Como Tosca, como Emma Bovary, como la malhadada heroína de Prosper Mérimée, Carmen, Marguerite seguía bellísima pese a estar muerta. El cuchillo, la hoja teñida de rojo, yacía junto a su mano como si se hubiera desprendido de sus dedos en el instante de morir.
Victor Constant era insensible a su presencia. Para él ya había dejado de existir en el instante en que le arrancó el último trozo de información que precisaba. Le había llevado más tiempo del que supuso en principio.
Salvo el tictac del reloj en la repisa, todo estaba en completo silencio.
Al margen del círculo de luz que proyectaba una sola vela, todo estaba a oscuras.
Constant se abrochó los pantalones, encendió un cigarrillo de tabaco turco y acto seguido tomó asiento a la mesa del comedor, para examinar el diario que su criado había encontrado en la mesilla de noche de Vernier.
—Tráeme un coñac.
Con su propio cuchillo, una navaja Nontron de mango amarillo, Constant cortó el cordel, desdobló el papel ocre, encerado, y sacó un cuaderno de bolsillo, de color azul real. El diario en realidad era una agenda en la que Vernier había registrado sus actividades cotidianas: los salones que había frecuentado, una lista de deudas perfectamente anotadas en doble columna y tachadas cuando las había saldado; la mención de un breve flirteo con los ocultistas durante los primeros y más fríos meses del año, más como tenedor de libros que como acólito; las adquisiciones que había hecho, como un paraguas o una edición limitada de los
Cinq Poémes
publicados por la librería de Edmond Bailly, en la calle Chaussée d'Antin.
A Constant no le interesaban los tediosos detalles domésticos, de modo que pasó velozmente las hojas, repasándolas más bien por encima, en busca de fechas o referencias que pudieran decirle lo que en realidad deseaba saber.
Buscaba sobre todo algún detalle referente a la historia de amor entre Vernier y la única mujer a la que Constant había amado. Todavía no era capaz de decidirse a pensar en su nombre, y menos aún a decirlo en voz alta. El 31 de octubre del año anterior ella le dijo que sus relaciones debían terminar. A decir verdad, la relación que mantuvieron antes apenas mereció ese nombre. El había tomado su reticencia como una muestra de modestia, y no la había presionado. Su sorpresa en cambio se transformó en el acto en una rabia incontrolable, y poco le faltó para matarla. En realidad, lo hubiera hecho sin dudarlo, de no ser porque los gritos de ella se oyeron por todo el edificio.
La tuvo que dejar marchar, la tuvo que olvidar. En el fondo, no había sido su intención hacerle daño. La amaba, la adoraba. Pero la traición que ella le infligió fue excesiva para él, no pudo soportarla. Ella le había empujado a hacerlo.
Después de aquella noche optó por desaparecer de París. A lo largo de noviembre y diciembre, Constant pensó en ella sin cesar. Nada más simple. La amaba, mientras que ella, a cambio de su amor, lo había traicionado ignominiosamente. Tanto su cuerpo como su espíritu le ponían delante de los ojos, sin cesar, rencorosos recordatorios del tiempo que habían pasado juntos: su perfume, su gracilidad de movimientos, su manera de sentarse a su lado, lo agradecida que había estado por el amor que él le profesaba. Qué modesta había sido, qué obediente, qué perfecta. En esos momentos, la humillación que le supuso la manera en la que le abandonó volvía sobre él como una ola henchida de ira, desmedida, cada vez más incontrolable, más salvaje.
Para borrar su recuerdo, Constant se refugió en los pasatiempos habituales de un caballero con costumbres urbanas y bolsillos bien surtidos. Fue a los garitos de juego, acudió a los clubes nocturnos, tomó láudano en abundancia para contrarrestar los efectos de las dosis cada vez mayores de mercurio que se veía obligado a administrarse para aliviar los síntomas de su enfermedad, que se agravaba día a día. Pasó por su vida una sucesión de
midinettes,
putas que fugazmente se le parecían a ella, y la suave dulzura de sus carnes pagó el precio de la deslealtad que tuvo ella con él. Era sumamente apuesto. Sabía ser generoso. Sabía cómo encandilarlas, cómo engatusarlas, y las chicas siempre estaban más que dispuestas a plegarse a sus deseos, hasta el momento en que comprendían la depravación a que llegaba en su apetito.
No encontró al final nada que realmente le proporcionara el menor alivio. Nada paliaba del todo la angustia que le producía la traición.
Por espacio de tres meses, Constant sobrevivió sin ella. A finales de enero, sin embargo, las cosas cambiaron de golpe. Al comenzar a derretirse el hielo del Sena, llegó a sus oídos un rumor: no sólo había regresado ella a París, no sólo había enviudado, sino que además, al parecer, tenía un amante. Había entregado sin reservas a otro hombre lo que a él le había impedido disfrutar.
El tormento de Constant era abrumador; su ira, desbordante, imparable. La necesidad de tomarse venganza con ella, o con los dos, se apoderó por completo de su ser. La imaginaba a ella sangrando en sus manos, la imaginaba sufriendo tanto como ella le había hecho sufrir a él. Castigar a esa furcia por su imperdonable perfidia pasó a ser sin que se diera cuenta su único propósito en la vida.
Estaba consumido por los celos.
No le resultó difícil descubrir quién era su rival. El hecho de que el tal Vernier y ella fueran amantes era el primer pensamiento que le venía a la cabeza nada más amanecer, en cuanto salía el sol. Era lo último en que pensaba cuando la luna saludaba la llegada de la noche.
Enero dejó paso a febrero, y Constant inició su campaña de persecución, sus represalias. Comenzó por Vernier, tras haberse propuesto destruir su buena fama. Su táctica fue bien sencilla. Habladurías puestas en bandeja de los plumillas más infectos de los peores periódicos, que iba lanzando una a una. Cartas falsificadas que pasaron de mano en mano, cada cual más innoble. Rumores que introdujo en las redes laberínticas de los grupos clandestinos, de los iniciados y los acólitos y los partidarios del mesmerismo, todo un enjambre que bullía por debajo de la fachada más respetable de París, todos ellos deseosos de recelar de lo primero que se moviera, todos ellos en un constante temor a la traición ajena. Las noticias podridas, los susurros a media luz, la publicación anónima de toda clase de calumnias.
Todo mentira. Verosímil, pero falso.
Sin embargo, ni siquiera su cruzada contra Vernier, por muy bien orquestada que llegara a estar, dio descanso a Constant. Las pesadillas seguían inquietando sus sueños, e incluso sus días estaban repletos de imágenes en las que aparecían los amantes en los brazos el uno del otro, entrelazados. El progreso implacable de su propia enfermedad también le robaba el sueño. Cuando Constant cerraba los ojos, le asaltaban imágenes de pesadilla en la que él mismo aparecía azotado y clavado en una cruz. Tenía constantes visiones en las que su cuerpo era aplastado en el suelo, un Sísifo redivivo y aplastado bajo la propia roca con la que debía cargar, o bien atado de pies y manos, como Prometeo, mientras era ella la que se encorvaba sobre su pecho y le arrancaba las vísceras.
En marzo se solucionó su conflicto, al menos en cierto modo. Ella murió, y con esa muerte halló una especie de liberación. Constant asistió desde cierta distancia al entierro, al momento en que su féretro descendía a la tierra húmeda en el cementerio de Montmartre, con la sensación de que se había quitado una pesada carga de los hombros. Después, con gran satisfacción, contempló cómo se hacía añicos la vida de Vernier, destrozado por el peso de la pena.
La primavera dejó paso al calor de julio y agosto. Durante un tiempo, Constant halló la paz. Llegó septiembre. Un comentario que oyó entonces al azar, un mechón de cabello rubio bajo un sombrero azul en el bulevar Haussmann, murmullos en Montmartre sobre un féretro enterrado seis meses atrás, sólo que un féretro vacío. Constant mandó a dos hombres a interrogar a Vernier precisamente la noche de la revuelta que se declaró en el palacio Garnier, pero tuvieron que suspender el interrogatorio antes de haber averiguado nada que tuviera verdadero valor.
Repasó las páginas del diario una vez más, hasta llegar de nuevo al pasado 16 de septiembre. La página estaba en blanco. Nada. Vernier no había tomado nota de la revuelta en la Ópera, no había hecho referencia a la agresión de la que fue víctima en el callejón Panoramas. La última anotación del diario databa de dos días antes. Constant volvió la hoja y leyó de nuevo. Letras grandes, letras que rezumaban confianza, y una sola palabra.
FIN.
Notó que le invadía una ira helada. Aquella única palabra parecía bailotear en la página delante de sus ojos, parecía mofarse de él casi con saña. Después de todo lo que había tenido que soportar, descubrir que había sido víctima de una añagaza de tal calibre aguzó su amargura de un modo increíble. Fue como si un animal le royera por dentro.
Qué estupidez, haber pensado que con deshonrar a Vernier bastaría para que se le concediese la paz. Constant supo entonces qué era lo que tenía que hacer. Emprendería la caza del hombre y la mujer. Y cuando diera con ellos, los mataría.
El criado le puso un vaso de coñac al alcance de la mano.
—Es posible que el general Du Pont no tarde en llegar… —murmuró, y se acercó a la ventana.
Consciente en esos momentos de que pasaba el tiempo inexorablemente, tomó la hoja de papel marrón en la que estaba envuelto el diario. El hecho de que éste se encontrara en la vivienda lo tenía desconcertado. ¿Por qué no se lo llevó Vernier, si no tenía, según su suponer, la intención de regresar? ¿Por qué se había marchado con tantas prisas? Tal vez fuera, claro está, que no tuviera la intención de estar ausente de París por mucho tiempo.
Constant acabó el vaso de coñac de un trago y lo lanzó a la chimenea. Se partió en mil pedazos afilados y resplandecientes. El criado se encogió instintivamente, pero no se movió. Por un instante, pareció que en el aire vibrase y reverberase la violencia del acto.
Bajo la intranquila mirada del criado, Constant se puso en pie y colocó la silla con toda precisión ante la mesa del comedor. Fue caminando a la repisa y abrió la esfera del reloj de porcelana de Sevres. Movió las manecillas hasta que dieron las ocho en punto. Entonces lo golpeó por detrás contra el canto de mármol, y repitió la operación varías veces, hasta que el mecanismo dejó de funcionar. Agachándose, colocó el reloj boca abajo entre los restos de vidrio del vaso de coñac.
—Abre el champán y trae dos copas.
El hombre cumplió la orden. Constant fue hasta el diván. Agarró de los pelos a Marguerite Vernier y colocó su cabeza entre sus brazos. El olor metálico y dulzón, a matadero, la envolvía por completo. Los pálidos cojines que la rodeaban se habían teñido de carmesí. Un manchurrón de sangre se le había extendido por el pecho, como si fuera la floración exuberante de una flor de invernadero.
Constant vertió un poco de champán en la boca magullada de Marguerite. Apretó el borde de la copa contra sus labios agrietados hasta que resultó visible una tenue mancha de lápiz de labios, y luego llenó la mitad de la copa de champán y la colocó en la mesa, a su lado. Vertió otro poco en la segunda copa y acto seguido colocó la botella, ladeada, en el suelo. Lentamente, el líquido se fue vaciando y formó un reguero de burbujas que corrían por la alfombra.
—Nuestros camaradas, los reptiles del cuarto poder, ¿están ya al tanto de que esta noche podrían encontrarse con algo bien jugoso?
—Sí, monsieur. —Por un momento, la máscara del criado se le deslizó—. La dama… ¿está muerta?
Constant no contestó.
El criado se persignó. Constant se acercó a un aparador y tomó una fotografía enmarcada. Marguerite estaba sentada en el centro, con sus hijos tras ella, las manos de ambos apoyadas en sus exquisitos hombros. Leyó el nombre del estudio y la fecha, octubre de 1890.
La hija aún llevaba suelto el cabello. Una niña aún.
El criado tosió.
—¿Vamos a viajar a Ruán, monsieur?
—¿A Ruán?
Retorció los dedos con nerviosismo, reconociendo la mirada inconfundible en los ojos de su señor.
—Perdone, monsieur, pero ¿no dijo madame Vernier que su hijo y su hija habían viajado a Ruán?
—Ah. Sí, sí, dio muestras de valor…, más iniciativa de lo que supuse, sí. Pero mucho me temo que no sea Ruán su auténtico destino. Es posible que ella en realidad no lo supiera. —Dio la fotografía a su hombre de confianza—. Sal a preguntar por la muchacha. Alguien terminará por hablar. Siempre sucede lo mismo. La gente se acordará de ella. Sonrió con total frialdad—. Ella es quien nos va a conducir a donde quiera que estén Vernier y su furcia.
Domaine de la Cade
C
uando Meredith despertó a la mañana siguiente, la luz entraba a raudales por la ventana.
Léonie dio un chillido. Se incorporó de golpe, con el corazón batiéndole con fuerza en las costillas. La vela se había apagado por sí sola y la habitación estaba envuelta en tinieblas.
Por un momento creyó que se encontraba de nuevo en el salón de la calle Berlín. Entonces bajó los ojos y vio el librito de monsieur Baillard sobre la almohada, a su lado, y comprendió todo.
Un cauchemar.
Una pesadilla de diablos y espectros, de fantasmas y seres con garras afiladas, de antiguas ruinas en las que tejían sus telas las arañas. Los ojos huecos, las cuencas vacías de los espectros.
Léonie se dejó caer apoyándose en el cabezal de madera, a la espera de que el pulso se le normalizase. Imágenes de un sepulcro de piedra bajo un cielo gris, y coronas fúnebres ya marchitas sobre un desgastado blasón. Un escudo de armas familiar, corrompido y deshonrado desde antaño.
Qué sueño tan siniestro.
Esperó a que bajara la frecuencia de sus latidos, pero el martilleo de la sangre en el interior de su cabeza fue si acaso en aumento.
—
¿Madomaiséla
Léonie?
Madama
me envía a preguntarle si necesita alguna cosa.
Aliviada, Léonie reconoció la voz de Marieta.
—
Madomaisela?
Léonie se incorporó, se compuso y dio una voz.
—Entra.
Oyó que sacudían puerta.
—Discúlpeme,
madomaisela,
pero está cerrada por dentro.
Léonie no recordó haber girado la llave. Con agilidad, se calzó las chinelas de seda y corrió a abrirla.