Señores del Olimpo (31 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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Con cierta sorpresa, Hefesto se dio cuenta de que sus simpatías iban con el gigante. Ya que todo estaba perdido para la causa de los dioses, al menos había llegado el momento de que su hermano, que tantas vejaciones le había infligido, recibiera una lección. Algo que sin duda iba a ocurrir, pues Ares ya estaba llegando al borde del círculo que delimitaba la improvisada palestra.

Ares se detuvo justo antes de pisar la raya. El gigante sonrió de forma aviesa, mostrando sus grandes dientes de pedernal, y con la mano derecha a la altura del suelo le envió a Ares un bofetón que era más bien como una barrida de la marea. El dios de la guerra, con una coordinación sorprendente en alguien tan musculoso, dio un gran salto y encogió las piernas en el aire, para volver a caer en la nieve una vez que la mano pasó de largo. Después, no conforme con sortear el golpe, pasó a la ofensiva. El movimiento del gigante llevaba demasiada inercia para detenerlo de súbito, y siguiendo el giro de la cadera el pie derecho se le despegó un poco del suelo. En ese mismo instante, Ares se abalanzó sobre él, le agarró por el tobillo y con un gemido de esfuerzo le levantó la pierna.

Porfirión se quedó unos segundos apoyado sobre un solo pie y con la masa del cuerpo desequilibrada hacia la izquierda. Al no ser lo bastante rápido de movimientos como para contrapesar con los brazos, y tal vez por culpa del vino, se derrumbó sobre el costado; momento que aprovechó Ares para correr hacia su espalda y rodearle el cuello con los brazos.

Ayudándose de las manos, el gigante se incorporó. Pero Ares seguía colgado a su espalda, apretando con fuerza. Un dios normal, como el propio Hefesto, no habría podido abarcar ese cuello monstruoso entre sus brazos, pero no en vano Ares era el más grande de los olímpicos. Porfirión se dedicó a girar sobre sí mismo como una inmensa peonza, tal vez con la absurda esperanza de que en una de aquellas vueltas, por algún milagro, se encontrara a Ares de frente, y no colgado tras él. Los demás gigantes se reían de la estupidez de su compañero, aporreaban el suelo y se golpeaban los muslos para celebrarlo. Entre tanto regocijo, un par de cráteras pasaron a mejor vida y unos cuantos azumbres de vino se derramaron sobre la nieve.

Porfirión respiraba cada vez peor. Le era imposible agarrar a Ares, pues al doblar los codos, sus propios bíceps rocosos le topaban contra los antebrazos. Ares seguía apretando. Los músculos de su espalda se hincharon bajo la piel como enormes nudos que parecían a punto de reventar, y tenía el rostro tan rojo por el esfuerzo que la piel no se le distinguía apenas del cabello. Por el contrario, sus dedos, enganchados en una tenaza bajo la barbilla del gigante, se veían tan blancos como la nieve que los rodeaba.

—¡Tírate de espaldas y aplástalo, sesos de piedra! —se le escapó a Hefesto, pero entre la algarabía de las voces gigantinas nadie lo oyó.

Porfirión clavó la rodilla en tierra y manoteó en el aire. Los ojos le bizquearon de una forma tan cómica que provocó una nueva oleada de carcajadas, y se desplomó boca abajo en la nieve.

Ares aún esperó un rato. Por fin, cuando se cercioró de que el gigante estaba fuera de combate, soltó su presa y se puso de pie sobre su espalda.

—¡He derrotado al campeón que habéis elegido! —proclamó—. Me he ganado el derecho a ser liberado. ¡Traedme mis armas!

Alcioneo se rió a carcajadas. Por detrás de Ares, Palas, un gigante más pequeño que Porfirión, pero también más rápido, cogió uno de los yunques que Hefesto había traído del Olimpo y se lo arrojó. En aquello de arrojar piedras y otros objetos contundentes, los gigantes eran bastante hábiles. El yunque golpeó a Ares en la espalda y lo derribó. Un mortal habría perecido aplastado, pero el dios de la guerra sólo quedó aturdido. Sin embargo, fue el tiempo suficiente para que varios gigantes se acercaran a él y lo inmovilizaran. Mientras, Porfirión seguía tendido boca abajo. Hefesto no estaba seguro de si había quedado inconsciente o Ares lo había matado, aunque dudaba de que fuese tan sencillo acabar con uno de los Quince.

—Ya nos hemos divertido bastante. Quiero que lo inmovilices bien —dijo Alcioneo, dirigiéndose a Hefesto—. Ya hemos comprobado que tiene más fuerza de la que creíamos.

Cuando Ares recobró el sentido, lo hizo dentro de una especie de grueso barril de bronce que lo ceñía de los pies a la barbilla como un enorme cinturón. Al ver que el propio Hefesto estaba terminando de fundir los bordes, el dios de la guerra rechinó los dientes.

—Debes estar disfrutando mucho,
hermano
.

Hefesto, agachado para completar la soldadura, se limitó a sonreír.

A partir de ese momento, los gigantes prosiguieron su camino hacia el Olimpo llevando a su prisionero en aquella ridícula prisión. Normalmente, el gran barril de bronce viajaba en un carromato, pero si el terreno lo permitía, lo llevaban rodando, entre improperios y espumarajos de rabia de Ares. Hefesto descubrió que los gigantes, a su manera salvaje, tenían cierto ingenio. Sí, tenía que reconocerlo: en medio de tanto miedo y sufrimiento, estaba disfrutando.

Las hijas de Nereo

Cuando entre las razas antiguas corrió la voz de que el soberano de los dioses había caído, también se propagó una consigna difundida desde Delfos, el ombligo del mundo:

Exterminar a los humanos.

Aunque muchos hombres moraban al amparo de ciudades amuralladas, la mayoría vivían dispersos y fueron presas fáciles. De los bosques salían ménades y sátiros furiosos que exterminaban aldeas enteras. Sólo mataban, sin saquear como hacían los humanos, puesto que aquellos seres de la espesura no ambicionaban posesiones materiales. Los antiguos moradores de las frondas llevaban una vida dura y sobria, y no se reproducían más allá de lo que les permitía su entorno, mientras que los hombres eran para ellos como una plaga de langostas, hormigas que se multiplicaban sin cesar hasta que lo consumían todo.

Los humanos que vivían en pueblos protegidos con empalizadas resistieron mejor, pero ya no se atrevían a salir con la antigua despreocupación. Las partidas que se alejaban para cazar o cortar leña nunca regresaban. En las aldeas que no tenían sus propios pozos, buscar agua también era una empresa arriesgada que requería de partidas numerosas, con hombres armados de arcos y lanzas vigilando mientras sus compañeros rellenaban odres y tinajas. Pues el peligro acechaba dentro del mismo río. Al principio eran ninfas de blancos brazos y turgentes pechos que seducían a los hombres; pero luego, cuando cundió la voz y los jóvenes ya no eran tan incautos de dejarse dominar por la lujuria, las náyades se mostraban en su verdadera forma, y de las aguas surgían largos brazos cubiertos de escamas verdes que arrastraban a sus presas a las honduras de los ríos y los estanques para ahogarlos.

Los centauros atacaban a los mercaderes que recorrían las rutas al norte del Ponto Euxino o en el corazón del Imperio Hitita, e incluso las caravanas que unían Egipto, Siria y Mesopotamia. Cuando Hermes lo supo, acudió al monte Pelión a exigirle a Quirón que cesaran las matanzas. Pero el sabio anciano le dijo que no era capaz de refrenar los ímpetus de los centauros más jóvenes, que llevaban muchos años deseando aniquilar a los humanos.

—Desengáñate, hijo de Maya —le dijo el dios-centauro—. La hora de los humanos ha pasado.

Y tal vez la de los olímpicos
, pensó Hermes.

La hambruna se extendió. Si el pasado invierno había sido malo, Este prometía ser aún más crudo. El sol estaba casi siempre oculto tras capas de nubes, pero no eran sólo las nubes. También flotaban bajo el éter capas de cenizas que, incluso cuando el cielo parecía despejado, debilitaban la fuerza del sol. A veces esas cenizas flotaban tan bajas que hacían toser a los niños y morir entre esputos a los ancianos.

—La Tierra está furiosa con nosotros —decían muchos. Y para aplacar a la madre Gea, en muchos lugares se volvió a los sacrificios humanos, ignorando que ya era demasiado tarde.

Pues el destino de la humanidad estaba decidido.

 

 

Mientras surcaba las aguas de la Propóntide, poco después de cruzar el estrecho de los Dardanelos, la propia
Salaminia
fue atacada por una criatura marina, un monstruoso calamar cuyos tentáculos arrebataron a dos marineros de la cubierta. Sin duda se habría llevado a más víctimas, pero Alcides le arrojó un arpón con tanta fuerza que le hundió casi dos codos de hierro en el ojo. Muerto o malherido, el calamar se sumergió en las profundidades y no volvieron a saber nada de él.

Esa misma noche vararon la nave en la isla de Mármara y acamparon en la playa, no muy lejos de las canteras de mármol que daban nombre al lugar. Los marineros dormían bien apiñados junto a los rescoldos de la hoguera y protegidos de la fría brisa nocturna por el casco de la nave. Zeus, como siempre, se negó a desembarcar, convencido de que si tocaba el suelo con cualquier parte de su cuerpo que no fueran las botas de ternera no nacida, su abuela Gea detectaría su presencia.

Alcides estaba de guardia cuando vio algo fosforescente en el agua. Al pronto pensó que era el reflejo de la luna; pero al levantar la mirada vio que la luna, apenas una rendija de luz, se hallaba en otro cuadrante del cielo y a medias tapada por las nubes. Se acercó al agua, decidido a investigar, y oyó una voz que susurraba:

—Alcides... Alcides...

Sorprendido de que lo llamaran por su nombre, se metió en el mar y chapoteó hacia el resplandor. Cuando el agua le llegaba por encima de las rodillas, advirtió que había un abrupto escalón en el fondo arenoso y se detuvo en el borde. La fuente de la luz, que estaba tres o cuatro codos más allá, no tardó en revelar su naturaleza. Era una mujer. Sólo su cabeza asomaba fuera del agua, rodeada por una larga cabellera plateada que se abría como un enorme nenúfar acunado por la blanda marea.

—Ven aquí, joven humano —le canturreó la voz—. Ven y te haré conocer delicias sin cuento. Estoy muy sola en estas húmedas profundidades.

—No se me da muy bien nadar —objetó Alcides.

—¡Oh, no puedo creerlo! Tienes los brazos tan robustos, y el pecho tan musculoso... Hmmmm... ¿Cómo será lo demás?

—Creo que...

—Me harás muy feliz cuando me abraces en un lecho de algas, nácar y coral. Te haré conocer placeres que jamás te has atrevido a soñar.

El cuerpo de la mujer empezó a surgir sobre la superficie. Cuando extendió los brazos hacia Alcides, sus pechos se juntaron dibujando entre ellos una línea prieta que hizo mugir al muchacho. No había visto una mujer hermosa desde que abandonara Tebas para cuidar los rebaños de su padre.

—Ven conmigo. Besa mis labios...

Alcides se adelantó, y al hacerlo perdió pie y se hundió. Chapoteó asustado, mientras ella le aferraba las muñecas y lo atraía mar adentro. Pero en ese momento otros dedos más rudos le agarraron del pelo y tiraron de él con tal fuerza que Alcides salió del agua y se llevó de paso a la mujer.

—¡No me saques del agua! —chilló ella.

Alcides se arrodilló sobre la arena, tosiendo y escupiendo agua. Zeus, al que el joven seguía conociendo como Próxeno, lo soltó y, antes de que la mujer pudiera regresar al mar, la agarró de los cabellos y la arrastró hasta la hoguera. Sólo entonces vio Alcides lo que el agua le había ocultado. Su seductora tenía el bajo vientre tapado por una concha ceñida con una cadena dorada. Sus muslos estaban unidos, y por debajo de las rodillas se convertían en una larga cola de escamas plateadas rematada en una gruesa aleta horizontal como la de un delfín.

—¡Una nereida! —exclamó Cécrope, bajando de un salto de la nave.

—¡Atrás! —dijo Zeus—. No os acerquéis.

Los gritos de la criatura marina habían despertado a los marineros. Uno de ellos se acercó demasiado a la nereida, que lo derribó de un coletazo. Zeus se arrodilló junto a ella y le apretó la garganta con la mano izquierda.

—¡Me ahogas! —gimió ella—. ¡Suéltame!

—Dime quién eres. ¡Rápido o te parto el cuello!

—Soy Eucrante, hija de Nereo —confesó ella.

Zeus asintió. Aunque a la luz fantasmal del ojo de las Grayas todo parecía distinto, reconoció a esa nereida, que había estado un par de veces en el Olimpo como emisaria de su padre. También se había encontrado con ella en sus visitas al palacio de Poseidón. Eucrante era una criatura deliciosa, como todas sus hermanas, y en especial Tetis, que había renunciado a su cola para vivir en el Olimpo. Pero incluso cuando permanecían en su forma original, hacer el amor con ellas era una experiencia curiosa. Si bien la falta de piernas impedía ciertos movimientos, flotar en el agua permitía otros muy peculiares.

No, se dijo Zeus. No era un buen momento para dejar que su propio Príapo se adueñara de él.

—¿Qué pretendías? —preguntó—. ¿Arrastrar a Alcides a las aguas para ahogarlo?

—¡No! —gimió Eucrante—. Sólo quería acariciarlo. Me siento tan sola allí abajo que a veces, cuando veo la luz de la luna sobre mi cabeza, me asomo para buscar amantes.

La voz de la nereida era tan dulce que los marineros habían formado un corro en torno a ella y la miraban arrobados. Zeus ordenó a Alcides que los apartara, y que de paso él también se mantuviera alejado, no fuera a caer de nuevo en aquel embrujo acuático. Pero Cécrope se quedó junto a él.

—Yo soy el capitán. No puedes darme órdenes.

—Tómatelo como una sugerencia entonces. Pero apártate y déjame hablar con ella en privado.

Incapaz de resistir la mirada del ojo de las Grayas, Cécrope tragó saliva y se alejó con sus marineros. Zeus volvió su atención a la nereida.

—Eucrante —susurró—. ¿Sabes quién soy yo?

Ella le miró con sus grandes ojos verdes y negó con la cabeza.

Parecía sincera, algo que no extrañó a Zeus. Con la barba afeitada, una venda sobre los ojos, aquella horrible gema roja atada con un cordel a la frente y tan sucio que hasta parecía un humano, habría sido difícil reconocer al antiguo rey de los dioses.

—¿Qué se dice en tu reino? ¿Qué se cuenta en el palacio de Nereo?

—No te entiendo —respondió Eucrante, y agarró la muñeca de Zeus con ambas manos. Pero, aunque la nereida tenía el doble de fuerza que un mortal, desistió al comprobar que no conseguiría zafarse de aquella presa de acero.

—He oído que han pasado cosas muy extrañas en los últimos días. Quiero que me cuentes todo lo que sepas.

—¡No sé de qué me hablas!

Con un suspiro de impaciencia, Zeus la arrastró hasta la hoguera y le acercó la cara a los rescoldos. Sabía que el calor seco no era bueno para la nereidas en su forma marina. Eucrante, incapaz de metamorfosearse en tan poco tiempo, gimió de terror y trató en vano de apartarse de las ascuas.

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