«Mejor dicho, a la que soñé», se dijo para corregirse.
No había sido más que un sueño.
Entonces había tenido la inequívoca sensación de que había alguien en la habitación, alguien que estaba con ella. Una presencia, una extraña frialdad en el aire. Ahora, en cambio, sólo era…
Meredith se encogió de hombros. Cera para la tarima o algún producto de limpieza, eso tenía que ser. Tampoco era tan intenso. No, no era para tanto. Pero no logró evitar arrugar la nariz. Era como el olor del mar que se estanca en la orilla.
M
eredith fue derecha al armario y rescató la baraja del tarot, desdoblando las cuatro esquinas del envoltorio de seda como si las cartas fueran de cristal.
La inquietante imagen de La Torre era la primera, con el fondo melancólico, entre verde y castaño, y los árboles mucho más vividos allí, en aquella tarde nublada, de lo que le había parecido en París. Se quedó quieta un instante, segura de que La Justicia era la que estaba la primera del mazo cuando Laura le obligó a aceptar las cartas, y terminó por encogerse de hombros.
Despejó un espacio en el escritorio, puso las cartas boca abajo y sacó entonces su cuaderno del bolso, diciéndose que habría sido buena idea haber dedicado algo de tiempo la noche anterior para pasar las notas manuscritas al ordenador y poder leerlas en pantalla. Meredith se paró a pensar unos instantes, tratando de precisar si realmente valdría la pena desplegar las diez cartas que habían salido en la lectura, ayer mismo, con la esperanza de que, con la paz y la quietud de sus pensamientos, recogida en su habitación, pudiera ver algo más en ellas. Llegó a la conclusión de que no sería buena idea. Le interesaba menos la lectura del tarot por sí misma que los datos históricos que poco a poco iba reuniendo con respecto al Tarot de Bousquet, y con respecto al modo en que las cartas pudieran encajar con la historia del Domaine de la Cade, de los Vernier y de la familia Lascombe.
Meredith repasó toda la baraja hasta que localizó los veintidós arcanos mayores. Dejando a un lado el resto de las cartas, los dispuso en tres filas, una encima de la otra, colocando al Loco al margen, encima de todas ellas, tal como había visto que hacía Laura. Las cartas tenían un tacto diferente, o eso le pareció. El día anterior la habían puesto nerviosa. Como si por el mero hecho de tocarlas se estuviera comprometiendo con algo y no supiera del todo con qué. En esos momentos, en cambio, le parecieron, pese a saber que era una estupidez, que eran sus amigas.
Sacó de debajo de la chaqueta la fotografía enmarcada y la colocó sobre el escritorio, delante de ella, para ponerse a estudiar más a fondo las figuras en blanco y negro que parecían realmente congeladas en un tiempo remoto. Bajó entonces los ojos para concentrarse en las vistosas imágenes de las cartas, en todo su colorido.
Por un instante, su atención se centró en El Mago, con sus ojos muy azules y su cabello negro y espeso, con todos los símbolos del tarot dispuestos a su alrededor. Era una imagen atractiva, sin duda, pero ¿era un hombre digno de confianza?
Volvió a sentir entonces un cosquilleo en la nuca, un leve escalofrío que le fue bajando por la columna a la vez que se le ocurría una nueva idea. Dejó El Mago a un lado. Tomó en cambio la carta I, El Loco, y la colocó junto a la fotografía enmarcada.
En ese momento, al tenerlos uno junto al otro, no le cupo la menor duda de que el hombre era «Monsieur Vernier», y lo era como si hubiera cobrado vida nueva. El mismo aire de total despreocupación, la delgadez, el bigote negro.
Luego, la carta II, La Sacerdotisa. Recordaba la etérea y pálida estampa de «Madame Lascombe», con sus rasgos desdibujados, aunque llevaba un vestido de noche, un vestido escotado, y no la ropa formal que vestía la dama en la fotografía. Meredith volvió a mirar y vio las dos figuras pintadas juntas, unidas, los amantes, encadenados a los pies del Diablo.
Por último, la carta VIII, La Fuerza: era «Mademoiselle Léonie Vernier». Meredith se dio cuenta de que sonreía incluso a su pesar. Sentía una especialísima conexión con aquella carta, casi como si conociera a la muchacha. En cierto modo, dedujo, debía de ser porque Léonie le recordaba a la imagen que ella tenía de Lilly Debussy. Léonie era más joven, pero en ambas era patente la misma inocencia, los mismos ojos muy abiertos, la misma melena de tonos cobrizos, aunque en la carta la llevara suelta, caída sobre los hombros, y en la foto tuviera el cabello sujeto de una manera más formal. Por encima de todo destacaba aquella misma manera directa de mirar a la cámara, aquella franqueza. Un brillo en los ojos que, le pareció, denotaba una extraña capacidad de comprensión que ondeaba en esos momentos por debajo del umbral de su conciencia, pero que desapareció antes de que pudiera atraparlo.
Concentró su atención en el resto de las cartas de los arcanos mayores que habían ido apareciendo a lo largo del día: El Diablo, La Torre, El Ermitaño, El Emperador. Las fue estudiando una por una, pero tuvo la clara sensación de que la alejaban del lugar en el que deseaba estar, de que no le servían para acercarse.
Meredith se recostó en la silla. El asiento crujió. Entrelazó las manos por detrás de la cabeza y cerró los ojos.
¿Qué es lo que no consigo ver?
Dejó que sus pensamientos vagaran y regresaran a la lectura del tarot. Permitió que las palabras de Laura volvieran a fluir sobre ella, no en un orden predeterminado, sino dejando que surgieran tal vez algunos patrones que acertase a detectar.
Octavas. Todos los ochos de la baraja.
El ocho era el número de la compleción, del resultado redondo, del éxito final. Había además un mensaje implícito que apuntaba a ciertas interferencias, obstáculos, conflictos. Tanto La Fuerza como La Justicia, en las barajas más antiguas, portaban el número ocho. Tanto La Justicia como El Mago ostentaban el símbolo del infinito, un ocho tumbado de costado.
La música entrelazaba todas las cosas unas con otras. Su trasfondo familiar, el Tarot de Bousquet, los Vernier, la lectura hecha en París, la página de música para piano que había recibido en herencia. Alcanzó su cuaderno y repasó las hojas hasta encontrar el nombre que estaba buscando, el del cartomántico norteamericano que había vinculado el tarot con la música. Encendió el ordenador portátil y se puso a tamborilear con los dedos, impaciente, mientras encontraba una vía de conexión. Por fin, la ventana del buscador se encendió en el centro de la pantalla. Meredith tecleó PAUL FOSTER CASE. Momentos después apareció un listado de páginas web.
Acudió en primera instancia a la entrada correspondiente de la Wikipedia, que era bastante extensa y muy clara. Un norteamericano llamado Paul Foster Case se había interesado por las cartas del tarot, efectivamente, a comienzos de la primera década del siglo XX, mientras se ganaba la vida tocando el piano y el órgano en los barcos de vapor del Misisipi y en números de vodevil. Treinta años después, en Los Ángeles, creó una organización con la que quiso promocionar su propio sistema de lectura del tarot. Se llamó Builders of the Adytum, «Constructores del Adytum», y era conocida por las siglas BOTA. Uno de los rasgos más peculiares de BOTA consistía en que Case logró a través de la organización una notable repercusión pública, en manifiesto contraste con la mayoría de los sistemas esotéricos de su tiempo, que confiaban en un secretismo absoluto, en la idea de cultivar sólo una élite muy reducida. También era de tipo interactivo. Al contrario que otras barajas, las que se empleaban en BOTA eran cartas en blanco y negro, con la idea de que cada uno de los individuos que las usaran las colorease a su manera, dándoles así un sello distintivo. Este detalle, así como la filosofía de la organización, sirvió para que el tarot entrase de lleno en toda la ciudadanía estadounidense.
Otra de las innovaciones de Case consistió en su asociación de las notas musicales con determinados arcanos mayores. Todos ellos, con la excepción de la carta XX, El Sol, y la IX, El Ermitaño —como si sólo esas dos imágenes se hallasen al margen de la norma general—, quedaron vinculados a una nota específica.
Meredith contempló la ilustración de un teclado en el que una serie de flechas mostraban las correspondencias con cada una de las cartas.
La Torre, El Juicio y El Emperador eran cartas asignadas a la nota do, o «C» según la notación alfabética; El Diablo estaba ligado con la nota la, es decir, «A»; re, o «D», se relacionaba con Los Enamorados y La Fuerza; El Mago y El Loco, la carta sin número, correspondían con mi, o «E».
C-A-D-E. Domaine de la Cade.
Se quedó embelesada mirando la pantalla, como si tuviera la inquietante sensación de que ésta quería jugarle una mala pasada.
C-A-D-E, todas ellas notas blancas, todas ellas relacionadas con determinadas cartas de los arcanos mayores que ya habían aparecido.
Más que eso, Meredith encontró otra conexión y se dio cuenta de que en todo momento la había tenido delante de las narices. Alcanzó su talismán, la hoja de música para piano que había heredado:
Sepulcro, 1891.
Se sabía la pieza de memoria, los cuarenta y cinco compases, el cambio de tempo en la sección central, propia de un estilo y de un carácter musical que hacía pensar en un jardín decimonónico, en unas niñas o unas jóvenes con vestidos blancos.
Ecos de Debussy, de Satie y de Dukas.
Y estaba construida en torno a las notas A, C, D y E.
Por un instante Meredith olvidó lo que estaba haciendo e imaginó sus propios dedos volando por el teclado. En ese momento no existió para ella otra cosa que la música. A, C, D y E. El arpegio final, dividido, y el último acorde que se perdía en el silencio.
Se recostó en la silla. Todo parecía encajar, desde luego.
Pero… ¿qué demonios significa, si es que significa algo?
En tan sólo un instante Meredith se encontró de nuevo en Milwaukee, en las clases de música avanzada que impartía Miss Bridge en el instituto, repitiendo el mismo mantra una y otra vez. Una sonrisa afloró en sus labios. «Una octava se compone de hasta doce tonos cromáticos». A punto estuvo de oír con toda claridad la voz de su profesora en su interior. «El semitono y el tono son los ladrillos con los que se edifica la escala diatónica. La escala diatónica consta de ocho tonos; la escala pentatónica, de cinco. El primero, el tercero y el quinto de los tonos de la escala diatónica son los ladrillos de construcción o los acordes raíz, la fórmula de la perfección, de la belleza».
Meredith dejó que siguieran acudiendo a ella los recuerdos, que fueran éstos quienes guiasen a los pensamientos. La música y las matemáticas, en busca de las conexiones, no de las coincidencias. Tecleó FIBONACCI en el buscador. Vio cómo aparecían nuevas palabras delante de ella. En 1202, Leonardo de Pisa, conocido con el nombre de Fibonacci, desarrolló una teoría matemática de acuerdo con la cual los números formaban una secuencia. Tras dos valores iniciales, cada número es la suma de los dos que le preceden.
0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89,144, 233, 377.
Las relaciones entre los pares de números consecutivos se aproximan a la divina proporción, al número áureo.
En el terreno de la música, el principio de Fibonacci se había empleado en ocasiones para precisar el afinamiento de los instrumentos. Los números de Fibonacci también aparecían en la naturaleza; por ejemplo, en la ramificación de los árboles, en la curvatura de las olas, en disposiciones como las de los piñones en una pina. En los girasoles, por ejemplo, siempre hay ochenta y nueve semillas. Meredith sonrió.
Ahora me acuerdo.
Debussy había coqueteado con la secuencia de Fibonacci en su gran poema tonal para orquesta titulado
La mer.
Era una de las maravillosas contradicciones de Debussy: aunque se le consideraba un compositor ante todo preocupado por los estados de ánimo, por el color, algunas de sus obras más populares estaban en realidad construidas sobre un modelo matemático. Mejor dicho, era posible dividirlas en secciones que eran un claro reflejo de la proporción áurea, a menudo por medio del empleo de los números de la secuencia de Fibonacci. Así, en
La mer,
el primer movimiento constaba de 55 compases, un número de Fibonacci, subdividido a su vez en cinco secciones, de 21, 8, 8, 5 y 13 compases. Todos ellos también eran números de Fibonacci.
Meredith se obligó a frenar un poco, a poner en orden sus pensamientos.
Volvió a la página que trataba sobre Paul Foster Case. Tres de las cuatro notas ligadas al nombre del Domaine —C, A y E— eran números de Fibonacci: El Loco era el 0, El Mago era el I, La Fuerza, el VIII.
Sólo la D, la carta VI, Los Enamorados, no se correspondía con un número de la serie de Fibonacci.
Meredith se pasó los dedos por la negra melena. ¿Significaba eso que no lo había captado del todo bien? ¿O tal vez se trataba de la conocida excepción que confirma la regla?
Tamborileó con los dedos sobre la mesa mientras trataba de darle una interpretación. Los Enamorados, al contrario de lo que había pensado, sí encajaban en la secuencia de Fibonacci, aunque para ello había que tomarlos individualmente, y no como una pareja: El Loco era el cero, La Sacerdotisa era la carta II. Y el cero y el dos eran números de la serie de Fibonacci, por más que el seis no lo fuera.
Con todo y con eso…
Incluso si tales conexiones fueran válidas, ¿cómo era posible que existiera un vínculo entre el Tarot de Bousquet, el Domaine de la Cade y Paul Foster Case? Las fechas no coincidían.
Case había creado su organización, BOTA, en los años treinta del siglo XX, y lo había hecho en Estados Unidos, no en Europa. La baraja de Bousquet databa de la década de 1890, y las cartas de los arcanos menores eran posiblemente anteriores. Era sencillamente imposible que se basaran en el sistema ideado por Case.
¿Y si le doy la vuelta?
¿Y si Case hubiera tenido conocimiento de la relación existente entre el tarot y la música, y entonces hubiera aplicado esa relación en su propio sistema? ¿Y si hubiera tenido conocimiento del Tarot de Bousquet? ¿Y si hubiera oído hablar del Domaine de la Cade o hubiera llegado a visitar la finca? ¿Era tal vez posible que las ideas hubieran pasado no de Estados Unidos a Francia, sino exactamente a la inversa?
Meredith sacó de su bolso su muy estropeado sobre de tamaño A5 y extrajo la fotografía del joven con uniforme de soldado. ¿Cómo había podido estar tan ciega? Había entendido que la figura de El Loco se correspondía con Anatole Vernier, pero no había tomado en consideración el parecido, en ese momento evidente, que existía entre Vernier y el soldado de su foto. ¿Y el aire de familia que también guardaba con Léonie? Tenía las mismas pestañas oscuras, la frente alta, la misma actitud al mirar de frente a la lente de la cámara, con absoluta franqueza.