Read Siempre Unidos - La Isla de los Elfos Online
Authors: Elaine Cunningham
Durothil no vio a Bonnalurie entre los aturdidos supervivientes, tampoco lo esperaba. La magia era algo natural para los elfos, como el aire que respiraban, pero pocos podían sobrevivir en el ojo de una tormenta tan enorme. La tarea de reunir y canalizar tanta magia exigía mucho esfuerzo, un entrenamiento intensivo y enorme disciplina. Un Círculo de Archimagos podía modelar y dirigir esas fuerzas y salir ilesos, pero Bonnalurie había actuado sola y había canalizado la tempestad mágica a través de ella misma, y ésta la había arrastrado.
Durothil se juró que los supervivientes de Tintageer llorarían la muerte de la sacerdotisa y ensalzarían su coraje y su sacrificio por el Pueblo. Pero no sería ahora y tampoco en muchos días. Durothil sentía en la garganta la presión de todos los cantos funerarios que había reprimido.
De todos los elfos de Tintageer, una isla que presumía de ser una de las civilizaciones más avanzadas y populosas de Faerie, menos de un centenar habían sobrevivido a la batalla y participado en la danza de la colina, y de éstos quedaban menos de la mitad. No era un inicio muy prometedor, pero estaban vivos y reconstruirían su civilización.
Durothil inspiró profundamente y contempló su nuevo reino. En su mente no había ninguna duda de que a él le correspondía el mando; era su derecho y su responsabilidad por nacimiento. Para bien o para mal, el bienestar de su gente estaba en sus manos. Pese a su juventud, se aseguraría de que prosperaran en esta nueva tierra.
Era hermosa, comprobó el elfo, tan agreste y escarpada como las legendarias tierras septentrionales de Faerie. La vista que se divisaba desde la pequeña y llana meseta, situada sobre una elevada montaña, dejaba sin aliento y aguijoneaba la imaginación. Un gran número de enormes montañas, tan altas que sus cimas se perdían en las densas nubes del crepúsculo, se alzaban como vigilantes centinelas al norte y al oeste, hasta donde a Durothil le alcanzaba la vista.
La mirada del joven elfo recorrió entonces la rocosa ladera que nacía a sus pies, y se detuvo en el espeso bosque de pinos que cubría la mayor parte de la montaña. En el valle, las plácidas aguas de un río, que serpenteaba a través de verdes prados, reflejaban los brillantes tintes rosa y dorados del crepúsculo.
Durothil cabeceó, volvió a inspirar hondo y se irguió para afrontar la tarea que tenía por delante. El joven notó que el aire era frío y vigorizante así como tenue, muy distinto a los vientos cálidos e impregnados de efluvios florales que acariciaban su isla, ahora desaparecida. Pero también ese aire estaba vivo y cantaba una magia que no era tan distinta de la que habían dejado atrás. El Tejido era fuerte en este nuevo mundo, y el joven ya entreveía cuál sería su lugar en él. Allí donde había magia los elfos prosperaban. Con el tiempo, ese lugar se convertiría en un hogar.
—Faerie —susurró Durothil, aunque pronunciando el nombre de su mundo elfo de un modo algo distinto, como si sonara «Faerun»; un nombre distinto y a la vez familiar. Entonces se volvió hacia su gente y se animó al percibir en algunos rostros su propia maravilla y reconocimiento.
Los supervivientes se pusieron manos a la obra conforme a las indicaciones de Durothil. Entre ellos había algunos sacerdotes menores y unos pocos magos, que se dispusieron a atender a los heridos con los ungüentos y los hechizos que les quedaban. Los que habían agotado su magia ofrecieron plegarias o, simplemente, trataron de consolar a los más afectados por la pérdida de su isla, así como a los que se veían más desorientados en el nuevo y extraño mundo que los rodeaba.
Y realmente era extraño, tuvo que convenir Durothil, pese a la tranquilizadora presencia del Tejido mágico. Incluso la piedra que hollaban sus pies era extraña. La meseta era sorprendentemente llana, casi tanto como un suelo artificial, y parecía estar formada por una sola roca. La piedra era resbaladiza y lisa, y brillaba como mármol pulido. No obstante, aquí y allí sobresalían sorprendentes protuberancias. Movido por la curiosidad, Durothil se acercó al borde de la meseta, sacó la daga del cinto y empezó a raspar una de ellas. La piedra era tan frágil como el cristal y se desprendía fácilmente, revelando una extraña forma carbonizada. Rápidamente Durothil desenterró un delgado tubo de metal.
Lo cogió y percibió el silencioso zumbido mágico que fluía por él. Al levantar el tubo le llamó la atención un destello de metal debajo, probablemente de una espada. Unos golpes más con la daga confirmaron sus sospechas; con ceño de perplejidad, Durothil alzó el tubo mágico hacia la débil luz y le dio vueltas tratando de averiguar qué era.
—Es una especie de brazalete —anunció una voz masculina con el singular acento de las remotas tierras septentrionales de Faerie. El que había hablado, un elfo alto y pelirrojo, se inclinó y cogió el tubo de manos de Durothil sin molestarse en pedir permiso. Tras un breve examen añadió—: Diría que de factura elfa. Y la espada también.
Durothil se encogió de hombros, aunque sospechaba que el norteño tenía razón. Sharlario Flor de Luna era un mercader, o más probablemente un pirata, que había tenido la mala suerte de atracar en Tintageer pocos días antes de que atacaran las fuerzas invasoras. Sharlario no compartía la dorada y elegante belleza del pueblo de Tintageer; su tez era tan pálida como un pergamino, en marcado contraste con su brillante pelo rojo y sus ojos azules. Y si su aspecto era insólito, sus modales aún lo eran más. Sharlario era franco hasta la grosería y despreciaba las complejas costumbres y el estricto protocolo de la vida cortesana. Pero, en esos momentos, parecía compartir la curiosidad del joven príncipe por los objetos enterrados en la piedra.
—Un brazalete de metal, una espada... ¿Cómo habrán llegado hasta aquí? —De pronto se le pusieron unos ojos como platos, como si la respuesta lo hubiera golpeado en la cara. En un único movimiento rápido se puso de pie y giró sobre sus talones para mirar a los demás.
»Vosotros, sacerdotes, reunid a los niños —ordenó bruscamente con voz preñada de urgencia—. Todos los demás, descended la montaña lo más aprisa que podáis. Buscad refugio, a ser posible cuevas, o en los árboles, si no hay más remedio. Ayudad a los heridos. ¡Vamos!
—¿Con qué autoridad das órdenes aquí? —preguntó Durothil indignado, agarrando del brazo al otro elfo.
El pálido norteño se sacudió la mano de Durothil que lo atenazaba y blandió la banda de metal carbonizada.
—¡Piensa un poco, chico! Una elfa llevaba ese brazalete y empuñaba esa espada. Murió en un estallido de calor que a ella la convirtió en cenizas y fundió la roca y el suelo. ¿Qué crees que lo causó?
Pese a la rapidez con la que hablaba Sharlario y su tono urgente, Durothil se lo quedó mirando en silencio. Los reyes elfos no hablan ni actúan precipitadamente, y el joven príncipe deseaba comportarse con dignidad. Asimismo se sorprendió pensando, justo entonces, cómo Sharlario había llegado a la conclusión de que el brazalete había pertenecido a una mujer.
—-¿Es que no tienes ni idea de magia? —le espetó Durothil al fin—. En un duelo de hechizos entre magos que poseen el poder necesario...
Sharlario lo interrumpió con un seco y exasperado juramento:
—Basta de titubeos, chico; por aquí anda un dragón. ¡Da tú la orden de huir, si quieres, pero hazlo mientras tu gente aún vive!
Durothil abrió mucho los ojos cuando se le hizo la luz.
—Fuego de dragón —dijo mientras contemplaba la piedra de vitreo aspecto y comprendía el peligro que corrían.
—¡Haced lo que dice el pirata! ¡Deprisa! —gritó el joven a los elfos, que los miraban muy atentos, pasando por alto la ofendida mirada de Sharlario.
Mientras los demás se apresuraban a obedecerlo, Durothil hizo visera con una mano y dirigió la vista al oeste con ojos entrecerrados. Allí se alzaban los picos más escarpados, y a los dragones les gustaba construir sus guaridas en las montañas, o al menos eso decían las leyendas. En la isla en la que el joven príncipe había vivido toda su vida no había dragones, pero sí muchas leyendas. A decir de todos, los dragones eran seres que poseían una enorme magia y poder, por lo que era probable que el que había arrasado este lugar percibiera el hechizo que había transportado a los elfos hasta allí. Incluso era posible que ya estuviera en camino para investigar la intromisión.
Sí, ahí estaba: un puntito que iba haciéndose cada vez mayor en el dorado cielo del atardecer. Una inquietante figura con escamas encendidas, que refulgían a la luz menguante, volaba hacia ellos.
Durothil desechó el miedo que lo paralizaba y trató de calcular cuánto tardaría el dragón en atacarlos. Muy poco, concluyó sombríamente. Antes de que los elfos que huían pudieran alcanzar los árboles, el dragón los atraparía.
El joven príncipe desenvainó su espada, plantó los pies en el suelo y, blandiendo su acero, lanzó un desafío al viento, que cada vez era más intenso.
Una sola llamarada no podía fundir la roca, pensó Durothil. El dragón debió de arrojar su fuego contra la cima de la montaña durante bastante tiempo para dejarla tal como estaba ahora. Él se encargaría que el ataque del leviatán durara lo suficiente para dejarlo sin fuerzas y permitir que su gente pudiera escapar. Durothil ganaría tiempo para los elfos a cambio de atraer hacia él el fuego del dragón.
Al joven ni se le pasó por la cabeza intentar salvarse. Morir por su Pueblo era el deber final de un rey elfo.
Para su sorpresa, Sharlario Flor de Luna se quedó a su lado con la espada presta. Pero los fríos ojos azules del elfo de más edad no miraban al dragón, sino a una amenaza más inmediata.
Siete seres semejantes a elfos, pero con alas de águila, volaban hacia la cima carbonizada. Dos de ellos sostenían una red extendida y descendían hacia los dos defensores elfos con intenciones evidentes.
Antes de que Durothil pudiera reaccionar, Sharlario le dio un brusco empellón con el hombro para ponerlo a salvo. El joven elfo se tambaleó y se cayó por el borde del precipicio. Durothil rodó por la empinada ladera, agitando frenéticamente las manos para tratar de agarrarse a algo. Pero la piedra fundida que se había derramado en el último ataque del dragón había dejado la pendiente muy lisa y resbaladiza.
El elfo descendió dando tumbos, tan rápidamente como si se estuviera deslizando por una de las cascadas de Tintageer. Pero lo que lo aguardaba al final no era agua cálida y una suave rociada. Cuando finalmente la piedra lisa se acabó, Durothil rodó y rebotó por un terreno extremadamente accidentado. El joven percibió las peñas que se le acercaban como una mancha gris borrosa que daba vueltas, pero no pudo cambiar de dirección a tiempo.
No sintió que se detuviera sino una explosión de dolor que atravesó todo su cuerpo como una súbita luz cegadora. Gradualmente la luz se convirtió en el inmenso vacío gris de la inconsciencia. La última imagen que registraron sus ojos velados antes de hundirse en la bruma fue la de Sharlario, envuelto en redes y debatiéndose como un pez, antes de que los elfos alados se lo llevaran.
La rueda de las estaciones dio muchas vueltas antes de que el joven príncipe reencontrara a su gente.
Una partida de caza formada por elfos dorados se lo encontró en el corazón del bosque. Durothil estaba estudiando las plantas que crecían en lugares ocultos con una concentración que sugería que ése era su único pensamiento y preocupación. Los cazadores lo acribillaron a preguntas, pero Durothil no supo decir dónde había pasado todos esos años. Simplemente no lo recordaba; los años transcurridos no significaban nada para él, pues en su corazón y en su cabeza seguía siendo el mismo joven príncipe que había conducido a su gente lejos de la moribunda Tintageer.
Aunque le alegraba estar de nuevo entre sus congéneres, a Durothil no le gustaban los cambios que se habían producido en su ausencia, y tampoco acababa de sentirse cómodo en el lugar al que había ido a parar el Pueblo.
La magia que su gente invocó en la lejana Tintageer había sido una auténtica Busca. El hechizo había hallado un lugar de poder, una colina de la danza similar al cerro sagrado de su patria. Durante muchos siglos, un clan de elfos que tenían su morada en el bosque había reunido luz de estrellas y magia en la meseta situada en la cima de la montaña. Muchos de esos elfos perecieron un verano, abrasados por el aliento del dragón rojo que se denominaba a sí mismo Señor de las Montañas. Los supervivientes dieron la bienvenida a los recién llegados de Tintageer. Y éstos, orgullosos elfos dorados que habían poblado las tierras meridionales de Faerie, se mezclaron con ese pueblo salvaje.
Pero Durothil comprobó aliviado que no todos habían adoptado las costumbres nativas. Algunos de ellos evitaban con arrogancia el trato con los elfos silvanos y trataban de plantar las semillas de su magia, su arte y su cultura en el suelo del bosque. Por increíble que pudiera parecer, uno de ellos era Sharlario Flor de Luna.
El guerrero de cabello bermejo había sobrevivido y se había desposado con una elfa de Faerie, una devota sacerdotisa de Sehanine Moonbow. Entre los dos habían engendrado una caterva de revoltosos elfos, la mayoría de los cuales habían heredado la pálida tez del padre y su cabello rojo. Todos los miembros del nuevo y floreciente clan, sin excepción, imitaban a su madre en la veneración de la diosa de la luz de luna, y los demás ya empezaban a referirse a ellos como «elfos de la luna».
En cuanto a Sharlario, hablaba a menudo de los avariels, los elfos alados que lo habían rescatado, así como de las maravillas de Aerie, el reino mágico oculto en la cumbre montañosa al que lo habían conducido. Sharlario relataba el servicio que había prestado a los avariels al luchar contra el dragón rojo y expulsarlo de las montañas del norte. Según contaba, los avariels no eran más que una de las muchas razas de elfos que habitaban ese nuevo mundo; había muchos otros diseminados por todo el bosque o viviendo en las cálidas tierras meridionales, e incluso en las profundidades marinas.
Esa experiencia había marcado el destino de Sharlario, o quizá tan sólo lo había confirmado. En su Faerie natal, él había sido un mercader que surcaba los mares, recogiendo noticias y transportando mercancías a lejanas tierras elfas. Aún seguía siendo un trotamundos, pues los relatos de los avariels habían inflamado su imaginación y no estaría satisfecho hasta ver con sus propios ojos todo Faerun. A menudo, él y sus hijos partían a explorar el nuevo mundo, buscando aventuras y a otros de su misma especie. Las historias que contaban a la vuelta eran fantásticos relatos, tan preciados que eran dignos de transmitirse de padres a hijos.