se levantó y quedó de pie sobre la cama, con las piernas abiertas una a cada lado de él.
Â
Â
Lo enfocó.
â¿Qué haces? âvaciló Rogelio.
âQuiero recordarte asÃ.
â¿Desnudo?
âSÃ.
â¡No! âSe tapó con las manos.
â¿Por qué no? âse extrañó Beatriz.
âNo me sentirÃa cómodo.
âNo seas crÃo. Aparta las manos, venga.