Sendero de Tinieblas (52 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Por Ivor, Levon y Torc. Por la inconmensurable pena que sentía dentro de su pecho. Por todos los que iban a morir antes de que acabara aquella jornada.

Por Josef Martyniuk.

-Me gustaría pedirte algo -dijo Matt Sóren-. Aunque entenderé perfectamente si decides negármelo.

Kim vio que Aileron miraba al enano. Era invierno en los ojos del soberano rey.

Aguardaba sin decir palabra. Matt dijo:

-Los enanos tenemos un precio que pagar, una expiación que hacer, en la medida en que podamos. ¿Nos permitirás, mi señor, que ocupemos el centro para que aguantemos el ataque frontal de lo que venga?

Se levantó un murmullo entre los capitanes allí reunidos. El pálido Sol acababa de aparecer por el este, más allá de Gwynir.

Aileron permaneció un momento callado; luego dijo con voz muy clara para que se lo oyera bien:

-En todos los documentos que he encontrado acerca del Bael Rangat -y creo que he leído todos los escritos que existen- prevalece un hilo común. Pese a la presencia de Conary y Colan, de Ra-Tenniel y del valiente Angirad, de la región que todavía no era Cathal, pese a la presencia de Revor y de los que con él cabalgaban…, pese a tan resplandecientes presencias, todos los documentos de aquellos días cuentan que en todo el ejército de la Luz no hubo un contingente tan mortalmente peligroso como el de Seithr y los enanos. No podría negarte nada de lo que me pidieras, Matt; más aún, en cualquier caso yo mismo tenía intención de rogártelo. Que tu pueblo siga a su rey y se sienta orgulloso de combatir en nuestras filas. Que añadan honor a su propio honor y coraje al que demostraron en el pasado.

-Que así sea -dijo lacónicamente Ivor-. ¿Dónde te parecería conveniente que combatieran los dalreis, soberano rey?

-Con los lios alfar, como en la batalla junto al Adein. Ra-Tenniel, ¿podréis tú y el aven proteger entre los dos el flanco derecho?

-Si no podemos hacerlo los dos -dijo el señor de los lios alfar con un hilo de risa en su voz de plata-, entonces no sé quién sería capaz de hacerlo. Cabalgaremos al lado de los jinetes.

Iba montado sobre uno de los gloriosos rairhen, y tras él estaban Brendel, Galen y Lydan, jefes de sus respectivas marcas. Había cinco raithen más sin jinetes junto a los otros.

Ra-Tenniel los señaló con un gesto. Miró a Arturo Pendragon, pero no dijo nada. Fue Loren Manto de Plata, que ya no estaba adornado con los poderes de un mago pero que conservaba todavía la sabiduría acumulada, quien rompió el expectante silencio:

-Mi señor Arturo, nos dijiste que nunca sobrevivías para llegar a ver la última batalla de tus guerras. Hoy, según parece, si has sobrevivido. Aunque este lugar se llamó en otro tiempo Camlann, ya no lleva ese nombre, no lo ha llevado desde hace mil años, desde que fue devastado por la guerra. ¿Podremos buscar bondad en aquella maldad?

¿Esperanza en el ciclo de los años?

Y Arturo repuso:

-Pese a todo lo que me he visto forzado a aprender a costa de sufrimientos, trataremos de hacerlo.

Desmontó del caballo, cogió la Lanza del Rey y se encaminó hacia el último de los dorados y plateados raithen de Daniloth. Cuando hubo montado, la lanza se iluminó por un momento.

-Vamos, mi señor -le dijo Aileron-, y también mi señor Lancelot, si le place. Os doy la bienvenida entre las tropas de Brennin y Cathal. Ocuparemos el ala izquierda en la batalla. Intentemos reunirnos con los dalreis y los lios antes de que acabe el día, después de haber envuelto con nuestras filas los cadáveres de nuestros enemigos.

Arturo asintió con la cabeza y lo mismo hizo Lancelot. Se dirigieron hacia donde estaban esperándolos Mabon de Rhoden, Niavin, duque de Seresh, y Kell de Taerlindel, cuyo rostro parecía esculpido en piedra y era ahora el jefe de los hombres de la Fortaleza del Sur, los hombres de Diarmuid. Kim sufría por él, porque sabía que la jornada les depararía sobrados sufrimientos y que quizás les esperaba a todos ellos un tenebroso final.

Parecía que ya se hubiese dicho todo lo que tenía que ser dicho, pero Aileron la sorprendió otra vez.

-Una cosa más -dijo el soberano rey cuando ya sus capitanes se aprestaban a iniciar la marcha-. Hace mil años había otra compañía en el ejército de la Luz. Un pueblo arrojado, indomable y valiente fuera de toda medida. Un pueblo que ha sido exterminado y que hemos perdido para siempre, excepto uno de sus hombres.

Kim vio que entonces se volvía y lo oyó decir:

-Faebur de Larak, ¿querrás cabalgar, en nombre del pueblo del León, a la cabeza de nuestras huestes? ¿Querrás combatir hoy al lado de los enanos, junto a su rey, tomar este cuerno que yo llevo y dar la señal de ataque?

Kim vio que Faebur estaba muy pálido, no precisamente de terror. Acercó su caballo al negro corcel de Aileron y cogió el cuerno.

-Lo haré -dijo-, en nombre de la Luz.

Picó espuelas y se detuvo a la izquierda de Matt. Al otro lado de Matt, Brock de Banir Tal aguardaba expectante. La boca de Kim estaba seca por el miedo. Levantó la vista y vio que los cisnes seguían volando en círculo, dueños indiscutibles del cielo. Sabía, sin necesidad de mirarlo, que el Baelrath en su mano estaba totalmente apagado, sin vida.

Sabia, con la sabiduría de una vidente, que ya no volvería a brillar para ella, después de haberle desobedecido en Calor Diman. Se sentía desesperanzadamente enferma.

Su sitio tendría que estar allí, en la colina, junto a Loren y Jaelle y otros miembros del ejército. Todavía servía para algo y muy pronto tendría que arreglárselas para atender a los heridos.

Muy pronto, desde luego. Arturo y Aileron galopaban a toda velocidad por el ala izquierda, y vio que Ivor avanzaba a medio galope hacia la derecha en compañía de Ra-Tenniel y los lios alfar, para reunirse con los dalreis que aguardaban allí. Pese a la distancia, pudo distinguir la figura de Dave Martyniuk, cuya altura sobrepasaba en mucho la de los demás. Lo vio sacar el hacha de la funda que pendía de la silla de montar.

Loren se acercó y ella deslizó su mano en la de él. Juntos contemplaron cómo Matt Sóren caminaba al frente de la hueste de los enanos, que jamás habían combatido a caballo y tampoco lo harían aquel día. Faebur iba con él. El joven de Eridu había desmontado y había dejado su caballo en la colina.

El Sol ya estaba más alto. Desde su posición, Kim vislumbraba la ebullición del ejército de la Oscuridad, que cubría por enteré la llanura. En el ala izquierda, Aileron alzó la espada, y en el ala derecha hicieron lo mismo el aven y Ra-Tenniel. Vio que Matt miraba a Faebur y le decía algo.

Luego oyó las agudas notas del cuerno que hacía sonar Faebur, y empezó la batalla.

Cechtar fue el primer hombre que Dave vio morir. El fornido dalrei, gritando con toda la fuerza de sus pulmones, se lanzó como el trueno contra el urgach más cercano en el momento preciso en que los dos ejércitos entrechocaron con un estrépito que hizo retumbar la tierra. El ímpetu de Cechtar y el silbante golpe que le propinó con la espada derribó de la silla al urgach. Pero antes de que el dalrei pudiera rematarlo, su montura fue destripada por el cuerno del slaug que el urgach montaba, y, al tiempo que el caballo gris caía mortalmente herido, el costado de Cechtar quedó desprotegido, y un svart, armado de-un largo cuchillo, de un salto se lo clavó en el corazón.

Dave no tuvo tiempo siquiera de gritar, de apenarse, o incluso de pensar. Cadáveres, ensangrentados y embarrados, lo rodeaban por doquier. Los svarts alfar chillaban entre los gritos de los moribundos. Un svart saltó atacando su caballo. Dave sacó un pie del estribo, le propinó una furiosa patada y notó que con el golpe estallaba el cráneo de la horripilante criatura.

Buscando sitio para blandir el hacha, espoleó el cabalío. Atacó al urgach que estaba más cerca y a partir de entonces, con un odio y con una amargura fría, gélida, calculadamente gélida, que lo invadía a oleadas, alzaba y dejaba caer el hacha una y otra vez, de modo que la cabeza del arma pronto estuvo empapada de sangre.

No tenía ni idea de lo que pasaba a seis metros de distancia. Los lios alfar luchaban en algún lugar a su derecha. Sabía que Levon estaba a su lado, pasara lo que pasase, y también Torc y Sorcha. Veía delante la rechoncha figura de Ivor y, mientras luchaba, procuraba no perderlo de vista ni un instante. De nuevo, como le había sucedido durante el combate a orillas del Adein, perdió la noción del tiempo. Se encontraba inmerso en un reducido remolino del mundo: un universo de sudor y huesos quebrados, de espumeantes caballos y cuernos de slaugs, de tierra resbaladiza por la sangre de los pisoteados moribundos y muertos. Luchaba sumido en un salvaje silencio en medio de los gritos de la batalla, sembrando la muerte con su hacha y con los cascos de su caballo.

El tiempo se deformaba y retorcía, giraba ajeno a él. Lanzó hacia adelante el hacha como si fuera una espada y alcanzó a un peludo urgach en pleno rostro. Casi con la inercia del mismo movimiento dejó caer el hacha sobre el slaug en el que cabalgaba el monstruo y siguió adelante. Junto a él, la espada de Levon era un incesante molinete, un fulgurante movimiento, un contrapunto de letal gracia a la contundente fuerza de Dave.

El tiempo y la mañana pasaron volando. Sabia que habían ido avanzando durante un rato, y que después, cuando el Sol ya estaba alto, habían dejado de acosar y se habían limitado a no perder terreno. Con desesperación, procuraban dejar entre ellos el espacio suficiente para combatir, pero no tanto como para que se pudieran deslizar svarts que sembraran la muerte aprovechando su pequeño tamaño.

Y poco a poco, Dave fue dándose cuenta de algo, por mucho que tratara de apartar tal pensamiento; de algo que había sabido desde el atardecer de la víspera, cuando por primera vez se habían asomado desde la colina y habían visto la llanura. Iba a ser el número, el simple y contundente peso del número, lo que iba a vencerlos.

No valía la pena pensarlo siquiera, se dijo a sí mismo, golpeando el hacha contra la espada de un urgach que lo atacaba por la derecha, mientras veía que al mismo tiempo la espada de Torc se estrellaba contra el cráneo del monstruo. Su mirada y la del moreno dalrei -su hermano- se encontraron por un instante.

No había tiempo que perder. El tiempo y la fuerza se habían convertido en los bienes más preciados de todos los mundos e iban escaseando a medida que transcurrían los segundos. El blanco Sol alcanzó el cenit y se detuvo allí, guardando por un instante el equilibrio, igual que hacían aquel día todos los mundos, y luego comenzó a descender a través de una ensangrentada tarde.

El caballo de Dave pisoteó un svart alfar, al tiempo que su hacha cortaba de raíz el peligroso cuerno de un slaug. Sintió dolor en un muslo, pero no le prestó la menor atención y mató con un hábil golpe de muñeca al svart que lo había herido con una daga.

Oyó que Levon dejaba escapar un jadeo, y se volvió a tiempo de estrellar su montura contra el flanco del slaug que acosaba al hijo del aven. Levon despachó entonces al tambaleante urgach con un certero tajo de su espada.

Detrás venían dos urgachs más y media docena de svarts alfar. Dave apenas tenía sitio para luchar junto a Levon. Delante lo acosaban tres slaugs que pisoteaban el cadáver del monstruo cuyo cuerno acababa de seccionar. Dave retrocedió unos pasos con el corazón encogido. Junto a él, Levon hizo lo mismo.

Luego, sin poder creerlo, Dave oyó que los chillidos incesantes de los svarts se hacían aún más estridentes. El más enorme de los urgachs que los atacaban rugió una súbita y desesperada orden y, poco después, Dave vio que de pronto se abría una brecha a su izquierda, más allá de Levon, al tiempo que el enemigo retrocedía.

Y entonces la brecha se llenó con la aparición de Matt Sóren, rey de los enanos, que luchaba en sañudo y feroz silencio, con las vestiduras desgarradas y empapadas en sangre, avanzando sobre los cadáveres de los caídos, al frente de los enanos.

-¡Bienvenido seas, rey de los enanos! -rugió la voz de Ivor sobre la algarabía de la batalla.

Con un grito de alegría, Dave se lanzó al ataque tras Levon, se unieron a las fuerzas de Matt y reanudaron el avance.

Ra-Tenniel, espléndidamente veloz sobre el raithen, apareció de improviso junto a ellos.

-¿Cómo se las están arreglando por el ala izquierda? -cantó.

-Aileron nos ordenó venir. ¡Dice que resistirán! -le contestó gritando Matt-. Pero no sé por cuánto tiempo. Los lobos de Galadan atacan por ese lado. Tendremos que abrirnos paso todos juntos y rodearlos por el oeste.

-¡Vamos pues! -gritó Levon, adelantándose a todos y conduciéndolos hacia el norte como si quisiera asaltar las mismas torres de Starkadh.

Dave espoleó el caballo, aprestándose a seguirlo. Tenía que mantenerse cerca de él, para protegerlo si podía, para compartir cualquier cosa que les sobreviniera.

Sintió de pronto una repentina ráfaga de viento, y vio que una vasta y amenazadora sombra se cernía sobre Andarien.

-¡Por todos los dioses! -gritó Sorcha a la derecha de Dave.

Se levantó un tremendo fragor.

Dave levantó la vista.

Leila se despertó al alba. Se sentía enferma y asustada después de una terrible y agitada noche. Cuando Shiel fue a buscarla, le rogó que otra sacerdotisa presidiera en su lugar los cantos matutinos. Shiel le dirigió una inquieta mirada y salió sin decir nada.

Recorriendo la pequeña habitación de un lado a otro, Leila se esforzaba por retener las imágenes que aparecían relampagueando en su mente. Pero eran demasiado rápidas, violentamente caóticas. No sabía de dónde procedían ni cómo las estaba recibiendo. ¡No lo sabía! ¡No quería verlas! Tenía las manos húmedas y el rostro perlado de sudor, aunque las habitaciones subterráneas estaban tan frescas como siempre lo habían estado.

Bajo la bóveda enmudecieron los cantos. En el repentino silencio oyó sus propios pasos, el precipitado latir de su corazón, el pulso de su mente; todo parecía más sonoro, más insistente. Estaba muy asustada, más que nunca.

Oyó llamar a la puerta.

-¡Si! -dijo con brusquedad, aunque no había querido utilizar ese tono.

Tímidamente Shiel abrió la puerta y asomó la cabeza. No se atrevió a entrar en la habitación. Sus ojos se agrandaron al ver la expresión del rostro de Leila.

-¿Qué ocurre? -preguntó Leila esforzándose por dominar la voz.

-Han venido unos hombres, sacerdotisa. Están esperando en la puerta. ¿Quieres verlos?

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