¿Qué perjuicio puede desprenderse del hecho de enviar una carta?
Al término de la segunda semana de octubre, cuando se llenó el aire del olor de las hogueras del otoño y del perfume de las hojas caídas, Léonie sugirió a Isolde que tal vez pudieran hacer una visita a monsieur Baillard. O bien invitarle de nuevo al Domaine de la Cade. Se llevó un chasco. Isolde le informó de que había tenido conocimiento de que monsieur Baillard inesperadamente había abandonado el domicilio que tenía en Rennes-les-Bains, y que no se esperaba que regresara antes de la víspera de la fiesta de Todos los Santos.
—¿Y adonde ha ido?
Isolde negó con un gesto.
—Nadie lo sabe con certeza. Se cree que a los montes, pero nadie está seguro.
Léonie seguía deseosa de ir a Rennes-les-Bains. Aunque Isolde y Anatole no parecían dispuestos, finalmente cedieron y se pusieron de acuerdo para visitar la localidad el viernes 16 de octubre.
Pasaron una agradable mañana en el pueblo. Se encontraron casualmente con Charles Denarnaud y tomaron café con él en la terraza del hotel Reine. A pesar de su bonhomía y su cordialidad, Léonie no logró tomarle verdadero aprecio, y por la reserva con que se condujo su tía se dio cuenta de que Isolde tenía sentimientos muy similares a los suyos.
—No me inspira ninguna confianza —susurró Léonie—. Hay algo de hipocresía en su manera de comportarse.
Isolde no respondió a las claras, pero levantó las cejas de una manera tal que confirmó las aprensiones de Léonie, o al menos le indicó que las compartía. Léonie sintió alivio cuando Anatole se puso en pie para despedirse.
—Entonces, Vernier, ¿vendrá conmigo a cazar alguna de estas mañanas de otoño? —inquirió Denarnaud, y estrechó la mano de Anatole—. Abundan los jabalíes en esta época del año. Y también hay urogallos y palomas torcaces.
Los ojos castaños de Anatole se animaron visiblemente ante la propuesta.
—Sería un placer, Denarnaud, aunque le advierto que mi entusiasmo es mayor que mi puntería. Además, me avergüenza confesarlo, pero no estoy preparado. No tengo armas.
Denarnaud le dio una palmada en la espalda.
—De las armas y las municiones me ocupo yo si usted costea el desayuno.
Anatole sonrió.
—Trato hecho —contestó, y a pesar de la antipatía que le suscitaba aquel individuo, a Léonie le agradó el aire de placer que la promesa de una excursión había dejado en el rostro de su hermano.
—Señoras —dijo Denarnaud, quitándose el sombrero—. Vernier. Quedamos, pues, para el lunes próximo. Le enviaré todo lo que necesite a la finca con la debida antelación, siempre y cuando a usted le parezca bien, madame Lascombe.
Isolde asintió.
—Por supuesto.
Mientras paseaban por el pueblo, Léonie no pudo dejar de darse cuenta de que Isolde despertaba cierto interés entre los lugareños. No es que hubiera hostilidad, ni tampoco suspicacia en el escrutinio al que estaba sujeta, pero sí una gran atención. Isolde vestía con tonos sombríos y llevaba medio velo bajado sobre la cara al caminar por la calle. Sorprendió a Léonie que nueve meses después de la defunción de su esposo se la siguiera considerando en la localidad como la viuda de Jules Lascombe. En París, el periodo que duraba el luto era mucho más breve. Aquí, claramente era de rigor observar el luto durante mucho más tiempo.
El momento culminante de la visita, para Léonie, se debió sin embargo a la presencia de un fotógrafo ambulante en la plaza Pérou. Tenía la cabeza oculta bajo una tela negra y gruesa, y el aparato, voluminoso, descansaba sobre las patas inestables de un trípode con remates de metal. Era de un estudio de Toulouse. Se encontraba de gira, con la idea de registrar cómo eran las vidas en las aldeas y los pueblos de la Haute Vallée y dejar así constancia para la posteridad. Por eso había visitado Rennes-le-Cháteau, Couiza y Coustaussa. Después de Rennes-les-Bains, su intención era seguir por Espéraza y Quillan.
—¿Podemos? Será un bonito recuerdo del tiempo que hemos pasado aquí. —Léonie tiró de la manga de Anatole—. Anda, por favor… Un regalo para mamá.
Con gran sorpresa, se dio cuenta de que las lágrimas le habían asomado a los ojos. Por vez primera desde que Anatole echó la carta al correo, Léonie se puso realmente sentimental al pensar en su madre, echándola seguramente de menos.
Tal vez al percatarse de sus emociones, Anatole se rindió. Tomó asiento en una silla metálica, de patas desiguales, que cojeaba sobre los adoquines, y sujetó el bastón entre las rodillas a la vez que dejaba el sombrero en su regazo. Isolde, elegantísima con su chaqueta y su falda oscuras, se situó tras él, a su izquierda, y le puso sobre el hombro los finos dedos envueltos en guantes de seda negra. Léonie, muy hermosa con su chaqueta de paseo, rojiza, con botones dorados y borde de terciopelo negro, permaneció a la derecha sonriendo directamente a la cámara.
—Perfecto —dijo Léonie cuando el fotógrafo dio por buena la foto—. Ahora podremos recordar siempre este día.
Antes de marcharse de Rennes-les-Bains, Anatole realizó su consabida peregrinación a la oficina de correos, mientras Léonie, deseosa de convencerse del todo de que Audric Baillard realmente no se encontraba en su modesto alojamiento, decidió ir a verlo a su domicilio. Aún llevaba en el bolsillo la hoja de música que había tomado del sepulcro, y estaba resuelta a mostrársela. Además, deseaba confesarle que había comenzado a plasmar de memoria sobre el papel los retablos que vio en las paredes del ábside.
Y preguntarle por los rumores que al parecer corrían sobre el Domaine de la Cade.
Isolde aguardó con paciencia a que Léonie llamase a la puerta pintada de azul, como si realmente pudiera lograr que monsieur Baillard hiciera acto de presencia por expreso deseo. Las contraventanas estaban cerradas, y las flores de las macetas del exterior ya se encontraban cubiertas con trozos de fieltro, adelantándose a las heladas del otoño que tal vez pronto llegaran.
El edificio tenía un aire de hibernación, como si no contase con que nadie regresara allí en bastante tiempo.
Volvió a llamar.
Mientras contemplaba la casa cerrada a cal y canto, regresó con especial intensidad a su memoria la poderosa advertencia que le hizo monsieur Baillard para que no volviera al sepulcro, para que no buscara las cartas. Aunque sólo hubiera pasado una única velada en su compañía, tenía depositada en él una confianza absoluta, una confianza ciega. Habían transcurrido dos semanas desde la cena de gala. Viéndose allí de pie, a la espera, ante una puerta que no iba a abrirse, comprendió cuánto deseaba realmente que él supiera que había sido obediente a sus consejos.
Casi por completo.
No había vuelto a internarse por el bosque. No había dado un solo paso que la llevara a saber algo más. Era cierto que aún no había devuelto el libro de su tío a la biblioteca, pero tampoco había retomado su lectura. De hecho, apenas lo había vuelto a abrir desde que hizo aquella primera visita al sepulcro.
En ese momento, aunque le frustrase que monsieur Baillard estuviera en efecto ausente del pueblo, la visita sin embargo la fortaleció en su resolución de seguir al pie de la letra su consejo. Se le ocurrió, y lo vio con toda claridad, que seguramente no sería sensato obrar de otro modo. Léonie se dio la vuelta y tomó a Isolde por el brazo.
Cuando regresaron al Domaine de la Cade poco más de media hora más tarde, Léonie fue corriendo al rincón de debajo de la escalera y colocó la partitura en el atril del piano, bajo un ejemplar de
El clavecín bien temperado,
de Bach, carcomido por la polilla. Le pareció que era significativo que a pesar de todo el tiempo transcurrido desde que la hoja de música se hallaba en su poder ni siquiera se hubiera propuesto interpretarla.
Esa noche, cuando Léonie apagó de un soplido la vela en su dormitorio, por vez primera lamentó no haber devuelto
Les tarots
a la biblioteca. Fue muy sensible a la presencia del libro de su tío en su habitación, por más que se hallara escondido bajo los carretes de hilo, los retales, las cintas. Se intercalaban en su pensamiento imágenes que la remitían a los diablos, niños secuestrados mientras dormían, huellas en el suelo y en las piedras, indicadoras de algún mal, de algo perverso, desencadenado de pronto. En medio de la larga noche despertó sobresaltada con la visión de los ocho retablos del tarot apiñados a su alrededor. Encendió una vela y puso a los espectros en fuga. No iba a permitir que la arrastrasen de nuevo allá.
Y es que Léonie comprendió entonces perfectamente la naturaleza del aviso que le dio Audric Baillard. Los espíritus del lugar estuvieron a punto de reclamarla y llevársela. No iba a darles nunca más semejante oportunidad.
L
a bonanza de la climatología se prolongó hasta el martes 20 de octubre.
Un cielo plomizo se asentaba directamente sobre el horizonte. Una bruma húmeda y espesa envolvía el Domaine con sus dedos heladores. Los árboles no eran sino siluetas. La superficie del lago se había picado. Las matas de rododendros y de enebro se estremecían a merced de un viento racheado del suroeste.
Léonie se alegró de que Anatole hubiera salido a cazar con Charles Denarnaud el día anterior, antes de que comenzasen las lluvias. Salió de la casa con una funda de cuero, un
etuiafusil
colgado al hombro, en el cual llevaba la escopeta prestada, con las hebillas relucientes al sol. Regresó cuando ya iba avanzada la tarde, con un manojo de palomas torcaces, la cara curtida por el sol y los ojos encendidos por la pasión de la caza.
Mientras miraba por el ventanal, pensó en cuan poco placentera habría resultado la experiencia si hubiese tenido lugar en el día de hoy.
Tras el desayuno, Léonie se quedó en el salón y se acurrucó en la
chaise longue
con los cuentos completos de madame Oliphant, momento en que llegó el correo del pueblo. Aguzó el oído para captar algo de lo que se dijera cuando se abriera la puerta, y pudo escuchar los murmullos, los saludos y luego los pasos cortos de la criada al atravesar las baldosas del vestíbulo camino del estudio.
Para Isolde, se acercaba una época del año particularmente ajetreada en la finca. El día de San Martín, el 11 de noviembre, era la fecha fijada para cuadrar las cuentas anuales, y en algunos terrenos arrendados llegaba también el momento del desahucio si no se abonaba la renta. Isolde explicó a Léonie que era el día en que los arrendatarios tenían que pagar la renta del año entrante; ella, en su condición de dueña y señora de la finca, estaba resuelta a cumplir con su misión lo mejor que pudiera. Era más que nada cuestión de escuchar atentamente al gerente de la finca y de actuar de acuerdo con sus consejos, y no tanto de tomar decisiones por su cuenta, si bien todos aquellos asuntos tan engorrosos la habían tenido enclaustrada en su estudio durante las dos mañanas anteriores.
Léonie bajó la vista y siguió concentrada en su libro, inmersa en la lectura.
Pocos minutos después, oyó que alguien levantaba la voz y que la campana del estudio sonaba con fuerza, lo cual no era corriente. Desconcertada, Léonie dejó el libro y, descalza, cubierta sólo con las medias, atravesó la sala y abrió un poco la puerta. Llegó a tiempo de ver que Anatole bajaba de dos en dos las escaleras y desaparecía en el interior del estudio.
—¡Anatole! —le gritó—. ¿Hay alguna noticia de París?
Le resultó evidente que no le había oído, pues cerró de un portazo nada más entrar.
Qué extraordinario.
Léonie aguardó unos momentos, asomándose de nuevo a la puerta sin disimular su curiosidad, con la esperanza de entrever a su hermano, si bien no sucedió nada más, y muy pronto se cansó de mantenerse a la espera, escuchando, con lo cual regresó a su asiento. Pasaron cinco minutos, y luego diez. Léonie siguió leyendo, si bien su atención estaba ya en otra parte. Pasó un cuarto de hora.
A las once en punto Marieta le llevó una bandeja de café a la sala y la colocó en la mesa. Había, como de costumbre, tres tazas.
—¿Mi tía y mi hermano tienen previsto tomar el café conmigo?
—Nadie me ha dado orden en sentido contrario,
madomaiséla.
En ese instante, Anatole e Isolde aparecieron juntos en el umbral de la sala.
—Buenos días, pequeña —dijo él. Sus ojos castaños brillaban de una manera especial.
—He oído el ruido hace un rato —dijo Léonie, y se puso en pie de un salto—. Pensé que tal vez hubieras recibido noticias de París.
La expresión de su hermano se alteró un instante.
—No, lo lamento. Ninguna novedad de mamá.
—Entonces… ¿qué ha ocurrido? —preguntó, y cayó en la cuenta de que también Isolde se encontraba alterada. Estaba más sonrojada o más acalorada que de costumbre, y le relucían los ojos grises.
Cruzó la estancia y apretó la mano de Léonie cuando estuvo a su lado.
—Acabo de recibir la carta de Carcasona que estaba esperando.
Anatole había ocupado su sitio frente al fuego encendido en la chimenea, con las manos unidas a la espalda.
—Creo que Isolde ha debido de prometerte que te llevará a un concierto…
—¡Así que por fin vamos! —Léonie se puso en pie de un brinco y besó a su tía—. Es maravilloso.
Anatole rió.
—Teníamos la esperanza de que te agradara la noticia. No es la mejor época del año para hacer ese viaje, por descontado, pero estamos a merced de las circunstancias.
—¿Y cuándo nos vamos? —preguntó Léonie, y miró alternativamente al uno y a la otra.
—Emprenderemos viaje este mismo jueves por la mañana. Isolde ha telegrafiado para informar a sus abogados de que llegará a las dos en punto de la tarde. —Hizo una pausa e intercambió una mirada con Isolde. Léonie la captó perfectamente.
Hay algo más, hay algo que desea decirme.
Los nervios volvieron a aletear en su pecho.
—A decir verdad, Léonie, hay otra cosa más que queríamos comentarte los dos. Isolde ha tenido la generosidad de sugerir que prolonguemos nuestra estancia aquí, tal vez hasta Año Nuevo. ¿Qué dirías a esa propuesta?
Léonie se quedó perpleja mirando a Anatole. En un primer momento, no supo qué pensar realmente ante tal sugerencia. ¿No era acaso probable que los placeres del campo se atenuaran si prolongaban su estancia?
—Pero… pero… ¿y tu trabajo? ¿Pueden prescindir de ti en la revista durante tanto tiempo? ¿No es preciso que vigiles de cerca tus intereses?