Al bajar por el otro lado del puente, pensó de nuevo en el placer que le había causado la muerte de Marguerite Vernier. Sintió que le invadía un calor repentino. Al menos durante un instante fugaz logró borrar de un plumazo el recuerdo de la humillación que había padecido a manos de su hijo. La traición. Lo cierto es que a pesar de ser muchas las que habían pasado a mejor vida bajo sus manos depravadas, la experiencia del asesinato era más placentera cuando se trataba de una mujer hermosa. En esos casos, realmente valía la pena.
Estimulado en mayor medida de lo que hubiera deseado por el recuerdo de aquellas horas en la calle Berlin con Marguerite, Constant se aflojó el cuello. Volvió a percibir el olor embriagador, la mezcla de la sangre y el miedo, el perfume inequívoco de tales situaciones. Apretó los puños al recordar la deliciosa sensación que le produjo su resistencia, el modo en que se tensó su piel reacia a ceder.
Respirando deprisa, Constant recorrió los toscos adoquines de la calle Trivalle y aguardó unos instantes hasta que volvió a ser dueño de sí mismo. Lanzó una mirada despectiva al panorama que le rodeaba. Los cientos, los millares de francos gastados en la restauración de la ciudadela del siglo XIII no parecían haber afectado realmente las vidas de las personas que residían en el barrio de Trivalle. Seguía siendo una zona urbana empobrecida y ruinosa, tal como lo era treinta años atrás. Los niños, semidesnudos y descalzos, permanecían sentados en los umbrales. Las paredes de ladrillo y de piedra se combaban hacia fuera, como si las venciera el peso insufrible del tiempo. Una mendiga envuelta en unas mantas sucias, los ojos inertes, ciega, extendió una mano sucia cuando él pasó de largo sin prestar la menor atención.
Atravesó la plaza Saint-Gimer por delante de la iglesia nueva, y fea, construida por monsieur Viollet-le-Duc. Una jauría de perros y de niños le tiraban de las perneras de los pantalones, le pedían una moneda, le ofrecían sus servicios como guías o recaderos. Tampoco les hizo ningún caso, hasta que uno se aventuró a acercarse demasiado. Constant le asestó un golpe con la empuñadura metálica del bastón, produciéndole una herida en la mejilla que sangró de inmediato. La banda de niños retrocedió.
Llegó a una angosta calle sin salida por la izquierda, poco más que una calleja, que conducía a la base de las murallas de la Cité. Avanzó con cuidado por la callejuela, sucia y resbaladiza. La superficie estaba cubierta por una capa de barro de color pardo. Despojos y desechos de los más pobres cubrían en gran parte la calle. Envoltorios de papel, excrementos de animales, verduras podridas, demasiado podridas para que llegaran a comérselas los perros abandonados. Tuvo la impresión de que lo miraban unos ojos oscuros e invisibles tras las rendijas de las persianas.
Se detuvo ante una casa minúscula, a la sombra de los baluartes, y llamó a la puerta con la empuñadura del bastón. Para dar con el paradero de Vernier y de su furcia, Constant tenía necesidad de recurrir a los servicios del hombre que vivía allí. Sabía ser paciente. Estaba dispuesto a esperar todo el tiempo que fuera preciso, una vez que tuviera la total seguridad de que los Vernier se encontraban en los alrededores.
Se levantó una trampilla de madera.
Dos ojos inyectados en sangre se abrieron primero como platos, por efecto de la sorpresa y luego por el miedo. La trampilla se cerró. Tras correr un cerrojo, tras rechinar una llave en la cerradura, se abrió la puerta.
Constant entró en el interior.
Domaine de la Cade
S
ólo habían pasado dos semanas desde que Léonie partiera de París, pero ya le resultaba difícil recordar las pautas con arreglo a las cuales habían transcurrido sus días en casa. Para su sorpresa, entendió que no echaba de menos una sola cosa de su vida anterior. Ni el paisaje, ni las calles, ni la compañía de su madre o del resto del vecindario.
Tanto Isolde como Anatole parecían haber experimentado también una especie de transformación desde la noche de la cena de gala. Los ojos de Isolde ya no los velaba la angustia, y aunque se cansaba con facilidad y por las mañanas a menudo permanecía en su habitación, su tez era radiante. Tras el innegable éxito social de la reunión, y con el genuino agradecimiento de las cartas por la invitación, resultó evidente que Rennes-les-Bains estaba perfectamente preparado para dar la bienvenida a la viuda de Jules Lascombe en el seno de la buena sociedad.
Durante estas dos apacibles semanas, Léonie pasó todo el tiempo que pudo al aire libre, explorando palmo a palmo la finca, aunque evitó internarse por el sendero abandonado que conducía al sepulcro. La combinación del sol con las primeras lluvias del otoño había pintado el mundo de vividos colores. Los rojos intensos, los verdes oscuros, el envés dorado de las ramas y las hojas, el carmesí de los álamos cobrizos y el amarillo yema de la retama tardía. El canto de los pájaros, el ladrido de un perro solitario que llegaba desde el valle, el rumor de la
maleza,
cuando un conejo se escabullía en busca de un refugio, las suelas de sus botas al desplazar los guijarros y las ramas, el coro de cigarras que vibraban en los árboles; el Domaine de la Cade era sencillamente espectacular. A medida que el tiempo iba poniendo distancia con respecto a las sombras que había percibido aquella primera tarde, y al frío helador del sepulcro, Léonie empezó a sentirse en la finca como si realmente estuviera en su casa. Empezó a resultarle incomprensible que su madre, de niña, hubiera sentido algo inquietante tanto en la finca como en la mansión, algo que la había llevado ser desdichada. Al menos, eso se dijo Léonie. Era un lugar en el que reinaba la tranquilidad.
Sus días se fueron adaptando a una cómoda rutina.
Casi todas las mañanas dedicaba un rato a pintar. Había querido embarcarse en una serie de paisajes de tema nada exigente, más bien tradicional, el carácter cambiante de la campiña en otoño. Pero a raíz del éxito inesperado que tuvo la tarde de la cena de gala gracias a su autorretrato, sin haber tomado en ningún momento la decisión consciente de hacerlo, se embarcó sin darse cuenta en una serie de reproducciones, hechas de memoria, de los otros siete retablos que vio en el sepulcro. Más que un regalo para su madre, tuvo entonces la idea de que esa serie de cuadros podrían ser un bonito recuerdo para Anatole, un recuerdo de su estancia en el sur. Estando en su casa, en París, en las galerías y los museos, en las grandes avenidas, en aquellos jardines tan cuidados, los encantos de la naturaleza hasta entonces no la habían conmovido. Allí, en cambio, Léonie descubrió que poseía una clara afinidad con los árboles, con las vistas que disfrutaba desde su ventana. E introdujo poco a poco el paisaje del Domaine de la Cade en cada una de las ilustraciones que fue pintando.
Algunos de los retablos acudieron con más presteza que otros a su memoria y a su pincel. La imagen de El Loco adquirió los rasgos de Anatole, la expresión de su rostro, su figura, su tono de piel.
La Sacerdotisa encontró la elegancia y el encanto que Léonie relacionaba con Isolde.
No intentó reproducir a El Diablo.
Después del almuerzo, casi todos los días Léonie se sentaba a leer en su habitación, o bien salía a pasear con Isolde por los jardines. Su tía se mostraba discreta y circunspecta en todo lo relativo a las circunstancias de su matrimonio, aunque Léonie a pesar de todo se las ingenió para hacerse con datos, con información suficiente para hilvanar una historia bastante completa, o en todo caso satisfactoria.
Isolde se había criado en los suburbios de París, al cuidado de una tía ya anciana, una mujer fría y amargada para la cual ella apenas pasó de ser una damisela de compañía a la que no se pagaba por sus servicios. Liberada a raíz del fallecimiento de su tía, y al verse con muy escasos medios de subsistencia, tuvo la fortuna de abrirse paso en la ciudad cuando ya tenía veintiún años, edad a la que pasó a trabajar en la casa de un financiero y de su esposa. Ésta era una conocida de la anciana tía de Isolde; había quedado ciega años antes y requería de constante ayuda. Los deberes de Isolde no fueron excesivos. Tomaba al dictado las cartas de la señora y redactaba su correspondencia, le leía en voz alta los periódicos y las últimas novelas salidas en el mercado, además de acompañar a la señora a los conciertos y a la ópera. Por la calidez con que le habló Isolde de aquellos años, Léonie comprendió que había llegado a tener verdadero aprecio por el financiero y su señora. A través de ellos adquirió una buena cultura, tuvo relaciones sociales, aprendió las labores de una buena costurera. Isolde no fue muy explícita a la hora de aclarar las razones por las que la habían despedido, aunque Léonie dedujo que había tenido mucho que ver en ello la conducta inapropiada del hijo del financiero.
Sobre todo lo tocante a su matrimonio, Isolde se mostró más reservada. Estaba claro, sin embargo, que la necesidad y la oportunidad tuvieron un papel importante cuando ella aceptó la propuesta matrimonial que le hizo Jules Lascombe, tanto o más que el amor. Fue más un asunto de negocios que de romanticismo.
Léonie se enteró también de que en la década de 1870 habían tenido lugar en la región una serie de incidentes que habían causado una gran inquietud en Rennes-les-Bains, y que por alguna oscura razón, o que ella al menos no acertó a comprender, dichos incidentes afectaron al Domaine de la Cade. Isolde no aclaró los detalles específicos de todo aquello, aunque al parecer hubo una serie de ataques de los que fue víctima el ganado, ataques llevados a cabo por algún animal salvaje, y se rumoreó que también algunos niños fueron objeto de agresiones brutales. Hubo asimismo acusaciones de que habían tenido lugar ceremonias depravadas o al menos inapropiadas en la capilla desacralizada que se encontraba en el bosque, dentro de las lindes de la propiedad.
Al enterarse de esto, a Léonie le fue difícil ocultar sus sentimientos más íntimos. Se quedó lívida y acto seguido se puso colorada al recordar los comentarios de monsieur Baillard, cuando le contó que el abad Sauniére había sido convocado para que tratara de aquietar a los espíritus del lugar. Léonie quiso saber algo más, pero en el fondo se trataba de una historia que Isolde conocía sólo de segunda mano, algo de lo que tuvo noticia mucho después de que sucediera, de modo que no pudo o no quiso contárselo con más detalle.
En otra conversación, Isolde habló a su sobrina de que a Jules Lascombe se le consideraba en la localidad una especie de ermitaño. Sólo desde la muerte de su madrastra y desde que su hermanastra se marchara, vivía contento, en absoluta soledad. Según le explicó Isolde, no tenía el menor deseo de contar con compañía de ninguna clase, y menos aún con una esposa. Sin embargo, en Rennes-les-Bains era cada vez mayor la desconfianza que inspiraba su condición de soltero impenitente, por lo que Lascombe empezó a suscitar toda clase de suspicacias. En el pueblo se preguntaban, y lo hacían incluso a voces, por qué había huido su hermana de la finca años antes. Si realmente se había tratado de una huida, dicho sea de paso.
Según le explicó Isolde, la lluvia de chascarrillos e insinuaciones fue en aumento, y llegó a arreciar de tal manera que Lascombe se vio obligado a pasar a la acción. En el verano de 1885 el nuevo sacerdote de la parroquia de Rennes-le-Cháteau, Bérenger Sauniére, sugirió a Lascombe que la presencia de una mujer en el Domaine de la Cade serviría seguramente para aquietar al vecindario.
Un amigo de ambos hizo que Isolde y Lascombe se conocieran en París. Lascombe dejó bien claro que le resultaría aceptable, que le resultaría incluso agradable, que su joven esposa pasara la mayor parte del año en la ciudad; él se ocuparía de todos sus gastos, con la condición de que se personara en Rennes-les-Bains siempre que él se lo exigiera. A Léonie se le pasó por la cabeza una elemental pregunta, aunque no tuvo la osadía de formularla. ¿>Había llegado el matrimonio a consumarse?
La historia estaba teñida de pragmatismo y no tenía el menor ribete romántico. Y aunque sirvió de respuesta a muchas de las preguntas que Léonie deseaba formular sobre la naturaleza del matrimonio que había unido a su tía con su tío, no terminaba de explicar a quién se pudo referir Isolde cuando le habló con tanta ternura, e incluso con vehemencia, en aquel primer paseo que dieron juntas, y le expuso su opinión sobre el amor. En aquella ocasión insinuó que existía una gran pasión, que podría estar sacada de las páginas de una novela. Dejó entrever tentadores retazos de experiencias que Léonie por su parte sólo podría haber soñado.
A lo largo de aquellas dos primeras semanas de octubre, tan apacibles, las tormentas anunciadas en las previsiones climatológicas no llegaron a materializarse. Brilló el sol con intensidad, aunque no apretó demasiado el calor. Soplaba una brisa templada, moderada, que no alteró la tranquilidad de aquellos días. Fue una temporada de gozo, en la que apenas nada trastornó la cotidianidad de la vida doméstica, contenida en sí misma, que iban construyendo y disfrutando los habitantes del Domaine de la Cade.
La única sombra que empañaba el horizonte era la falta de noticias sobre su madre. Marguerite nunca había sido muy constante a la hora de escribir cartas, por no decir que pecaba de indolencia en este sentido, pero no haber recibido comunicación alguna por su parte era, si no inquietante, cuando menos sorprendente. Anatole trató de tranquilizar a Léonie asegurándole que la explicación más lógica era que alguna carta suya se hubiera extraviado en el coche del correo que sufrió un accidente la noche de la tormenta. El jefe de la oficina de correos le había dicho que toda una saca llena de cartas, paquetes y telegramas se había perdido, al caer debido al impacto del accidente a las aguas del río Salz, con lo que se la llevó la corriente del río desbordado.
A instancias de Léonie, que fue sumamente insistente, Anatole accedió de mala gana a ser él quien escribiera. Envió la carta a la vivienda de la calle Berlin, pensando que tal vez Du Pont hubiera tenido que regresar a París, con lo que Marguerite estaría en casa y podría recibir la carta en mano.
Mientras Léonie lo miraba, Anatole colocó el sello de lacre en el sobre y lo dio al criado para que a su vez lo llevase a la oficina de correos de Rennes-les-Bains, y en ese momento tuvo ella un sentimiento de temor que la abrumó de manera incomprensible. A punto estuvo de extender la mano para impedirle que hiciera entrega de la carta, pero se contuvo. Era una tontería. No podía pensar de veras que los acreedores de Anatole siguieran empeñados en perseguirle.