Read Siempre Unidos - La Isla de los Elfos Online
Authors: Elaine Cunningham
Los elfos escuchaban con agrado las historias de Sharlario, pero pocos creían en la existencia de los avariels. Ningún elfo del bosque había visto nunca un ser semejante, y la idea de que hubiera elfos alados parecía demasiado extravagante para ser cierta. Sharlario tampoco volvió a verlos, excepto cuando soñaba despierto. Pero eso no era óbice para que afirmara que los avariels seguían velando por él.
Durothil era el único que no se burlaba del elfo de la luna por sus fantasías, pues también él había visto a los elfos alados. No obstante, por un acuerdo tácito él y Sharlario nunca hablaron de ese día, ni de gran cosa más.
Cuando el príncipe regresó después de su larga e inexplicable ausencia, se encontró con que su gente se había adaptado a las costumbres del nuevo mundo y que ya no necesitaba ni quería un rey que los gobernara. No había ninguna corona por la que competir, pero Durothil nunca logró quitarse de encima la idea de que, seguramente, Sharlario habría sido su principal rival al trono. Y nunca podría olvidarlo.
La otra cuestión era la de sus años perdidos. A su pesar, Durothil comprendía perfectamente las fantasías del elfo de la luna. Cierto que nunca vio a los guardianes avariels de Sharlario, pero a lo largo de las estaciones siguientes a menudo divisó fugazmente lobos plateados de tamaño anormalmente grande, que lo seguían por el bosque como sombras escurridizas. Durante el resto de su vida tuvo sueños poblados por los aullidos nocturnos de los lobos y los vagos recuerdos de la bondad de unos elfos capaces de cambiar de forma que se llamaban a sí mismos lytharis. Esos fugaces sueños y la cicatriz que le atravesaba la coronilla, y que su espesa melena dorada ocultaba, eran los únicos vestigios de los primeros años que pasó en Faerun.
Con el transcurso de los años, Durothil se esforzó por dejar atrás las sombras de su pasado. Puesto que nadie iba a ofrecerle el trono, el elfo decidió concentrarse en el estudio del Arte y, pese a los intensos dolores de cabeza que lo atormentaban, llegó a convertirse en un maestro de la magia. El Tejido que había percibido a su llegada a Faerun acudía rápido a su llamada, y Durothil adquiría pericia y poder a marchas forzadas. Asimismo, poseía un vasto conocimiento sobre hierbas y pociones, quizás instintivo o acaso un legado de sus años perdidos, que le resultaba muy útil en su empresa. En pocas décadas Durothil se ganó la fama de ser el mago más poderoso de los bosques septentrionales.
Sharlario Flor de Luna seguía con su vida errante y muchas veces regresaba al bosque con mensajes de otros elfos que había encontrado. Algunos eran refugiados de Faerie o de otros mundos, pero también había seres extraños y primigenios que habitaban en los árboles o en las aguas, y que parecían haber nacido de la misma tierra. Pese a que muchos de esos clanes salvajes se mostraban cautelosos con los recién llegados, no suponían ninguna amenaza.
Y era una suerte, porque en Faerun ya se gestaba una guerra de cariz muy distinto.
En ese mundo de amplios espacios salvajes y pródigo en magia, los dragones dominaban los cielos y competían entre ellos por el control de los bosques y las montañas. Algunos dragones consideraban a los elfos ganado o alimañas a las que comerse o destruir a su antojo. Muchas comunidades elfas sirvieron para aplacar el apetito de los leviatanes y fueron borradas de la faz de Faerun, como lo fue la celebración en la colina de la danza, aquel verano de hacía tanto tiempo. El dragón al que los elfos verdes llamaban simplemente Señor de las Montañas se contaba entre los más voraces. Otros eran más benevolentes, aunque pocos se paraban a pensar en los pequeños seres que habitaban las tierras que habían ganado con tanto esfuerzo. Tenían otras preocupaciones, más graves: luchar contra otros de su especie.
Esas guerras de conquista eran feroces y encarnizadas, y cada primavera un puñado de dragones volaba hacia las frías tierras del norte, decididos a hacerse con la supremacía, o quizá desesperados por sobrevivir. Algunos de estos dragones empezaron a pensar en buscar otras vías.
Al comprender la naturaleza del conflicto, Durothil entrevio el camino por el que podría recuperar el poder que le correspondía por derecho de nacimiento y que le habían arrebatado. El elfo empezó a pasar cada vez más y más tiempo en la cumbre de la montaña en la que él y Sharlario habían hecho frente al temible Señor de las Montañas. El dragón rojo había sido derrotado y desterrado. Pero regresaría, sin que los esfuerzos combinados de los elfos y los avariels pudieran impedirlo. Entonces reinaría en las montañas como antaño.
Y cuando llegara ese día, él, Durothil, se encumbraría en el poder merced a las alas de un dragón.
«Hay algunas cosas de las que uno nunca puede llegar a cansarse —pensaba Sharlario Flor de Luna—: las multicolores llamas de una hoguera encendida con leña seca, el placer de escuchar al primogénito cantar baladas de Faerie, que ya eran antiguas en tiempos de sus antepasados, y la atracción de lugares aún no vistos». Para Sharlario todas esas cosas eran bendiciones de los dioses. Pero aunque la noche era cálida y disfrutaba de esas tres bendiciones, el elfo de la luna no lograba concentrarse en la balada que su hijo cantaba acompañándose con una lira de plata.
Habían pasado casi tres siglos desde el día que un hechizo arrancó a Sharlario de Faerie y lo transportó a ese otro mundo. Era mucho tiempo, incluso para los cálculos elfos, pero los años habían pasado demasiado rápido. Sharlario suspiró y arrojó al fuego otra ramita gris y retorcida.
El ruido hizo levantar la vista a su hijo Cornaith, y la canción murió en su garganta al ver la expresión que se pintaba en el rostro de su padre. Instintivamente hizo enmudecer también las cuerdas de la lira.
—Pareces cansado, padre. ¿Quieres que calle para que duermas?
-—Sí, hijo, estoy cansado —repuso el elfo de la luna con una media sonrisa—, pero dudo de que pueda hallar descanso en el sueño esta noche. El tiempo se acaba y aún queda mucho por hacer.
—Pero en este viaje hemos avanzado mucho —dijo el joven elfo muy serio—. No hace ni dos años que abandonamos las montañas y ya hemos establecido lazos diplomáticos con al menos diez comunidades de elfos verdes. Incluso tú debes reconocer que es un resultado notable. Estoy seguro de que contamos con los suficientes aliados para hacer frente a cualquier reto que se nos presente.
—Nunca has luchado contra un dragón —replicó Sharlario—. Y rezo para que nunca tengas que hacerlo, aunque me temo que es como rezar para que no llegue el invierno. El tiempo sigue su curso y los años de exilio del dragón están a punto de expirar. Estoy seguro de que regresará.
—Y lo echaremos de nuevo, como ya hiciste en una ocasión —dijo su hijo con determinación.
Sharlario no respondió; raramente hablaba de esa remota batalla, salvo para advertir a los demás elfos de que el dragón rojo había sido derrotado y no regresaría en mucho tiempo. Pocos de sus congéneres daban crédito a lo que contaba de los avariels, por lo que no tenía sentido entrar en detalles acerca del servicio que prestó a los elfos alados. Además, él tampoco quería. El precio por esa victoria fue enorme, y pronto habría que pagar la deuda.
—¿Das crédito a lo que nos han contado sobre los ilythiiris? —preguntó Cornaith, al tiempo que desgranaba despreocupadamente una tonada con su lira—. Yo no puedo creer que los elfos del sur sean tan poderosos o ambiciosos como dicen. Y tampoco creo las historias de sus supuestas atrocidades.
—Créelas —proclamó una voz femenina desde las sombras que el fuego no lograba penetrar.
Ambos elfos dieron un respingo. Instintivamente Sharlario buscó la daga que llevaba al cinto y, mientras se ponía de pie cautelosamente, notó el embeleso en los ojos de su hijo, y lo comprendió perfectamente.
Cornaith amaba la música sobre todas las cosas y había más melodía en esa única palabra que en muchas tonadas y baladas. Como todos los elfos, Sharlario buscaba ávidamente la belleza, por lo que se sintió instintivamente atraído hacia la desconocida. No obstante, pronunció mentalmente un encantamiento para desviar ataques mágicos y no retiró la mano de la empuñadura de su arma.
—Si vienes en son de paz, te damos la bienvenida junto a nuestro fuego —la saludó.
Las sombras se agitaron y una elfa penetró en el círculo de la luz. Pese a que había sido diplomático durante siglos, Sharlario sintió que su boca se abría de sorpresa.
Su visitante era, sin duda, la criatura más hermosa que nunca hubiera visto. Tenía una faz elfa con rasgos angulosos y delicadamente moldeados, pero su tez era del coJor de una noche sin estrellas. También era más alta que cualquier elfo que Sharlario conociera (medía más de metro ochenta) y llevaba una vaporosa túnica corta que dejaba al descubierto sus largos brazos y piernas. Ésa y una capa negra con capucha era su única ropa. Excepto por sus grandes ojos plateados, que lo miraban con solemnidad, era la medianoche encarnada en una elfa. Sharlario tuvo la extraña sensación de que contemplaba una sombra hecha sustancia.
—Gracias por tu bienvenida, Sharlario Flor de Luna —lo saludó la elfa quedamente con su voz musical. Antes de que el elfo de la luna se recobrara de la impresión de oír su nombre en boca de la desconocida, ésta se desprendió de la capa. Una ondulada y brillante melena del color de la luz de las estrellas cayó sobre sus desnudos hombros negros. Un aura plateada envolvía su cabello; una maravillosa luz mágica que no era solamente el reflejo de la luz de las llamas.
Cornaith, que se había levantado al mismo tiempo que su padre para saludar a la visitante, hincó una rodilla. Su rostro rebosaba temor reverencial y miraba a la diosa de ébano, pues ciertamente era una diosa, como si ella fuera la respuesta a esa inefable pregunta que todas las almas se plantean.
—¿Milady, qué hemos hecho para merecer tal dicha?
—inquirió el joven elfo en tono grave y reverente—. ¿De qué modo podemos serviros? ¿Podéis decirnos vuestro nombre?
La diosa posó la mirada en Cornaith y su sombría expresión se suavizó.
—Tu canción era maravillosa, Cornaith Flor de Luna. Me atrajo hasta aquí y alegró mi destierro. Responderé a todas tus preguntas, pero primero siéntate, te lo ruego. Esa roca sobre la que te arrodillas no debe de ser muy cómoda —añadió con una picara sonrisa.
Al ver que el joven vacilaba, la diosa se dejó caer en el suelo y se sentó con las piernas cruzadas, como haría una niña. Acto seguido lo invitó a sentarse, dando palmaditas en el suelo a su lado. Entonces miró al vigilante Sharlario enarcando una ceja.
—Mi nombre es Eilistraee, la Doncella Oscura, y no es preciso que me reverenciéis ni que me vigiléis —dijo suavemente—. Vengo como amiga y necesito amigos. Dejad a un lado vuestras armas y vuestro asombro, y hablemos. Hay cosas que debéis saber antes de enfrentaros a los ilythiiris.
La tristeza en la voz de la doncella afligió a Sharlario, que hizo lo que le pedía.
—Habéis hablado de destierro, señora. Perdonadme, pero nunca he oído tal cosa. ¿De dónde fuisteis desterrada y por qué, si se me permite preguntar? —inquirió el elfo de la luna.
—Hace poco; de las tierras meridionales —respondió la diosa—. Muchos de los elfos que habitan en ellas adoran a Vhaeraun. Supongo que no sabéis quién es: fue desterrado del Seldarine cuando Faerie aún era joven, y pocos del Pueblo conocen su nombre. Sus seguidores son como él: tan orgullosos que creen que han nacido para ostentar el poder y tan despiadados que aprovechan cualquier ocasión para conseguirlo. A medida que crecen en número, Vhaeraun se hace más poderoso. Con cada tribu que los ilythiiris esclavizan y cada ciudad que destruyen, la influencia de Vhaeraun se extiende como una mancha de sangre. Finalmente tuvo la suficiente fuerza para conseguir lo que más deseaba.
La diosa se quedó muda y contempló el moribundo fuego. Luego añadió:
—Vhaeraun me odia y ordena a sus fieles que hostiguen y destruyan a todo aquel que me siga. Le encantaría verme destruida, si tuviera suficiente poder. Todavía no lo tiene, pero incluso así debo huir.
—Si lo que necesitáis es seguidores, estad segura de que yo no temo a Vhaeraun —afirmó Cornaith muy serio.
—Pues deberías. —Eilistraee lanzó al joven elfo una intensa mirada—. Vhaeraun es un dios joven, pero es malvado y ataca al punto a todos aquellos que no le rinden homenaje. Pero no debéis hacerlo.
—No tengo ninguna intención —afirmó el elfo categóricamente—. Hasta esta noche no deseaba otra cosa que consagrarme a Sehanine Moonbow, como mi madre.
Eilistraee meneó la cabeza tristemente, rechazando la adoración que leía en los ojos del joven.
—Me siento honrada de que pienses en mí, Cornaith Flor de Luna, pero no abandones tu devoción por Sehanine. No, escucha —agregó, cortando sus protestas—: Los dioses perciben el tiempo de modos que tú no puedes comprender. Algunos de nosotros oímos ecos de cosas que aún no han ocurrido a los mortales, y yo preveo que la mayoría de los que me sigan serán desterrados, como yo. Serán elfos errantes que nunca hallarán el camino al hogar de los elfos.
—¡Elfos, excluidos de Arvandor! —exclamó Sharlario—. ¡No puede ser cierto!
Los ojos plateados de la diosa se empañaron al apartar la mirada del aquí y ahora, para contemplar visiones que ningún mortal podía ver.
—No, no Arvandor. Habrá otro hogar. Tiene que haber otro —dijo la diosa con voz cada vez más apasionada—. La tormenta se acercará, Sharlario Flor de Luna, cuando los hijos de un mismo padre se conviertan en los peores enemigos. Así ha sido, y así será una y otra vez. Las acciones de los dioses viajan por el tiempo, como ondas en el agua, y afectan a su Pueblo. Muy pronto los elfos mortales conocerán el dolor y la confusión que desgarró el Seldarine.
—Ese Vhaeraun tiene que ser muy poderoso para conducir a sus seguidores a un conflicto tal —comentó Sharlario con tono preocupado.
La diosa regresó a la realidad y susurró:
—Vhaeraun no. Vendrán otros dioses oscuros, y pronto.
La hermosa faz de Eilistraee reflejaba una honda preocupación. Ninguno de los dos Flor de Luna supo qué responder. Los tres se quedaron sentados largo rato en silencio, sólo interrumpido por el esporádico crepitar de las brasas, el suave gorjeo de criaturas de la noche y el murmullo del cercano mar.
—Hay algo más que debéis conocer y temer —añadió la diosa—. La Alta Magia que os trajo aquí puede ser algo maravilloso, pero también puede emplearse para hacer el mal. Lo comprobaréis si visitáis Atorrnash. Vosotros, que nunca tuvisteis razones para desconfiar de la magia, debéis aprender a ser cautelosos con ella y con los que la ejercen.