Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (42 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Lo cierto era que la compañía de los elfos de Siempre Unidos no había sido más que una fuente de amargura. Las gentes de la legendaria Leuthilspar, con sus intermi­nables y mezquinas intrigas y su arraigado sentido de su­perioridad, lo irritaban. ¡Quizá si hubieran destinado a la defensa de Myth Drannor una cuarta parte de la riqueza que acumulaban y de la energía que desperdiciaban, la ciudad no habría caído!

Pero aún no había acabado de formarse ese pensamien­to en su mente cuando se dio cuenta de que era falaz. Du­rante toda su vida, Zaor había luchado contra unos enemi­gos que no dejaban de acosar la espléndida ciudad. Esa era su tarea y su vocación. Zaor era un guardián de los bosques que rodeaban Myth Drannor y, precisamente por eso, por­que no se encontraba dentro de los muros de la ciudad, había sobrevivido a la última y terrible batalla.

Zaor Flor de Luna había sobrevivido, pero el senti­miento de culpa por seguir vivo no lo dejaba vivir en paz.

No le parecía justo seguir viviendo cuando tantos miles de elfos —toda una civilización— habían perecido. El jo­ven sentía que no podría soportarlo una segunda vez. Pero los elfos de Siempre Unidos —tan orgullosos y satisfechos de sí mismos como lo habían sido los de Myth Drannor— corrían el mismo riesgo.

Zaor suspiró y posó la mirada en el manto de nieve fresca, deseando con todas sus fuerzas que su mente fuera igual que esa superficie lisa e intacta.

Sus ojos se entrecerraron al reparar en una extraña hue­lla. El elfo hincó una rodilla para examinarla de cerca. Era una marca parecida a la de un casco de caballo, aunque li­geramente hendido y mucho más delicado. En realidad, no era propiamente una huella sino una reluciente sombra en la nieve.

Sólo una criatura podía dejar tal rastro. Una sensación de maravilla —que Zaor creía que nunca más volvería a sentir— invadió todo su cuerpo. En silencio y cuidadosa­mente, el guardián se adentró en el bosque siguiendo las huellas plateadas, hasta llegar a un claro nevado.

Lo que vio lo dejó sin respiración. Dos unicornios —ma­ravillosas criaturas de pelaje tan blanco que eran casi invi­sibles en medio de la nieve impoluta— destacaban en el prístino paisaje. Los fabulosos animales avanzaron elegan­temente hacia el centro del claro, sacudiendo sus argenta­dos cuernos y piafando suavemente.

Contemplar esas singulares criaturas mágicas era prodi­gioso, pero la mirada de Zaor quedó prendida en las dos doncellas elfas que aguardaban a los unicornios con las manos extendidas.

Ambas eran elfas de la luna y, por su aspecto, iniciadas en una orden religiosa. Iban ataviadas con sencillos vesti­dos blancos y se cubrían con capas igualmente blancas. Emanaban un aura de quietud que tan sólo se alcanza con un agotador entrenamiento y férrea disciplina. Con su ropa de un blanco niveo, su pálida tez y sus brillantes tren­zas rojizas, parecían estatuas hechas de hielo y fuego.

Casi sin atreverse a respirar, Zaor contempló cómo los unicornios se acercaban a las doncellas y les acariciaban las manos con sus hocicos. Una de ellas, una muchacha con una enmarañada melena rizada que le caía desordenada­mente sobre los hombros, saltó al lomo de uno de ellos.

—Vamos, Amlaruil —apremió a la otra, que no la había imitado—. ¿A qué esperas? Los unicornios nos han acep­tado. ¡Por fin podemos salir de una vez de esas asfixiantes Torres y lanzarnos a la aventura!

El rostro de su compañera expresaba nostalgia, pero negó con la cabeza sin dejar de acariciar las sedosas crines del segundo unicornio.

—Sabes bien que no puedo, Ialantha. Éste es tu sueño, y yo te deseo lo mejor. Pero mi lugar está en otra parte. —La doncella sonrió a su amiga y añadió—: Piensa en mí de vez en cuando, cuando seas capitana de los jinetes de uni­cornio.

La muchacha llamada Ialantha bufó, como si se riera de tales visiones de gloria.

—¡Todo lo que quiero es un poco de emoción y el cielo sobre mi cabeza! Un unicornio sólo concede un año y un día de servicio. Después, buscaré nuevas aventuras.

—Podemos elegir un camino, pero no siempre sabemos adonde nos llevará —dijo Amlaruil con gravedad. Enton­ces alargó la mano y dio unas palmaditas a la mágica mon­tura de su amiga—. Creo que no sólo has encontrado un compañero por un año, sino un destino.

—¿Has tenido una visión? —inquirió Ialantha con los ojos muy abiertos.

Amlaruil vaciló, pero acabó respondiendo:

—Se necesitan jinetes de unicornio. Creo que este uni­cornio ha elegido bien. ¡Tú aprendiste a cabalgar antes que a caminar y antes de eso ya deseabas empuñar una espada! No hay en las Torres mejor jinete ni mejor luchadora que tú. ¿Quién mejor, entonces, para revivir los viejos tiempos y entrenar y dirigir a las doncellas guerreras?

—¿Quién mejor? —repitió Ialantha en tono de chanza. Pero entonces su cara se puso seria y tendió la mano a su amiga. Las muchachas se agarraron por las muñecas con la gravedad de dos guerreros.

Ialantha se cubrió con la capucha blanca para ocultar su cabello rojo y después espoleó su montura. Él unicornio se empinó y corveteó con unos cascos tan delicados como la nieve que caía. Rápidos como el rayo, animal y jinete se perdieron en el bosque. El segundo unicornio, sin jinete, los siguió como una sombra blanca.

Después de un momento, Amlaruil se volvió hacia el matorral tras el que se agazapaba Zaor y dijo con voz clara y cristalina:

—Ahora ya puedes salir. No te haré ningún daño.

La primera reacción de Zaor fue una mezcla de sorpresa y desilusión porque la doncella hubiera percibido su presencia tan fácilmente. Entonces cayó en la cuenta de lo irónico de sus palabras. La muchacha parecía casi una niña, tan delgada como un junco y, por su aspecto, tan frágil como un sueño. Debía de pesar la mitad que él y eso estando empapada.

De todos modos, se puso en pie, entró en el claro y se detuvo a varios pasos de la elfa, tal como exigían las buenas maneras. El guerrero logró inclinar la cabeza sin ponerse en ridículo y la saludó con estas palabras:

—Zaor Flor de Luna, a vuestro servicio,
etrielle
. —Zaor utilizó la manera adecuada de dirigirse a una elfa de buena cuna y carácter honorable. m

—¡Oh! ¡Entonces somos parientes! —exclamó la elfa, y sus ojazos azules se iluminaron como estrellas—. Yo tam­bién pertenezco al clan Flor de Luna. ¿Cómo es posible que no nos conozcamos?

—Acabo de llegar de Cormanthyr —respondió Zaor, sosteniéndole la mirada a duras penas.

Acto seguido se preparó para aguantar la habitual tor­menta de preguntas o las expresiones tradicionales de pe­sar o las alabanzas a los «héroes» de Myth Drannor. Pero, para alivio suyo, la doncella se limitó a asentir.

—Eso lo explica. Me llamo Amlaruil.

—Ya lo he oído.

—Lo sé. —La súbita sonrisa que apareció en su rostro le confirió tal belleza que Zaor tuvo que hacer esfuerzos para no comérsela con los ojos. Un momento antes tenía todo el aspecto de una niña esmirriada, con largas trenzas cobri­zas y enormes ojos de mirada seria. Pero esa fugaz sonrisa la transformó en una diosa.

—Dijiste algo de unas torres —dijo Zaor, después de to­marse un momento para poner en orden sus pensamientos.

—Sí. Estudio Alta Magia en las Torres del Sol y la Luna. No están lejos de aquí.

—Nunca las he visto —repuso el guerrero con el entre­cejo fruncido.

—Y no las verás, a no ser que sepas dónde mirar. —La muchacha rió ante la expresión herida que apareció en el rostro de Zaor—. No te ofendas. La magia que protege las Torres impide verlas incluso a los pájaros y a las ninfas del bosque. Pero te aseguro que un día las verás.

El elfo enarcó las cejas ante esa insólita afirmación. La voz de la joven había sonado distinta al pronunciar esas úl­timas palabras; con un tono abstraído que no había estado allí un momento antes.

—Pareces muy segura de lo que dices. ¿Lees augurios? —preguntó Zaor, pero sólo para seguirle la corriente.

—A veces —contestó ella muy seria—. Es más sencillo si la persona lleva un objeto de poder. No sé por qué, pero es así.

Los ojos de la elfa se posaron en la espada que pendía de la cadera de Zaor. Incluso envainada, la ornamentada em­puñadura coronada por el ópalo resultaba claramente visi­ble. Antes de que Zaor adivinara sus intenciones, la joven alargó la mano y pasó los dedos sobre la superficie lisa y le­chosa de la gema.

Zaor se apartó, lanzando una maldición. Nadie, ex­cepto su dueño, podía tocar una espada como ésa. ¡Era in­creíble que esa estúpida chiquilla no lo supiera!

Pero, al parecer, así era. Amlaruil lo miró sorprendida y con los ojos muy abiertos. Zaor se dio cuenta entonces de que la elfa estaba ilesa. Sus delgados dedos, que deberían estar quemados por un estallido de magia letal, seguían siendo tan tersos y blancos como la nieve invernal.

Por alguna razón, eso impresionó casi tanto al guerrero como pensar que, por su descuido, la joven podría haber resultado herida.

—Nunca toques una espada como ésta —la advirtió se­veramente—. Es una hoja de luna y causa la muerte a cual­quiera que no sea su propietario.

—Una hoja de luna —repitió Amlaruil, abriendo aún más los ojos—. Oh, entonces eso explica que... —Su voz se fue apagando, insegura, y desvió la mirada.

—Realmente viste algo, ¿verdad? —preguntó Zaor, in­trigado.

La muchacha asintió con cara seria.

—Ésta es la espada de un rey. Quien la controle, tam­bién controlará Siempre Unidos.

Zaor se la quedó mirando, negándose a creer las pala­bras que la joven había pronunciado con tan extraña cer­teza. No obstante, había algo en ella que daba peso a sus palabras. A su pesar, Zaor la creyó.

—Yo no tengo madera de rey —objetó con voz apa­gada. Era imposible. El deber último de cualquier rey elfo era morir por su gente. Myth Drannor había muerto y él seguía sano y salvo, a medio mundo de distancia, en los claros de Siempre Unidos—. Tal vez mis hijos, algún día, sean adecuados, siempre y cuando su madre compense mis defectos.

—Tal vez —repitió ella, en un tono que nada revelaba de sus pensamientos.

Zaor desechó la inquietante declaración de la elfa y abordó un tema al alcance de su capacidad de compren­sión.

—¿Cómo es posible que hayas tocado la espada y no te haya pasado nada?

Súbitamente, Amlaruil perdió su aire infantil y un li­gero rubor cubrió sus niveas mejillas.

—No puedo decirlo.

—¿No puedes o no quieres? —insistió Zaor.

—Sí —repuso, de nuevo con esa sonrisa que hacía her­vir la sangre del guerrero.

Ambos prorrumpieron en carcajadas. De pronto, a Zaor le pareció que la carga que tanto tiempo le había oprimido el corazón era más fácil de soportar.

Cuando las risas se apagaron, sus miradas se quedaron prendidas largo rato. Amlaruil rompió el silencio:

—Debo regresar a las Torres. He estado fuera dema­siado tiempo.

—¿Nos volveremos a ver?

La joven vaciló, como si no supiera qué responder. En­tonces, lenta y deliberadamente, alargó una mano y cerró los dedos alrededor de la empuñadura de la espada de Zaor.

Un instante después desapareció en el bosque, tan rá­pida y silenciosamente como los esquivos unicornios.

Zaor agachó la cabeza en la blanca quietud del claro de bosque, tratando de asimilar todo lo sucedido. En el curso de unos momentos, su vida había cambiado por completo. La terrible carga de culpa y profunda pena había desapare­cido, pero otra carga —aún más pesada— había ocupado su lugar.

Lo que Amlaruil le había predicho sobre su futuro iba más allá de lo que él nunca hubiera imaginado. Sin em­bargo, no sentía el deseo de eludirlo.

El guardián dio media vuelta y echó a andar hacia el sur con paso rápido y decidido. Compartiría todo lo que había visto y sufrido, todas las lecciones que, muy a su pesar, ha­bía tenido que aprender. Hallaría el modo de que los engreí­dos elfos de Leuthilspar oyeran lo que tenía que decir. Siempre Unidos no correría la misma suerte que Myth Drannor; mientras Zaor viviera, no.

Mientras pronunciaba ese silencioso juramento, Zaor desenvainó la hoja de luna: la espada de un rey. No lo sor­prendió comprobar que había una nueva runa grabada en la hoja. Ahora la visión de Amlaruil también era la suya, y la espada mágica que llevaba había respondido adquiriendo el poder necesario. Zaor ya no temía al destino que lo aguardaba, ni dudaba de cuál sería.

—No funcionará, Zaor —dijo tristemente Keryth Yel-mobruno, meneando la cabeza—. Soy demasiado joven. ¡Si ni siquiera he cumplido los cien! Y tampoco soy de fa­milia noble. ¡Por los dioses, no sé el nombre de mi padre y mucho menos el de mis antepasados de Faerie! La guardia de Leuthilspar nunca aceptará a alguien como yo, y lo sa­bes perfectamente.

—Lo que sé es que posees la mente guerrera más aguda que jamás he conocido —insistió Zaor.

—Por no hablar de que soy el mejor espadachín —aña­dió Keryth con una irónica sonrisa, al tiempo que alzaba una copa para brindar en su honor.

—Eso ya lo decidiremos otro día —replicó Zaor son­riendo afablemente—. Pero si no te atreves a iniciar una batalla que tienes esperanzas de ganar, tal vez tendré que retirar mis palabras.

Ambos amigos soltaron una risita. El tercer miembro del trío, un menudo elfo de la luna de cabello plateado y aproximadamente de la edad de Keryth, dirigió a Zaor una mirada pensativa y afirmó:

—Tienes un plan.

—¿Un plan? Yo no lo diría de ese modo —replicó Zaor—. Es más bien una idea. Si funciona, entonces po­dremos llamarla plan.

—Entendido. ¿Y cuál es esa idea?

—A mí me parece que un elfo debe demostrar su valía, y éste es el momento adecuado.

Myronthilar Lanza de Plata asintió, como si fuera lo más natural del mundo. Dejó la copa sobre la mesa y es­crutó la taberna con sus tranquilos ojos plateados.

—¡Por Corellon, parece que la mitad de los guardias de la ciudad vienen aquí a empinar el codo!

—Sin duda, la mitad que está de servicio —apostilló Keryth.

—Tanto mejor. ¿Tú primero, Myron? —preguntó Zaor Flor de Luna.

—Por supuesto —respondió éste, enarcando una platea­da ceja.

El menudo elfo se levantó del taburete con un ágil brinco y se dirigió tranquilamente hacia un grupito de guardias, todos elfos dorados. Los guardias se apoyaban con indolen­cia en una mesa atestada de botellas y copas. Uno de ellos dirigió al elfo de la luna una mirada altanera, dio un codazo a su vecino y dijo algo que provocó la hilaridad general.

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