—Dile que le pagaré el doble si mezcla el
single
conmigo —prosiguió, con el teléfono otra vez apoyado en el cuello, pero sin dejar de mirarme, haciendo que me acordara otra vez con angustia de mi ropa y de mi aspecto. No era muy alto, pero tenía el porte de un gigante, como si fuera una persona muy famosa, aunque era evidente que no podía serlo de verdad—. Lo alojaremos en el Ritz. Tiene que ser en Francia, porque es donde estamos produciendo el álbum. —Tapó el auricular y susurró—: Lo siento mucho. Sólo un minuto más. Ponte cómoda, Cassie.
¡Sabía mi nombre! Siguió hablando:
—No lo sé. Dos días, quizá. Tengo que visitar a mi abuela en Nueva Orleans. Después salgo para Nueva York y después me voy a Francia. La gira empieza dentro de ocho semanas, pero quiero tener grabadas las pistas de dos
singles
… Sí… Para lanzarlos durante la gira… No importa. Dile que tengo más, si hace falta. Vamos a grabar ese álbum como sea.
Se acordó de que tenía que seguir revolviendo el contenido del cazo y entonces me volvió la espalda y probó el guiso con una cuchara. Se movía como en su propia casa, sabía exactamente en qué cajón estaba cada utensilio. Cada vez que revolvía la olla o cogía una pizca de sal los músculos de la espalda y de los brazos se le tensaban y se ondulaban. La música era hipnótica, y de vez en cuando se le veía atrapado en el ritmo, como si lo inundara y lo hiciera moverse desde dentro. Con el teléfono sujeto aún entre el hombro y el oído, se volvió y se acercó a mí con una cuchara llena de sopa en una mano y la otra por debajo, para que no se derramara el líquido.
—Estoy probando la receta de mi abuela. Sí. Te guardaré un poco. Ahora voy a estar ocupado una hora, más o menos —dijo, soplando la sopa en la cuchara antes de acercármela a la boca.
Probé un poco, con cautela. ¡Era gumbo, el plato típico de Nueva Orleans! ¡Dios mío! Estaba exquisito, mejor que el que hacía Dell, y, de hecho, mejor que cualquiera de los que había probado.
—Mejor calcula dos horas. Te llamaré cuando esté de vuelta en el hotel. Sí. Adiós.
Dejó la cuchara, colgó el teléfono y se volvió hacia mí. Y se quedó ahí parado, sin decir nada, ni una palabra, durante al menos diez segundos. Parecía totalmente seguro de sí mismo, allí, de pie, sin hablar, mirándome de arriba abajo, con la música sonando de fondo. Tenía que ser alguien conocido. Estaba segura. Decidí romper el hielo.
—Espero no haber interrumpido nada importante —dije por encima de la música. Él cogió un mando a distancia, lo levantó por encima de mi cabeza y bajó el volumen, pero no respondió—. ¿Quién eres? —insistí.
Me pareció que iba a decir algo, pero simplemente se rió y meneó la cabeza.
—Soy quien tú quieres que sea, nena.
—Pero… esos guardaespaldas de ahí fuera. Están aquí por ti, ¿verdad?
Entonces volvió a menear la cabeza y a sonreír con su sonrisa de niño tímido.
—Sin comentarios —dijo—. No hemos venido a hablar de mí. Hemos venido a hablar de… lo que llevas puesto. Háblame un poco de la ropa que llevas —dijo, cruzando los brazos sobre el pecho con uno de los pulgares apoyado en los labios.
Salió de detrás de los fogones y se situó a unos tres metros de mí, observándome como si aquello fuera una especie de audición. Se me ablandaron las rodillas al ver la hebilla de su cinturón. Intenté no mirar, pero era un hombre tremendamente atractivo. Me sentí tonta y vieja, con mis estúpidos pantalones de gimnasia.
—Hum… Me dijeron que me pusiera esto —dije, bajando la vista hacia mis tristes zapatillas deportivas.
—Está muy bien. Cuando les hablé de «una mamá que lleva a su hijo al entrenamiento de fútbol» no pretendía que se lo tomaran tan al pie de la letra, pero tengo que reconocer que esto se acerca bastante a lo que tenía en mente, sólo que el resultado es mucho más sexy de lo que había imaginado.
—¿Puedo? —pregunté, señalando un taburete al lado de la cocina. Estaba temblando tanto que temía desplomarme si no me sentaba.
—Por supuesto. ¿Te gusta el gumbo?
Cogió la cuchara y volvió al fogón, para revolver un poco más la olla.
—Me encanta. Es… verdaderamente delicioso. Ejem… ¿Vas a cocinar para mí? Porque…, verás…, no recuerdo haber hablado de ninguna fantasía que tuviera que ver con la cocina.
—Yo voy a cocinar para ti y tú harás algo para mí —contestó, señalándome con la cuchara.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Creía que la fantasía era mía.
—¿Vamos a discutir? —preguntó, con un descaro petulante que me ablandó todavía más las rodillas. No parecía un hombre habituado a que le dijeran que no.
—¿Me dirás cómo te llamas? —le pregunté, sintiéndome más audaz.
—Para el trabajo uso un nombre diferente, pero el verdadero es Shawn.
Apagó el fuego, rodeó la cocina y se detuvo delante de mí. Llevaba el pelo cortado casi al cero. En la muñeca derecha tenía una maraña de pulseras de cuero, bandas elásticas y una cadena de oro más gruesa y brillante que la mía. Ningún amuleto. Percibí una nota almizclada en el aroma de su piel, que seguramente procedía de un frasco muy caro.
Apreté los dientes. Su descaro estaba haciéndome descubrir algo en mí que no conocía, algo nuevo y salvaje.
—¿No vas a decirme quién eres?
—Eso tienes que averiguarlo tú. Más adelante. Ahora mismo, soy tu fantasía de «sexo con alguien famoso». Pero esto es S.E.C.R.E.T., ¿recuerdas?, y aquí las cosas suelen funcionar en ambos sentidos, como probablemente estarás descubriendo. Así que, ¿aceptas este paso?
—¿Quieres decir que mi fantasía, de algún modo, también es la tuya?
—Así es.
—¿Y tengo que creerme que eres famoso sólo porque tú lo digas?
—Ajá.
Apoyó uno de sus robustos brazos sobre el taburete alto en el que estaba sentada, justo entre mis piernas, enfundadas en los pantalones de gimnasia.
—Muy bien. Lo entiendo. Pero ¿cómo es posible que yo sea tu fantasía?
Mientras hablaba, iba y venía con un dedo sobre uno de mis muslos. Yo me estremecí.
—Cassie —dijo, mirándome a los ojos—, cuando eres famoso, todas las chicas quieren estar contigo, pero sólo porque eres famoso. Tú pediste una fantasía con una persona famosa, pero no especificaste que tenía que ser famosa
para ti
. Acepté hacerlo, siempre que fuera con alguien que no me conociera, como una de esas madres que van a buscar a sus hijos al entrenamiento de fútbol y que están demasiado ocupadas para ponerse algo más que unos simples pantalones de gimnasia y una camiseta. Porque estoy harto de muñecas cazafamosos. ¿Me entiendes?
—Como una madre a la salida del colegio. ¿Es lo que se supone que soy? —Me eché a reír, igual que él—. ¿Ya lo habías hecho antes? ¿Con S.E.C.R.E.T.?
Ignorando mi pregunta, se apartó de mí y fue hacia el horno que estaba a mi espalda para vigilar lo que estaba cociendo.
—Tiene buena pinta. Es pan de maíz.
Cerró la puerta del horno. Un instante después estaba detrás de mí, a tan sólo unos centímetros de distancia. Me apoyó las manos sobre los hombros y las desplazó poco a poco, bajando por mis brazos. Sentí que se me aceleraba el pulso al notar que me juntaba suavemente las dos muñecas por detrás de la espalda y me las sujetaba con una sola mano. Podía sentir su aliento en la oreja.
—¿Aceptas este paso, mi pequeña mamá de niños deportistas? —preguntó, mientras me soltaba la banda elástica que me sostenía la coleta. Sentí su respiración a través de mi pelo cuando éste cayó en cascada sobre mis hombros.
—Sí —conseguí articular, riendo entre dientes—. ¿De modo que una madre a la salida del colegio es una fantasía? Nunca lo habría imaginado.
—Bien.
Entonces acercó la boca a mi oído.
—¿Quieres saber quién soy?
Asentí y me susurró su nombre, su seudónimo, el que usaba en los escenarios. Me alegré de que no me estuviera viendo la cara, porque los ojos se me abrieron como platos. No me interesaba el hip-hop, pero incluso yo había oído su nombre. Y ahora las manos de Shawn estaban debajo de mi camiseta, que me quitó como si estuviera hecha de gasa. Me rodeó el torso y me tocó los pechos a través del top de licra.
—Fuera también con esto. Levanta los brazos.
Me quitó el top por encima de la cabeza y lo lanzó a la otra punta de la cocina. Entonces cogió el taburete donde estaba sentada y le dio la vuelta para colocarme mirando hacia él. Tiró de mí y mis rodillas quedaron entre sus piernas separadas. Con la mano derecha me levantó la cabeza para que lo mirara mientras con la izquierda me masajeaba un pezón. Con gesto indeciso, me metió un dedo en la boca, y yo, casi por instinto, le chupé los restos de las especias de la sopa, de una manera que le hizo cerrar los ojos. Me gustó que pareciera temblar de deseo y que se tambaleara un poco. Chupé un poco más intensamente.
—Apuesto a que esto se te da muy bien —dijo, abriendo unos ojos embriagados de placer—. Apuesto a que, con esa boca, eres capaz de hacer enloquecer a un hombre.
Dejé de hacer lo que estaba haciendo. Hasta ese momento, todas mis fantasías habían consistido en recibir placer, no en darlo. En ese instante sentí deseos de dar, de ser generosa, como exigía el paso. Pero no sabía muy bien cómo.
—Quiero hacer algo por ti —dije.
—¿Qué, Cassie? —preguntó él, mordiéndose agónicamente el labio inferior, mientras yo apretaba la boca en torno a su dedo índice.
Lo miré a los ojos, sosteniendo durante un segundo su dedo en mi boca. Después, con todo el descaro que logré reunir, le dije:
—Quiero tenerte… en la boca. Todo.
El aire entró en mis pulmones, pero se negaba a salir. Realmente acababa de decirlo. Le había dicho a un hombre, a un hombre famoso, que quería chuparle el sexo. «¿Y ahora qué?», me dije. Sólo había practicado una felación en toda mi vida, cuando estudiaba el bachillerato. Lo había intentado algunas veces con Scott, cuando estaba borracho y me lo pedía, pero habían sido experiencias horrorosas, en las que yo terminaba con la mandíbula dolorida, y Scott, durmiendo. La perspectiva de intentarlo y fracasar me estaba poniendo muy nerviosa. Pero, como estaba viviendo una fantasía sexual con una persona famosa, decidí dejar que él hiciera lo que mejor saben hacer los famosos: pedir lo que quieren y exigir un buen servicio.
—Quiero que me enseñes cómo… complacerte —dije.
Me pasó el dedo mojado por el cuello y después, levantándome la barbilla con la mano, respondió:
—Creo que puedo enseñarte.
¡Ese hombre celestial quería que yo se lo hiciera!
—Es sólo que… no sé si soy muy buena en esto. Después de todo, es tu fantasía, y tengo miedo de que te vayas corriendo. —Se echó a reír y yo tardé un momento en darme cuenta de lo que le había hecho gracia—. Que te vayas
corriendo
, pero por la puerta. Ya me entiendes.
Dejó de reír. En ese momento juro que sentí que podía caerme en sus profundos ojos negros, de tan intensa que era su mirada. Aunque no sabía casi nada de su música, comprendí por qué era famoso. Tenía carisma, presencia, confianza en sí mismo.
Como yo le había pedido que me diera una lección, empezó.
—Empecemos por desnudarte.
Me puse de pie y di un paso atrás. Con él delante, me quité el resto de la ropa: primero las zapatillas, después los pantalones de gimnasia y finalmente las bragas. Él me miraba. Había deseo en sus ojos. Me deseaba a mí. ¡A mí! Podía percibirlo. Yo no dejaba de repetirme: «¡Adelante, hazlo! Él te enseñará. Todo saldrá bien.» Mis nervios fueron desapareciendo a medida que me dejaba enredar en su delicioso hechizo. Se volvió, separó una silla de la mesa de la cocina y se sentó.
—No puedes hacerlo mal, Cassie, a menos que mezcles los dientes en la receta. Los dientes no están invitados. Haz cualquier otra cosa y me harás feliz. Ven aquí.
Di un paso hacia él. Y después otro más. Yo estaba de pie, completamente desnuda. Me cogió por las muñecas con sus grandes manos y me hizo arrodillarme delante de él. Tenía un olor tibio y especiado, o tal vez fuera el aroma del guiso y el pan, pero a los dos nos estaba subiendo la temperatura. Me cogió las manos, se las puso encima del pecho y las arrastró después sobre su vientre imposiblemente plano y firme.
—Quítame los pantalones, Cassie.
Algo en mi interior se derritió mientras me agachaba y le desabrochaba el cinturón. Dejó caer los pantalones al suelo. La tenía dura. Y era grande y gruesa.
—Dios —susurré, rodeándola con las manos y sintiendo la suavidad de su piel. ¿Cómo era posible que algo tan duro fuera a la vez tan suave?
—Ahora baja la cabeza y bésame la punta —dijo—. Así. Lentamente al principio. De ese modo, sí. Bésala. Muy bien.
Lo tomé con la boca y lo lamí desde la punta hasta la base, sintiendo que su cuerpo se balanceaba adelante y atrás a medida que mis manos y mi boca alcanzaban un ritmo constante.
—Así está bien. Un poco más rápido.
Aceleré la cadencia. Él agarró una de mis manos, me enseñó cómo moverla junto a mis labios y la dejó allí. Lo tomé todavía más profundamente en la boca, al tiempo que le metía la otra mano por debajo.
—Sí —suspiró él, moviendo los dedos tiernamente por mi pelo—. Lo has entendido. Así es como me gusta.
Mis dos manos se encontraron con mis labios y formaron un vacío a su alrededor, mientras lo devoraba con toda la boca. Lo solté y seguí lamiéndole sólo la punta con el extremo de la lengua. Él bajó la vista y, cuando yo levanté la cabeza, nuestras miradas se encontraron. Su expresión era feliz y relajada, lo que me hizo saborear el poder. Estaba en mis manos. Era mío. Volví a tomarlo con la boca, chupando y tirándolo hacia mí, y sentí una vibración en su pelvis que me hizo sentir todavía más audaz. Me lo metí más profundamente en la boca. Lo sentía empujar contra mí y al mismo tiempo sentía que se ablandaba y se derretía. Se lo estaba haciendo yo. Yo tenía el control. Yo estaba al mando. De un momento a otro iba a conseguir que ese hombre se corriera… en mi boca.
—Nena, tú no necesitas mi ayuda.
Cuanto más placer le daba, más húmeda me ponía, algo que nunca me había pasado hasta entonces. ¿Por qué ese mismo acto me había parecido antes una desagradable obligación? Le pasé una mano por detrás, para agarrarlo por la espalda, mientras mi boca lo atraía hacia mí cada vez más profundamente.
Después, interpretando las señales de su cuerpo, sentí que llegaba a un punto de inflexión y reduje el ritmo.