Sepulcro (55 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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A él se le acentuaron las arrugas de la frente.

—Debo reconocer que sí. No estuve en principio dispuesto a escribirle, o más bien me sentía muy reacio debido a todos los esfuerzos que habíamos hecho para borrar nuestras huellas, cualquier indicio de nuestro paradero. Sólo puedo suponer que si no hay noticias es porque está con Du Pont y porque así se pliega seguramente a sus deseos, cosa que sin duda le hace feliz.

Isolde sonrió ante el desagrado que él no supo disimular.

—Su único delito es amar a tu madre —le recriminó ella con amabilidad.

—En tal caso, ¿por qué no se casa con ella? —dijo de un modo más cortante de lo que hubiese deseado.

—No es libre de hacer lo que le plazca —dijo ella con dulzura—, e incluso si lo fuera, resulta que ella es la viuda de un
communard.
Él no es un hombre capaz de saltarse despreocupadamente las convenciones.

Anatole asintió, y suspiró.

—Lo cierto, lisa y llanamente, es que él le roba a ella mucho tiempo, y a pesar de la antipatía que le tengo, puedo asegurarte que me preocuparía mucho menos si mi madre estuviera en compañía de ese hombre, y en el valle del Marne, que si de hecho se encontrara sola en París.

Isolde tomó
el peignoir
de la silla, junto a la cama, y se lo echó por encima de los hombros.

Destelló en sus ojos un brillo de preocupación.

—¿Tienes frío?

—Un poco.

—¿Quieres que te traiga algo?

Isolde le puso la mano en el antebrazo.

—No, estoy bien.

—Pero en tu estado deberías…

—No estoy enferma, Anatole —dijo en broma—. Mi estado, como dices tú, es completamente natural. Por favor, no te preocupes tanto por mí. —La sonrisa desapareció de sus labios—. En cambio, en todo lo que se refiere a la familia sigo opinando que deberíamos comunicar a Léonie cuál es la verdadera razón de nuestra próxima visita a Carcasona. Es preciso decirle qué intenciones tenemos.

Anatole se pasó los dedos por el cabello.

—Es mejor que no lo sepa hasta que ya sea un hecho.

Encendió otro cigarrillo. El humo flotó en hilillos blancos ascendiendo hacia el techo, como si escribiese en el aire.

—¿De veras crees, Anatole, que Léonie te perdonará el haberla tenido tan completamente al margen? —Isolde calló un instante—. ¿De veras crees, mejor dicho, que va a perdonarnos?

—Tú le tienes cariño, ¿verdad? —dijo él—. No sabes cuánto me alegro.

—Por eso mismo me molesta que sigamos engañándola.

Anatole dio una profunda calada a su cigarrillo.

—Entenderá a su debido tiempo que nos haya parecido una carga excesiva la idea de involucrarla en nuestros planes de antemano; entenderá que hayamos querido evitárselo.

—Yo pienso exactamente lo contrario. Creo que Léonie sería capaz de hacer por ti cualquier cosa, de aceptar todo lo que tú quisieras confiarle. Sin embargo… —Se encogió de hombros—. Si se siente relegada, si de hecho, y con razón, llega a pensar que no confiamos en ella, mucho me temo que su cólera la lleve a comportarse de una manera que tanto ella como nosotros podríamos lamentar.

—¿Qué pretendes decir?

Ella le tomó de la mano.

—Ya no es una niña chica, Anatole, ya no lo es.

—Sólo tiene diecisiete años —protestó él.

—Y ya está celosa de las atenciones que tú me prestas —dijo ella en voz baja.

—Tonterías.

—¿Cómo crees que se sentirá cuando descubra que nosotros, o que tú, mejor dicho, la has tenido engañada?

—No son engaños —dijo él con aplomo—. Se trata sólo de ser discretos. Cuantas menos personas sepan qué intenciones tenemos, mejor para todos.

Puso la mano sobre el vientre de Isolde, dejando bien claro que daba por terminada la conversación.

—Pronto, amor mío, pronto habrá terminado todo.

La tomó por la cabeza con la otra mano y la atrajo hacia sí para besarla en los labios. Entonces, muy despacio, deslizó su
peignoir
de sus hombros, revelando sus senos generosos, henchidos. Isolde cerró los ojos.

—Pronto —murmuró con los labios pegados a su piel lechosa—, pronto saldrá todo a la luz. Podremos entonces dar comienzo a un nuevo capítulo en nuestras vidas.

C
APÍTULO
56

Carcasona Jueves, 22 de octubre

A
las cuatro y media, el coche arrancó en la amplia avenida del Domaine de la Cade con Anatole, Léonie e Isolde a bordo. Marieta iba en el pescante con Pascal, que llevaba las riendas, con una sola manta sobre las rodillas de ambos.

Era un coche cerrado. La capota de cuero resquebrajado aquí y allá no les protegía del frío y el relente de las horas previas al amanecer. Léonie iba envuelta en su largo abrigo negro, la capucha echada sobre la cabeza, cálidamente recostada entre su hermano y su tía detectó el olor a moho y a alcanfor de las pieles, utilizadas por vez primera en todo el otoño, que la cubrían desde el mentón hasta la punta de los pies.

A ojos de Léonie, la luz azulada del alba y el frío intenso en el coche no hacían sino resaltar aún más la sensación de aventura que tenía. Lo romántico que le resultó emprender viaje antes de que amaneciera, la perspectiva de pasar dos días en Carcasona y explorar a fondo la ciudad medieval, asistir a un concierto, almorzar y cenar en restaurantes…

Los faroles del coche chocaban violentamente contra los laterales a medida que avanzaban a buen paso hacia el camino de Sougraigne, dos puntos de luz mínima en medio de la oscuridad reinante. Isolde reconoció que había dormido mal y que por eso se sentía algo mareada. Apenas dijo nada. Anatole también guardó silencio en ese tramo del trayecto.

Léonie estaba completamente despierta. Percibía intensamente el olor matinal de la tierra húmeda, pesada, y los aromas entreverados de los ciclámenes y los tejos, de las moreras y los castaños de Indias. Aún era demasiado temprano para que cantase la alondra o zurease la paloma, y en cambio oyó el ulular de algún búho que volvía al nido después de su noche de caza.

A pesar de haber emprendido viaje tan temprano, el tiempo borrascoso hizo que el tren llegase con más de una hora de retraso a Carcasona.

Léonie e Isolde aguardaron un rato mientras Anatole se encargaba de buscar un coche de punto. Sin embargo, al poco rato atravesaban el puente Marengo a toda velocidad, con destino a un hotel en un barrio al norte de la Bastide Saint-Louis que les había recomendado el doctor Gabignaud.

Situado en la calle Port, en la esquina de una bocacalle tranquila, cerca de la iglesia Saint-Vincent, era un establecimiento modesto y, sin embargo, confortable. Un semicírculo formado por tres escalones de piedra daba acceso desde la acera a la entrada, una puerta pintada de negro y enmarcada en piedra tallada. La acera se hallaba elevada sobre los adoquines de la calle. Pegados a la pared, y en tiestos de terracota, como centinelas de guardia, había dos arbolillos. Las plantas colocadas en los alféizares de las ventanas proyectaban sombras verdes y blancas sobre las persianas recién pintadas. En el lateral, un rótulo anunciaba HOTEL ET RESTAURANT en grandes letras mayúsculas.

Anatole se ocupó de todas las formalidades y cuidó de que los equipajes fueran trasladados a las habitaciones. Tomaron una suite en la primera planta para Isolde, Léonie y la criada, y una individual para él en el mismo pasillo, algo más adelante.

Tuvieron un almuerzo ligero en la
brasserie
del hotel y acordaron reunirse en el hotel a las cinco y media para cenar temprano antes de ir al concierto. La cita que tenía Isolde con los abogados de su difunto esposo era a las dos en punto en una calle llamada Cafriere Mage. Anatole se ofreció a acompañarla. Cuando se fueron, obligaron a Léonie a prometer que no iría a ninguna parte sin la compañía de Marieta, y también que de ninguna manera se aventuraría sola por la otra margen del río, más allá de los límites de la Bastide.

Había vuelto a llover. Léonie se entretuvo charlando con otra huésped que estaba alojada en el hotel, una viuda de cierta edad, madame Sánchez, que llevaba años visitando Carcasona. Le explicó que la parte baja de la ciudad, la llamada Basse Ville, según dijo, estaba construida siguiendo una trama reticular, al estilo de las modernas ciudades de Estados Unidos, es decir, como eran las poblaciones de los romanos, con dos ejes perpendiculares que se cruzaban en una plaza. Sirviéndose del lápiz de Léonie, madame Sánchez le marcó el hotel y la plaza central de la ciudad en el plano de la ciudad que le habían facilitado en recepción. También le avisó de que eran muchos los nombres de calles que habían cambiado.

—Los santos han cedido ante los generales —dijo meneando la cabeza—. Así las cosas, ahora escuchamos a la banda de música en la plaza Gambetta, y no, como antes, en la plaza Sainte-Cécile. Le puedo dar fe de que la música suena exactamente igual.

Al darse cuenta de que parecía escampar, y por estar impaciente de iniciar su excursión, Léonie se disculpó y aseguró a madame Sánchez que sabría ingeniárselas perfectamente, para acto seguido darse prisa con los preparativos para emprender la marcha cuanto antes.

Mientras Marieta se desvivía por mantenerse a su paso, y ella andaba más bien ligera, se encaminó hacia la plaza mayor, la Place aux Herbes, guiada por los gritos de los vendedores ambulantes y los comerciantes que tenían puesto fijo, por el traqueteo de los carros y el tintineo de los arneses que se oían por toda la angosta calle que habían tomado. A medida que se fue acercando, se dio cuenta de que muchos de los puestos se hallaban ya a punto de ser desmantelados. A pesar de todo, era delicioso el olor a castañas asadas y a pan recién horneado. De unos contenedores de metal, calientes, que colgaban de la trasera de un carro de madera, un comerciante servía cuencos de ponche con sabor a azúcar y canela.

La Place aux Herbes era una plaza sin pretensiones pero bellamente proporcionada, cercada por edificios de seis plantas en sus cuatro esquinas, y con estrechas callejuelas y pasajes que las comunicaban. El centro lo dominaba una ornamentada fuente del siglo XVIII dedicada a Neptuno. Por debajo del ala del sombrero, Léonie leyó el rótulo, como cualquier turista que se preciara, si bien la obra le pareció vulgar, poco interesante.

Las ramas de los plátanos que le daban sombra, con los troncos de corteza multicolor, empezaban a perder sus hojas, y los que quedaban estaban pintados en tonos cobrizos, verdes claros, oro. Por todas partes se veían los paraguas y los parasoles de colores intensos, que guarecían del viento y de la lluvia que aún amenazaba caer sobre los cestos aún repletos de verduras y de fruta fresca, de hortalizas y flores de otoño. En otras
corbeilles
de mimbre más recio, las mujeres con pañoletas negras en la cabeza vendían el pan y el queso de cabra.

Para sorpresa de Léonie, y para su deleite, casi la totalidad de la fachada de uno de los laterales de la plaza la ocupaban unos grandes almacenes. El nombre, en mayúsculas muy visibles, estaba sujeto mediante alambres a los balcones de hierro forjado: PARÍS CARCASSONNE. Aunque sólo era la una y media, las bandejas de mercancía rebajada —
soldé d'articles, rédame absolüment sacrifié
—estaban expuestas sobre una sucesión de mesas de caballete a la entrada de la tienda. De los toldos, en ganchos de metal, colgaban escopetas, vestidos de
prét-a-porter,
cestos, toda suerte de objetos y utensilios domésticos, e incluso hornos y hornillos para la cocina.

Podría comprarle algo de equipamiento a Anatole.

El pensamiento le sobrevino y desapareció en el acto. Tenía muy poco dinero y allí era imposible que le vendieran nada a crédito. Además, ni siquiera sabría muy bien por dónde empezar. Así las cosas, decidió pasear y deleitarse en el mercado. Allí, o al menos así se lo pareció, las mujeres y los contados hombres que vendían sus productos sonreían con un rostro ante todo franco. Tomó entre las manos las verduras, frotó con los dedos las hierbas aromáticas, aspiró el aroma de las flores de tallo alto, todo ello de un modo que jamás habría llegado a soñar hacerlo en París.

Cuando satisfizo su curiosidad y vio toda la Place aux Herbes, decidió aventurarse por las callejuelas que circundaban la plaza. Caminó hacia el oeste y se encontró en la Carriére Mage, la calle en que tenían su bufete los abogados de Isolde. En la parte alta de la calle había sobre todo oficinas y
ateliers de couturiéres.
Se detuvo un instante delante de Tissus Cathala. Por la puerta de cristal llegó a ver las telas de todos los colores imaginables, así como toda clase de tejidos estampados y útiles de costura. En las persianas de madera, a uno y otro lado de la entrada, había clavados sendos dibujos de
les modes masculine et féminine,
sujetos con chinchetas, que exponían desde trajes de día para caballeros hasta vestidos para señora, para tomar el té, y capas de distinto corte.

Léonie se entretuvo examinando los patrones de costura y mirando a ratos por la calle, hacia el despacho de los abogados, pensando que tal vez llegaría a ver a Isolde y Anatole cuando salieran. Pero fueron pasando los minutos sin que hubiera rastro de ellos dos, y las tiendas que había más abajo le llamaron la atención.

Con Marieta siguiéndola como su sombra, se encaminó al este en dirección al río. Se detuvo para mirar los escaparates de varios establecimientos que se dedicaban al comercio de antigüedades. Había una librería cuyos escaparates estaban llenos de anaqueles oscuros, de volúmenes con el lomo rojo o verde, encuadernados en piel. En el número 75 había una
épicerie fine,
de donde le llegó el olor incitante de un café recién molido y tostado, fuerte y amargo. Por un instante se quedó en la acera mirando por los tres altos ventanales. En el interior, los estantes de madera y de cristal eran todo un muestrario de diversos granos de café, de trastos diversos, de cacharros para el hornillo y para el fuego.

El rótulo que se leía sobre la puerta decía «Elie Huc». En el interior, los embutidos secos colgaban del techo a un lado del mostrador. Al otro, manojos de tomillo, de salvia, de romero, y una mesa cubierta de platos y tarros llenos de cerezas y ciruelas dulces, en conserva.

Léonie decidió comprar algo para Isolde, un regalo para agradecerle que se hubiera ocupado de todo lo necesario para hacer ese anhelado viaje a Carcasona. Entró en la cueva de Aladino y dejó que Marieta la esperase retorciéndose las manos con ansiedad en la acera.

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