Sepulcro (57 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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Al dejar atrás el puente, el viento del noroeste le dio de lleno con toda su fuerza. Se vio obligada a sujetarse el sombrero con una mano y con la otra afianzar las faldas que se le arremolinaban, para que no le impidieran caminar al enredársele en las piernas. Tuvo que empeñar toda su fuerza en avanzar paso a paso, los ojos entrecerrados para protegerse del polvo que el viento le arrojaba a la cara.

Dejó atrás el puente y entró propiamente en la Cité, donde se vio inmediatamente guarecida del viento. Hizo una pausa para recomponerse mejor la ropa y, poniendo cuidado para no mojarse las botas en el arroyo que bajaba hacia el desagüe por el centro del trecho adoquinado, se acercó hasta el espacio abierto del interior, entre los baluartes externos y las murallas que defendían las fortificaciones del interior. Había una bomba de agua, cuyo brazo metálico accionaban dos chiquillos, que escupía a borbotones el agua en un cubo de metal. A derecha a izquierda vio los restos de las humildes casuchas, recientemente demolidas para sanear la ciudadela. A la altura de los pisos más altos, suspendido casi en el aire, se veía un fogón, renegrido por el hollín, abandonado allí donde hubo viviendas años antes.

Arrepentida de no haber guardado la guía en el bolsillo antes de salir del hotel y de llevar tan sólo el plano de la Bastide, Léonie tuvo que preguntar por el camino, y se le informó de que para llegar al castillo sólo tenía que seguir todo derecho, hasta alcanzar las murallas del lado oeste de la fortificación. Según siguió caminando, le invadieron las dudas. Luego de la grandeza indudable del exterior V de los espacios de las
hautes lices
que barría el viento, el espacio comprendido entre la muralla exterior y la fortificación interior le resultó más oscuro, más siniestro de lo que había esperado. Además, la suciedad era omnipresente. Un fango de color pardo cubría casi del todo los resbaladizos adoquines. Despojos, residuos de todo tipo atoraban los desagües, sacudidos en esos momentos por el viento que ululaba entre los edificios, muy pegados unos a otros.

Léonie continuó por una calle estrecha, siguiendo la indicación de un rótulo pintado a mano que señalaba la dirección hacia el Cháteau Comtal, donde estaba acuartelada la guarnición. También le decepcionó. Había sido en su día la casa solariega de la dinastía Trencavel, señores de la Cité muchos siglos atrás. Léonie se había imaginado un castillo de cuento de hadas, como los que hubo en las orillas del Ródano o había aún en las del Loira. Se había imaginado patios y salones de gran tamaño, llenos de recuerdos de damas con vestidos de cola, de caballeros que emprendían viaje para participar en la batalla.

El Chateau Comtal parecía más bien lo que era, un sencillo edificio de uso militar, consagrado a la eficacia, a la disciplina diaria y, por tanto, aburrido. La torre de Vade, a la sombra de los muros, había pasado a ser un polvorín. Un solo centinela montaba guardia, hurgándose en los dientes con un palillo. Todo lo cubría un evidente manto de abandono, como si fuera un edificio tolerado, pero que nunca hubiera contentado a nadie.

Léonie escrutó un rato los alrededores protegida por el ala ancha de su sombrero, tratando de encontrar algún detalle de romanticismo en el sencillo puente, en la entrada funcional y estrecha del propio castillo, pero no hubo nada que le llamara la atención. Cuando se volvió, se le ocurrió que todo intento por rejuvenecer la Cité y darle la categoría de lugar de visita obligada para los turistas estaba condenado al fracaso. No pudo imaginar aquellas calles repletas de visitantes. Todo resultaba demasiado tedioso, carente del encanto necesario para ser del gusto de los visitantes contemporáneos. Las murallas recientemente reparadas, los sillares tallados a máquina, sólo subrayaban el estado ruinoso del entorno.

Tan sólo pudo albergar a duras penas la esperanza de que cuando terminasen las obras de restauración cambiase de veras el ambiente. Que los nuevos restaurantes, tiendas, tal vez incluso un hotel, insuflasen nueva vida en aquellas calles barridas por el viento. Léonie se paseó por los callejones. Algunos transeúntes más, damas con las manos protegidas por embozos de piel, caballeros provistos de bastón, con sombrero de copa, se daban unos a otros las buenas tardes.

El viento soplaba allí con más fuerza, y Léonie se vio obligada a sacar el pañuelo del bolso y a ponérselo sobre la boca y la nariz para protegerse de las rachas más fuertes de viento húmedo. Avanzó por un punto en el que la calle se estrechaba de manera especial y se encontró, al salir del otro lado, de pie ante un antiguo crucero de piedra, con vistas a unos huertos dispuestos en terrazas por la ladera, con algunas viñas, corrales llenos de gallinas, cobertizos para los conejos. Abajo, un grupo de casas pequeñas, apiñadas.

Desde aquel mirador improvisado acertó a ver con claridad lo crecido que bajaba el río. Una masa tumultuosa de aguas negras, que pasaba a raudales por los molinos y movía las aspas con auténtico afán. Más allá se extendía la Bastide ante sus ojos. Distinguió la torre esbelta de la catedral de Saint-Michel y el alto campanario de la iglesia de Saint-Vincent, tan cerca de su hotel. Léonie sintió una punzada de ansiedad. Contempló el cielo amenazante y cada vez más negro y se dio cuenta de que lo más aconsejable era regresar cuanto antes a la Bastide. Pensó que podría quedarse aislada en esa margen del río, atrapada, si realmente ascendiera el nivel del agua. La Basse Ville le pareció de pronto que se encontraba a una distancia considerable. La historia que había inventado para explicarle a Anatole, en la que ella terminaba por desorientarse y perderse en las estrechas calles de la Bastide, no serviría de nada si una inundación le impidiera regresar.

Un repentino movimiento sobre su cabeza la llevó a levantar los ojos al cielo. Una bandada de cuervos negros sobre el cielo grisáceo volaba sobre las torretas y las almenas batallando con el viento. Léonie decidió apresurarse. La primera gota de lluvia le alcanzó en la mejilla. Y luego otra y otra más, cada vez más seguidas, más gruesas, más frías. Empezó a caer la lluvia a manta y se oyó un único y repentino trueno. De pronto, a su alrededor, todo quedó anegado por el agua.

La tormenta, que durante tanto tiempo había sido sólo una amenaza, había llegado con toda su crudeza.

C
APÍTULO
59

L
éonie miró en derredor, con urgencia, tratando de encontrar un lugar donde guarecerse, pero no halló nada. Sorprendida por el aguacero a mitad del camino en pendiente que unía la ciudadela con el barrio de la Barbacane, vio que no había ni árboles, ni edificios ni viviendas. Cansadas, sus piernas protestaron ante la idea de volver a subir a la Cité.

No tenía más remedio que continuar bajando.

Y bajó dando tumbos por la calzada, sujetándose las faldas por encima de los tobillos para que no se le empapasen debido al agua que bajaba en cascada sobre los adoquines. El viento la golpeaba en los oídos, la aturdía, le lanzaba la lluvia a rachas incluso por debajo del sombrero, y le hacía aletear el abrigo, que se le enredaba en las piernas.

No vio a dos hombres que la miraban junto al crucero de piedra que había en lo alto de la rampa. Uno iba bien vestido, resultaba incluso imponente, tenía estilo y era sin lugar a dudas una persona con posibles, e incluso de elevado estatus. El otro era bajo, moreno, e iba envuelto en un grueso capote napoleónico. Cruzaron algunas palabras. Brillaron las monedas al pasar de una mano enguantada a las sucias palmas de las manos del viejo soldado, y los dos hombres se separaron. El soldado desapareció en la Cité.

El caballero siguió a Léonie en su camino descendente.

Para cuando llegó Léonie a la plaza Saint-Gimer, estaba literalmente empapada. A falta de cualquier restaurante o café o centro público, no tuvo otra opción que guarecerse en la propia iglesia. Se apresuró al subir los peldaños de la escalera, moderna y sin encanto, y atravesó la cancela de metal entreabierta en la verja.

Léonie empujó la puerta de madera y entró. Aunque lucían las velas en el altar y en las capillas laterales, sintió temblores, pues hacía más frío dentro que fuera. Dio varios pisotones seguidos para sacudirse toda la lluvia que pudo, y le llegó el perfume de la piedra mojada y del incienso. Titubeó, pues se dio cuenta de que podría tener que quedarse en la iglesia de Saint-Gimer durante un buen rato, si bien resolvió que evitar un resfriado era más importante que su apariencia, y se quitó los guantes y el sombrero empapado.

Según fueron sus ojos acostumbrándose a la penumbra, Léonie cayó en la cuenta de que otras personas se habían visto también empujadas a buscar cobijo de la tormenta en la iglesia.

Formaban una extraña congregación. En la nave central y en las capillas laterales la gente paseaba despacio. Un caballero con sombrero de copa y un recio abrigo, con una dama cogida de su brazo, permanecía sentado y muy erguido, al igual que ella, en uno de los bancos, como si a ambos les desagradara el olor de allí dentro. Los residentes del barrio, muchos de ellos descalzos e inadecuadamente vestidos para la estación otoñal, se habían sentado en cuclillas sobre las losas del suelo. Había incluso un pollino y una mujer con dos gallinas, una debajo de cada brazo.

—Extraordinario panorama —oyó que le decía una voz casi al oído—. Pero hay que tener en cuenta que refugiarse en sagrado está permitido a todo el que lo solicite.

Sobresaltada al darse cuenta de que la estaba interpelando directamente a ella, Léonie se volvió en redondo y vio a un caballero que se encontraba a su lado. El sombrero de copa gris y el gabán gris del mismo tono eran distintivos de su clase, al igual que la empuñadura de plata del bastón y la contera o los guantes de cabritilla. La tradicional elegancia de su atuendo daba a sus ojos azules un aspecto más sobrecogedor.

Por un momento Léonie creyó haberlo visto antes.

Y entonces comprendió por qué. Aunque más ancho de hombros y más entrado en carnes, tenía cierto parecido de tez y de rasgos con su hermano. Había en él algo más, algo en su mirada directa, ladina, que causó un inesperado tumulto en el pecho de Léonie. El corazón empezó a latirle con fuerza y notó de repente un extraño calor bajo la ropa empapada.

—Yo… —se sonrojó, con un encanto especial, y bajó los ojos mirando al suelo.

—Perdóneme, no era mi intención ofenderla —dijo él—. En circunstancias normales jamás, naturalmente, habría interpelado yo a una dama sin mediar la presentación de rigor. Ni siquiera en un sitio como éste. —Sonrió—. Pero éstas son circunstancias un tanto insólitas, ¿no le parece?

Su cortesía la sosegó. Léonie alzó los ojos.

—Sí —reconoció—, la verdad es que lo son.

—Así pues, aquí estamos, compañeros de viaje en busca de un refugio que nos guarezca de la tormenta. Me pareció que tal vez las normas de etiqueta al uso podrían quedar en suspenso. —Se tocó el ala del sombrero y dejó al descubierto una frente amplia, un cabello castaño y reluciente, cortado con toda precisión, que le caía hasta el cuello duro de la camisa—. Así pues, ¿podemos considerarnos amigos mientras dure el chubasco? ¿No le ofendo si le hago esta petición?

Léonie negó con un gesto.

—Ni mucho menos —dijo ella con claridad—. Además, quizá tengamos que pasar aquí un buen rato. —Lamentó que a sus oídos sonase su voz demasiado tensa, demasiado aguda para ser del todo agradable. El desconocido, sin embargo, le sonreía, y no pareció reparar en el detalle.

—Es posible. —Miró en derredor—. Pero por observar el debido decoro, tal vez me permita usted la osadía de presentarme, y de ese modo dejaremos de ser dos desconocidos. Así, la persona a quien haya recomendado su cuidado no tendrá por qué preocuparse.

—Oh, yo estoy… —Léonie calló de pronto. Quizá no fuera prudente revelar que se encontraba sola—. Me encantaría aceptar su presentación, señor.

Con media reverencia, extrajo una tarjeta de visita del bolsillo.

—Victor Constant, mademoiselle.

Léonie aceptó la tarjeta de visita, elegantemente grabada, con una repentina excitación, que sin embargo quiso disimular estudiando detenidamente el nombre que figuraba en el rectángulo de buena cartulina. Trató de idear algo entretenido que decirle. También, se dijo, ojalá no se hubiera quitado los guantes. Bajo aquella mirada de tonalidad turquesa se sentía casi desnuda.

—Y… ¿me permite la impertinencia de preguntarle su nombre?

Escapó de sus labios una risa cristalina.

—Naturalmente. Qué estúpida soy. Lamento no…, lamento haber olvidado mis tarjetas de visita —mintió sin preguntarse el porqué—. Soy Léonie Vernier.

Constant tomó su mano y se la llevó a los labios.


Enchanté.

Léonie notó una sacudida con el roce de los labios en su piel. Se oyó contener la respiración, notó el sonrojo en las mejillas y le cohibió el hecho de tener una reacción tan evidente, de modo que retiró los dedos.

Galante, él fingió no haberse dado cuenta. A Léonie le gustó ese detalle.

—¿Por qué da usted por sentado que me hallo al cuidado de alguien? —dijo cuando por fin se fió de sí misma y creyó que era capaz hablar sin atropellarse—. Podría acompañarme mi marido.

—Desde luego que podría —dijo él—, pero debo decirle que mucho dudo que haya un marido tan falto de caballerosidad que pueda dejar sola a una joven esposa tan bella como es usted. —Miró en derredor por toda la iglesia—. Y en semejante compañía.

Los dos recorrieron con los ojos el lamentable grupo de personas que se hallaban con ellos en la nave.

Léonie notó un aguijonazo de placer con el cumplido, pero disimuló su sonrisa.

—Mi marido podría haber ido simplemente en busca de ayuda.

—No hay hombre que sea tan tonto —dijo él, y hubo algo apasionado, algo casi brutal en su manera de decirlo, algo que causó en Léonie un vuelco en el corazón.

Él le miró la mano desnuda, en la que no vio una alianza de matrimonio.

—Bueno, debo reconocer que es usted muy perspicaz, monsieur Constant —replicó ella—. Y en efecto acierta al suponer que no tengo marido.

—¿Qué marido querría separarse de tal esposa, así fuera un solo instante?

Ella ladeó la cabeza.

—Y es que usted, por supuesto, no trata a su esposa de esa forma —dijo ella, y esas palabras tan osadas se le escaparon de la boca antes de que pudiera pensar en refrenarse.

—Por desgracia, no estoy casado —dijo él sonriendo lentamente—. Sólo quise decir que si tuviera yo la fortuna de gozar de tan preciada posesión, pondría todo el cuidado en ella.

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