Read Siempre Unidos - La Isla de los Elfos Online
Authors: Elaine Cunningham
—Tienes suerte de que hoy esté de buen humor —dijo Mahatnartorian con un inquietante retumbo—. Diviérteme. Ojalá que tu ataque mágico me produzca cosquillas; me temo que no estoy acostumbrado al frío aire del norte, y unas buenas risas podrían calentarme.
Durothil sintió que el dragón aflojaba lentamente la tenaza con la que sujetaba su mente. Tan pronto como recobró el control sobre sus movimientos, apartó la mirada de esos ojos que rezumaban maldad. El elfo metió la mano en una bolsa revestida de musgo y sacó con cuidado un pequeño cubo. Entonces respiró hondo y se dispuso a entonar el canto que había preparado durante años.
El dragón escuchaba, marcando desdeñosamente el ritmo del canto élfico con su maciza cabeza. No obstante, cuando las fuerzas mágicas confluyeron, frunció su astada frente lleno de perplejidad y consternación. El elfo centraba sus esfuerzos no en el dragón, sino en un objeto y en algo más que Mahatnartorian no conseguía identificar.
Cuando su canto se hizo más rápido hasta culminar en su climax, Durothil echó la mano hacia atrás y arrojó contra el dragón un pequeño objeto. Un globo verde y viscoso, de pequeño tamaño, se estrelló contra las escamas de un costado del monstruo. Mahatnartorian miró la mancha y enarcó incrédulamente una ceja.
—¿Esto es lo mejor que sabes hacer? Me decepcionas, elfo. Al menos, podrías...
El dragón se interrumpió bruscamente cuando un escalofrío, tan punzante como los colmillos de un rival, atravesó las escamas protectoras. El leviatán bajó la vista y vio que la mancha verde empezaba a extenderse. Entonces movió la cola y con la punta trató de arrancar la extraña sustancia, pero al punto la cola se le quedó pegada en ella y, por mucho que lo intentó, no logró desprender la elástica sustancia.
Con un rugido de rabia, Mahatnartorian se sentó sobre las ancas y trató de desgarrar con las patas delanteras el l i mazo que se esparcía rápidamente. Pero ni siquiera sus poderosas garras podían detener su avance. Frenético, el dragón batió las alas en un instintivo intento por alzar el vuelo y refugiarse en su guarida. El viento que levantó lanzó hacia atrás al elfo, que rodó peligrosamente hasta el borde de la meseta.
Pero era demasiado tarde. Los cuartos traseros del dragón ya estaban pegados a la montaña. En cuestión de momentos, Mahatnartorian se encontraba encerrado en un enorme cubo que ocupaba casi toda la cumbre.
Durothil se puso de pie con dificultad. Respiraba entrecortadamente y el pecho le subía y bajaba. El elfo, esquivando cuidadosamente la mirada del leviatán, caminó con cautela alrededor de la bestia, que seguía debatiéndose. Finalmente, Mahatnartorian pareció resignarse y su enorme mandíbula se movió ligeramente, como si hablara. Hubo un momento de silencio mientras una ondulación atravesaba una pared del cubo.
—¿Cómo lo has hecho? ¿Qué magia posees?
La voz del dragón sonaba rara —sorda y alterada por el paso a través del cubo—, hasta el punto de que sus temblorosas cadencias recordaban más los balbuceos de un enano borracho que la potente y resonante voz de bajo del leviatán, que infundía tanto terror como su aspecto. Pero a Durothil esas palabras le sonaban más dulces que el canto de una sirena.
—Yo no soy el dueño de este poder, simplemente rezo. En vista de que la magia elfa es inútil contra un enemigo tan poderoso, busqué el poder de un dios ancestral para luchar contra el poderoso Mahatnartorian. —Había dado demasiados detalles, pero Durothil se sentía con ganas de ser generoso. Además, conocía la legendaria vanidad de los dragones rojos.
—Un dios. Hmmm. —Esta información aplacó un tanto al dragón—. Muy bien. Ahora que me has sometido, aunque quiero que sepas que es una manera muy poco tradicional de hacerlo, ¿qué servicio requiere de mí tu dios?
—Información. He oído rumores de la existencia de dragones plateados más al norte.
—Lo confirmo.
—Eso no es todo. Necesito saber dónde se esconden. Y necesito un huevo. Cuando consiga un huevo viable y esté empollado, serás libre de marcharte.
Él dragón se encogió de hombros, haciendo que el cubo se estremeciera. Un instante después, un desdeñoso bufido atravesó la gelatinosa barrera. Las siguientes ondulaciones fueron muy rápidas y presagiaban la fuerza de las palabras:
—En ese caso, elfo estúpido, me quedaré en este ridículo cubo para siempre. Nunca vencerás. ¿Has visto alguna vez cómo una dragona protege sus huevos? No, claro que no, pues estás vivo delante de mí con esa molesta sonrisita en los labios.
Aunque le costaba admitirlo, Durothil sabía que Mahatnartorian tenía razón. La consecución de un huevo vivo era el punto débil de su plan.
—¿Tienes otra sugerencia? —inquirió el elfo.
—Yo te conseguiré el huevo —ofreció Mahatnartorian—. Suéltame y yo cazaré y mataré a una hembra de dragón plateado. Lo haré gustoso, pues quiero incorporar a mis dominios el territorio de caza de los plateados. Considera el huevo el cumplimiento de los términos de mi rendición. No es muy ortodoxo, ¿pero acaso este encuentro lo es?
—¿Qué garantías me das de que me entregarás un huevo viable? ¿O, ya puestos, un verdadero huevo de dragón? —quiso saber Durothil después de unos momentos de reflexión—. Podrías endilgarme un cachorro de manticora sin darme ni cuenta. ¿Y qué impedirá que te vuelvas contra mí y contra mi gente después de entregar el huevo?
La risa que emergió del cubo tenía un matiz de genuino respeto.
—Estás aprendiendo, elfo. Vamos a hacer un trato: tú no harás nada hasta que tengas en tus manos tu huevo de dragón plateado. Entonces, atraerás a Sharlario Flor de Luna aquí con alguna treta. Hazlo y estaremos en paz. No molestaré a los demás elfos del bosque.
—¡No puedo traicionar a uno de mi Pueblo! —protestó Durothil.
—¿De veras? Pero tú quieres que te entregue a uno de los míos. Por lo que sé, podrías querer un mocoso plateado para hacer uno de tus hechizos, o para sacrificarlo a ese dios tuyo. Ghaunadar, ¿verdad? —dijo el astuto dragón—. Ahora que lo pienso, tú eres justamente el tipo de persona en la que se fijaría el Dios Elemental: ambicioso, más listo que la mayoría de tus congéneres, y quizás un tanto villano. Deseas probar nuevas cosas, saltarte los límites. Estás lleno de la fuerza vital que Ghaunadar venera... y ansia.
»Supongo que estás al corriente de ese insignificante requisito, ¿no? —prosiguió el dragón. Por el rabillo del ojo vio el rostro perplejo de Durothil. Una ronca risita agitó el viscoso limazo, que era un regalo del ancestral dios maligno.
»¡No lo conoces! ¡Por las garras de Tiamat, eres más estúpido de lo que pareces! ¿Crees que alguien como Ghaunadar te ayudaría a cambio de nada? Puedes apostar que querrá algo a cambio. Exigirá el sacrificio de una fuerza vital; la tuya o la de otro. Así pues, ¿por qué no persuadir a Ghaunadar de que acepte el sacrificio de Sharlario Flor de Luna? De este modo contentarás a dos deudores a la vez. ¿Estamos de acuerdo?
Durothil se quedó en silencio, confundido y profundamente avergonzado. Él sólo sabía que Ghaunadar era un poder ancestral, un poder que lo buscó y se ofreció a ayudarlo a reinar sobre su gente. Debió de haberse dado cuenta de la naturaleza perversa de Ghaunadar; debería haber sabido qué tipo de servicio le exigiría a cambio. Sí, debería, pero el deseo de poder lo cegaba. Pero ese deseo en sí no era maligno; no podía serlo.
—Voy a liberarte —se oyó decir Durothil—, y todo será como has dicho, con una condición adicional. Te entregaré a Sharlario Flor de Luna cuando haya enseñado al dragón a llevarme en sus espaldas. O, si no lo consigo, regresaré veinte años después de que la cría salga de su cascarón. Y ese día, Ghaunadar tendrá su elfo.
—Trato hecho —tronó el dragón satisfecho.
Sintiendo un peso en el pecho, el elfo entonó la plegaria que invertiría el hechizo divino y liberaría al dragón de las garras de Ghaunadar. Mahatnartorian alzó el vuelo inmediatamente, batiendo con todas sus fuerzas las alas que lo llevarían al cubil del dragón plateado.
Durothil miró al cielo con ojos sin vida, pues no veía al triunfante Mahatnartorian que huía, sino su propio honor perdido.
Cuando Sharlario y su hijo regresaron a su hogar en el bosque, todos se deshicieron en elogios al héroe Durothil. Al parecer, el hechicero había atrapado al dragón rojo en un poderoso encantamiento y lo había desterrado de nuevo. A muchos elfos los alertaron los rugidos del dragón aprisionado, y presenciaron la escena, pues la mañana era despejada y la meseta se veía claramente desde el bosque.
Sharlario suspiró aliviado al comprobar que su gente se había salvado, pero estaba desconcertado. ¿Acaso Ka'Narlist, el archimago de la pujante Atorrnash no había dicho que la magia elfa no conseguiría vencer al dragón? El elfo de la luna respetaba la capacidad de Durothil, pero nunca hubiera creído que su magia fuera más poderosa que la de los magos del sur.
Sharlario concluyó que Durothil simplemente usaba su poder con mayor comedimiento y responsabilidad. Después de todo, ia marca de los realmente grandes no es que tengan poder, sino que saben cuándo y cómo usarlo.
A Sharlario no le sorprendió que Durothil rehuyera los elogios de la gente y cada vez pasara más tiempo solo. El elfo de la luna también había pasado por ello; tras su encuentro con Mahatnartorian nunca había vuelto a ser el mismo. Durante los trescientos años transcurridos desde ese día, no había pasado ni una sola noche sin que el dragón se le apareciera en sueños. Todas las noches, Sharlario tenía visiones en las que volvía a ver cómo la hermosa doncella avariel a la que amaba recibía el fuego de dragón que iba destinado a él, y se desplomaba al suelo con las alas destrozadas. Lleno de una cólera asesina más intensa de la que nunca hubiera sentido, o visto, Sharlario obligó a dos avariels a que lo alzaran por encima del dragón y luego lo dejaran caer sobre el lomo del animal. Mientras el monstruo sobrevolaba las montañas devorando leguas, Sharlario se encaramó a la cabeza del animal y se ató a un cuerno. Entonces, suspendido del cuerno, se descolgó sobre la cara del leviatán y apretó su espada —y su propio rostro— contra la brillante superficie del ojo del dragón. La furia del elfo era tal que ni siquiera lo afectaba el temor que sabía inspirar el monstruo.
Pero ahora el recuerdo de ese ojo maligno lo atormentaba, así como la promesa del dragón de que se vengaría cuando transcurriera el plazo de su destierro. Lo perseguía en sueños y ensombrecía la felicidad que había encontrado más tarde. Sharlario se había desposado con una elfa de Faerie a la que amaba. Su vida en común había estado llena de pequeños y tranquilos placeres, y de risas compartidas. No obstante, cada noche Sharlario caminaba en sueños sobre los cuerpos de los avariels caídos» lamentando la pérdida de tantos miembros de tan maravilloso pueblo. Y todas las noches veía los rostros de su amada esposa y de sus hijos superpuestos sobre esos cuerpos rotos y calcinados. Sí, Sharlario comprendía perfectamente que Durothil necesitara estar solo para curarse las heridas.
Por esta razón se mantuvo a respetuosa distancia del mago durante varias lunas. Transcurrido este tiempo, pensó que quizás al elfo dorado lo ayudaría hablar con alguien que lo entendiera.
Así pues, se dirigió a la torre del mago. Lo sorprendió un poco que Durothil se mostrara con él tan amigable y cordial. El elfo dorado le sirvió vino élfico con sus propias manos y le hizo muchas preguntas sobre sus últimas andanzas. A Durothil le interesaba especialmente oír noticias acerca de la guerra de dragones y qué repercusiones tenían en la gente elfa.
—¿A ti, como diplomático, no se te ha ocurrido nunca lo que podríamos lograr con una alianza entre los elfos y los dragones bondadosos? —le preguntó Durothil.
Sharlario parpadeó, desconcertado por la sugerencia.
—Es demasiado peligroso. No todos los dragones son malvados, eso es cierto, ¿pero qué razones podría tener un dragón para aliarse con el Pueblo? ¿Qué beneficio podríamos ofrecer a criaturas tan poderosas?
—La magia elfa es poderosa y sutil —replicó el mago—. Aunque es muy distinta de un ataque de dragón, podría complementar y aumentar las armas naturales de un wyrm. Juntos, un mago y un dragón formarían un equipo formidable. Hace mucho tiempo que sueño con un ejército de jinetes de dragón.
—¡Piensa en los reproches que nos ganaríamos si nos entrometiéramos en las guerras de dragones!
—Eso es cierto —admitió Durothil—. Pero si un número suficiente de elfos y de dragones bondadosos se unieran en un propósito común, podrían ayudarse mutuamente a sobrevivir. El número de dragones decrece y no podrán seguir luchando unos contra otros a tal escala, o se destruirán por completo.
En la mente de Sharlario se formó una imagen terrible: el elfo oscuro, Ka'Narlist, montado a lomos de un enorme wyrm negro.
—Pero si los elfos nobles se alian con dragones, los hechiceros malvados no tardarán en imitarlos. ¿Y qué haremos entonces?
El cuerpo de Durothil dio una sacudida, como si el elfo de la luna lo hubiera golpeado. Entonces se quedó en silencio, sentado y mirando largamente el rostro de su visitante.
—¿Conoces algún mago elfo que se haya vuelto malvado? —preguntó al fin en voz baja.
—Oh, sí —respondió Sharlario sombrío. Entonces le habló del elfo dorado de Atorrnash y de su encuentro con el hechicero elfo oscuro Ka'Narlist. Durothil escuchaba con horrorizada fascinación.
—¿Y esa daga que te dio... la llevas ahora?
—No. No sé por qué no me gusta tenerla cerca de mí y la guardo en un arcón en mi casa. ¿Por qué?
El elfo dorado no respondió, sino que permaneció sentado, sumido en sus propios pensamientos. Al rato se puso en pie e invitó a su visitante a que lo siguiera.
Durothil vivía en una torre dentro del tronco de un árbol vivo. De los elfos del bosque había aprendido magia silvana para que los árboles crecieran de determinada manera, así como los secretos de cómo vivir en armonía con las necesidades de su viva morada. Su hogar era espléndido, comparado con la media de la aldea, con varias habitaciones apiladas unas encima de las otras dentro del enorme árbol, y otras escondidas entre las ramas, aunque éstas eran más bien portales dimensionales. Durothil condujo a su invitado a una de estas torres construidas por arte de magia.
Sharlario siguió a su anfitrión hasta una amplia habitación que parecía ser una réplica exacta de la meseta situada en la cumbre de la montaña, aunque con una excepción. Protegido de la extremadamente realista ilusión del sol y el viento por la roca, se veía un enorme nido que cobijaba un huevo moteado, de grandes dimensiones y con una cascara correosa.