Authors: Jordi Sierra i Fabra
Ahora sà le entregó el marco.
Rogelio ya no lo ocultó en el mueble. Lo colocó en su sitio.
âTengo sed âdijo Beatriz.
âOh, perdona... ¿Qué quieres?
âAgua.
â¿No te apetece...?
âSólo agua.
Lo vio salir de la sala y entonces se sentó en el sofá, en cuclillas, con la camiseta cubriéndola casi por completo. Agitó su cabello con violencia, para expandirlo y liberarlo. TodavÃa sentÃa algo de humedad, sobre todo en las puntas. La temperatura era agradable y se sentÃa bien, cómoda.
En paz.
Ningún nerviosismo.
Algo extraño.
Como si toda la vida hubiese sido la misma que era ahora, con Rogelio.
El dueño de la casa reapareció casi al momento. Llevaba un vaso de agua para ella y una cerveza para él. Le tendió el vaso y se sentó a su lado, con el cuerpo vuelto hacia la muchacha. Beatriz apuró la mitad y luego lo dejó en la mesita. Rogelio bebió dos sorbos de su cerveza y, en su caso, puso la botellita en el suelo.
Tocaban más besos.
Más caricias.
Quizá por esa misma razón volvieron a hablar.
O a intentarlo.
âMe alegro de que estés aquÃ.
âY yo.
â¿No te da miedo?
âNo âaseguró relajada.
âDesde el primer momento, esto ha sido tan extraordinario...
âEn casos asÃ, lo mejor es cerrar los ojos y dejarse llevar.
âEres increÃble.
âNo te ciegues.
âLo que te dije por teléfono...
âNo, cállate. Ven.
Le abrió los brazos para que él volviera a hundirse en su cuerpo, y los dos buscaron sus bocas para reemprender aquel mudo diálogo hecho de besos. Beatriz le acarició el rostro, la nuca. Rogelio persiguió por primera vez su carne, subiendo por su brazo hasta el hombro, la espalda. Creyó enloquecer cuando escuchó aquel leve gemido y Beatriz tembló.
La caricia se hizo ansiedad.
Retiró la mano de la bocamanga de la camiseta, y la deslizó hacia abajo. Cuando la introdujo por el hueco rozó el muslo, duro, y lo presionó suavemente. No estaban cara a cara, fundidos, sino de lado, asà que su mano pudo moverse libremente. La cintura, la curva lateral, el vientre plano, la hendidura del ombligo, el pecho de Beatriz.
Ahora el que gimió fue él.
Tan delicado...
âCuidado âmusitó ellaâ. Los tengo muy sensibles...
âSà âjadeó.
Todo lo empujaba. Todo menos aquella voz que le hablaba desde una distancia cada vez más pequeña.
Rozó el pezón súbitamente endurecido.
âRogelio... âEl aliento le golpeó la cara.
â¿Qué?
âNo pensaba que esto pudiera suceder.
âYo tampoco.
âNi siquiera sé si estoy... preparada. âAhogó un profundo suspiro que le subÃa desde lo más profundo de su ser.
La cabeza le daba vueltas.
âSoy yo el que no lo está âadmitió él.
La presión menguó. El pezón quedó libre de pronto, mientras la mano retrocedÃa, bajando por el seno, el vientre, el ombligo, la cintura, el muslo...
Beatriz apoyó la frente en sus labios, sin dejar de temblar.
âDios... âexhaló Rogelioâ. Tienes diecisiete años.
â¿Si tuviera dieciocho serÃa distinto?
âNo lo sé. âSe mordió el labio inferior y reaccionóâ. SÃ, supongo que sÃ.
â¿Temes que te denuncie por violación de una menor? âquiso bromear sin ganas.
âHe hecho muchas locuras en la vida, muchas, demasiadas. Pero nada por lo que deba avergonzarme o de lo que pueda sentirme culpable.
âLa culpa âdesgranó Beatrizâ. El gran dilema de las parejas de hoy. Uno duda, el otro siente su peso. Alguien la definió una vez como una de las lacras más absurdas de la religión católica.
âPero sin culpa habrÃa..., no sé, no existirÃa la contención...
â¿Cuándo se contienen los enamorados?
âBeatriz..., te deseo tanto que...
âSigue.
âNecesito... âVolvió a quedarse sin palabras.
â¿Tiempo? âLo envolvió en una sonrisa cálidaâ. ¿El dÃa de mi cumpleaños?
âNo quiero que me odies.
âEl otro dÃa colgué un poema en mi blog. Una de sus frases dice «No odies a quien hayas amado».
âLo leÃ.
Beatriz le acarició la mejilla. No estaba enfadada. No estaba triste. Sólo estaba allÃ. Le bastaba con eso. El deseo también formaba parte de sà misma.
De pronto, todo parecÃa haberse detenido.
El tiempo.
Su ritmo vital.
âHa dejado de llover âle hizo notarâ. Vámonos a alguna parte donde no haya un sofá o una cama cerca ni yo me sienta tan desnuda y...
Fue la primera en levantarse, abandonando su posición en cuclillas. Rogelio la secundó, aunque sin soltarla al menos de la mano. No pensó en su ropa mojada, y en que allà no iba a encontrar nada que le pudiera servir. Sólo querÃa apartarse de él y de lo que sentÃa, aquella turbulencia erótica, desconocida y tan poderosa como un canto de sirena. Caminó en dirección al cuarto de baño, igual que si flotara, con sus pies descalzos acariciando el suelo.
Sus pies descalzos.
No pudo dar más allá de tres pasos.
Rogelio la atrajo de nuevo hacia sà y la besó.
Entonces ya no hubo vuelta atrás.
Palabras o culpas, sentimientos o guerras, razones o normas. Todo se desvaneció.
Cayó el último tabú.
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Apenas si consiguieron llegar a la cama.
Le quitó la camiseta roja en el pasillo, y cayó al suelo como una bandera rendida. Verla completamente desnuda lo enloqueció. Era el cuerpo más joven y esbelto que recordase haber acariciado. Un reto para los sentidos. Si Miguel Ãngel la hubiese conocido, no habrÃa esculpido su David. La habrÃa inmortalizado a ella. La locura le hizo perder el aliento. Deseaba mirarla, deseaba tocarla, deseaba fundirse con su esencia. Y querÃa tener cuatro, ocho manos, para llegar a todos sus rincones y sentirla.
Beatriz apenas si consiguió liberarlo de la parte superior de su ropa.
âLo siento... âmurmuró al no poder quitarle el cinturón con la misma facilidad.
Entraron en la habitación de manera atropellada. No como en las pelÃculas, exageradas siempre, imposibles y demenciales. Pero sà moviendo sus manos arriba y abajo, caminando a ciegas entre besos, desplazándose por un espacio sin fronteras y al mismo tiempo muy pequeño.
Sólo los detuvo la cama.
Ãl hizo que se tendiera.
Ella quedó boca arriba, con los brazos en alto, recortada su silueta blanca sobre el fondo oscuro de la sábana, con el cabello aureolando su cabeza.
Otra imagen para la memoria.
âBeatriz. âQuiso pronunciar su nombre para imprimirlo en el aire.
Se quitó los pantalones, apresurado, y los calzoncillos, en un último gesto de libertad.
Beatriz lo miró.
Lo admiró.
Tendió los brazos hacia él y Rogelio la sepultó fundiendo su cuerpo con el de ella. Sus bocas atraparon una bocanada de aire final antes de quedar unidas. Por primera vez descubrieron sus geografÃas.
De Norte a Sur. De Este a Oeste.
Hasta que ella pronunció aquella palabra.
âDespacio...
âSÃ.
âPor favor...
La miró. TenÃa los ojos húmedos.
âCuidado âle suplicó con fragilidad.
Rogelio lo comprendió.
â¿Eres... virgen?
No hizo falta que le diera ninguna respuesta. Le bastó con verle los ojos. Le costó cerrar los suyos para besarla, abrazarla y acallar el grito final de su conciencia.
No podÃa más.
Beatriz se abandonó.
Sintió la boca y la lengua de Rogelio por todo su cuerpo. Los labios, los senos, el vientre, el ombligo, los muslos, los pies, dedo a dedo, y finalmente, el sexo.
Su sexo, que era un lago ansioso.
Tembló tan sólo dos veces más.
La primera cuando él dejó de besárselo.
La segunda cuando lo sintió dentro.
Entonces lo abrazó con todas sus fuerzas y le ocultó las lágrimas.
AMANECER
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Abrió los ojos sobresaltado, temiendo haberse quedado dormido el resto de la noche, y descubrió con alivio que no era asÃ. Los dÃgitos luminosos del reloj de la mesita de noche marcaban las cinco de la mañana. TodavÃa faltaba mucho para el amanecer.
Entonces volvió la cabeza y se encontró con ella.
Beatriz dormÃa boca abajo, desnuda. La imagen lo atravesó de nuevo, como horas antes al quitarle aquella camiseta roja como el fuego. Con la cabeza vuelta hacia él, el cabello, alborotado, se le desparramaba por encima del rostro y parte de la almohada. Los labios, entreabiertos, vivamente sensuales, como si los besos los hubieran hecho aumentar de tamaño, sobresalÃan por entre la maraña capilar como un grito hecho de promesas. TenÃa un brazo doblado y apoyaba la mejilla en el dorso de la mano. El otro seguÃa la lÃnea del cuerpo, indolente, con la palma abierta hacia arriba. Se incorporó despacio para no despertarla, y absorbió aquella forma plácida, no mucho antes convertida en una turbulencia bajo el despertar de la vida. El cuerpo de Beatriz se ondulaba en curvas convexas y cóncavas: espalda, cintura, nalgas y piernas, con una de ellas también ligeramente doblada hacia arriba.
HabrÃa contemplado esa imagen quieta el resto de su vida.
Entonces comprendió el daño que podÃa causar la belleza.
El dolor del amor.
Tan inesperado.
No osó tocarla. Se olvidó de volver a poseerla. La miró, sin aliento, tan feliz como asustado, tan herido como vivo. La piel brillaba de una forma opaca bajo la tenue luz que provenÃa del pasillo y se colaba por la puerta abierta de la habitación. Un claroscuro brutal por su intensidad. Muchas veces habÃa atrapado la belleza, y habÃa hecho el amor con lujuria y el placer de los sentidos al lÃmite. Sin embargo con Beatriz era distinto. ComprendÃa que su belleza era inatrapable, y que toda aquella lujuria y aquel placer se convertÃan en ternura y entrega, vocación de amar y formar parte de un todo unÃvoco. Beatriz era el cielo, el ángel de la vida.
Siguió sentado en la cama, reteniendo segundo a segundo aquella visión poderosa.
Jamás habÃa buscado la eternidad, salvo en ese momento.
Tuvo que levantarse por algo tan humano y tan inaplazable como ir al lavabo a orinar. Lo lamentó, pero su vejiga le gritaba que estaba en su punto máximo. Bajó de la cama despacio, sin mover el colchón, y caminó en dirección al cuarto de baño. Antes de abandonar la habitación, la miró una vez más.
Acababa de abrir una puerta por la que una ráfaga de aire fresco y libertad se habÃa colado en su vacÃa existencia.
Ahora tenÃa que saber qué hacer con ella.
Y no era sencillo.
La dejó sola y se precipitó hacia el baño a toda prisa.
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Beatriz entreabrió los ojos y por entre la maraña de su cabello, caÃdo en informal cascada sobre su rostro, llegó a ver como Rogelio salÃa de la habitación.
Se desperezó de golpe.
Buscó el reloj, lo encontró en la mesita de noche.
Las cinco y diez minutos.
Le quedaba poco, y no querÃa llegar después de amanecer a su casa, por si acaso. Su madre siempre protestaba por sus salidas, y más por sus llegadas. TenÃan algunos roces debido a ello. SolÃa decirle que si pensara «hacer algo» no necesariamente tenÃa por qué hacerlo de noche. Y su madre le respondÃa que «de noche, todos los gatos son pardos», una frase hecha y convencional.
Además, las madres solÃan ser brujas.
Igual llegaba a su casa y tenÃa grabado en el rostro lo sucedido.
«Lo-he-he-cho.»
Volvió a dejarse caer boca abajo y extendió una mano para tocar el lugar aún caliente en el que acababa de estar él.
Acompasó la respiración.
Y el alud de sensaciones de la noche se agolpó en su mente.
Cada beso, cada caricia, cada gemido, cada grito, la forma en que Rogelio habÃa sublimado su cuerpo. La manera en que ella habÃa descubierto el suyo. Todo inolvidable. Los detalles de algo que ya pasarÃa a ser parte de sà misma. El dÃa en que sÃ, por fin, se habÃa sentido mujer, con todas sus consecuencias.
Pero sobre todo, por el amor.
Esa pequeña diferencia.
Se dio la vuelta y quedó boca arriba.
Miró la habitación, memorizó cada detalle. El guante perfecto, aunque lo importante era la mano, el contenido, él y ella.
Su corazón se aceleró.
Bajó una mano por su pecho, rozándolo, y la pasó igual que una caricia por su vientre, su ombligo, hasta llegar a su sexo. Con las piernas entreabiertas se lo acarició con suavidad, sin ninguna intención, sólo para sentirlo y hacer más intenso el recuerdo. Estaba llena de él, de su sabor, de su sudor, de su saliva, de las huellas de sus manos, de cada beso o caricia. Cuando se toca el cielo, volver a la Tierra es casi una burla. Los enamorados saben que el tiempo es un océano que separa las islas de sus encuentros, y que esas islas son como pequeños mundos siempre diferentes, siempre únicos.
Por eso, los enamorados que no saben nadar se ahogan.
A veces, de isla a isla, la distancia parece enorme.
Estuvo a punto de llamarlo para que regresara a su lado y la abrazara. Necesitaba justo eso: un abrazo, sentir la protección de sus manos.
Como una niña.
Dejó de acariciarse el sexo y se llevó los dedos a la nariz.
El último abandono.
Continuó quieta, con los ojos cerrados, meciéndose entre aquel éxtasis de paz y la turbulencia de cada recuerdo grabado a fuego en su mente.
Hasta que oyó un roce, el imperceptible movimiento del aire, la sensación de no encontrarse ya sola.
Rogelio estaba de nuevo allÃ.
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Sus ojos se encontraron llenando la penumbra de luz.
âBuenos dÃas âle deseó.
âAún no âgimió ella.
Rogelio se sentó en la cama. Llevaba un vaso en la mano.
âTe he traÃdo agua, por si tenÃas sed.
âMucha âreconoció Beatriz con la garganta súbitamente seca.
Se sentó también en la cama, se apartó el cabello y aceptó el vaso. Rogelio hizo lo mismo, se acomodó. Los dos quedaron frente a frente, en cuclillas, separados apenas por un palmo, desnudos y apacibles, aunque en el fondo habrÃan querido volver a sucumbir al deseo que ahora parecÃan frenar por la necesidad de la partida.
Mientras Beatriz bebÃa, él la miró.
Y ella lo miró a él.
Sonrió al devolverle el vaso para que lo dejara en la mesita de noche.
No sentÃa la menor vergüenza. CreÃa que sÃ, que de pronto, estar desnuda frente al hombre con el que acababa de hacer el amor por primera vez la desarmarÃa, la harÃa dar un paso atrás. Y no era asÃ. Todo formaba parte de una sorprendente naturalidad. Sus cuerpos ya no eran secretos, habÃan dejado de ser un misterio. Por eso, quizá, esa primera vez fuese tan crucial, tan hermosamente diferente. Después de compartir el amor en su expresión más pura y natural, a través del sexo, las personas tenÃan que cambiar, por fuerza. Nada podÃa ser ya igual.
Volvió el juego de miradas.
Hasta que Rogelio le acarició las piernas.
Y viajó por ellas hasta la parte más blanda de su geografÃa. La más próxima también a la zona púbica.
âAmanecerá dentro de poco âsusurró.
Beatriz captó la súplica.
âSÃ.
â¿Seguro que has de estar en tu casa a esa hora?
Su madre la matarÃa.
Vale, ¿y qué?
Un mes para los dieciocho era como tener dieciocho.
La maldita edad...
âDa igual.
â¿De verdad?
âSÃ. âSus ojos se iluminaron.
La mano de Rogelio ascendió hasta su rostro. Se lo acarició. Ella llevó las suyas a su encuentro, la cogió y la trasladó a sus labios para besársela.
El siguiente paso fue aproximarse más el uno al otro y abrazarse.
El silencio era un bálsamo.
â¿Por qué me preguntaste si era virgen?
âPerdona.
âNo, dÃmelo.
âNo sé. âIntentó parecer sinceroâ. CreÃa que hoy en dÃa a los quince o dieciséis ya...
âAlgunas sÃ. No todas. ¿CreÃas que ya lo habÃa hecho?
âSÃ.
âParecÃas muy sorprendido.
âBueno, en ese momento...
â¿HabrÃas preferido que tuviera experiencia?
âNo es eso.
âPensaba que te gustarÃa ser el primero.
Era un concepto antiguo, machista. Pero descubrió, de pronto, que sÃ, que le gustaba, que la idea de que ella hubiera estado con otro o con otros, antes, le producÃa una pésima sensación, un horrible sabor de boca.
âDicen que lo importante no es ser el primero, sino el último.
Continuó el abrazo, delicado, con el único movimiento de sus manos deslizándose por sus espaldas en busca de sus propias huellas o los inexplorados terrenos en los que todavÃa no hubiesen estado.
âUna vez estuve a punto âhabló de nuevo ella.
â¿Qué pasó?
âCasi cometà el error de hacerlo por hacerlo, por probar. Una gilipollez. Justo cuando nos quedamos desnudos y nos tocamos, él se corrió.
Rogelio tuvo ganas de reÃr, pero se contuvo.
âPuedo comprenderlo âdijoâ. A mà casi me pasó anoche.
âNo seas burro.
âVerte desnuda es algo... increÃble, cariño.
Beatriz no respondió a su comentario.
â¿Quién era él? âpreguntó Rogelio.
âNadie. âSe encogió de hombrosâ. Ya te he dicho que fue una estupidez. La carita que puso... fue todo un poema. Creo que se quedó traumado de por vida. No mucho después, una amiga me contó su propia experiencia y entonces me alegré de que hubiera sucedido asÃ.
â¿Elisabet?
âNo, otra. Una del instituto. Me dijo que lo habÃa hecho tres veces, por probar, por sentir algo nuevo más que por un verdadero deseo sexual. Y resultó de lo más frustrante y descorazonador. La primera vez le sucedió casi como a mÃ, aunque en su caso sà hubo penetración. Poca, pero la hubo. El chico duró diez segundos y ella ni se enteró. En la segunda aguantó más, aunque entonces él le hizo mucho daño, no fue nada delicado. Ella estaba nerviosa, cerrada. Por último, en la tercera, sin saber cómo ni por qué, se echó a llorar y él se vino abajo.
âMenudo drama.
âEl sexo es delicado. Suele marcar. Por eso yo tenÃa mucho miedo.
â¿Y ahora?
âYa no. Gracias.
â¿Gracias?
âFuiste muy amoroso y tierno, las dos veces. Sobre todo en la primera lo hiciste despacio, de manera tan dulce... La segunda también, pero la primera ha sido la más importante. Eso hizo que me relajara y dejara de estar tensa. Me dolió un poco al comienzo, luego...
âEstaba acojonado âreconoció él.
âTambién lo notaba. Pensaba que lo de la virginidad te harÃa comerte el tarro.
âNo.
â¿En serio?
âEres una mujer, te siento como una mujer. La virginidad es un concepto. La edad no. La edad es una realidad.
âSi yo pensara lo mismo...
â¿Qué?
âNo me habrÃa acostado con un viejo de treinta y ocho años.
âVaya. âLe hundió una acerada mirada de disgusto.
âAh. âBeatriz se encogió de hombros con falsa inocenciaâ. Se siente.
âVen aquÃ. âLa abrazó con mayor intensidad.
El deseo reapareció de pronto.
Rogelio estaba desnudo, asà que no podÃa ocultarlo. Beatriz lo expresó con su jadear, su estremecimiento al ser besada en el cuello. Sin apenas resistencia, uno y otra se vencieron de nuevo sobre la cama. Sus piernas se entrelazaron. Sus labios se buscaron con la avidez del reencuentro.
Lo último que vio ella antes de cerrar los ojos y abandonarse fue el maldito reloj.
Las cinco y veinte.
AmanecerÃa pronto.
Y estaba tan lejos de su casa como la Tierra de la Luna.