Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (15 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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—¿Atorrnash? —osó preguntar Cornaith.

—Es una gran ciudad a menos de tres días de marcha hacia el sur. Allí hallaréis grandes riquezas, magia poderosa y posibles aliados en vuestra lucha contra los dragones. Sopesad cuidadosamente esos regalos, pues algunos esconden un precio.

Eilistraee se levantó de repente y alzó la vista al cielo. La luna llena brillaba y sus rayos de luz se filtraban a través del techo de árboles que resguardaban el campamento de los elfos. La diosa extendió los brazos y su rostro mostró la intensa concentración de alguien que escucha voces lejanas.

—Debería haberme ido ya. Hay algo más que debéis saber, pero no puedo entretenerme. Sed precavidos. —Dicho esto la diosa brincó hacia el rayo de luz de luna y desapareció. Un leve resplandor flotó en el aire un momento y luego se desvaneció, como una vela que se apagara.

A Sharlario la oscuridad nunca le había parecido tan opresiva como después de la partida de Eilistraee. Pese a la brillante luna y el resplandor de las brasas, y pese a la compañía de su querido hijo, el elfo nunca se había sentido más desolado.

El elfo de la luna echó un vistazo a su hijo y leyó en los ojos del joven tanta pena como si hubiera perdido a un ser querido. «Supongo que por eso los dioses raramente se aparecen a su Pueblo; porque son conscientes del vacío que dejan después», pensó Sharlario.

De pronto se levantó y pisoteó las brasas hasta convertirlas en cenizas.

—Vamos —exhortó a su hijo—. Tenemos casi tres días de marcha hasta Atorrnash.

—¿Es que no has oído lo que nos ha dicho la diosa Eilistraee? —contestó Cornaith, totalmente perplejo—. Nos advirtió de la maldad que reina allí.

—También nos habló del poder. Además —añadió—, no nos prohibió que fuésemos.

Sharlario era un elfo honesto y sabía que con esas palabras no sólo pretendía silenciar las objeciones de su hijo sino también su propia inquietud.

Antes de que el sol se pusiera en el tercer día después de su encuentro con la Doncella Oscura, padre e hijo llegaron a las puertas de Atorrnash. Cornaith, que nunca había visto una ciudad de tal tamaño y esplendor, lo miraba todo con la boca abierta, por lo que su padre tuvo que recordarle más de una vez que no olvidara ni su misión ni su dignidad.

Pero esta vez los reproches de Sharlario no eran muy severos, pues él mismo se sentía abrumado por la ciudad ilythiiriana. En Faerie ya había visto las maravillosas moradas que la magia elfa podía tallar en cristal, coral o incluso en árboles vivos, así como imponentes castillos hechos de mármol u ópalo. Pero nunca había visto algo semejante a Atorrnash.

La ciudad ocupaba una posición privilegiada a la misma orilla del mar y se extendía por los lados de una larga y estrecha bahía que se adentraba en la tierra. Muchos de los edificios habían sido construidos con piedra negra, no tallados en la roca (como las ciudades enanas), ni con pilas de manipostería (como les gustaba a los halflings), sino que habían sido extraídos, ya acabados, de las profundidades de la tierra. Refulgentes gemas componían precisas cenefas en la piedra lisa y, en ocasiones, formaban intrincados mosaicos que cubrían muros enteros o incluso el pavimento de las calles. Pero lo más maravilloso de todo era un enorme castillo de desnuda piedra negra con torreones que se erguían hacia las nubes del crepúsculo. Una alta muralla rodeaba la fortaleza, que comprendía una vasta porción de terreno. Una muralla similar, pero más baja, de granito negro rodeaba toda la ciudad, y tenía la particularidad de que no mostraba ni una sola grieta ni juntura. Por su aspecto, parecía una única pieza de roca sólida. Para Sharlario era todo un misterio, el primero de los muchos que les aguardaban.

En los días siguientes Sharlario empezó a hacerse una idea de cómo podrían haber sido creadas las extrañas murallas y moradas.

Lo primero que notó fue que había algo muy raro en la bahía. Las aguas eran demasiado turbulentas para ser un lugar tan resguardado, ya que aparecían agitadas incluso con la marea baja y en los días de tiempo más calmado. Cuando caía la noche y soplaban vientos cálidos procedentes del sur, la bahía chillaba como un alma en pena. Los ilythiiris la llamaban bahía de la Banshee, el Hada Maligna que anuncia la muerte y probablemente con razón. Entre susurros se decía que la poderosa magia que desgajó la tierra para crear la ciudad causó la muerte a muchos elfos, y otros tantos perecieron cuando las aguas del mar llenaron violentamente el vacío. Sharlario podía percibir la inquietante presencia en la voz del mar de esas almas sin reposo.

Pero en el ocaso que cayó a la llegada de los dos Flor de Luna no había nada que sugiriera esa tenebrosa historia. Los guardias de las puertas les preguntaron qué asunto les traía a la ciudad y escucharon cortésmente la petición de Sharlario de entrevistarse con los líderes de Atorrnash, para tratar de una posible ayuda a los elfos de Tintageer que habitaban en las montañas del norte. Los guardias enviaron al punto mensajeros al alcázar de Ka'Narlist —el castillo negro que dominaba la ciudad— y antes de que los colores del crepúsculo se extinguieran, los Flor de Luna ya se habían instalado en los lujosos cuartos de invitados del archimago de la ciudad.

En realidad, no vieron a Ka'Narlist durante bastantes días. El archimago les transmitía excusas y les aseguraba que los recibiría tan pronto como su trabajo lo permitiera. Mientras tanto, podían disfrutar de la casa de invitados y de su jardín, así como explorar la ciudad como sus invitados. Sharlario se dio cuenta muy pronto de que ese último honor hacía que fueran tratados con inmensa deferencia y tuvieran crédito ilimitado allí adonde fueran. En los mercados aprendieron a no regatear nunca ni detenerse demasiado ante un puesto, ya que inmediatamente les obsequiaban con cualquier cosa que admiraran. El elfo de la luna sabía que todas las culturas elfas compartían la antigua costumbre de intercambiar regalos, y que en muchos lugares se juzgaba a un elfo por el valor del regalo que ofrecía. Pero esta generosidad sobrepasaba todo lo que Sharlario había visto. Y lo más curioso era que ni un solo ilythiiri aceptaba ningún obsequio a cambio.

La curiosidad del elfo de la luna crecía a medida que iban pasando los días. Muchos de los elfos de Atorrnash tenían la piel tan negra como la diosa Eilistraee, y justamente ésos ocupaban la mayoría de las posiciones de influencia en la ciudad. Por su parte, las razas de piel más clara guardaban las puertas, regentaban tiendas o eran sirvientes. Sharlario nunca había visto divisiones tan rotundas entre los distintos pueblos elfos, y eso le preocupaba. También lo hacía la plétora de seres de singular apariencia que abarrotaban los mercados y las calles. Sharlario había encontrado muchas criaturas extrañas y maravillosas a lo largo de sus viajes, y nunca dejaba de admirarlo la diversidad de la vida en Faerun, pero esto iba más allá de todo lo que conocía. Su sensibilidad natural hacia la magia lo llevaba a sospechar de que el Arte había tenido algo que ver en la génesis de tales criaturas. Asimismo se fijó en el temor que asomaba a los ojos de los ilythiiris cuando trataba de hablar de estos asuntos.

También era extraño que Ka'Narlist mantuviera a sus invitados aislados. La casa de invitados era suntuosa, y los jardines estaban llenos de flores exuberantes y de fuentes ornamentales como no había vuelto a verlas desde que abandonara la isla de Tintageer. Un pequeño ejército de servidores cuidaba de que nunca les faltara de nada; tenían a su alcance lujos y diversiones de todo tipo. Nada podía reprocharse a la perfecta hospitalidad del archimago. Pero los aposentos de los huéspedes se encontraban fuera de las murallas del alcázar de Ka'Narlist. Incluso el jardín, las edificaciones anexas y los cercados que rodeaban el castillo estaban separados de la zona de invitados por altos muros negros.

Por todo esto, a Sharlario Flor de Luna no le sorprendió en lo más mínimo que cuando al fin les comunicaron que Ka'Narlist iba a recibirlos, la audiencia no se celebrara dentro del recinto del alcázar sino en los jardines de la casa de invitados.

Para la entrevista, Sharlario y Cornaith se engalanaron según las costumbres locales con algunos de los suntuosos vestidos y gemas que los desprendidos comerciantes les habían regalado. Cornaith llevaba también una pequeña arpa de oro, un instrumento mágico de precio incalculable que se paró a admirar antes de aprender cuál era el inevitable resultado de mostrar interés. El joven elfo nunca olvidaría la desolada expresión del comerciante cuando insistía gentilmente en que se quedara con el arpa.

Cuando la sombra del reloj de sol cayó sobre la runa que marcaba la hora de la cita, Ka'Narlist hizo acto de presencia sin previo aviso ni fanfarria. Junto al archimago montaba guardia un wemic macho, un ser con la mitad superior de un fornido hombre y la mitad inferior de un enorme león. Con su piel leonada, su nariz gatuna y su espesa melena ondeante de pelo negro, el wemic ofrecía un aspecto insólito e impresionante. Pero, después de la primera mirada de asombro, los dos Flor de Luna centraron toda su atención en el archimago.

Ka'Narlist era un elfo oscuro. Como la mayoría de la élite de la ciudad poseía ojos carmesíes y cabello blanco, que contrastaba con su tez. Pero, a diferencia de muchos de ellos, no hacía ostentación de su riqueza y posición social. El mago iba vestido como un aventurero: con una sencilla túnica blanca, pantalones y botas. No llevaba anillos en las manos y se recogía el cabello en una trenza anudada con una cinta de cuero. Era más pequeño y delgado que Sharlario, pero proyectaba una aura de inmenso poder.

El archimago los saludó amablemente y les hizo muchas preguntas sobre los elfos del norte. Al percatarse del arpa que llevaba Cornaith, le pidió una canción, y pareció realmente complacido con la ejecución del joven elfo. Luego escuchó con gravedad la petición de Cornaith de que el arpa fuera devuelta a su dueño y dio instrucciones a su sirviente wemic para que así se hiciera ese mismo día.

No obstante, pese a todas estas cortesías, Sharlario desconfiaba. Respondía a las preguntas de su anfitrión con una reserva que no le era propia e instintivamente buscaba un doble sentido en todas las palabras del archimago. El elfo de la luna se dijo que probablemente se hubiera comportado de igual modo aunque Eilistraee no los hubiera prevenido; había algo en el elfo oscuro que le inspiraba prudencia.

—Qué daga tan hermosa —comentó Ka'Narlist, señalando con la cabeza el cuchillo largo que Sharlario llevaba en una bota—. Creo que nunca he visto una igual.

Recordando la costumbre local, el elfo de la luna se sacó el arma de la bota y se la tendió al mago, cogiéndola por la hoja.

—Es suya, si quiere hacerme el honor de aceptar un pequeño obsequio.

—Encantado —respondió el elfo oscuro. Entonces apartó un pliegue de la túnica y reveló un cinto del que pendían una daga adornada con piedras preciosas y dos pequeñas bolsas de seda. El mago desenvainó la daga para meter en ella el regalo de Sharlario y le ofreció la suya a cambio.

Se trataba de un objeto maravilloso, con una hoja de lustre satinado y un gran rubí engarzado en su empuñadura, profusamente grabada.

Sharlario hizo una reverencia y aceptó el obsequio, preguntándose por qué el archimago había admirado de manera tan significativa un arma muy inferior a la daga que Sharlario llevaba al cinto. Ésta era claramente visible, y casi tan magnífica como la que Ka'Narlist le había dado. Habría sido un intercambio más justo, y el elfo se preguntaba qué significaba la desigualdad.

—En nuestro país, un intercambio de armas es un signo de confianza —explicó el archimago con una débil sonrisa—. Y en algunas circunstancias, también es una promesa de servicio o ayuda.

Eso era algo que Sharlario no había previsto, pero tenía sentido, por lo que inquirió:

—¿Y qué servicio espera de mí?

Los ojos carmesíes de Ka'Narlist brillaron de regocijo.

—No me refería a eso, se le aseguro. Al contrario; los dos han viajado de muy lejos y, sin duda, con un propósito. Hable libremente y yo les ayudaré, si puedo. Al menos, puedo responder a algunas de sus preguntas. Sospecho que tienen muchas —añadió astutamente.

El elfo de la luna asintió pensativo. Como diplomático conocía el valor que tenían las noticias de lugares remotos, y lo que acababa de ofrecer a Ka'Narlist podía valer mucho más que la daga con el rubí en la empuñadura. Asimismo, le tentaba la oferta de obtener información a cambio y ansiaba escuchar las posibles explicaciones del archimago sobre algunas de las costumbres de Atorrnash.

—Tengo entendido que en este país muchos miembros del Pueblo adoran a Vhaeraun. Sé muy pocas cosas de ese dios y me gustaría aprender cualquier cosa que usted pueda enseñarme.

—¡Vhaeraun! —Las comisuras de los labios de Ka'Narlist se elevaron en expresión de desprecio—. No es más que un dios menor, un advenedizo. Sus seguidores son, en su mayoría, ladrones, bandoleros y todo tipo de rufianes. Por mi parte, yo no tengo nada que ver con él.

—Eso me tranquiliza —murmuró Sharlario.

—Para aquellos que quieren entender la fuente de poder, llegar a la misma fuerza, sólo está Ghaunadar, el Prístino —prosiguió Ka'Narlist. El archimago lanzó una irónica mirada al wemic, como si intercambiaran un secreto—. Tal vez tendrán la oportunidad de asistir a una ceremonia en honor al Dios Elemental.

Aunque nada sabía de Ghaunadar, a Sharlario le inquietó la invitación del archimago.

—Hay otra cosa que me intriga. No he podido dejar de notar la división que existe entre los elfos oscuros y los de piel más clara. En otros lugares, los elfos se dividen en reyes, nobles y plebeyos, pero es una división que depende del nacimiento y la educación.

—¿Y la división en Atorrnash no obedece a esos mismos criterios? —replicó el hechicero—. Realmente es muy simple. La naturaleza está gobernada por leyes inmutables. Por el poder de sus garras y sus fauces, el león siempre triunfa sobre el cordero. Con tiempo, el mar que golpea contra una roca acaba por desmenuzarla. Y cuando los elfos oscuros se mezclan con las razas más claras, invariablemente su prole sale al padre de tez oscura. Todo se reduce a lo mismo: lo más fuerte prevalece. Nuestro número aumenta constantemente, tanto por nacimiento como por conquista. Los elfos oscuros son la raza dominante por decisión de los dioses —concluyó Ka'Narlist con total naturalidad—. Espero que no se lo tomen a mal.

Era tan obvio que tan sólo eran palabras vacías, que Sharlario prefirió no contestar. En vez de eso comentó:

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