Sólo tú (14 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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Toda una vida, la de los artistas robados, la de los autores estafados, la de los vendedores de las tiendas que cerraban, la de los que trabajaban en la industria, expuesta en el suelo y a un par de euros.

Un precio muy barato por su sangre.

Uno nunca sabe cuándo va a estallar, pero después comprende que sí, que estaba a punto, que sólo era cuestión de encontrar el momento y la oportunidad.

Rogelio se plantó delante de la manta repleta de discos.

No dijo nada, se agachó y cogió el CD de Brainglobalnoise. El vendedor exhibió una sonrisa en los labios, creyendo que se trataba de una venta. La sonrisa se le congeló en la cara cuando el presunto comprador rompió el disco en dos, violentamente.

—¡Eh, eh!

Rogelio dio un paso al frente, es decir, sobre el lugar en el que reposaban los discos.

—¿Qué? —Le arrojó los dos pedazos del CD y la cubierta a la cara.

El segundo hombre negro, el que vigilaba, ya estaba allí. Éste parecía más feroz. Los dos chicos reculaban rápido, dándose cuenta de que algo anormal sucedía.

—¡Tú paga! —le gritó el aparecido.

—¡Este disco es mío, so cabrones hijos de puta! ¿Os enteráis? ¡Es mío! ¡Estoy hasta los putos huevos de vosotros!

Sabía que no eran más que empleados, el último eslabón de la cadena, y que los fabricantes con sus tostadoras eran los responsables, pero eso ya era lo de menos. No tenía a ningún fabricante a mano. A ellos y su disco sí.

Los dos hombres negros no sabían qué hacer.

—¡Llamad a la policía, venga! ¡Llamadla y vamos todos a comisaría! ¿Queréis que lo haga yo mismo? —y gritó con todas sus fuerzas—: ¡Policía! ¡Aquí! ¡Policía! ¿No hay un maldito policía, joder?

Aquello ya fue demasiado para los dos vendedores de discos piratas. El vigilante empujó a Rogelio para que saliera de encima de la manta. El vendedor tiró del hilo que alzaba los cuatro extremos y en un segundo hizo desaparecer el producto. Los dos echaron a correr.

Rogelio se quedó solo.

Con algunos transeúntes mirándolo como si estuviera loco.

El vendedor regresaría en cuanto se fuera o reaparecería en otra parte, pasados diez o quince minutos. Lo sabía.

Lo sabía.

Pisoteó los dos pedazos del CD, con rabia, y continuó su marcha Paseo de Gracia abajo, más y más furioso, más y más violento, con toda esa ira a cuestas pesándole como una losa.

 

 

Beatriz llevaba un buen rato mirando la pantalla iluminada del ordenador.

Pasó del entusiasmo de Elisabet y del hecho de haber convencido a Gonzalo para que las acompañase el sábado. Pasó de todo eso y se concentró en sí misma.

Había quedado con un tipo que le llevaba veinte años, si no más. O sea que tenía más del doble de su edad.

Iban a ver un concierto, sí, y él era de la discográfica, sí, pero acudió a su cita en el Turó Parc. Una cita a ciegas con una desconocida. ¿Por amor a su grupo? ¿Por defenderlos ante una voz opositora? ¿Y si era un pirado? ¿Cómo sabía que le había dicho la verdad? ¿Sólo por su imagen, su aspecto, por estar como un queso?

Como un queso.

Tuvo ganas de reír.

¿Desde cuándo le habían gustado los hombres guapos?

¿Era porque sus fotos en el blog prometían algo imposible de descifrar por sí misma?

Tenía una solución rápida: no ir. La menos elegante era no presentarse y ya está.

Al diablo con él.

Continuó mirando la pantalla del ordenador, su correo electrónico.

Y comenzó a escribir:

«Lo siento, no podré ir al concierto en Razzmatazz. Me queda un último y jodido examen el lunes y he de estudiar. Otra vez será. Aunque no me gusten, espero que sea un éxito y...».

¿Y qué?

¿Tenía miedo o era inseguridad?

¿Qué había sucedido en el Turó Parc durante aquellos minutos de conversación, tras haberse descubierto el uno al otro por primera vez?

¿Qué clase de extraña sensación la invadía?

Su mano arrastró el ratón hasta el lugar correspondiente al «enviar». Bastaría con pulsar ese botón y todo listo.

Adiós.

Miró los tres.

«Enviar mensaje», «Guardar mensaje», «Cancelar mensaje».

En los dos extremos estaba la diferencia.

¿Por qué en ocasiones nos damos cuenta de que hay un antes y un después de cada acto que realizamos?

Vaciló unos segundos. Sentía el corazón acelerado. Su dedo rozó el ratón, al borde del «clic». De pronto, lo movió hacia la derecha y detuvo el cursor sobre la opción de ese lado: «Cancelar mensaje». Lo presionó.

¿Quería «desechar definitivamente su contenido»? ¿«Estaba segura»?

Otras dos opciones: «Cancelar» y «OK».

Presionó «OK» y el mensaje se perdió para siempre.

Ya no hubo más.

Salió del correo, salió de Safari, apagó el ordenador y se dejó caer en la cama con
Así habló Zaratustra
en las manos.

Tres minutos después cerró el libro, porque aunque estaba leyendo, no se enteraba de nada, con la cabeza en otra parte, no muy lejos, en un banco junto al estanque del Turó Parc.

 

 

Rogelio entró primero en su correo electrónico. Tenía una mala vibración, un grito de alarma de su subconsciente. Se alegró de ver que era infundado. Los tres únicos mensajes de su servidor eran por cuestiones de trabajo. Un crítico que se excusaba de no poder ir al concierto, un comentarista radiofónico que le pedía un disco firmado por el grupo para su hija y un amigo que quería saber si podía colarlo en Razzmatazz el sábado.

Había temido...

No contestó ninguno de los tres correos. Pasó de ellos. Abrió el blog de Beatriz y volvió a mirar aquella primera fotografía que tanto lo había sorprendido. Ahora que conocía el original, que había escuchado su voz, visto sus ojos, sus labios, su cuerpo, sus manos..., todo era distinto. Parecía que la fotografía estuviese animada. Podía verla moverse, y escucharla. Podía olerla.

Aire puro.

La mayoría de mujeres usaban perfumes caros.

Ninguna permitía que aflorara su propio aroma.

Y aquella niña...

Niña.

Bajó por el texto del blog en busca de las otras fotografías o algún nuevo comentario suyo. La Beatriz que antes escribía casi a diario, llevaba días sin hacerlo, desde sus últimos intercambios con Brainglobalnoise como fondo. Entró en el acceso a sus otras imágenes y las contempló una a una. La calidad, su tono borroso, era ya lo de menos. Ahora la conocía y, lo mismo que en la que presidía el blog, podía verla y oírla. Los detalles eran distintos. Incluso se reafirmó en la idea de que era muy buena fotógrafa. Los primeros planos sesgados, el cuerpo intuido y, por ello, mucho más atractivo, el derroche de talento unido a su propio morbo.

Morbo.

¿Tenía morbo una chica tan joven?

—Sí —sonrió.

¿Cuántas modelos de quince años se asomaban a las páginas de las revistas, posando como mujeres, excitando a los hombres que ni se preguntaban su edad? ¿Cuántas tops tenían sólo diecisiete o dieciocho años? En el mundo de la moda, pasados los veinte eran «mayores», y a los treinta, «viejas».

Volvió a la primera foto, la mejor.

Luego conectó la impresora y se hizo una copia. La recortó y la colocó a un lado de la mesa, de pie, apoyada en un cubilete con bolígrafos, unas tijeras y otros utensilios de papelería.

—Estás loco —volvió a musitar a media voz.

Tenía todos los problemas del mundo y más: de entrada, una empresa a punto de ser vendida y, casi con toda seguridad, que lo dejaría en la calle, y de salida, aquella tensión que aumentaba y aumentaba, y lo desarbolaba hasta el punto de hacerlo sentir miserable, frustrado, perdido, con su padre acechando y una inexplicable soledad envolviéndolo con un oscuro manto de frialdad.

Tenía que detenerse, tomar un respiro.

Pero ¿cómo?

Miró la fotografía de Beatriz.

Tanta inocencia.

O tal vez no.

 

 

Apagó la luz y la habitación quedó a oscuras y en silencio.

Cerró los ojos.

Su mente se pobló de imágenes, porque lo que menos tenía era sueño. Una mente libre, que la hizo viajar de un lado a otro de su pequeño universo adolescente. Sentía la tensión, y sabía cuál era la mejor forma de liberarla.

Suspiró.

Desde que había descubierto los efectos terapéuticos de hacerlo se estaba prodigando quizá demasiado. Y no sabía a quién preguntar si era bueno o malo, si luego perdería sensibilidad al hacerlo con un chico o si el placer sería el mismo, o distinto, mejor o peor.

Siempre tantas dudas...

Bajó la mano derecha hacia su entrepierna y cerró los ojos.

Luego, con el dedo medio y parte del anular, encontró su clítoris y lo acarició, primero de forma suave, unos segundos, estimulándolo; después, con mayor intensidad. Se mojó rápidamente y la lubricación la hizo excitarse aún más. Sus gestos fueron más rápidos.

Le costaba poco llegar al clímax.

Y esta vez le costó aún menos.

Apenas unos minutos.

Ahogó sus gemidos volviendo la cabeza sobre la almohada, enterrando sus labios en ella para que nada trascendiera más allá de su habitación, y liberó sus energías, su cuerpo, su mente, mientras continuaba el roce de sus dedos, con más y más fuerza, deseando perpetuar aquella sensación, hacerla eterna, infinita...

Libre.

Capítulo 9

EL CONCIERTO

 

 

 

El camino desde la parada del autobús estaba lleno de asistentes al concierto. Un río humano inequívoco y colorista formado por chicas muy jóvenes, muchas imitando ya la estética del grupo, y chicos con el perfil más variado, como si todavía no hubiera una tribu global que los pudiera incluir a todos. Su paso era feliz, despreocupado. Sábado noche y música. La mayoría probablemente después seguiría la marcha a través de los mil rumbos de la madrugada. Y con ellos, mil historias.

Y al día siguiente, mil reflexiones.

O no.

—No puedo creerme que vaya a ver a esos pedorros —exclamó Beatriz.

Elisabet le endilgó un codazo.

—Ya —dijo.

—Hoy he escuchado el disco entero, para ver..., no sé, algo, un punto por el cual me pueda aproximar a ellos, pero, tía...

—Yo no hablo de música.

—¿De qué entonces?

—¿A que se ha puesto guapa, Gonzalo? —Miró a su derecha, porque ella iba en medio de los tres.

—Mucho —reconoció él.

Beatriz se puso roja.

—¡No seas imbécil! —protestó.

—Llevas tus vaqueros nuevos, unas zapatillas limpias, una camiseta que realza tus... encantos, el pelo fantástico...

—¡Cuando voy como me da la gana me dices que no me cuido y que parezco un adefesio, y cuando me arreglo...!

—Vale, no grites, fiera.

—¡Más te valdría que te fijaras en ti, y así, a lo mejor el tontolculo de Ricardo te hacía caso!

Había sido un golpe bajo, y lo sabía, pero es que su amiga acababa de sacarla de sus casillas.

—Delicada, ¿eh? —Elisabet puso cara de fastidio.

—Perdona, pero es que a veces...

—¿Me he perdido algo? —preguntó Gonzalo sin saber muy bien qué cara poner o qué decir.

—Cosas nuestras —suspiró Elisabet.

Dieron una docena más de pasos, en silencio. De hecho, de los tres, el que iba realmente impecable, como siempre, era él. Una elegancia natural que le hacía cuidar los detalles y confería a su aspecto un sello de clase. Beatriz siempre decía que, se pusiera lo que se pusiera, a Gonzalo le quedaba bien. Más que bien. Elisabet también tenía problemas, porque era de las que intentaba buscar el equilibrio. Ella en cambio siempre había pasado. Su amiga decía que le bastaba con ser guapa.

Esa noche sí, era cierto, había elegido su ropa con cuidado, aunque tratase de parecer tan normal como siempre. Nunca se maquillaba, pero lavarse el pelo no le parecía que fuese un acto de coquetería o presunción. Lo tenía hecho un ovillo antes de pasar por la ducha.

Se preguntaba cómo sería Rogelio en su ambiente.

Bueno, no les haría ni caso, por trabajo o porque pasaría de ellos. Los haría entrar, cumpliría su promesa de enseñarles el
backstage
, y luego...

Beatriz miró de soslayo a Gonzalo.

Parecía más animado.

¿Por qué los amores no correspondidos dolían tanto?

—Menudo trío formamos —rezongó.

—Somos estupendos —se autodefendió Elisabet.

—Ya. Y la noche es nuestra.

—Pues sí. Yo fijo que me ligo a David.

—¡Ay, Dios!

—El batería es mono —opinó Gonzalo.

Se echaron a reír, más distendidos y relajados. Los alrededores del Razzmatazz estaban ya poblados de chicos y chicas, y otros no tan jóvenes. La fauna habitual de los conciertos se palpaba en la misma calle. Vendedores ilegales de camisetas, de refrescos, de tabaco, aunque oficialmente estuviera prohibido fumar en todo tipo de sala cerrada, y los grupos de amigos y amigas que se encontraban para entrar juntos. Las puertas acababan de abrirse, porque la primera masa humana intentaba colarse por ellas cuanto antes y así ocupar los mejores sitios frente al escenario. Razzmatazz era una sala de capacidad media, dos mil personas. Beatriz nunca había estado allí. Sólo recordaba que el nombre del antiguo Zeleste provenía de una canción de Pulp.

Por mucho que le gustase la música del pasado, también había escuchado su propio presente, o los años previos a él.

—¿Adónde tenemos que ir? —preguntó Elisabet.

No tuvo que responderle. A un lado de la entrada, en el acceso de los invitados o la gente vip, descubrió a Rogelio.

Destacaba por encima del resto, y no por vestir de forma especial o...

—Ahí está —dijo Beatriz.

 

 

Rogelio se había pasado los últimos quince minutos entrando y saliendo por la puerta de los invitados, atisbando la calle de manera falsamente distraída, atendiendo de la mejor forma a los que esperaban que los dejara pasar por la cara. Los medios informativos llegaban siempre a la hora, o pasada, nunca con tanta antelación. No todos seguían los conciertos con atención. Muchos se colocaban en el bar, y entre bebidas gratis o conversaciones entre ellos, pasaban el rato hasta que caía el telón. Al día siguiente o al otro, sin embargo, sus sesudas opiniones merecían ser enmarcadas.

Brainglobalnoise era el producto ideal para que se cebaran en ellos.

Comprobó la hora una vez más. Las puertas acababan de abrirse y la primera oleada humana pasaba a través de ellas como si de una ballena se tratase. Todos querían ser Jonás. Por la calle Almogávares, el río humano aportaba más y más cuerpos al ritual, el gran espectáculo de la música en vivo. Cabía reconocer que no había nada como un show musical. Ni siquiera un partido de fútbol. Un concierto de rock, o del estilo que fuese, siempre era un punto y aparte, un acontecimiento único.

Se preguntó por enésima vez por qué estaba tan nervioso, por qué la esperaba, por qué de pronto no se la podía quitar de la cabeza.

Tan absurdo...

Pero cuando la vio, se le paró el corazón.

Aun en la distancia, se le antojó mucho más hermosa, más alta, más mujer.

Iba con la amiga prometida, una auténtica adolescente. Ella sí. No le echó más allá de dieciocho años. Pero también las acompañaba un chico. Y un chico verdaderamente atractivo, guapo, incluso de apariencia mayor. Un chico elegante y extraño.

Los ojos de Beatriz se cruzaron con los suyos.

Levantó una mano.

—Ahí está —la oyó decir.

Y los tres caminaron en dirección a él.

 

 

Las presentaciones fueron las normales. El intercambio de besos con ellas o el apretón de manos con Gonzalo también. En el Turó Parc sólo se habían tocado un par de veces: al encontrarse y cuando él la ayudó a levantarse del suelo. Ahora era diferente. Los dos besos en sus mejillas habían sido auténticos, más aún, intensos. Beatriz se dio cuenta del detalle. Puso el rostro, nada más, disparando su beso al aire, pero los labios de Rogelio se habían incrustado en su carne.

Todavía los sentía en ella.

Y sin darse cuenta estaban caminando por el
backstage
de Razzmatazz, con él a modo de anfitrión, como privilegiados de aquello que antaño se llamaba El Gran Circo del Rock.

Pobre rock.

Desde hacía años, todos se empeñaban en enterrarlo, pero la palabra seguía definiendo un mundo, un universo entero. Sin la música rock, la historia habría sido muy distinta.

—Poneos estas pegatinas. —Les pasó tres adhesivos con la palabras «L
IBRE ACCESO»
impresas en ellas—. Yo debo atender a los medios de comunicación y tendré que dejaros por ahí solos. Ah, y esto es para que toméis algo. —Les pasó seis invitaciones para el bar.

Elisabet estaba encandilada.

Gonzalo, serio.

—Algún día tú tocarás aquí —le cuchicheó Beatriz al oído.

—Las ganas.

—¡No seas burro!

Rogelio la miraba. No sabía qué acababa de decirle a Gonzalo, y su rostro era extraño. Un rostro cargado de interrogantes.

Se colocaron las pegatinas y se guardaron los tiqués del bar.

—¿Nervioso? —le preguntó Beatriz a Rogelio.

—Espero que no todo el mundo sea como tú. —Buscó una sonrisa cómplice, pero no halló respuesta en ella.

—Éstos están entregados. —Beatriz señaló a la gente que ya se agolpaba detrás de la valla metálica que separaba al público del escenario—. Habrá lleno, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces me alegro por ti.

—Luego os los presento, ¿vale?

—¡Oh, sí, gracias! —Elisabet abrió los ojos.

—Hasta ahora —se despidió él—. Acaba de llegar Jordi Bianciotto, de
El Periódico.

Lo vieron alejarse y se quedaron solos. Algunas chicas y chicos los miraban. Llevar aquellas pegatinas les confería un estatus de «¿Quiénesseránésos?» y «Quésuertetienenalgunos». Sentirse observada le molestaba. Gonzalo parecía pasar. En cambio, Elisabet lo degustaba al máximo, estaba en su salsa. Protagonista por un día.

—¿Qué hacemos? —preguntó Beatriz.

—Quedarnos por aquí —se apresuró a responder su amiga.

—Pero luego, si quieres verlos bien, habrá que ir adelante.

—Pues iremos. Pero ahora... Esto es diferente, tía.

Las cosas no parecían las mismas desde detrás o a un lado del escenario, desde luego. De entrada, no sentían los apretujones de los que aguardaban pacientemente el inicio del concierto.

Lo inevitable llegó en ese instante.

—Oye, está muy bien, ¿vale? —dijo Elisabet.

No hizo falta que le preguntara a qué se refería, porque su compañera miraba a Rogelio, visible desde allí mientras hablaba con el crítico musical de
El Periódico
, siempre reconocible por su laureada cabeza de inmaculado cabello blanco.

—No me importaría hacerle un favor —manifestó Gonzalo.

Beatriz los miró a ambos.

—Vale ya, ¿no?

—Tía, que es la verdad. Tenías razón en lo de que estaba como un queso. Tiene un aire así como..., no sé, Pierce Brosnan en sus años de James Bond, no sé si me explico.

—Te explicas como un libro abierto —dijo Gonzalo.

—Ser amiga de un tipo así tiene sus ventajas, es rentable —continuó Elisabet—. Discos gratis, entradas gratis, alguna que otra fiestorra de esas privadas...

—Si lo sé, no os traigo.

—Pero ¿por qué te pones así? ¡Eres la leche!, ¿vale?

Tuvo que reconocer que se estaba pasando, que estaba picajosa, con los nervios a flor de piel. En otras circunstancias habrían hecho bromas, más aún, habría cotilleado con Elisabet. Las dos largando, las dos metiéndose con quien fuera sin dejar títere con cabeza, que menudas eran.

En otras circunstancias. No en aquéllas.

—No me hagas caso —se excusó con su amiga.

—Si es que no me negarás que es una historia curiosa.

De nuevo la sensación.

—¿Qué historia?

 

 

Hablaba con Jordi Bianciotto, pero de reojo miraba a Beatriz. Ella y sus dos amigos seguían donde los acababa de dejar, un poco como peces fuera del agua. Después de besar las dos mejillas de la chica, se había pasado la lengua por los labios, como si quedaran huellas o sabor en ellos. Un gesto instintivo, culpable, excitante.

Sorprendente.

Tanto que ya se daba cuenta de algo, que no valía la pena disimular o negarse la evidencia.

Por lo menos consigo mismo.

—El próximo año, en el Sant Jordi —le dijo al crítico musical de
El Periódico
.

—A ver, a ver. —Fue cauto él.

—Bueno, te dejo. Voy a ver a los chicos.

Le dio un golpe suave en el hombro y, tras una sonrisa, se apartó de él. Regresó al
backstage
y pasó cerca de Beatriz, Elisabet y Gonzalo. Les guiñó un ojo. Nada más. Fue general pero la miraba a ella. Habría querido detenerse, y presentarles ya al grupo, pero antes de un concierto era mejor no distraer a los artistas. Y más en una noche como aquélla. Había demasiado en juego. Todos habrían matado por una buena crítica.

Aunque si Discos Karma se vendía... ¿Qué más daba ya?

¿Salvaría su ego profesional?

Entró en la zona de los camerinos y se encontró con el espectáculo.

Existen dos tipos de artistas justo minutos antes de la hora de salir a escena. Los que se encierran en su camerino, sin querer ver a nadie, concentrados, asimilando la importancia del acto, como si fuera el mejor, el gran o el único concierto de su vida, unos aclarando la voz, o tomando tes calientes, o haciendo ejercicios gimnásticos, y los guitarras calentando manos, digitando, lo mismo que los teclistas o los baterías; y están los que pasan, los que convierten en una fiesta el acto previo, como si todo hubiese salido ya a pedir de boca, huyendo de todo miedo o responsabilidad.

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