—¿Nunca se averiguó quién fue el responsable?
—No lo creo, no. —Hal hizo un alto delante de otra estatua de yeso—. San Antonio, el Ermitaño —dijo—. Famoso santo egipcio del siglo III o IV.
Esta información alejó del pensamiento de Meredith todo lo relativo a Gélis.
El Ermitaño. Otra carta de los arcanos mayores.
Las pruebas que indicaban la altísima probabilidad de que el Tarot de Bousquet se hubiera pintado en aquella región empezaban a ser abrumadoras. La pequeña iglesia de Santa María Magdalena era testimonio de ello. Lo único que Meredith no tenía nada claro era el modo en que el Domaine de la Cade pudiera encajar con todo lo demás.
¿Y cómo se relaciona todo esto con mi familia, si es que hay alguna relación?
Meredith se obligó a concentrarse en lo que tenía delante de sí. No tenía el menor sentido ponerse a embarullarlo todo tratando de encontrar relaciones improbables. ¿Y si el padre de Hal hubiera acertado al sugerir que todo lo relativo a Rennes-le-Cháteau era mera invención destinada precisamente a desviar la atención del pueblo hermanado, y situado más abajo, en el valle? No dejaba de tener su lógica, aunque Meredith necesitaba averiguar más cosas antes de llegar a alguna clase de conclusión.
—¿Has visto ya suficiente? —preguntó Hal—. ¿O prefieres que sigamos paseando por ahí?
Sin dejar de pensar, Meredith negó con un gesto.
—Me doy por contenta.
No hablaron gran cosa por el camino de vuelta al coche. La gravilla del sendero crujía ruidosamente bajo sus pies, como si fuera nieve muy comprimida. Había refrescado desde que estuvieron dentro de la iglesia, y en el aire se percibía el olor de las hogueras hechas con leña húmeda.
Hal abrió el coche y se volvió a mirarla por encima del hombro.
—En los años cincuenta del siglo pasado aparecieron tres cadáveres en el terreno de Villa Béthania —le dijo—. Varones los tres, entre los treinta y los cuarenta años de edad, todos ellos muertos a resultas de un disparo, aunque uno de los cuerpos al menos había quedado gravemente desfigurado por los animales salvajes. La versión oficial es que habían muerto durante la guerra. Los nazis ocuparon esta parte de Francia y la Resistencia fue muy activa en estos parajes. Pero la creencia de los lugareños es que los cuerpos tenían bastante más antigüedad y que estaban además relacionados con el incendio que se declaró en el Domaine de la Cade, y muy probablemente también con el asesinato del sacerdote Gélis, que se produjo en Coustaussa.
Meredith miró a Hal por encima del coche.
—¿Fue un incendio intencionado?
Hal se encogió de hombros.
—La historia local no es demasiado clara a ese respecto, pero el consenso general es que sí, que fue provocado intencionadamente.
—Pero si esos tres hombres estuvieron involucrados, ya fuera en el incendio o en el asesinato, ¿quién los mató?
Sonó el móvil de Hal, cortante y repentino en el terso aire del otoño. Abrió la tapa y miró el número. Se le aguzó la mirada.
—Perdona, pero tengo que contestar esta llamada —dijo, tapando el micrófono—. Lo siento.
En su interior, a Meredith se le escapó un gemido de pura frustración, pero no pudo hacer nada para remediarlo.
—Claro, adelante —dijo—. No te preocupes por mí.
Subió al interior del coche y vio que Hal se alejaba hacia una zona poblada por abetos, cerca de la torre Magdala, para hablar a sus anchas.
No existen las coincidencias. Todo sucede por una razón.
Se apoyó en el reposacabezas y repasó todo lo que había ido aconteciendo, toda la secuencia de sucesos, desde el momento en que bajó del tren en la estación del Norte. No, empezó después. A partir del momento en que puso el pie en los peldaños pintados de colores que conducían a la habitación de Laura, a partir del momento en que comenzó a subir la escalera.
Meredith sacó el cuaderno del bolso y repasó sus notas en busca de alguna respuesta. La auténtica pregunta era bien simple en el fondo: ¿cuál era la historia que trataba de rastrear, cuál era el eco? Se encontraba en Rennes-les-Bains resuelta a encontrar el rastro de su propia historia familiar. ¿Acaso las cartas guardaban alguna relación con todo ello? ¿O se trataba más bien de una historia completamente distinta, sin ninguna relación? En ese caso, tenía todas las trazas de ser una historia de indudable interés académico, pero que no tenía nada que ver con ella.
¿Qué era lo que había dicho Laura? Meredith repasó sus notas hasta dar con ello.
«La línea temporal aparece confusa. Es como si la secuencia diera saltos adelante y atrás, como si hubiera algo borroso en los acontecimientos, como si las cosas se escurriesen entre el pasado y el presente».
Miró por la ventanilla a Hal, que ya regresaba hacia el coche con el móvil en una mano, aunque ya había terminado la conversación. Llevaba la otra en el bolsillo.
¿Y él? ¿Cómo encaja en todo esto?
Meredith sonrió.
—Hola —le dijo cuando él abrió la puerta—. ¿Todo en orden?
Entró en el coche.
—Lo siento, Meredith. Te iba a proponer que fuésemos a almorzar juntos, pero ha surgido algo de lo que tengo que ocuparme antes.
—A juzgar por la cara que tienes, ¿una buena noticia? —preguntó ella.
—La comisaría de policía que lleva el caso, en Couiza, por fin ha dado su permiso para que examine yo el expediente del accidente de mi padre. Llevo semanas dándome de cabezazos contra una pared, así que sí, es un paso adelante.
—Me alegro, Hal —dijo con la esperanza de que realmente fuera una buena noticia, y de que las esperanzas que él parecía tener no carecieran de fundamento.
—Así que… te puedo dejar en el hotel —siguió diciendo— o puedes, si quieres, venir conmigo. Ya encontraremos algún sitio donde comer algo más tarde. El único problema es que realmente no sé cuánto tiempo me puede llevar. Aquí no suelen ser muy rápidos con estas cosas, la verdad.
Meredith tuvo por un instante la tentación de acompañarle, más que nada por prestarle apoyo moral, pero su vertiente más sensata le dio a entender que aquello era algo que él necesitaba resolver por su cuenta. Al mismo tiempo, tenía la necesidad de concentrarse durante un rato en sus propios asuntos, para lo cual era preciso que no se dejara absorber por los problemas de Hal.
—Yo diría que te puede llevar un buen rato —le dijo—. Si no te importa dejarme en el hotel cuando te pille de camino, me parece que será lo mejor.
Agradeció ver que a Hal le cambió la expresión un instante.
—Probablemente lo mejor sea que vaya solo, ya que a fin de cuentas es un favor que me hacen.
—Justo lo que he pensado yo —concluyó ella, y le rozó brevemente la mano.
Hal arrancó el coche y metió marcha atrás.
—¿Y más tarde? —dijo a la vez que enfilaba por la estrecha calle para salir de Rennes-le-Cháteau—. Podríamos vernos para tomar una copa o para cenar, incluso… si no tienes otros planes.
—Estupendo —sonrió, y mantuvo la calma—. Sí, una cena estaría bien.
Domaine de de la Cade
J
ulian Lawrence se encontraba de pie ante la ventana de su estudio cuando apareció el coche de su sobrino por la avenida de entrada. Concentró su atención en la mujer a la que acababa de ver salir, y de la que se estaba despidiendo. Supuso que debía de ser la norteamericana.
Asintió como si de ese modo diera aprobación a lo que estaba viendo. Tenía una espléndida figura, atlética, pero menuda, y el cabello ondulado, oscuro, hasta los hombros. No tendría por qué ser una tortura pasar un rato en compañía de ella.
Entonces se dio la vuelta y la pudo ver de frente.
Julián entornó los ojos. La había reconocido, aunque no supo ubicarla en el acto. Exploró su memoria hasta que se acordó de ella. Aquella chica con aires de superioridad, aquella fulana que había visto anoche en Rennes-les-Bains, al encontrarse con la carretera cortada. Con marcado acento norteamericano.
Lo atravesó otro luminoso destello de paranoia. Si la señora Martin estaba trabajando codo a codo con Hal, y si le había comentado que lo vio conduciendo por la localidad, su sobrino tendría motivos para preguntarle dónde había estado. Tal vez entonces se diera cuenta de que la excusa que le había dado Julián por llegar tarde no casaba con esa otra información. Y que no se sostenía.
Vació el vaso de un trago y tomó de repente una decisión. Cruzó el estudio en tres zancadas, tomó la chaqueta del gancho de la puerta y salió resuelto a interceptarla en el vestíbulo.
En el trayecto de vuelta desde Rennes-le-Cháteau, Meredith fue teniendo una clara sensación de anticipación. Hasta ese momento, el obsequio de Laura le había resultado una pesada carga. De pronto, empezó a pensar que las cartas estaban repletas de posibilidades que le intrigaban.
Aguardó hasta que el coche de Hal desapareció del todo, y entonces se dio la vuelta para subir las escaleras de la puerta principal del hotel. Estaba nerviosa, pero también excitada. Las mismas sensaciones contradictorias que había experimentado mientras estuvo sentada con Laura habían vuelto a ella, tal vez incluso aumentadas. La esperanza frente al escepticismo, la punzada de excitación que le causaba la investigación frente al temor de que si bien estaba tratando de sumar dos y dos, era probable que el resultado fuera cinco.
—¿Señora Martin?
Sorprendida, Meredith se volvió hacia el punto del que le llegó la voz y se encontró con el tío de Hal, que avanzaba hacia ella a grandes zancadas atravesando el vestíbulo. Se puso en tensión, con la esperanza de que después del malhumorado diálogo que habían tenido la noche anterior en Rennes-les-Bains no la reconociera, pero se lo encontró sonriente y afable.
—¿Señora Martin? —volvió a decir, y le tendió la mano—. Soy Julián Lawrence. Quería darle la bienvenida al Domaine de la Cade —le dijo con una voz atractiva, cálida.
—Gracias.
Se estrecharon la mano.
—Asimismo —añadió, y se encogió de hombros—, quería pedirle disculpas si ayer me mostré demasiado brusco cuando nos encontramos en el pueblo. De haber sabido que era usted una amiga de mi sobrino, me habría presentado debidamente.
—Vaya, pensé que no se acordaría de mí, señor Lawrence. Me temo que yo fui bastante descortés.
—No, ni lo más mínimo. Seguramente Hal le habrá dicho que ayer fue un día difícil para todos nosotros. No sirve de excusa, desde luego, pero de todos modos…
Dejó en suspenso la disculpa que parecía a punto de pedirle. Meredith reparó en que tenía la misma costumbre de Hal, mirar a una persona de frente, sin parpadear, sin que le flaquease la mirada, como si de hecho borrase todo lo demás. Y si bien era unos treinta años mayor, tenía la misma clase de carisma, una extraña forma de ocupar un gran espacio. Se preguntó si el padre de Hal habría sido igual.
—Claro —dijo ella—. Lamento mucho la pérdida que han sufrido, señor Lawrence.
—Llámeme Julián, por favor. Y gracias. Sí, fue terrible. —Calló unos instantes—. Hablando de mi sobrino, señora Martin, supongo que no sabrá adonde ha ido. Tenía la impresión de que esta mañana viajaban juntos a Rennes-le-Cháteau, pero contaba con que él estuviera aquí esta tarde. Tenía la esperanza de poder hablar con él.
—Fuimos allí, pero es que recibió una llamada de la comisaría de policía, así que me ha dejado aquí antes de ir a resolver algún asunto. Me parece que dijo que iba a Couiza.
Percibió que aumentaba el interés de Julián aun cuando no se modificara la expresión con que la estaba mirando. Meredith inmediatamente lamentó haberle transmitido esa información.
—¿Qué clase de asunto? —preguntó.
—Pues… no estoy del todo segura —dijo deprisa.
—Lástima. Tenía la esperanza de poder hablar con él. —Se encogió de hombros—. En fin, no es urgente, puede esperar. —Volvió a sonreír, aunque esta vez la sonrisa no se pintara en sus ojos—. Confío en que esté disfrutando de su estancia. ¿Tiene todo lo que necesita?
—Todo está de maravilla. —Miró a las escaleras.
—Discúlpeme —dijo él—. Ya veo que la estoy reteniendo.
—Es que tengo cosas que hacer…
Julián asintió.
—Ah, cierto. Hal comentó que es usted escritora. ¿Ha venido a trabajar aquí en algún encargo?
Meredith se quedó clavada en el sitio. A medias hipnotizada, a medias atrapada.
—No, la verdad es que no —respondió—. Tan sólo espero hacer un poco de investigación.
—¡No me diga! —Le tendió la mano—. En ese caso, no la retendré ni un minuto más.
Como no quiso pecar de descortesía, Meredith estrechó su mano. Esta vez, el tacto de su piel la hizo sentirse incómoda. De un modo inexplicable le resultó demasiado personal.
—Si ve usted a mi sobrino antes de que dé yo con él —le dijo estrechándole los dedos más de lo debido—, le ruego que le haga saber que lo estoy buscando. ¿Lo hará?
Meredith asintió.
—Descuide.
Entonces le permitió marchar. El se volvió y atravesó el vestíbulo sin volverse a mirarla.
El mensaje fue bien claro. Derrochaba confianza y seguridad en sí
mismo,
control de la situación.
Meredith dejó que escapara de sus labios un largo suspiro, preguntándose qué era lo que había pasado exactamente. Se quedó mirando el espacio ya vacío que había ocupado Julián. Entonces, enojada consigo misma por haber permitido que volviera a abordarla a su manera, se repuso y decidió no pensar más en ello.
Miró en derredor. La persona que atendía en recepción estaba mirando en dirección contraria, resolviendo una duda de un cliente. A juzgar por el ruido que llegaba del restaurante, Meredith dedujo que la mayoría de los huéspedes estaban en esos momentos almorzando en el comedor. Un momento perfecto para lo que tenía en mente.
Atravesó velozmente las baldosas ajedrezadas en rojo y negro, se agachó junto al piano y tomó la fotografía de Anatole y Léonie Vernier con Isolde Lascombe que estaba colgada de la pared. Se la deslizó bajo la chaqueta y se dio la vuelta para subir las escaleras corriendo, de dos en dos.
Sólo cuando estuvo de nuevo en su habitación, con la puerta bien cerrada, recuperó su respiración el ritmo normal. Hizo una pausa, nada más que un momento; entornó los ojos y miró en derredor por la habitación.
Había en el ambiente algo raro, algo que le pareció distinto. Un olor ajeno, muy sutil, pero que estaba allí sin ninguna duda. Se rodeó con ambos brazos recordando su pesadilla. Y dio una brusca sacudida con la cabeza. Las camareras habían estado allí para hacer la cama y adecentar la habitación. Por otra parte, pensó al adentrarse en la habitación, la sensación que percibía no se parecía en nada a la que tuvo de noche.