Otros iban saliendo de las cavernas. De la de Ruana aparecieron dos mujeres que sostenían entrambas a un hombre. De la otra salieron en total seis, que se dejaron caer a tierra tan pronto se vieron libres del humo. Mirando hacia el este, Kim vio que un grupo avanzaba desde los riscos para reunirse con ellos en la plataforma. Caminaban muy despacio sosteniéndose los unos a los otros. Nadie decía palabra.
-Necesitáis comer -le dijo a Ruana-. ¿Cómo podemos ayudaros?
El sacudió la cabeza.
-Después. Primero debemos entonar el kanior tanto tiempo demorado. Empezaremos el ritual tan pronto como estemos todos reunidos.
Desde el cuarto fuego del nordeste avanzaban otros, con la misma lentitud, en un último esfuerzo y en absoluto silencio. Todos iban vestidos de blanco como Ruana. No era el más viejo ni tampoco el más alto, pero era el único que había hablado y los demás iban congregándose en torno a él.
-No soy un jefe -dijo como si leyera los pensamientos de Kim-. No ha habido jefes entre nosotros desde que Connía cometió la transgresión de construir la Caldera. Pero yo cantaré el kanior y llevaré a cabo los ritos incruentos.
Su voz era infinitamente apacible. Pero Kim sabia que era la voz que había sido capaz de encontrarla en el abismo de los designios de Rakorh y protegerla de ellos.
Escrutó el grupo que se había congregado.
-¿Estáis todos? -preguntó.
Kim miró en torno. Era difícil ver con claridad entre las sombras y el humo, pero aproximadamente unos veinticinco paraikos se habían reunido en la plataforma. Sólo veinticinco.
-Estamos todos -dijo una mujer.
-Todos.
-Estamos todos, Ruana -repitió una tercera voz que temblaba de dolor-. Ya no hay más. Entona el kanior tanto tiempo demorado, para que no perdamos nuestra esencia ni Khath Meigol su santidad.
Y en ese preciso instante, Kim tuvo una primera premonición, al tiempo que la maraña de su sueño de vidente comenzaba a desenredarse. Sintió que el corazón se le encogía y la boca se le secaba.
-Muy bien -dijo Ruana.
Luego se dirigió a ella con extremada cortesía:
-¿Quieres elegir a alguno de los tuyos para que se una a nosotros? Lo mereces por lo que has hecho.
-Si hace falta alguna expiación, me corresponde a mí -contestó Kim-. Yo llevaré a cabo los ritos incruentos contigo.
Ruana la miró desde las alturas de su enorme tamaño y luego escrutó uno a uno a los que los rodeaban. Kim oyó que Imraith-Nimphais se movía nerviosa tras ella bajo el peso de la mirada del gigante.
-¡Oh, Dana! -dijo Ruana.
No era una invocación. Las palabras se dirigían a un igual. Eran palabras de reproche, de dolor. Luego le dio la espalda a Kimberly.
-Has hablado acertadamente, vidente. Creo que el lugar te corresponde a ti. La alada criatura no necesita expiación por hacer aquello para lo que Dana la ha creado, aunque bien es verdad que yo debo lamentar que haya nacido.
De nuevo, Brock lo desafió mirándolo de hito en hito largo rato.
-Tú nos llamaste -dijo el enano-. Dirigiste tu canción a la vidente y ella respondió a tu llamada. Rakoth se cierne sobre Fionavar, Ruana de los paraikos. ¿Acaso querrías que todos yaciéramos en cuevas y acatáramos su dominio?
Sus apasionadas palabras rasgaron el aire de las montañas.
Se levantó un murmullo entre los congregados paraikos.
-¿Los llamaste tú, Ruana? -era la voz de la mujer que había hablado en primer lugar, una de las de la cueva sobre el risco.
Sin dejar de mirar a Brock, Ruana dijo:
-No podemos odiar. Aunque Rakoth, cuya voz oí en mi canto, destruyera por completo la sucesión del tiempo, mi corazón se limitaría a cantar hasta morir. No podemos combatir. En nuestra naturaleza sólo tiene cabida la resistencia pasiva, que es inherente a nuestra esencia, del mismo modo en que la gracia mortal está entretejida en la criatura que apareció en el cielo para salvarnos. Cambiar sería el fin de lo que somos y supondría perder la maldición de sangre, que nos concedió el Tejedor para compensación y defensa. Desde que Connía encadenó a Owein y fabricó la Caldera, no hemos abandonado Khath Meigol.
Su voz sonaba todavía baja, pero era aún más profunda que cuando salió de la cueva; iba adoptando el tono del cántico que Kim sabia iba a comenzar de un momento a otro.
Algo más iba a comenzar, y estaba empezando a imaginar lo que seria. Ruana dijo:
-Tenemos nuestra propia relación con la muerte, la tenemos desde el momento mismo en que fuimos urdidos en el Telar. Sabéis que derramar nuestra sangre acarrea muerte y maldición. Pero hay algo más que no sabéis. Yacíamos ahí en las cuevas porque no había nada que pudiéramos hacer, dada nuestra genuina esencia.
-Ruana -repitió de nuevo la voz de la mujer-, ¿los llamaste tú?
Entonces él se volvió a mirarla como si soportara una enorme carga.
-Lo hice, lera. Lo siento. Cantaré el kanior y pediré perdón ritualmente. Luego abandonaré Khath Meigol como hizo Connía, pues la transgresión debe caer sólo sobre mis hombros.
Levantó las manos por encima de la cabeza, bajo la luz de la Luna, y nadie dijo nada más, pues comenzaba el kanior. En el canto se entretejían el lamento y el ensalmo. Era incalculablemente antiguo, pues los paraikos habían aparecido en Fionavar antes de que el Tejedor hubiera entretejido en el Tapiz a los lios affar y a los enanos, y la maldición de sangre había formado parte de su naturaleza desde el principio, y con ella el kanior que la garantizaba.
Entre los gigantes reunidos en torno a Ruana comenzó a levantarse un canturreo en tono tan bajo que apenas era perceptible. Lentamente, Ruana levantó las manos y animó a Kim a que se pusiera a su lado. Así lo hizo al tiempo que veía que también se dejaba sitio en el circulo para Dalreidan, Faebur y Brock. Tabor y su alada criatura permanecían, en cambio, fuera del corro.
Ruana cayó de rodillas e indicó a Kim que hiciera lo mismo. Puso las manos en el regazo y, de improviso, se puso en contacto telepático con ella.
Cargaré con los muertos, lo oyó decir en su interior. ¿A quién me entregarás tú?
El pulso de ella latía muy despacio, arrastrado por los profundos sonidos que emitían los gigantes, y las manos le temblaban sobre el regazo. Las apretó con fuerza y le entregó a él a Kevin y luego a Ysanne, con todo lo que eran y todo lo que habían hecho.
La expresión de Ruana no cambió, no se inmutó, pero sus ojos se agrandaron a medida que absorbía lo que ella le transmitía, y luego, mentalmente, sin pronunciar palabra alguna, le dijo: Los recibo en todo lo que valen. Aflígete conmigo. A continuación elevó su voz en un sentido lamento.
Kim nunca pudo olvidar ese momento. Pese a lo que sucedió después, el recuerdo del kanior permaneció vivo en su memoria, con todo su dolor y la expiación del dolor.
Cargaré con los muertos, había dicho Ruana, y ahora se disponía a hacerlo. Con la matizada riqueza de su voz reunió a los dos, a Kevin e Ysanne, y los condujo hasta el círculo para que fueran llorados. Mientras el canturreo subía de tono, la voz de Ruana entrelazó en el cántico, que era como el hilo de un telar de sonidos, nombres ofrecidos a la noche, y en el corro comenzaron a aparecer las imágenes de los paraikos que habían muerto en las cuevas: Taieri, Ciroa, Hinewai, Caillea, y otros muchos, muchísimos más.
Todos ellos se acercaron para reunirse allí, en el lugar donde Kim estaba arrodillada, para ser momentáneamente rescatados por el entretejido poder de la canción. Kim estaba llorando, pero lo hacía en silencio porque nada debía borrar lo que Ruana estaba dibujando.
Y en ese momento la voz de él se hizo más profunda y la llamada más apremiante.
Con un tono más y más grave, retrocedió a través de la rizada cinta de los años y comenzó a congregar a los paraikos desde los primeros tiempos de su existencia, a todos aquellos que habían vivido en el más perfecto pacifismo, sin derramar sangre alguna, que, cuando les hubo llegado la hora, habían muerto para ser llorados.
Y para ser llorados ahora otra vez, mientras Ruana de Kharh Meigol los hacía volver de nuevo, desplegando todo el poder de su alma para abarcar la pérdida de los que habían muerto aquella noche a sangre y fuego. Arrodillada a su lado, Kim contemplaba entre lágrimas lo que hacía. Contemplaba cómo intentaba extraer consuelo del sufrimiento, sobreponerse a lo que habían sufrido, reafirmando majestuosamente la genuina esencia de los paraikos. Era el kanior de los kaniors, un lamento por todos y cada uno de los muertos.
Y lo estaba consiguiendo. Acudían todos, uno tras otro; todos los fantasmas de los paraikos de todos los tiempos se congregaban en el amplio círculo de plañideros por última vez en aquella noche en que se entonaba el más profundo lamento por la más profunda injusticia cometida contra su pueblo. Kim comprendió entonces el origen de los cuentos de fantasmas de Khath Meigol, porque en verdad había fantasmas en aquel lugar mientras se llevaba a cabo el rito del kanior. Y aquella noche el paso de las montañas se convirtió en el auténtico reino de los muertos. Y seguían apareciendo y Ruana seguía creciendo, obligando a su espíritu a crecer más y más para alcanzarlos a todos ellos, para atraerlos a todos con su cántico.
Luego su voz se hizo más grave aún, con una nueva nota, y Kim vio que en el circulo había aparecido un gigante más alto que los demás, cuyos ojos brillaban más que los de los demás desde más allá del mundo, y comprendió que era Connía, que había cometido la transgresión de encadenar a Owein y luego fabricar la Caldera de Khath Meigol.
Connía, que había abandonado Khath Meigol exiliándose voluntariamente de su pueblo hasta ser llamado aquella noche en la que eran llamados cada uno de los gigantes para ser llorados de nuevo.
Kim vio allí a Kevin, que era honrado entre todos los reunidos. Y también vio a Ysanne, más etérea que ningún otro de los fantasmas, porque con su autosacrificio había ido más lejos que ninguno de ellos, tan lejos que Kim apenas podía colegir cómo Ruana había conseguido atraer su sombra hasta aquel lugar.
Y por fin llegó un momento en que ninguna otra figura se dibujó en el corro. Kim miró a Ruana, que se balanceaba de atrás hacia adelante, con los ojos cerrados, abrumado por la carga de todos aquellos a quienes había congregado. Vio que apretaba con fuerza las manos en el regazo y que su voz adoptaba un tono aún más profundo para expresar un dolor si cabe más puro.
Y uno a uno, con la humilde amplitud de su alma, llamó a los svarts alfar y a los urgachs que habían aprisionado hasta la muerte a su pueblo y luego los habían devorado.
Kim nunca había tenido noticia de una acción que pudiera igualar en magnanimidad a lo que Ruana estaba haciendo en aquellos momentos. Era la afirmación, total e irrefutable, de la identidad de su pueblo. Era la proclamación en la anchurosa oscuridad de la noche de que los paraikos seguían viviendo sin odiar, de que eran iguales y aun más grandes que la peor de las acciones que Rakoth Maugrim pudiera cometer. Era la proclamación de que podían soportar su maldad, absorberla y por fin superarla, pues continuaban siendo lo que siempre habían sido, ni más ni menos que eso; y, desde luego, jamás serian esclavos de la Oscuridad.
En aquel momento, Kim se sintió purificada, transfigurada por lo que Ruana estaba dibujando, y cuando vio que abría los ojos y los posaba sobre ella, supo lo que iba a seguir y sin sentir temor alguno vio que él levantaba un dedo, y, usándolo como un cuchillo, se desgarraba la piel del rostro y de los brazos con cortes largos y profundos.
No brotó sangre alguna, aunque la piel desgarrada dejaba al descubierto nervios y arterías.
Él la miraba fijamente. Sin ningún temor, de ninguna clase, con espíritu de lamento y expiación, Kim alzó las manos y se desgarró con las uñas primero las mejillas y luego los antebrazos, sintiendo que la piel se le abría con los arañazos. Era médico y sabia que esas heridas le podían producir la muerte.
No ocurrió así. La sangre no brotó de las heridas, aunque las lágrimas no cesaban de caerle. Lágrimas de pena y también de gratitud, puesto que Ruana le había ofrecido todo aquello, había sido capaz de desplegar un poder tan profundo que incluso ella, que no era uno de los paraikos, y que llevaba consigo un dolor y una culpa tan tremendos, podía encontrar el perdón con los ritos incruentos en presencia de los muertos.
Cuando la voz de Ruana alcanzó las últimas y más agudas notas del kanior, Kim sintió que las heridas se le cerraban, y al mirarse los brazos no vio cicatriz alguna, y dio gracias desde lo más profundo de su ser por lo que le había sido concedido.
Luego vio que el Baelrath brillaba de nuevo.
Nada hasta entonces había sido peor, ni siquiera el haber tenido que despertar a Arturo de su descanso en Avalon, bajo las estrellas del verano. El Guerrero había sido condenado por voluntad del Tejedor al interminable destino de volver a la vida y sufrir, para expiar así en todas las épocas y todos los mundos el pecado de haber asesinado a los niños. En Tor ella había perturbado su descanso llamándolo con aquel terrible nombre, con el corazón casi hecho pedazos por tener que hacerlo. Pero ella no era la responsable de aquel destino, que había sido trazado hacía muchísimos años. Simplemente, con harto dolor de su corazón, lo había obligado a hacer lo que era su destino que hiciera.
Ahora era muy distinto, e inimaginablemente peor, porque a la luz de la llama del anillo la imagen de su sueño devenía real, y Kim sabia al fin por qué estaba allí. Para liberar a los paraikos, sin duda, pero para algo mas. ¿Cómo hubiera podido ser de otro modo, siendo quien era y, más aún, en tiempos de guerra? Había llegado hasta allí conducida por el anillo, y el Baelrath tenía el poder de llamar. Era salvaje, no permitía remordimientos o compasión, y sólo conocía las exigencias de la guerra y los dictados de urgente necesidad.
Estaba en Khath Meigol para hacer salir de allí a los gigantes. En el momento más trascendental de su larga historia, en la hora de la más triunfante reafirmación de lo que eran, ella había llegado para cambiarlo todo: para despojarlos de su genuina naturaleza y de la protección inherente a ella; para corromperlos; para arrastrarlos a la guerra, pese al pacifismo entretejido en su esencia, pese a la gloria que Ruana le había hecho conocer, pese al bálsamo que había proporcionado a su alma, pese al honor que había otorgado a los dos muertos que ella más amaba.