-Darien -contestó-. Le di la Diadema de Lisen, que Ysanne había escondido aquí. La luz se apagó en cuanto se la hubo puesto, y robó la daga de Colan, el Lbkdal, que también había escondido en la cabaña. Luego se marchó. Dijo que iba a reunirse con su padre.
Sabía que era injusto de su parte contarlo con tanta brusquedad. La cara de Jaelle había ido palideciendo al oír sus palabras, pero Kim sabia que importaba poco la forma de contarlo. ¿Cómo podía amortiguar el impacto de aquella mañana de terror? ¿Qué protección podía haber frente a aquello?
La brisa todavía seguía soplando. Había flores, verde yerba, el lago, el sol del verano.
Y el miedo, apretadamente entretejido, amenazando con destruirlo todo: al otro lado del abismo, a lo largo de un camino en sombras, hacia el norte, hacia el mismo corazón de la maldad.
-¿Y quién es Darien? -preguntó Sharra de Cathal-. ¿Quién es su padre?
Milagrosamente, Kim lo había olvidado. Paul y Dave sabían del hijo de Jennifer, y también Jaelle y las mormae de Gwen Ystrat. Y, por supuesto, Vae y Finn, aunque éste ahora estaba muy lejos. Con seguridad también Leila, que parecía saber todo lo que tuviera relación con Finn. Nadie más: ni Loren, ni Aileron, ni Arturo, ni Ivor, ni siquiera Gereint.
Miró a Jaelle, que le correspondió con una mirada igualmente dubitativa y ansiosa.
Luego asintió con la cabeza y lo mismo hizo la suma sacerdotisa. Y así, a orillas del lago de Eilathen, le contaron a Sharra la historia completa.
Y cuando hubieron acabado, cuando Kim hubo hablado de la violación y del nacimiento prematuro, de Vae y de Finn, cuando Jaelle le hubo contado a ambas el relato que le había hecho Paul de lo sucedido en el claro del Arbol del Verano, y cuando Kim les hubo hablado del resplandor rojo de los ojos de Darien aquella mañana y del poder con el que con tanta facilidad la había derribado, Sharra de Cathal se levantó. Se alejó unos pasos y se detuvo mirando las aguas del lago. Luego volvió con paso rápido y se encaró con Kim y Jaelle. Las miró a las dos, escrutó la cruda aprensión de sus rostros, y ella, cuyos sueños desde niña habían sido ser un solitario halcón, gritó:
-¡Es terrible! ¡Pobre criatura! No puede haber nadie más solitario que él en ningún mundo.
El tono de su voz hizo que los soldados se volvieran a mirarlas desde la parte más alejada de la orilla. Jaelle emitió un extraño sonido, entre un gruñido y una ahogada risa.
-En verdad… -comenzó-. ¿Pobre criatura? No creo que hayas entendido…
-No -la interrumpió Kim, tocando con la mano uno de los brazos de Jaelle-, no, espera.
Tiene razón.
Mientras hablaba, revivía la escena en el sótano, la analizaba, tratando de escrutar más allá de la terrorífica conciencia de la identidad del padre del muchacho. Y mientras la revivía, mientras se esforzaba por recordar, oyó de nuevo el sonido que había escapado de la garganta de él cuando se apagó la Luz de Lisen.
Y esta vez, libre del temor, con las palabras de Sharra como guía, Kim oyó con claridad lo que se le había escapado antes: la soledad, la terrible sensación de rechazo en aquel desconcertado y acongojado grito que había brotado del alma del muchacho -sólo un muchacho, no debían olvidarlo- que no tenía a nadie ni a nada, ningún sitio adonde ir. Y de quien además se había alejado la auténtica luz, como señal de rechazo y aborrecimiento.
Ahora recordaba que él había dicho exactamente eso. Se lo había dicho a ella, pero ella, cegada por el terror, sólo había captado la amenaza que siguió: iba a reunirse con su padre y llevarle aquellos regalos. Ahora caía en la cuenta de que eran regalos de congratulación, de súplica, que respondían a los deseos de la más solitaria de las almas por conseguir un lugar.
Eso era lo que deseaba Darien, que ya había emprendido el Camino Más Tenebroso.
Kim se levantó. Las palabras de Sharra le habían revelado muchas cosas y le habían inspirado la única cosa insignificante que podía hacer. Era una esperanza desesperada, pero era todo lo que tenían. Pues aunque quizás fuera cierto que los ejércitos y el campo de batalla acabarían las cosas de una u otra forma, Kim sabía que había otros muchos poderes en juego que convertirían esa posibilidad en certeza.
Y ella era uno de esos poderes, y otro lo era el niño que había visto aquella mañana.
Miró hacia los soldados con un aire de preocupación que enseguida se disipó: era demasiado tarde para preservar el secreto; el juego había ido demasiado lejos y había que afrontar lo que iba a suceder. Avanzó unos pasos, alejándose de la pedregosa orilla para internarse en el césped que se prolongaba hasta la puerta de la cabaña.
Luego levantó la voz y gritó:
-¡Darien, sé que puedes oírme! Antes de ir al lugar adonde dijiste que irías, déjame decirte algo: tu madre está en una torre al Oeste del bosque de Pendaran.
Eso era todo. Todo lo que podía hacer: un insignificante mensaje lanzado al viento.
Tras el grito, sobrevino un denso silencio que el golpeteo de las aguas en la orilla no rompía sino que hacia más profundo. Se sintió un poco ridícula, sabiendo que así debían verla los soldados. Pero la dignidad era ahora lo menos importante; sólo importaba que pudiera llegar hasta él la voz, cargada con todos los sentimientos de su corazón: lo único que podía llegar a conmoverlo.
Pero el silencio fue la única respuesta. De los árboles al este de la cabaña, una lechuza blanca, despertada de su sueño diurno, salió volando al oír su grito y se internó en la espesura. Estaba completamente segura, y se había acostumbrado a confiar en su instinto, pues hacía tiempo que era lo único que la guiaba, de que Darien todavía estaba allí. Se sentía atraído por aquel lugar; le costaba trabajo dejarlo y, si estaba cerca, con seguridad la habría oído. ¿Y si la había oído?
No sabia lo que haría. Sólo sabía que si alguien, en algún lugar, podía disuadirlo de reunirse con su padre, era Jennifer en la torre. Con sus cargas y sus desgracias, y con la insistencia, desde el primer momento, de que el niño era fruto del azar. El no podía estar abandonado por más tiempo, se dijo Kim a si misma. ¿Se daría cuenta Jennifer? El había emprendido el viaje hacia Starkadh, inconsolable y solitario. ¿Podría perdonarle su madre a Kim aquella intromisión?
Kim volvió junto a sus amigas. Jaelle también se había levantado; se erguía alta y magnífica, consciente de lo que Kim acababa de hacer.
-¿Crees que debemos prevenirla? -dijo-. ¿Qué hará si va a verla?
Kim se sintió de pronto débil y frágil.
-No lo sé -dijo-. No sé ni siquiera si irá. Quizás. Pero creo que Sharra estaba en lo cierto al decir que está buscando un lugar. Y no tengo ni idea de cómo podríamos prevenirla. Lo siento.
Jaelle respiró calmosamente.
-Yo puedo llevaros allí.
-¿Cómo? -preguntó Sharra-. ¿Cómo puedes hacerlo?
-Con el avarlith y con sangre -replicó la suma sacerdotisa de Dana en un tono sosegado-. Con gran cantidad de ambas cosas.
Kim la miró con aire escrutador.
-¿Podrías hacerlo? ¿Pese a que no estás en el templo?
Jaelle asintió.
-Hace unos días que me siento inquieta. Creo que la diosa ha estado preparándome para esto.
Kim miró el Baelrath, tranquilo, desprovisto de poder. No podía esperar ayuda de él. A veces odiaba el anillo con estremecedora intensidad. Miró de nuevo a las mujeres.
-Tiene razón -dijo Sharra con calma-. Jennifer necesitará que la prevengamos si es que él va a ir.
-O por lo menos necesitará consuelo, más que otra cosa -dijo asombrosamente Jaelle-.
Vidente, decidete, rápido. Tenemos que volver al templo para hacerlo y tiempo es lo único que no tenemos.
-Hay otras muchas cosas que no tenemos -corrigió Kim con aire ausente. Pero mientras hablaba, asentía con la cabeza.
Habían traído un caballo para ella. Poco más tarde, bajo la bóveda del templo, ante el altar del hacha, Jaelle pronunció las palabras mágicas de invocación. Derramó su propia sangre, en copiosa cantidad, tal como abía dicho; luego sintonizó con las mormae de Gwen Ystrat, y el círculo interior de las sacerdotisas de Dana se internó en las raíces de la tierra en búsqueda del poder de la Madre necesario para enviar a tres mujeres muy lejos, hasta las pedregosas orillas, no de un lago, sino del océano.
No transcurrió demasiado tiempo, pero, aun así, cuando llegaron, la amenazadora tormenta estaba muy cerca y el viento y las olas se habían desatado.
Incluso bajo la apariencia de una lechuza, la Diadema se ajustaba perfectamente a su cabeza. Sin embargo tenía que llevar la daga en la boca, y resultaba fatigoso La dejó caer sobre la yerba, al pie del árbol. Nadie la cogería. Todos los animales del bosquecillo habían aprendido a temerle. Podía matarlos tan sólo con la mirada.
Había aprendido a hacerlo hacia dos noches, cuando un ratón de campo al que estaba acechando había estado a punto de escaparse por las podridas maderas del establo.
Estaba hambriento y encorajinado. Sus ojos habían relampagueado -siempre se daba cuenta de cuando lo hacían aunque todavía no podía controlarlos- y el ratón había quedado completamente chamuscado.
Había hecho lo mismo aquella noche tres veces más, aunque ya no sentía hambre.
Encontraba cierto placer en el ejercicio de tal poder, y en cierto modo se sentía impulsado a ejercitarlo. Aquélla era una parte de su personalidad que no acababa de entender.
Suponía que la había heredado de su padre.
La noche siguiente se había quedado dormido bajo su real apariencia, mejor dicho, bajo la apariencia que había elegido para él hacía una semana, y mientras se dejaba llevar por el sueño lo habían asaltado los recuerdos. Se acordaba del invierno que había acabado y de las voces que en medio de la tormenta lo llamaban por las noches.
Recordaba haber sentido entonces idénticos impulsos. Había deseado salir fuera y jugar en el frío con las voces salvajes mientras la nieve seguía cayendo.
Ya no había vuelto a oír más voces. Ya no lo llamaban. Se preguntaba -y era un pensamiento doloroso- si habían dejado de llamarlo porque ya las había seguido. Cuando era sólo un niño, y no había pasado mucho tiempo desde entonces, cuando las voces lo llamaban, trataba de luchar contra ellas. Finn lo había ayudado. Acostumbraba caminar sobre el frío suelo de la cabaña y meterse en la cama de Finn; eso lo remediaba todo.
Pero ya nadie podía remediar nada. El podía matar con los ojos y Finn se había ido para siempre.
Se había quedado dormido con tales pensamientos en una cueva que había sobre las colinas al norte de la cabaña. Y por la mañana había visto que la mujer de cabellos blancos se dirigía hacia el lago y se detenía en la orilla. Luego, cuando hubo vuelto a la cabaña, él la siguió; ella lo había llamado y él había bajado por las escaleras de las que nunca había tenido noticia.
Ella le tenía miedo. Como todo el mundo. Podía matar con los ojos. Pero le había hablado con calma y le había sonreído una vez. Hacia mucho tiempo que nadie le sonreía; desde que había abandonado el claro del Árbol del Verano con su nueva apariencia, la apariencia de un muchacho mayor a la que no se podía acostumbrar.
Además conocía a su madre, a su verdadera madre. Finn le había contado que era como una reina, y que lo quería mucho aunque había tenido que marcharse lejos. Finn le había dicho que ella lo había hecho a él especial, y había añadido algo más… acerca de la necesidad de ser bueno para así hacerse merecedor de ser especial. Algo así. Le resultaba difícil recordarlo. Sin embargo, se preguntaba por qué lo había hecho capaz de matar con tanta facilidad y de desear matar de vez en cuando.
Había pensado en preguntárselo a la mujer de cabellos blancos, pero ahora se sentía incómodo entre las paredes de la cabaña y temía hablarle de sus criminales instintos.
Temía que lo odiara y se marchara.
Luego ella le había enseñado la Luz y le había dicho que estaba destinada a él. Sin atreverse a creerlo del todo, porque era demasiado bello, había dejado que ella se la pusiera en la frente. La había llamado la Luz contra la Oscuridad, y, mientras hablaba, Darien se había acordado de otra cosa que le había dicho Finn, acerca de que debía odiar a la Oscuridad y a las voces de la tormenta que provenían de la Oscuridad. Y ahora, sorprendentemente, parecía que a pesar de que fuera el hijo de Rakoth Maugrim le era otorgada una joya de la Luz.
Pero después la Luz se apagó.
Sólo la desaparición de Finn le había causado un dolor semejante. Sintió el mismo vacío, la misma vertiginosa sensación de pérdida. Y de inmediato, en medio de todos esos sentimientos, y por causa de todos esos sentimientos, había notado que sus ojos se iban a volver rojos, y, en efecto, así había ocurrido. No la mató. Hubiera podido hacerlo con facilidad, pero se limitó a arrojarla al suelo y se adelantó para apropiarse de otro objeto brillante que había visto en la habitación. No sabía por qué lo cogió ni lo que era.
Sólo se limitó a cogerlo.
En el momento en que se volvió para marcharse y ella intentó detenerlo, se le ocurrió cómo podía herirla tal como ella lo había herido, y precisamente en ese momento había decidido llevarle la daga a su padre. Su voz había sonado a sus propios oídos fría y estridente, y la había visto palidecer al tiempo que salía de la habitación y adoptaba de nuevo la apariencia de una lechuza.
Más tarde había llegado más gente, y él los había espiado desde el árbol al este de la cabaña. Había visto que las tres mujeres se dirigían al lago, y aunque no podía oírlas no se había atrevido a acercarse bajo su apariencia de lechuza.
Pero después una de ellas, la de los cabellos negros, se había levantado y había gritado con tanta fuerza que había podido oírla:
-¡Pobre criatura! No puede haber nadie más solitario que él en ningún mundo.
Y se dio cuenta de que estaba refiriéndose a él. Deseaba acercarse, pero tenía miedo.
Tenía miedo de que sus ojos se volvieran rojos y de no saber cómo evitarlo. O evitar lo que hacía cuando eso ocurría.
Por eso esperó, y poco después la mujer de los cabellos blancos avanzó un poco y lo llamó por su nombre.
La parte de su naturaleza que era una lechuza se asustó y emprendió el vuelo por puro reflejo, antes de que su otra parte pudiera controlarla. Luego le había oído decir dónde estaba su madre.
Eso fue todo. Poco después, se marcharon. Se quedó de nuevo solo. Permaneció en el árbol, bajo la apariencia de lechuza, intentando tomar una decisión.