Luchando por mantenerse consciente, Flidais oyó, en su tambaleante mente, otra voz, que parecía sonar a un tiempo muy cerca y muy lejos. Y aquella voz decía: Oh, hijo mío, ¿en qué te has convertido?
Flidais se limpió la sangre y consiguió abrir los ojos. Le pareció que el bosque se tambaleaba y luego se enderezaba de nuevo, y a través de una cortina de sangre y dolor vio la altiva, desnuda e impresionante figura y los enormes cuernos de Cernan el dios de las Bestias, a quien había llamado poco antes de que apareciera Galadan.
Con un gruñido de rabia entremezclada con algo más, el señor de los Lobos se encaró a su padre. Poco después, Galadan recobraba su apariencia humana, tan elegante como siempre.
-Hace tiempo que perdiste el derecho a hacerme tales preguntas -dijo.
Le hablaba en voz alta a su padre, notó Flidais, como él mismo había hablado con Galadan, para negarle el acceso a sus pensamientos.
Revestido con la majestad de su desnudez y su poder, el dios de los Bosques avanzó.
Hablando también en voz alta, con voz resonante, Cernan dijo:
-¿Porque no quise matar al mago en tu nombre? No te volveré a explicar mis razones, hijo mio. Pero volveré a preguntártelo en este bosque, donde te engendré: ¿cómo has degenerado hasta el punto de portarte así con tu propio hermano?
Flidais cerró los ojos. Sintió que desfallecía, ola a ola, como el reflujo del mar. Pero antes de dejarse arrastrar por aquella marea, oyó que Galadan soltaba una sarcástica carcajada y le decía a su padre, a su propio padre:
-¿Por qué tendría que importarme a mí que este gordinflón esclavo del bosque sea otro sopío de tu pródiga semilla? ¡Malditos los hijos y los padres! -gruñó con su media naturaleza de lobo que con tanta facilidad podía adoptar-. ¿Qué importancia podría tener eso ahora?
Oh, sin embargo la tiene, pensó Flidais con una última brizna de conciencia. Oh, sin embargo tiene mucha importancia. ¡Si tan sólo pudieras sospecharlo, hermano! No envió ese mensaje a ninguno de los dos. En lo más profundo de su mente escondió el recuerdo del árbol incendiado y de Darien con la Diadema de Lisen sobre su frente. Luego Flidais, que tan bien había sabido cumplir su juramento y que había colmado el deseo de su corazón, se sintió invadido por una nueva oleada de dolor y ya no tuvo conocimiento de lo que en el bosque su padre le decía a su hermano.
Hacia el este, en Celidon, el sol estaba bajo en un cielo despejado de nubes y de cualquier rastro de tormenta, mientras el ejército de Brennin llegaba por fin al corazón de la Llanura. Galopando junto a Niavin, el duque de Seresh, en la vanguardia de la hueste, mortalmente rendido por tres días de continua cabalgada, el mago Teyrnon se esforzó por mantener erguido sobre la silla su fornido cuerpo en cuanto vislumbró las enhiestas piedras.
A su lado, su fuente se rió sofocadamente y dijo:
-Iba a sugerirte que lo hicieras.
Teyrnon echó una mirada divertida a Barak, su alto, atractivo y juvenil amigo que era la fuente de su poder, y su bonachona cara esbozó una mueca de desaprobación.
-En esta cabalgada he perdido más peso de lo que me atrevía a suponer -dijo el mago palmeándose su todavía considerable tripa.
-Te conviene -dijo Niavin de Seresh al otro lado.
-¿Cómo -replicó Teyrnon indignado por la risa de Barak- puede convenirme que mis huesos estén tan revueltos? Temo que si trato de rascarme la nariz, acabe por frotarme la rodilla; no sé si me entendéis.
Niavin soltó un bufido y luego se permitió reírse a carcajadas. Resultaba difícil permanecer serio y severo junto a aquel genial y poco atractivo mago. Además, conocía a Teyrnon y a Barak desde que eran niños, en Seresh, en los primeros días del reinado de Ailell, cuando el padre de Niavin acababa de ser nombrado duque de Seresh y abrigaba cieno recelo acerca de las capacidades de ambos. Pero se comportarían con seriedad cuando llegara la hora.
Y según parecía, había llegado la hora. Se acercaban tres Jinetes que habían avanzado entre las gigantescas piedras. Aunque no había necesidad, Niavin los apuntó con el dedo para que el mago los viera.
-Ya los veo -dijo con calma Teyrnon.
Niavin lo miró con curiosidad, pero el rostro del mago había perdido su franca ingenuidad y era inescrutable.
Por eso Niavin no pudo adivinar los pensamientos del mago. Le hubieran preocupado profundamente, tan profundamente como turbaban al propio Teyrnon, porque dudaba de sí mismo, porque era tímido y además por otra razón.
Con cortesía, los dos acogieron a Aileron, el soberano rey, y con cortesía pusieron en sus manos el mando del ejército, en presencia de Ra-Tenniel de los lios alfar y del aven de la Llanura, que eran quienes habían acudido a caballo para recibir al ejército de Brennin. También con cortesía, Aileron correspondió a sus saludos. Luego, con la brusca eficacia que caracterizaba al caudillo que en él había, Aileron le preguntó a Teyrnon:
-¿Has establecido algún contacto, mago?
Teyrnon sacudió despacio su enorme cabeza. Esperaba tal pregunta.
-Lo he procurado, mi soberano rey. Ninguna noticia de Loren. Pero hay algo más.
Dudó un momento y luego conrinuó:
-Una tormenta, Aileron. En alta mar. La encontramos mientras buscábamos contacto.
Un ventarrón del sudoeste arrastra la tormenta.
-No debiera suceder -dijo Ra-Tenniel con presteza.
Aileron asintió en silencio y con el entrecejo fruncido.
-Si sopla del sudoeste no lo produce Maugrim -murmuró Ivor-. ¿Has visto el barco? -preguntó a Teyrnon.
-No soy vidente -explicó pacientemente el mago-. Puedo captar, en cierto modo, la presencia de algo mágico como esa tormenta y puedo ponerme en contacto con otro mago a larga distancia. Si el barco hubiera regresado, lo habría encontrado o Loren se habría puesto en contacto conmigo.
-Por lo tanto -dijo Aileron con aire grave-, el barco no ha regresado o por lo menos Manto de Plata no ha regresado con él.
Sus ojos oscuros se encontraron con los de Teyrnon durante largo rato, mientras la brisa de la última hora de la tarde agitaba la yerba de la Llanura.
Nadie dijo nada más: esperaban que el soberano rey siguiera hablando. Sin dejar de mirar a Teyrnon, Aileron dijo:
-No podemos esperar más. Partiremos ahora mismo rumbo al norte, hacia Gwynir, sin esperar a que llegue la mañana como habíamos planeado. Nos quedan aún tres horas de luz para cabalgar.
Rápidamente explicó a Niavin y al mago lo que había sucedido en la batalla hacia dos noches.
-Se nos ha concedido una ventaja -dijo con expresión severa-, no por nuestro propio mérito, sino por obra de la espada de Owein y de la intercesión de Ceinwen. Debemos aprovechar esa ventaja, mientras el ejército de Maugrim huye en desbandada. El Tejedor sabe qué daría por tener aquí a Loren y a la vidente,, pero no podemos esperar. Teyrnon de Seresh, ¿actuareís en calidad de primer mago en las batallas que nos esperan?
Nunca había sido ambicioso, nunca había codiciado llegar tan alto. Cuando era joven, esa falta de ambición había sido ridiculizada como un defecto; luego con el paso de los años le había sido aceptada y perdonada: Teyrnon era así, decían todos, y sonreían al decirlo. Era inteligente y digno de confianza; a menudo tenía intuiciones en asuntos graves que resultaban muy útiles. Pero el gordinflón y sonriente mago nunca había sido considerado -ni por él mismo- como una persona de peso en ninguna clase de asuntos, ni siquiera en tiempos de paz. Metran y Loren eran los auténticos magos.
El se había alegrado de que las cosas sucedieran así. Tenía sus libros y sus estudios, que era lo que en verdad importaba. Había disfrutado de una vida confortable en la residencia de los magos en la ciudad: criados, buena comida, abundante bebida y camaradería. Había gozado de los privilegios del rango, de las satisfacciones del poder y del prestigio que ambas cosas proporcionaban. Algunas mujeres de la Corte de Aileron habían acudido a su dormitorio o lo habían llamado a sus perfumadas cámaras, pese a que no se hubieran molestado en mirarlo dos veces cuando sólo era un rechoncho estudiante de Seresh. Había cumplido seriamente con sus responsabilidades de mago, y por encima de todo había conservado siempre su buen humor. El y Barak habían desempeñado sus papeles en tiempo de paz con discreción, sin alharacas, y habían servido de amortiguadores entre los otros dos miembros del Consejo de los Magos.
Jamás los había envidiado. Si se lo hubieran preguntado en los últimos años del reinado de Ailell, antes de que llegara la sequía, habría considerado que su hilo en el Telar era uno de los que brillaban con más esplendor gracias a la benevolencia del Tejedor.
Pero la sequía había llegado, el Rangat había explotado, y Metran, que en otro tiempo había sido sabio y prudente, se había revelado como un consumado traidor. Por eso ahora se veían precipitados en una guerra contra los desatados poderes de Rakoth Maugrim, y de pronto él, Teyrnon, se encontraba actuando en calidad de primer mago del soberano rey de Brennín.
Más aún, era el único mago de Fionavar, o por lo menos así se lo había ido repitiendo la indescriptible premonición que había aparecido en lo más recóndito de su mente la víspera por la mañana.
La víspera por la mañana, cuando había sido destruida la Caldera de Khath Meigol.
Carecía de datos concretos sobre las consecuencias de tal destrucción; sólo aquella remota premonición, tan difusa y terrible que se resistía a hablar de ella o a darle en su mente un nombre concreto.
Pero se sentía irremediablemente solo.
El sol se había puesto. La lluvia había cesado y las nubes se deslizaban por el norte y el este. En el oeste el cielo conservaba todavía el color de las sombras del crepúsculo.
Pero en la playa, junto a la torre de Anor, ya iba cayendo la noche, mientras Loren Manto de Plata acababa de relatar lo que ineludiblemenre tenía que ser relatado.
Cuando hubo acabado, cuando se hubo acallado su calmosa y apesadumbrada voz, todos los allí reunidos escucharon cómo Brendel de los lios alfar sollozaba por las almas de sus compatriotas asesinados cuando navegaban en pos de su canción. Sentada en la arena, con la cabeza de Arturo en su regazo, Jennifer vio que Diarmuid, con las facciones contraídas por el dolor, se alejaba de la arrodillada figura del lios y abrazaba a Sharra, no con pasión y deseo sino buscando con desesperación algún consuelo.
También en sus mejillas había lágrimas; no.dejaban de correr, por más que se esforzara en detenerlas, llorando por su amigo y sus compatriotas. Luego, al bajar la mirada, vio que Arturo había vuelto en si y también la estaba mirando, y de pronto se vio reflejada en sus ojos. Mientras miraba, una estrella muy brillante se deslizó a través de ese reflejo.
Muy despacio, Arturo alzó una mano y tocó la mejilla que había acariciado la mano de Lancelot.
-Bienvenido a casa, amor mío -dijo ella sin dejar de escuchar el conmovedor lamento del lios alfar y sin dejar de oir en lo más profundo de su mente el constante e inexorable ir y venir de la lanzadera en el Telar-. Lo he enviado lejos -añadió sintiendo que sus palabras eran como la urdimbre del tejido de la tormenta que ya se había alejado.
La historia seguía repitiéndose, cruzándose y entrecruzandose.
Arturo cerró los ojos.
-¿Por qué? -preguntó, dibujando sólo la palabra, casi sin pronunciarla.
-Por la misma razón por la que tú volviste -respondió ella.
Después, mientras él la miraba de nuevo, ella le hizo daño, como se lo había hecho a Lancelot, puesto que también él tenía derecho a saberlo.
Así, Ginebra, que en Camelot no había tenido hijos, le habló de Darien a Arturo, mientras por el cielo del oeste se extinguía la luz y aparecían sobre sus cabezas las primeras estrellas. Cuando hubo acabado su relato, también se apagó el sosegado llanto de Brendel.
Al oeste apareció una estrella, muy baja sobre el mar, mas brillante que las demás, y todos los reunidos en aquella playa vieron que Brendel se levantaba y miraba aquella estrella. Durante un buen rato permaneció en silencio; luego alzó las manos, y abrió los brazos antes de levantar la voz en un canto de invocación.
Con una voz primero abrumada por el peso del dolor, pero que poco a poco fue haciéndose más cristalina con cada palabra, con cada ofrenda, Na-Brendel de la Marca de Krestel de Danilorh, tomó la pesada carga de su sufrimiento y la sublimó en las dolorosamente bellas y atemporales notas del Lamento de Ra-Termaine por la Pérdida, cantándolo como nunca había sido cantado en mil años, ni siquiera por el que lo había compuesto. Y así en aquella playa a orillas del mar, bajo las brillantes estrellas, transformó la maldad que habían sufrido los Hijos de la Luz en un plateado reflejo de si mismo.
De los que estaban en la playa al pie del Anor, Kimberly fue la única que no halló consuelo ni alivio en el lamento que Brendel entonaba. Oyó y captó la belleza del canto, se sintió humillada por la grandeza de lo que el líos alfar estaba haciendo, y supo del poder curativo de tal música; podía ver su efecto en los rostros de los que la rodeaban.
Incluso en los de Jennifer, Arturo y la fría Jaelle, que escuchaban cómo el alma de Brendel, prendida a su voz, se levantaba hacia las rutilantes y fuaces estrellas, hacia el tenebroso bosque y hacia el anchuroso mar.
Pero su culpa y sus heridas eran demasiado profundas para que aquel consuelo pudiera alcanzarla. Todo lo que ella tocaba, todo lo que caía en el resplandor del anillo que llevaba, ¿tenía que ser torturado y desgarrado? ¡Ella en su mundo era médico! ¿Es que sólo podía causar dolor a todos los que amaba, a todos los que la necesitaban?
Sólo sufrimiento. La noche pasada había llamado a Tabor y había corrompido a los paraikos; por la mañana había tratado con crudeza a Darien y por la tarde no había llegado a tiempo de prevenir a Jennifer de lo que iba a ocurrir. Y luego, y eso era lo más amargo de todo, había roto el juramento que había hecho en Glastonbury Tor. ¿No era el sufrimiento del Guerrero lo bastante grande, se preguntaba a si misma sin piedad, para que ella lo agravara con la mención del nombre al que estaba condenado a responder?
No importaba, se decía maldiciéndose, que Ginebra hubiera dicho lo que había dicho.
No importaba con cuánta desesperación necesitaban la ayuda de Flidais para mantener en secreto la existencia de Darien. No habrían necesitado esa ayuda, no habrían necesitado nada de él, si ella no hubiera enviado a Darien a ese lugar. Se apartó los blancos cabellos del rostro. Sabia que parecía una rata de agua medio ahogada. Sentía que había aparecido en su frente la arruga vertical. Quizás, pensó sarcásticamente, esa arruga podía hacer pensar a alguien engañosamente que era sabia y experimentada: la arruga y los cabellos blancos. Bien, decidió temblando, si después de aquella noche quedaba alguien tan loco como para pensar algo semejante, ¡allá él!